Bajo el hielo (61 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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Después había pasado un buen rato bajo la ducha para tratar de desprenderse de la viscosa sensación que le había dejado el sueño.

Ahora se planteaba qué conducta iba a adoptar. Cada vez que pensaba en hablar con Xavier, se acordaba del encargo de anestésicos veterinarios y se sentía mal. ¿Y si iba a meterse en la boca del lobo? Igual que en esas fotos en tres dimensiones en las que el individuo fotografiado cambia de expresión según la manera como se encara la foto, no llegaba a estabilizar la imagen. ¿Qué papel desempeñaba el psiquiatra en todo aquello?

A la luz de los elementos de que ella disponía, Xavier parecía hallarse en su misma situación. Sabía por boca de los policías que alguien del Instituto estaba implicado en los asesinatos e intentaba descubrir quién era. La diferencia estaba en que él disponía de mucha más información. Por otra parte, había recibido varios productos destinados a dormir a un caballo apenas unos días antes de la muerte de ese animal. Siempre acababa volviendo al mismo punto: dos hipótesis totalmente contradictorias que estaban, sin embargo, corroboradas con hechos. ¿Cabía la posibilidad de que Xavier hubiera suministrado los anestésicos a alguien sin saber lo que iba a ocurrir? En ese caso, el nombre de esa persona debía aparecer en sus pesquisas. Diane no salía de su confusión.

¿Quiénes eran Irène Ziegler y Gaspard Ferrand? Todo apuntaba a que eran dos personas relacionadas con la casa de colonias Los Rebecos. Al igual que Lisa Ferney… Debía comenzar por allí. La única pista concreta de que disponía era la enfermera jefe.

* * *

Servaz entró en la cabaña. El tejado era muy bajo, en pendiente, y la cabeza le rozaba el techo. Al fondo vio una cama con sábanas blancas y una manta marrón arrugada y una almohada manchada. Había asimismo una gran estufa cuyo tubo negro desaparecía por el techo, con una pila de leña al lado. Bajo una de las ventanas, un fregadero y una reducida encimera con un hornillo, conectado sin duda a una bombona de gas. Un libro de crucigramas abierto encima de una mesa cerca de una botella de cerveza y un cenicero lleno de colillas; un quinqué colgado encima. Olía a humo de leña, a tabaco, a cerveza y sobre todo a sudor agrio. No había ducha. Se preguntó cómo haría Chaperon para lavarse.

«He aquí lo que queda de estos cerdos: dos cadáveres y un pobre tipo que se encierra como una rata y que apesta».

Abrió los armarios, pasó la mano bajo el colchón y registró los bolsillos de la cazadora colgada detrás de la puerta. En ellos encontró dos llaves, un monedero y un billetero. Lo abrió: un carnet de identidad, un talonario, una tarjeta de la seguridad social, una Visa, una American Express… En el monedero encontró ochocientos euros en billetes de veinte y de cincuenta. Después abrió el cajón, donde encontró el arma y las balas.

A continuación salió.

* * *

En menos de cinco minutos, el dispositivo quedó desplegado. Diez hombres alrededor de la cabaña, en el bosque; seis más en puntos estratégicos en la parte alta del valle y con vistas al sendero para detectar su llegada, macizos como unos Playmobil con sus chalecos antibalas de fibra de Kevlar; Servaz y Espérandieu en el interior de la cabaña en compañía de Chaperon.

—Váyanse al infierno —espetó el alcalde—. Si no tienen nada contra mí, yo me largo. No pueden retenerme contra mi voluntad.

—Como quiera —contestó Servaz—. Si quiere acabar como sus amigos, es libre de irse. Pero le confiscamos el arma, y en cuanto haya salido de aquí se encontrará sin protección. Los espías que pierden su cobertura llaman «estar en el frío» a esta situación.

Chaperon le asestó una rencorosa mirada y tras sopesar pros y contras, se encogió de hombros y se recostó en la cama.

* * *

A las 9.45, Samira lo llamó para avisar de que Ziegler salía de su casa. «No tiene prisa —pensó—. Sabe que dispone de todo el día. Debe detener bien preparada su estrategia». Por el walkie-talkie, informó a todas las unidades de que el objetivo estaba en movimiento. Luego se sirvió un café.

* * *

A las 10.32 Servaz se sirvió el tercer café de la mañana y fumó el quinto cigarrillo pese a las protestas de Espérandieu. Chaperon hacía solitarios en la mesa, en silencio.

* * *

A las 10.43, Samira volvió a llamar para anunciarles que Ziegler se había parado a tomar café en un bar, y también había comprado tabaco, sellos y flores.

—¿Flores? ¿En una floristería?

—Sí, no será en la carnicería.

«Los ha detectado…».

* * *

A las 10.52 supo que por fin había tomado la dirección de Saint-Martin. Para llegar al valle donde se encontraba la cabaña había que ir por la carretera que comunicaba Saint-Martin con la localidad donde residía Ziegler y después desviarse por una carretera secundaria que seguía hacia el sur, recorriendo un paisaje de gargantas, paredes rocosas y tupidos bosques para después continuar por una pista forestal, de donde partía el camino que conducía al pequeño valle.

* * *

—Pero ¿qué hace? —preguntó Espérandieu a las once y pico.

No habían pronunciado ni tres frases desde hacía más de una hora, descontando los diálogos que había mantenido por teléfono Servaz con Samira.

«Buena pregunta», pensó este último.

* * *

A las 11.09, Samira llamó para anunciar que había pasado de largo en el desvío de la carretera del valle sin reducir siquiera la velocidad y que se dirigía a Saint-Martin. «No va a venir aquí…». Mascullando una maldición, Servaz salió a respirar el aire fresco de fuera. Maillard emergió del bosque para reunirse con él.

—¿Qué hacemos?

—Esperar.

—Está en el cementerio —comunicó Samira por el móvil a las 11.45.

—¿Cómo? ¿Qué coño hace en el cementerio? Os está despistando. ¡Os ha descubierto!

—Puede que no. Ha hecho algo raro…

—¿Ah, sí?

—Ha entrado en un panteón y se ha quedado como unos cinco minutos. Las flores eran para eso, porque no las llevaba cuando ha salido.

—¿Un panteón familiar?

—Sí, pero no de su familia. He ido a comprobarlo. Es el panteón de los Lombard.

Servaz dio un respingo. Ignoraba que los Lombard estuvieran sepultados en Saint-Martin… De repente, sintió que la situación se le estaba yendo de las manos. Había un ángulo muerto que no veía… Todo había empezado con el caballo de Éric Lombard, después las pesquisas habían dejado ese asunto momentáneamente de lado para concentrarse en el trío Grimm-Perrault-Chaperon y los suicidas. Y ahora la carta Lombard regresaba de pronto al juego. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué había ido a hacer Irène Ziegler a ese panteón? Ya no entendía nada.

—¿Dónde estás?

—Todavía en el cementerio. Como ella me ha visto, Pujol y Simeoni me han relevado.

—Ahora llego.

Salió de la cabaña y fue caminando por el sendero hasta la pista forestal para luego adentrarse en la espesura, a la derecha. Después de apartar las ramas cargadas de nieve que lo camuflaban, se introdujo en su Jeep.

* * *

Eran las 12.12 minutos cuando Servaz aparcó delante del cementerio. Samira Cheung lo esperaba en la entrada. A pesar del frío, llevaba una simple cazadora de cuero, un pantalón cortísimo encima de unas medias opacas y unas botas militares muy usadas de color marrón. Tenía tan alta la música que escuchaba en los cascos que Servaz la oyó en cuanto bajó del coche. Bajo el gorro, su cara enrojecida le recordó aquella extraña criatura que había visto en una película, una que le había llevado a ver Margot llena de elfos, de magos y de anillos mágicos. Frunció el entrecejo al advertir que Samira llevaba también una calavera en la camiseta. Bastante ajustado a las circunstancias, se dijo. Más que un policía, parecía una profanadora de tumbas.

Subieron la cuesta de la pequeña colina, entre los abetos y tumbas, acercándose al bosque de coníferas que delimitaba el cementerio. Una anciana los miró con severidad. La tumba de los Lombard destacaba entre todas las demás. Por su talla, era casi un mausoleo, una capilla. Estaba flanqueada por dos tejos bien podados, precedida de tres escalones de piedra y de una hermosa reja de hierro forjado que impedía el acceso. Samira arrojó su cigarrillo, rodeó el monumento y después de buscar un minuto volvió con una llave.

—He visto que Ziegler hacía lo mismo —dijo—. Estaba escondida debajo de una piedra suelta.

—¿No se ha fijado en ti? —preguntó Servaz con escepticismo, observando la indumentaria de su subordinada.

—Sé hacer mi trabajo —replicó, molesta, la franco-chino-marroquí—. Cuando me ha visto yo estaba arreglando un ramo de flores de una tumba, de un tipo que se llamaba Lemeurt.

Samira introdujo la llave y tiró de la verja, que se abrió con un chirrido. Luego Servaz se adentró en la densa sombra de la sepultura. Por una abertura penetraba una débil luz del día, insuficiente para distinguir algo más que las vagas formas de tres tumbas. Como otras veces, se interrogó sobre el porqué de toda aquella gravedad, toda aquella tristeza, toda aquella oscuridad… como si con la muerte no bastara. Había, sin embargo, países donde la muerte era casi liviana, donde era casi alegre, donde la gente festejaba, comía y reía en lugar de concentrarse en aquellas iglesias tristes y apagadas, con todos esos réquiem, todas esas salmodias, todas esas oraciones llenas de valles de lágrimas. Como si el cáncer, los accidentes de tráfico, los ataques de corazón, los suicidios y los asesinatos no fueran suficientes, se dijo. Reparó en un solitario ramo depositado en una de las tumbas, que formaba una mancha clara en la penumbra. Samira sacó su iPhone y activó la aplicación «linterna». La pantalla se volvió blanca, dispensando una débil claridad que encaró por encima de las tres sepulturas: ÉDOUARD LOMBARD - HENRI LOMBARD. El abuelo y el padre… Servaz previó que la tercera tumba debía de ser la de la madre de Éric, la esposa de Henri, la actriz fracasada, la antigua señorita de compañía, la puta según Henri Lombard… ¿Por qué diantre había puesto flores Irene en esa tumba?

Al inclinarse para leer la inscripción, se llevó una sorpresa.

Luego pensó que acababa de acercarse aún más a la verdad, pero también que todo se volvía a complicar.

Miró a Samira y después observó de nuevo las letras grabadas con la luz del móvil:

MAUD LOMBARD, 1976-1998

—¿Quién es?

—La hermana de Éric Lombard, nacida cuatro años después de él. Ignoraba que estuviera muerta.

—¿Es importante?

—Quizá sí.

—¿Por qué crees tú que Ziegler le pone flores en la tumba? ¿Tienes alguna idea?

—Ni la más mínima.

—¿Te habló de ella? ¿Te había dicho que la conocía?

—No.

—¿Qué relación tendrá con los asesinatos?

—No lo sé.

—En todo caso, ahora tiene al menos un lazo de conexión —apuntó Samira.

—¿Cómo?

—Entre Lombard y el resto del caso.

—¿Qué lazo? —preguntó desconcertado.

—Ziegler no ha venido a poner flores a esta tumba por casualidad. Existe una relación, y aunque tú no la conozcas, ella sí. Bastará con preguntárselo cuando la interroguen.

Sí, reconoció para sí. Irène Ziegler sabía mucho más que él de todo aquel asunto. Calculó que Maud Lombard y ella debían de tener más o menos la misma edad. ¿Habrían sido amigas? Como antes con su estancia en la casa de colonias, ahora otra vertiente de su pasado se sumaba a la investigación. Definitivamente, Irène Ziegler ocultaba más de un secreto.

En cualquier caso, no se veía ni rastro de la esposa de Henri Lombard. No se le había autorizado a compartir la lamentable eternidad de la familia; la habían repudiado hasta en la muerte. Mientras se encaminaba a la salida del cementerio, Servaz calculó que Maud Lombard había muerto a los veintiún años. Al instante intuyó que aquel era un detalle crucial. ¿De qué había muerto? ¿A consecuencia de un accidente? ¿De una enfermedad? ¿O bien de otra cosa?

Samira tenía razón: Ziegler disponía de todos los elementos, aunque dudaba de que cuando se hallara entre rejas quisiera explicarlo todo. Había tenido diversas ocasiones de constatar que Irène Ziegler poseía una fuerte personalidad.

Mientras tanto, había que seguir al tanto de sus actividades. De repente lo asaltó la inquietud. Consultó el reloj. Hacía un rato que no tenía noticias. Iba a llamar a Pujol cuando sonó el móvil.

—¡La hemos perdido! —vociferó Simeoni.

—¿Cómo?

—¡Creo que esa bollera nos ha descubierto! ¡Con esa puta moto que tiene no le ha costado nada dejarnos atrás!

«¡Mierda!». Servaz sintió la adrenalina que corría por sus venas mientras se le formaba un nudo en el estómago. Buscó el nombre de Maillard en la lista del móvil.

—¡Pujol y Simeoni han perdido al objetivo! —gritó—. ¡Anda suelta por ahí! ¡Avise al teniente Espérandieu y manténgase alerta!

—De acuerdo. No se preocupe. La esperamos.

Servaz colgó, lamentando no poder compartir la calma del gendarme.

* * *

De improviso se le ocurrió algo. Volvió a sacar el móvil para marcar el número de Saint-Cyr.

—¿Diga?

—Maud Lombard, ¿te suena de algo?

Hubo un breve titubeo al otro lado del auricular.

—Por supuesto que me suena. Era la hermana de Éric Lombard.

—Murió a los veintiún años. Un poco joven, ¿no? ¿Sabes cómo fue?

—Un suicidio —repuso el juez, sin el menor asomo de duda esa vez.

Servaz retuvo la respiración. Aquello era lo que esperaba oír. Se estaba perfilando un esquema, cada vez más nítido…

—¿Qué ocurrió? —preguntó con el pulso acelerado.

Advirtió otra vacilación por parte del juez.

—Fue una historia trágica. Maud era una persona frágil, idealista. Durante el tiempo en que estuvo estudiando en Estados Unidos amó apasionadamente a un joven, me parece. El día en que este la dejó por otra, no pudo soportarlo. Fue aquello más la muerte de su padre el año anterior… Volvió aquí para acabar con su vida.

—¿Eso es todo?

—¿Qué esperabas?

—Las esculturas vegetales del parque de los Lombard, ¿se mantienen en recuerdo suyo?

—Sí —confirmó después de otro instante de duda—. Como sabes, Henri Lombard era un hombre cruel y tiránico, pero a veces tenía detalles como ese, momentos en que el amor paterno afloraba. Hizo esculpir esos animales cuando Maud tenía seis años, si no me falla la memoria. Y Éric Lombard los ha conservado en recuerdo de su hermana, como bien dices.

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