No sabía bien qué buscaba. De repente, se paró delante de una de ellas: era de una decena de jóvenes, entre los que se encontraba Alice, de pie cerca de un letrero oxidado. Casa de colonias Los Rebecos… «Alice formaba parte de los que habían estado de colonias allí…». Advirtió asimismo que, en las fotos donde aparecía, Alice siempre estaba en el centro. Era la más bonita, la más radiante… el centro de atención.
El espejo.
Estaba roto.
Alguien había arrojado un objeto contra él. El proyectil había causado un impacto estrellado y una larga fisura en diagonal. ¿Habría sido Alice? ¿O su padre, en un momento de desesperación?
Entre el marco y el espejo había postales, amarillentas también, mandadas desde lugares como la isla de Ré, Venecia, Grecia o Barcelona. Con el tiempo, algunas habían acabado cayendo encima de la cómoda y la moqueta. Una de ellas retuvo su atención. «Tiempo horrible, te echo de menos». Firmado, Emma. Un fular palestino encima de la cómoda, así como unas cuantas baratijas, algodón de desmaquillar y una caja de zapatos azul. Servaz la abrió. Contenía cartas… Lo recorrió un leve temblor al pensar en las cartas de los suicidas, las que se encontraban en la caja de Saint-Cyr. Las examinó una por una. Eran misivas ingenuas o divertidas escritas con tinta malva o violeta. Siempre constaban las mismas firmas. No encontró la más mínima alusión a la tragedia que pronto iba a tener lugar. Tendría que comparar la letra con las de la caja, pero luego pensó que ya lo habrían hecho. Los cajones de la cómoda… Levantó las pilas de camisetas, de ropa interior, de sábanas y de mantas. Después se arrodilló encima de la moqueta y miró debajo de la cama. Había enormes bolas de polvo —con las que se habría podido rellenar un edredón— y una funda de guitarra.
Tiró de ella y la abrió. Rayaduras en el barniz del instrumento, que tenía rota la cuerda si. Lanzó una ojeada al interior de la caja: nada. Un edredón compuesto de rombos de colores cubría la cama. Se fijó en los CD desparramados encima: Guns N'Roses, Nirvana, U2… todo en inglés. Aquella habitación parecía un museo de los años noventa. Ni Internet, ni ordenador, ni teléfono móvil. «El mundo cambia demasiado deprisa ahora para una sola vida de hombre», se dijo Servaz. Sacó los cojines, las sábanas y el edredón y pasó una mano debajo del colchón. La cama no desprendía ningún aroma ni olor particular… salvo el del polvo que la recubría y que se elevó hasta el techo.
Junto a la cama había un pequeño sillón Voltaire. Alguien, tal vez Alice, lo había pintado de naranja también. En el respaldo reposaba una vieja chaqueta militar. Después de palpar el asiento y conseguir tan solo levantar otra nube de polvo, se sentó en él y se puso a mirar en derredor, procurando dejar vagar el pensamiento.
¿Qué era lo que veía?
La habitación de una joven acorde con su época pero también precoz para su edad.
Entre los libros, Servaz había visto
El hombre unidimensional
de Marcuse,
Los demonios
y
Crimen y castigo
. ¿Quién le habría aconsejado esas lecturas? Seguro que no fueron sus amigas de rubicunda cara. Después se acordó de que su padre era profesor de letras. De nuevo paseó la mirada por el dormitorio.
«Lo que predomina en esta habitación —pensó— son los textos, las palabras». Los de los libros, las postales, las cartas… Todos escritos por otros. ¿Dónde estaban las palabras de Alice? ¿Era posible que una chica que devoraba los libros y que se expresaba con una guitarra o por medio del dibujo no hubiera experimentado la necesidad de hacerlo también con las palabras? La vida de Alice se había detenido el 2 de mayo y los últimos días de su vida no habían dejado ningún rastro en ninguna parte. «Imposible», se dijo. Ni un diario íntimo ni nada: había algo que no encajaba. ¿Una chica de esa edad, inteligente y curiosa, que albergaba sin duda una infinidad de cuestiones existenciales, y sobre todo desesperada hasta el punto de acabar con su vida y que no hubiera escrito ni un breve diario? ¿O que no hubiera plasmado algunas de sus emociones en un cuaderno o en hojas sueltas? En la actualidad los adolescentes tenían blogs, correo electrónico, páginas personales en redes sociales, pero antes únicamente podían dejar constancia de sus interrogantes, sus dudas y sus secretos sobre el papel.
Se puso en pie y examinó uno tras otro los cuadernos y los cajones de Alice. No encontró más que textos escolares. Lanzó una ojeada a las calificaciones. Un 9, un 8,5, un 7,5, un 9,5… Los comentarios eran igual de elogiosos que las notas… «Pero no hay ningún escrito de carácter personal».
¿Habría realizado una purga el padre de Alice?
Este lo había recibido de manera espontánea y le había asegurado que estaba convencido de que aquellos niños se habían suicidado por un motivo concreto. ¿Por qué habría ocultado elementos que habrían podido conducir a la verdad? Servaz no había encontrado ninguna mención a un posible diario en los informes oficiales. Nada indicaba que Alice hubiera tenido uno. Aun así, la impresión seguía acentuándose: en aquella habitación faltaba algo.
Un escondrijo… Todas las jóvenes tienen uno, ¿no? ¿Dónde estaría el de Alice?
Servaz se levantó y abrió el ropero. Fue separando abrigos, vestidos, cazadoras, vaqueros y un kimono blanco para registrar los bolsillos. Con el haz de su linterna escrutó el interior de los zapatos y botas alineados al fondo. Por encima de los colgadores había un estante con varias maletas y una mochila; los depositó en la moqueta desatando una auténtica tormenta de polvo y se puso a registrarlos de manera metódica.
Nada. Se tomó un momento para reflexionar.
Aquella habitación debían de haberla revisado detectives expertos… y quizá los padres de Alice. ¿Era posible que no hubieran encontrado el escondrijo en caso de que existiera? ¿Lo habrían buscado siquiera? Todo el mundo convenía en que Alice era una muchacha brillante. ¿Habría descubierto un escondite sumamente difícil de localizar, o bien él se estaba equivocando en sus pesquisas?
¿Qué sabía él de lo que pensaba y soñaba una joven de dieciséis años? Su propia hija había cumplido diecisiete unos meses atrás y habría sido incapaz de decir cómo era su habitación, por la simple razón de que jamás había puesto los pies en ella. Aquel pensamiento le causó desasosiego. En la periferia de su cerebro, un detalle lo roía, como una especie de comezón: había pasado por alto algo en la exploración de la habitación. O más bien, allí debía haberse encontrado algo que no estaba. «¡Piensa!». Estaba ahí, muy cerca, lo sentía. El instinto le indicaba que faltaba algo. ¿Qué? ¿Qué era? De nuevo repasó con la mirada la habitación. Revisó todas las posibilidades. Lo había examinado todo, incluso los zócalos y las láminas de parquet de debajo de la moqueta. No había nada. No obstante, su inconsciente había detectado algo, estaba seguro… aunque no llegara a precisarlo.
Estornudó a causa del polvo que flotaba en el aire y sacó un pañuelo.
De repente, se acordó del teléfono.
¡No había recibido ninguna llamada! ¡Había transcurrido una hora y el hombre no lo había llamado! Sintió que se le formaba un nudo en el estómago. ¿Por qué no llamaba, por Dios? ¿Por qué?
Sacó el teléfono del bolsillo y lo miró. Contuvo un movimiento de pánico: ¡estaba apagado! Intentó encenderlo: ¡descargado! ¡Mierda!
Salió corriendo de la habitación y se precipitó por las escaleras. Gaspard Ferrand asomó la cabeza por la puerta de la cocina cuando pasó como una exhalación por el pasillo.
—¡Ahora vuelvo! —le dijo mientras abría la puerta de la calle.
Fuera seguía nevando con fuerza. El viento se había intensificado. Los copos formaban torbellinos sobre la blanca calzada.
En el Jeep aparcado al otro lado de la calle, rebuscó en la guantera para recuperar el cargador. Después regresó a toda prisa a la casa.
—¡No es nada! —aseguró a Ferrand, que lo miraba atónito.
Buscó un enchufe y encontró uno en el pasillo, donde conectó el cargador.
Aguardó cinco segundos para encender el móvil. «¡Cuatro mensajes!».
Iba a leer el primero cuando sonó el timbre del aparato.
—¡Servaz! —gritó.
—Pero ¿qué coño estaba haciendo?
Era una voz dominada por el pánico. El mismo Servaz estaba casi a punto de sucumbir a él. Los oídos le zumbaban a causa del pulso de la sangre en las sienes. Aquella vez el hombre no disimulaba la voz… pero no le resultaba familiar.
—¿Quién es?
—Me llamo Serge Perrault, soy un amigo de…
«¡Perrault!».
—¡Ya sé quién es! —lo atajó.
Se produjo un breve silencio.
—¡Tengo que hablar con usted con urgencia! —exclamó Perrault con voz histérica.
—¿Dónde? —chilló Servaz—. ¿Dónde?
—En lo alto de los huevos, dentro de un cuarto de hora. ¡Dese prisa!
Servaz sintió que el miedo se adueñaba de él.
—¿En lo alto de qué?
—¡De las telecabinas, coño! ¡Allá arriba, en Saint-Martin 2000, cerca de los telearrastres! Estaré allí. ¡Dese prisa, joder! ¿No lo entiende? ¡Yo voy a ser el siguiente! ¡Venga solo!
El cielo estaba oscuro y las calles blancas cuando Servaz arrancó el coche. Fuera, la nieve seguía girando en torbellino. Después de poner en marcha el limpiaparabrisas, llamó al móvil de Ziegler.
—¿Dónde estás? —preguntó no bien hubo contestado.
—En casa de los padres —repuso ella bajando la voz.
Con eso comprendió que no estaba sola.
—¿Dónde queda?
—En la salida de la ciudad, ¿por qué?
En pocas palabras le refirió la llamada de socorro que había recibido de Perrault.
—Tú estás más cerca que yo —concluyó—. ¡Ve de inmediato! ¡No hay ni un minuto que perder! Nos espera allá arriba.
—¿Por qué no avisamos a los gendarmes?
—¡No hay tiempo! ¡Ve!
Servaz colgó. Luego bajó el parasol con la leyenda Policía, pegó las luces en el techo y conectó la sirena. ¿Cuánto tardaría en subir allá arriba? Gaspard Ferrand no vivía en Saint-Martin, sino en un pueblo situado a cinco kilómetros. Las calles estaban llenas de nieve. Servaz calculó un cuarto de hora largo para llegar al parking del teleférico, que partía del mismo centro de la ciudad. ¿Cuánto tardarían las cabinas en efectuar el trayecto? ¿Quince minutos? ¿Veinte?
Se puso en marcha a toda velocidad, precedido del aullido de la sirena, mientras Ferrand miraba estupefacto desde el umbral. Al final de la calle había un semáforo. Estaba en rojo. Había decidido saltárselo cuando vio salir por la derecha la silueta de un enorme camión. Apretó el freno a fondo y enseguida notó que perdía el control. El Jeep quedó atravesado en medio del cruce; el mastodonte de acero lo rozó haciendo sonar el claxon. El mugido desgarró los tímpanos de Servaz al tiempo que el miedo lo golpeaba con la contundencia de un puñetazo en pleno plexo solar. Se quedó sin resuello. Tenía los nudillos blancos sobre el volante. Después puso primera y se fue. ¡No tenía tiempo para pensar! Después de todo, tal vez era mejor así. No eran solo treinta y ocho toneladas de acero lo que lo acababa de rozar, ¡sino la muerte metida en un cascarón de metal!
En el cruce siguiente giró a la derecha y salió del pueblo. La llanura se extendía cubierta de blanco ante sí; el cielo seguía amenazador pero había parado de nevar. Volvió a acelerar.
Entró en Saint-Martin por el este. En la primera rotonda, se equivocó de dirección. Dio media vuelta soltando maldiciones y golpes contra el volante, con lo cual atrajo miradas de incredulidad de otros conductores. Por suerte, había poca circulación. Dos rotondas más. Después de pasar delante de una iglesia se encontró en la avenida D'Étigny, el corazón comercial y cultural de la ciudad con sus hoteles, sus tiendas chic, sus plátanos, su cine y sus terrazas de cafés. Había coches aparcados a ambos lados. La nieve se transformaba en negruzco fango en el medio, en las rodadas dejadas por los vehículos. Justo antes del cine giró a la derecha. Una flecha indicaba TELECABINAS.
Al final de la calle estaba el parking, una vasta explanada dominada por la montaña. El flanco de esta se erguía frente a él, con la larga franja blanca del teleférico que ascendía en medio de los abetos. Circulando a toda velocidad entre los coches aparcados, llegó hasta el nivel inferior, donde frenó bruscamente, derrapando de nuevo. Un instante después ya estaba fuera, corriendo. Tras subir las escaleras del edificio situado encima de dos recios pilares de cemento se precipitó hacia las taquillas. Una pareja compraba los billetes. Servaz agitó su placa.
—¡Policía! ¿Cuánto se tarda en subir allá arriba?
—Nueve minutos —respondió con mirada reprobadora el empleado que despachaba.
—¿Hay manera de acelerar un poco?
—¿Para qué? —replicó el hombre, como si la demanda fuera insensata.
—No tengo tiempo de discutir con una persona que se quiere pasar de lista —replicó Servaz esforzándose por mantener la calma—. ¿Y bien?
—La velocidad máxima de la instalación es de cinco metros por segundo —dijo el hombre, enfurruñándose—. Dieciocho kilómetros por hora.
—¡Entonces pon la velocidad máxima! —ordenó Servaz saltando al interior de una cabina, una estructura de material sintético con grandes vidrios de plexiglás y cuatro minúsculos asientos.
Un brazo pivotante cerró la puerta tras él. Servaz tragó saliva. La cabina dio una leve sacudida al abandonar el riel de dirección y luego se encontró suspendido en el aire. Consideró preferible sentarse que permanecer de pie en aquel inestable cascarón que se elevaba rápidamente hacia la primera pilona, distanciándose de los blancos tejados de Saint-Martin. Lanzó una breve ojeada tras de sí y, al igual que le había ocurrido en el helicóptero, lo lamentó de inmediato. La inclinación del cable era tal que se le antojó como una de esas audacias que acostumbran a realizar los hombres y que solo demuestran su irresponsabilidad; en cuanto a su diámetro, lo encontró demasiado pequeño como para tranquilizarse. Los techos y las calles se volvían cada vez más pequeños. Las cabinas que lo precedían, separadas entre sí por una treintena de metros, se balanceaban con el impulso del viento.
Vio que abajo la pareja había renunciado a subir y volvía a su coche. Estaba solo. Nadie subía, nadie bajaba. Las cabinas estaban vacías. Todo estaba en silencio, salvo el viento que gemía cada vez con más fuerza.
Volvía a nevar. De improviso, la niebla apareció a media pendiente y, sin tener tiempo siquiera para comprender qué ocurría, Servaz se encontró inmerso en un universo irreal de imprecisos contornos, con la única compañía de los abetos erguidos en medio de la bruma como un ejército de fantasmas y la ventisca que hacía girar los copos alrededor de la cabina.