Bajo el hielo (41 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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—En principio no resulta evidente la relación. ¿Qué le ha llevado a plantearla?

No estaba mal expresado. Servaz dudó en responder y Gaspard Ferrand advirtió su turbación. También cayó en la cuenta de que se encontraban de pie en un estrecho pasillo, él con el torso desnudo y el recién llegado envuelto en ropa de abrigo, y le señaló la puerta del salón.

—¿Té, café?

—Café, si no es molestia.

—En absoluto. Para mí será un té. ¡Siéntese mientras lo preparo! —lo invitó a la vez que desaparecía en dirección a la cocina, situada al otro lado del pasillo—. ¡Póngase cómodo!

Servaz no había esperado una acogida tan afable. Saltaba a la vista que al padre de Alicia le agradaba recibir visitas… incluso la de un policía que venía a interrogarlo sobre su hija, que se había suicidado quince años atrás. Miró a su alrededor: en la habitación reinaba un gran desorden. Igual que en casa de Servaz, había pilas de libros y revistas un poco por todas partes: en la mesa del sofá, en los sillones, encima de los muebles… También abundaba el polvo. ¿Viviría solo? ¿Gaspard Ferrand estaba viudo o divorciado? Eso explicaría su buena disposición para recibir visitas. Encima de un mueble había un sobre de Acción contra el Hambre. Servaz reconoció el logo azul y el papel reciclado gris porque también él era miembro donante de esa ONG. En las fotos enmarcadas, el padre de Alice aparecía varias veces en compañía de personas que parecían campesinos en unos casos sudamericanos y en otros asiáticos, sobre un telón de fondo de selvas o de arrozales. Servaz dedujo que en sus viajes, Gaspard Ferrand no se limitaba a tomar el sol en una playa de las Antillas o hacer submarinismo y tomar daiquiris.

Se dejó caer en el sofá. Cerca de él había otros libros apilados encima de un bonito taburete en forma de elefante tallado en madera oscura. Servaz trató de identificar el nombre africano de aquel objeto:
esono dwa

El olor del café se anunció desde el pasillo. Ferrand apareció con una bandeja en la que llevaba dos humeantes tazas, terrones de azúcar y una pinza, así como un álbum de fotos que tendió a Servaz después de haber dejado la bandeja en la mesa del sofá.

—Tenga.

Servaz lo abrió. Tal como esperaba, eran fotos de Alice: Alice a los cuatro años en un coche de pedales; Alice regando las flores con una regadera casi tan grande como ella; Alice con su madre, una mujer delgada de pensativo semblante y una nariz grande al estilo Virginia Wolf; Alice a los diez años, jugando al fútbol con pantalón corto con niños de su edad, precipitándose con el balón en el pie hacia la portería contraria, con expresión decidida y obstinada, como un auténtico chicarrón. Al mismo tiempo se la veía una niña encantadora, luminosa. Gaspard Ferrand se instaló a su lado. Se había puesto una camisa de cuello mao del mismo color crudo que el pantalón.

—Alice era una niña maravillosa, siempre alegre, servicial. Era nuestro rayo de luz. —Seguía sonriendo, como si el hecho de evocar a Alice no le resultara penoso sino agradable—. También era una niña muy inteligente, dotada para un sinfín de actividades, como el dibujo, los idiomas, el deporte, la escritura… Devoraba los libros. A los doce años ya sabía qué quería hacer más tarde: hacerse millonaria y repartir el dinero entre las personas que más lo necesitaban. —Exhaló una carcajada, agria y extraña—. Nunca comprendimos por qué hizo eso.

Aquella vez la herida asomó a la superficie. Ferrand se recobró, con todo.

—¿Por qué nos tienen que privar de lo mejor de nosotros mismos y luego dejarnos vivir con eso? Me estuve haciendo esa pregunta durante quince años. Ahora he encontrado la respuesta.

Ferrand le dirigió una mirada tan extraña que, por un instante, Servaz dudó si no habría perdido la razón.

—Se trata de una respuesta que cada cual debe encontrar en su interior. Con eso quiero decir que nadie puede enseñárnosla o darla por nosotros.

El anfitrión sondeó a Servaz con su acerada mirada para ver si este había comprendido. El policía se sentía extremadamente incómodo.

—Veo que lo estoy poniendo en una situación molesta —advirtió Ferrand—. Discúlpeme. Eso es lo que tiene vivir solo. Mi mujer murió de un cáncer fulminante dos años después de que se fuera Alice. Así que se interesa por esa oleada de suicidios de hace quince años mientras investiga el asesinato del farmacéutico. ¿Por qué?

—¿Ninguno de los niños dejó una simple carta de explicación? —preguntó Servaz sin responder.

—Ninguno. Aunque eso no quiere decir que no las hubiera. Las explicaciones, me refiero. En todos esos suicidios existe un motivo. Esos chicos acabaron con su vida por uno muy concreto y no simplemente porque consideraran que no merecía la pena vivirla.

Ferrand miraba con fijeza a Servaz. Este se preguntó si estaría al corriente de los rumores que habían circulado sobre Grimm, Perrault, Chaperon y Mourrenx.

—¿Alice cambió en algo antes de su suicidio?

—Sí —confirmó Ferrand—. Enseguida nos dimos cuenta. Fuimos reparando poco a poco en esos cambios: no reía tanto como antes, se enfadaba más a menudo, pasaba más tiempo en su habitación… Eran detalles de ese tipo. Un día quiso dejar el piano. Ya no nos hablaba de sus proyectos como antes.

Servaz sintió que la sangre se le helaba en las venas. Se acordó de la llamada que le hizo Alexandra al hotel y volvió a ver también el morado en la mejilla de Margot.

—¿Y no sabe cuándo comenzó exactamente ese proceso?

Ferrand titubeó. Servaz tuvo la curiosa impresión de que el padre de Alice tenía una idea precisa del momento en que aquello se había iniciado pero que le repugnaba hablar de ello.

—Varios meses antes de su suicidio, diría. Mi mujer atribuyó esos cambios a la pubertad.

—¿Y usted? En su opinión, ¿eran naturales esos cambios?

Ferrand lo volvió a mirar de una manera rara.

—No —respondió con firmeza al cabo de un momento.

—¿Qué cree usted que le ocurrió?

El padre de Alice guardó silencio tanto tiempo que Servaz casi estuvo a punto de cogerle del brazo para sacarlo de su ensimismamiento.

—No lo sé —repuso sin despegar la vista de Servaz—, pero estoy seguro de que algo ocurrió. Alguien de este valle sabe por qué se suicidaron nuestros hijos.

Tanto la respuesta como el tono empleado tenían un algo de enigmático que puso en alerta a Servaz. Se disponía a pedirle que precisara un poco más cuando su móvil se puso a zumbar en el fondo del bolsillo.

—Discúlpeme —dijo levantándose.

Era Maillard. El oficial de gendarmería tenía la voz tensa.

—Acabamos de recibir una llamada muy extraña, de un tipo que disimulaba la voz. Ha dicho que era urgente, que tenía informaciones sobre el asesinato de Grimm, pero que solo quería hablar con usted. No es la primera llamada de esa clase que recibimos, claro, pero no sé… esta parecía seria. Era como si ese hombre tuviera miedo.

—¿Miedo? —inquirió Servaz con un sobresalto—. ¿Miedo, está seguro?

—Sí. Pondría la mano en el fuego.

—¿Le ha dado mi número?

—Sí. ¿No debería habérselo dado?

—Ha hecho bien. ¿Tiene el suyo?

—Es un móvil. Ha colgado en cuanto le he dado el suyo. Hemos intentado llamarlo, pero cada vez sale el contestador.

—¿Han podido identificarlo?

—No, todavía no. Tendríamos que recurrir al operador telefónico.

—¡Llame a Confiant y a la capitana Ziegler! ¡Yo no tengo tiempo para ocuparme de eso! Explíqueles la situación. Necesitamos saber la identidad de ese individuo. ¡Hágalo sin más dilación!

—De acuerdo. Seguro que lo llama… —señaló el gendarme.

—¿Cuánto hace que ha recibido esa llamada?

—Menos de cinco minutos.

—Muy bien. Seguramente me llamará en breve. Mientras tanto, póngase en contacto con Confiant. ¡Y con Ziegler! Puede que ese tipo no tenga ganas de decirme quién es o que sea puro cuento, pero necesitamos identificarlo.

Servaz colgó, más tenso que un arco. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Quién trataba de hablar con él? ¿Chaperon? ¿Otra persona? Alguien que tenía miedo… Alguien que temía también que los gendarmes de Saint-Martin lo reconocieran, que disimulaba la voz…

—¿Problemas? —preguntó Ferrand.

—Más bien interrogantes —respondió con aire distraído—, y quizá respuestas.

—Es un oficio difícil el suyo.

Servaz no pudo reprimir un asomo de sonrisa.

—Es usted el primer profesor a quien oigo decir eso.

—No he dicho que sea un oficio honorable.

Servaz acusó el sobreentendido.

—¿Y por qué no lo sería?

—Está al servicio del poder.

Servaz sintió que montaba en cólera.

—Hay miles de hombres y de mujeres a quienes importa muy poco el poder, como usted dice, y que sacrifican su vida de familia, sus fines de semana, sus horas de sueño para ser el último bastión, el último dique frente a…

—¿La barbarie? —sugirió Ferrand.

—Sí. Puede detestarlos, criticarlos o despreciarlos, pero no puede prescindir de ellos.

—Como tampoco se puede prescindir de esos profesores a los que se critica, se detesta o se desprecia —convino Ferrand, sonriendo—. Mensaje recibido.

—Querría ver la habitación de Alice.

Ferrand desplegó su largo cuerpo bronceado revestido de claro lino.

—Sígame.

Servaz advirtió las bolas de polvo posadas en la escalera y la barandilla, que reclamaba un encerado hacía mucho. Un hombre solo. Como él. Como Saint-Cyr. Como Chaperon. Como Perrault… El dormitorio de Alice no se encontraba en el último piso, sino arriba de todo, bajo el tejado.

—Es allí —dijo Ferrand, indicándole una puerta blanca con manecilla de cobre.

—¿Ha… ha tirado sus cosas, reorganizado la habitación?

Aquella vez la sonrisa de Gaspard Ferrand dio paso a una mueca casi de desesperación.

—No tocamos nada.

Le dio la espalda y volvió a bajar. Servaz permaneció inmóvil un momento, en el minúsculo rellano del segundo piso. Oyó ruido de platos abajo, en la cocina. Por encima de su cabeza, un tragaluz iluminaba el rellano. Al levantar la vista vio una fina película de nieve traslúcida que se había pegado al vidrio. Después de una profunda inspiración, entró.

Lo primero que le llamó la atención fue el silencio. Este estaba acentuado sin duda por los copos que caían fuera y que amortiguaban los ruidos; pero tenía, no obstante, algo especial. La segunda cosa fue el frío. Allí no llegaba la calefacción. Aquella habitación silenciosa y glacial como una tumba le provocó un involuntario escalofrío, porque era evidente que alguien había vivido allí, una chica que tenía los hábitos propios de su edad…

Había fotos en las paredes, un escritorio, estanterías, un ropero, una cómoda con un gran espejo y una cama con dos mesitas. Parecía que el mobiliario lo habían comprado en ventas ambulantes y luego lo habían pintado de colores vivos, con predominio del naranja y el amarillo, que contrastaban con el violeta de las paredes y el blanco de la moqueta.

Las pantallas de las lámparas y las mesitas de noche eran naranja, como la cama y el escritorio; la cómoda y el marco del espejo, amarillos. En una de las paredes había colgado un gran póster de un cantante rubio en la que se leía KURT en gruesas letras. Encima de la moqueta había desparramados un fular, unas botas, revistas, libros y CD. Durante un largo momento, Servaz se limitó a impregnarse de aquel caos. ¿De dónde provenía la impresión de ambiente enrarecido? Seguramente se debía al hecho de que todo había permanecido intacto, como en suspenso. Todo salvo el polvo. Nadie se había tomado la molestia de ordenar ni un solo objeto… como si sus padres hubieran querido detener el tiempo y hacer de esa habitación un museo, un mausoleo. Incluso después de todos aquellos años, daba la impresión de que Alice iba a aparecer de un momento a otro y preguntarle qué hacía allí. ¿Cuántas veces habría entrado allí el padre de Alice y experimentado la misma sensación que él a lo largo de esos años? Servaz se dijo que él se habría sin duda vuelto loco en su lugar, con aquella habitación conservada intacta por encima de su cabeza y la tentación cotidiana de subir las escaleras y empujar la puerta una vez más, la última… Se acercó a la ventana y miró fuera. La calle se cubría de blanco a ojos vistas. Después volvió a respirar hondo, se volvió e inició la inspección.

En el escritorio había, en desorden, libros escolares, gomas para el pelo, unas tijeras, varios botes de lápices, pañuelos de papel, paquetes de caramelos y un post-it rosa en el que Servaz leyó el mensaje siguiente: «Biblioteca, 12.30»; la tinta había palidecido con el tiempo. También había una agenda cerrada con una banda elástica, una calculadora y una lámpara. Abrió la agenda. El 25 de abril, una semana antes de su muerte, Alice había escrito: «Devolver libro a Emma». El 29, «Charlotte». El 30, tres días antes de ahorcarse, «control de matemáticas». Tenía una letra redonda, clara. No le temblaba la mano… Servaz pasó las páginas. El 11 de agosto, la anotación: «Cumpleaños de Emma». En ese momento Alice llevaba muerta más de tres meses. Era una fecha anotada con mucha antelación… ¿Dónde estaría Emma actualmente? ¿Qué habría sido de ella? Calculó que debía de tener unos treinta años. Incluso después de tanto tiempo debía de pensar de vez en cuando en aquel terrible año de 1993. En todos aquellos muertos… Encima del escritorio había clavados con chinchetas un horario de la semana y un calendario. Las vacaciones escolares estaban resaltadas con rotulador amarillo. Servaz detuvo la mirada en la fecha fatídica: 2 de mayo. Nada la distinguía de las otras… Más arriba, una estantería de madera con libros, copas de judo, que demostraban que había destacado en aquella disciplina, y un lector de casetes.

Se volvió hacia las mesitas de noche. Encima, aparte de las dos lámparas de pantalla naranja, había un despertador, más pañuelos, una pequeña consola Gameboy, una pinza de pelo, pintauñas, una novela en edición de bolsillo con un marcapáginas. Abrió los cajones: papel de cartas de fantasía, un cofrecillo lleno de bisutería, un paquete de chicles, un frasco de perfume, una barra de desodorante, pilas.

Palpó debajo de los cajones. Nada.

En el interior del escritorio había carpetas, cuadernos y libros escolares, montones de bolígrafos, rotuladores y clips de grapadora. Encontró también, en el cajón del medio, un cuaderno de espiral lleno de esbozos. Servaz lo abrió y comprobó que Alice poseía un verdadero talento: sus dibujos con lápiz o rotulador demostraban firmeza en el trazo y agudeza visual, pese a que la mayoría adolecían todavía de cierto academicismo. En el de abajo, otra vez más gomas y un cepillo en el que habían quedado prendidos algunos cabellos rubios, un cortaúñas, varios pintalabios, un tubo de aspirinas, cigarrillos mentolados, un encendedor de plástico transparente… Abrió las carpetas y los cuadernos del primer cajón: deberes, disertaciones, borradores… Dejándolos a un lado, se acercó al pequeño equipo de música que descansaba en un rincón, encima de la moqueta. Servía de lector de CD y de radio. Estaba también recubierto de una gruesa capa de polvo. Servaz sopló encima, levantando una nube gris, y luego abrió los compartimentos, uno por uno. Nada. Se encaminó al gran espejo y la pared con las fotos. Algunas estaban tomadas de tan cerca que parecía como si las personas fotografiadas hubieran pegado la nariz al objetivo. En otras se veían paisajes detrás de ellas: montañas, una playa o incluso las columnas del Partenón. Eran en su mayoría chicas de la edad de Alice. Siempre aparecían las mismas caras. De vez en cuando se mezclaban al grupo uno o dos chicos, pero ninguno parecía retener la atención del fotógrafo. ¿Serían viajes escolares? Servaz escrutó las fotos un momento: todas se habían puesto amarillas y acartonadas con el tiempo.

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