Bajo el hielo (43 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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¡Se había olvidado el arma! Con las prisas, la había dejado en la guantera. ¿Qué ocurriría si se topaba de frente con el asesino allá arriba? También cabía la posibilidad de que este lo esperase al final del teleférico; si iba armado, Servaz constituiría un blanco perfecto. No había ningún sitio donde ocultarse y no sería esa cáscara de plástico lo que detendría las balas.

Sin darse cuenta, se puso a rezar porque Ziegler hubiera llegado antes. En principio, así debía ser. «Ella no es de las que se olvidan de su pistola». ¿Cómo reaccionaría Perrault al verla? Le había pedido que fuera solo.

Debería haberle preguntado al listillo de la taquilla si la había visto. Demasiado tarde. Mientras avanzaba hacia lo desconocido a un exasperante ritmo de cinco metros por segundo, sacó el teléfono y marcó el número de Perrault. Le salió el contestador.

«¡Mierda! ¿Por qué ha desconectado el móvil?».

Divisó dos oscuras figuras que bajaban en una cabina unos doscientos metros más arriba. Aquella era la primera presencia humana que advertía desde que había subido al teleférico. Marcó el número de Ziegler.

—Ziegler.

—¿Estás allá arriba? —preguntó.

—No, estoy en camino. —Hizo una pausa—. Lo siento, Martin, pero me ha derrapado la moto en la nieve y he chocado contra una acera. Solo tengo rasguños, pero he tenido que coger otro vehículo. ¿Dónde estás?

«¡Mierda!».

—En mitad de la subida, más o menos.

A medida que se acercaba, parecía como si la cabina con los dos ocupantes avanzara más y más deprisa. Servaz calculó que si las dos cabinas avanzaban una hacia la otra a dieciocho kilómetros por hora, aquello daba una velocidad total de… treinta y seis kilómetros por hora.

—¿Sabes que hay una tormenta de nieve en la estación? —pregunto Irene.

—No —contestó Servaz—. No lo sabía. Perrault no responde…

—¿Vas armado?

Incluso a aquella distancia, advertía que uno de los ocupantes lo miraba fijamente… del mismo modo que hacía él.

—He olvidado el arma en el coche.

El silencio que siguió a su respuesta se le hizo abrumador.

—Sé prud…

¡Se había cortado! Miró el móvil. ¡Nada! Volvió a marcar el número. «No hay cobertura». ¡Solo le faltaba eso! Efectuó un par de tentativas más, sin resultado. No se lo podía creer. Cuando levantó la vista, vio que la cabina ocupada se hallaba cerca. Uno de los pasajeros llevaba un pasamontañas negro; Servaz solo distinguía los ojos y la boca. El otro tenía la cabeza descubierta y llevaba gafas. Ambos lo observaban a través del vidrio y la niebla. Uno con dureza, le pareció. El otro…

… el otro tenía miedo.

Al cabo de medio segundo, comprendió… y se hizo cargo del horror de la situación.

«¡Perrault!». Era el individuo alto y delgado de la foto, con el pelo enmarañado y gafas de miope.

Servaz sintió que le daba un vuelco el corazón. La cabina avanzaba como en un sueño, con espantosa rapidez ahora. Faltaban veinte metros. Dentro de dos segundos se cruzarían sus trayectorias. Otro detalle le llamó la atención: del lado contrario al suyo faltaba un vidrio…

Perrault miraba a Servaz con la boca abierta y los ojos desorbitados por el miedo. Estaba gritando. Para entonces, Servaz oía los alaridos incluso a través de los vidrios… a pesar del viento, del ruido de las poleas y de los cables. Jamás había percibido tanto terror en la cara de alguien. Era como si fuera a resquebrajarse, a agrietarse de un momento a otro.

Servaz experimentó un involuntario reflejo de deglución. En el momento en que la cabina pasaba delante de la suya para alejarse en sentido contrario, distinguió todos los detalles: Perrault tenía una cuerda alrededor del cuello, la misma cuerda que luego salía por la ventana de donde habían retirado el plexiglás… hasta una especie de gancho que se encontraba justo encima, en el exterior. Ese gancho estaba quizá previsto para bajar en rápel a los heridos a partir de una cabina inmovilizada, dedujo rápidamente Servaz. El otro extremo de la cuerda lo sujetaba al individuo del pasamontañas. Servaz intentó verle los ojos, pero el hombre se había escondido detrás de su víctima en el momento en que se cruzaron las dos cabinas.

«¡Lo conozco! —pensó Servaz—. ¡Tiene miedo de que lo reconozca incluso con un pasamontañas!».

Pulsó con desesperación el móvil. «No hay cobertura»… Presa del pánico, buscó con la mirada una señal de alarma, un interfono, algo… ¡Nada! ¡Hostia! ¡Uno podía morirse en aquellas cabinas a la velocidad de cinco metros por segundo! Se volvió hacia la cabina que se alejaba. Su mirada se cruzó por última vez con la aterrorizada mirada de Perrault. Si hubiera tenido una pistola, al menos habría podido… ¿Podido qué? ¿Qué habría hecho? De todas maneras era un mal tirador. Durante las pruebas que tenían lugar una vez al año, la mediocridad de sus resultados suscitaba siempre la incredulidad y el desánimo de su monitor. Vio cómo la cabina se fundía en la niebla con sus dos ocupantes.

Una risa nerviosa lo estranguló. Después le dieron ganas de gritar.

De rabia, descargó un puñetazo contra uno de los vidrios. Los minutos posteriores fueron de los más largos de su vida. Hubieron de transcurrir cinco —cinco interminables minutos acompañados por el fantasmagórico desfile de los abetos en medio de la bruma— para que apareciera la estación superior. Era un pequeño edificio achaparrado, apoyado en gruesos pilares de cemento, como el de abajo. Más allá, Servaz divisó las pistas de esquí desiertas, los telearrastres inmovilizados y unos edificios envueltos en niebla. En la plataforma, un individuo lo miraba. No bien se abrió la puerta, Servaz bajó de un salto. Casi a punto de caer de bruces en el cemento, se precipitó hacia el hombre de uniforme con el carnet en la mano.

—¡Párelo todo! ¡Ahora mismo! ¡Bloquee las cabinas!

El empleado le dirigió una mirada atónita bajo la gorra.

—¿Cómo?

—¿Puede parar el telecabina, sí o no?

El viento aullaba y Servaz se veía obligado a gritar. Su rabia e impotencia parecieron impresionar al hombre.

—Sí, pero…

—¡Entonces párelo todo! ¡Y llame abajo! ¿Tiene una línea telefónica?

—¡Sí, claro!

—¡Párelo todo! ¡Enseguida! ¡Y páseme el teléfono! ¡Dese prisa!

El empleado se precipitó hacia el interior. Primero habló febrilmente por un micro y después de dirigir una inquieta ojeada a Servaz bajó una palanca. Las cabinas se inmovilizaron con un último chirrido. Entonces Servaz se dio cuenta del estruendo que reinaba antes en la plataforma. Agarró el teléfono y marcó el número de la gendarmería. Le respondió un ordenanza.

—¡Páseme a Maillard! ¡De parte del comandante Servaz! ¡Deprisa!

Al cabo de un minuto Maillard se puso al aparato.

—¡Acabo de cruzarme con el asesino! ¡Está bajando por una telecabina junto con la próxima víctima! He hecho parar el teleférico. ¡Coja a sus hombres y vaya de inmediato a la estación del teleférico! En cuanto estén allí volveremos a ponerlo en marcha.

Desde el otro lado de la línea captó una reacción de puro sobrecogimiento.

—¿Está seguro? —balbució Maillard.

—¡Segurísimo! La víctima es Perrault. Me ha llamado pidiéndome socorro hace veinticinco minutos. Me ha dado cita aquí arriba. ¡Acabo de cruzármelo en una cabina que iba de bajada con una cuerda alrededor del cuello y había un individuo con un pasamontañas con él!

—¡Señor! ¡Ya doy la alerta! ¡En cuanto estemos listos lo llamamos!

—Trate también de ponerse en contacto con la capitana Ziegler. ¡Yo no lo consigo con mi móvil!

Maillard lo llamó al cabo de doce minutos. Servaz los había pasado recorriendo de arriba abajo la plataforma sin parar de mirar el reloj, fumando un cigarrillo tras otro.

—Estamos listos —anunció el gendarme.

—¡Muy bien! Hago poner en marcha el teleférico. ¡Perrault y el asesino están en una de las cabinas! ¡Enseguida me reúno con ustedes!

Dirigió una señal al maquinista y luego saltó a una cabina. En el momento en que se alejaba, se le ocurrió que había algo que no encajaba. El asesino había previsto empujar a Perrault en el vacío y verlo colgando en el extremo de una cuerda. No obstante, estaba claro que no tenía intención de llegar a la estación de abajo con tan indiscreta compañía. Servaz se preguntó si habría un lugar donde el asesino podía saltar de la cabina en marcha y apenas se hubo planteado la pregunta tuvo la certeza de que así era.

¿Habrían previsto tal eventualidad Maillard y sus hombres? ¿Habrían apostado controles en todos los accesos a la montaña?

Intentó marcar de nuevo el número de Ziegler, pero obtuvo la misma respuesta que antes. Como en la ida, se deslizaba a través de la niebla, sin distinguir más que las siluetas de los abetos y las cabinas vacías con las que se cruzaba. De repente oyó el ruido de las aspas de un helicóptero, pero el aparato permaneció invisible. Le pareció, no obstante, que el sonido no provenía de arriba sino de abajo.

¿Qué ocurría abajo? Con la nariz pegada al vidrio, trataba de percibir algo a través de la niebla, pero no veía nada a partir de veinte metros. De pronto, las cabinas se pararon. Fue tan repentino que perdió el equilibrio. ¡Dios santo! Se había golpeado la nariz contra la ventana y el dolor le hizo saltar las lágrimas. ¿Qué estaban haciendo allá abajo? Miró en torno a sí. Las cabinas se columpiaban mansamente a lo largo de los cables, como farolillos en una verbena; el viento había amainado un poco y los copos descendían casi en vertical. El manto de nieve era muy grueso al pie de los abetos. Volvió a intentar llamar con el móvil, de nuevo en vano.

Durante los tres cuartos de hora siguientes permaneció preso en aquel cascarón de plástico escrutando el círculo de abetos y de niebla. Al cabo de media hora, la cabina dio un brusco bandazo, avanzó tres metros y se volvió a detener. Servaz lanzó un juramento. ¿A qué estaban jugando? Se levantaba, se sentaba, se volvía a levantar… ¡Ni siquiera había suficiente espacio para estirar las piernas! Cuando por fin se puso en marcha el teleférico, hacía rato que se había sentado y resignado a esperar.

Ya cerca de la estación inferior, la niebla se despejó de golpe y aparecieron los tejados. Servaz vio el parpadeo de las luces de los coches de la gendarmería parados en el parking y las idas y venidas de los gendarmes en uniforme. Distinguió asimismo las figuras vestidas de blanco de los técnicos de identificación criminal y un cuerpo tendido en una camilla con ruedas, bajo una cubierta plateada, cerca de una ambulancia con la puerta trasera abierta.

Se quedó helado.

Perrault estaba muerto.

Habían parado las cabinas para poder efectuar las primeras constataciones. Después lo habían descolgado y las habían vuelto a poner en marcha. Enseguida tuvo el convencimiento de que el asesino había logrado huir. En cuanto el brazo pivotante hubo retirado la puerta, surgió de la cabina y aterrizó en el cemento. Descubrió a Ziegler, Maillard, Confiant y D'Humières al pie de las escaleras. Ziegler iba con el traje de cuero, pero este tenía varios desgarrones que dejaban ver una rodilla y un codo tumefactos, cubiertos de hematomas y costras de sangre seca. No había tenido tiempo de vendarse las heridas. Todavía llevaba en la mano el casco, con la visera resquebrajada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Eso más bien habría que preguntárselo a usted —replicó Confiant.

Servaz lo fulminó con la mirada. Por un instante, soñó que el joven juez era una frágil porcelana y él un martillo. Después se volvió hacia Cathy d'Humières.

—¿Es Perrault? —dijo, señalando el cuerpo tapado.

La fiscal confirmó con la cabeza.

—Me ha llamado a mi móvil —explicó Servaz—. Quería verme con urgencia. Se notaba que tenía miedo, que se sentía amenazado. Me ha dado cita allá arriba. He avisado a la capitana Ziegler y he acudido a toda prisa.

—¿Y no ha considerado necesario pedir refuerzos? —dijo Confiant.

—El tiempo apremiaba. Él quería que fuera solo. Solo quería hablar conmigo.

Confiant lo miraba con ojos chispeantes de furor. Cathy d'Humières estaba pensativa. Servaz volvió a lanzar una ojeada a la figura tendida en la camilla. Unos técnicos estaban plegando las ruedas para cargarla en la ambulancia. No vio al forense; debía de haberse ido ya. Advirtió unos cuantos curiosos al otro lado de la cinta de seguridad, en el otro extremo del parking. De improviso, estalló el fogonazo de un flash. Luego hubo otro. El helicóptero debía de haberse posado, porque ya no se oía.

—¿Y el asesino? —preguntó.

—Ha escapado.

—¿Cómo?

—Cuando ha aparecido la cabina faltaba un vidrio y Perrault estaba colgado debajo —explicó Maillard—. Ha sido entonces cuando lo hemos bloqueado todo. Hay un sitio donde el teleférico cruza un sendero que sube a la estación. Es bastante ancho y, en invierno, sirve de pista para los que quieren bajar esquiando hasta Saint-Martin. Hay una altura de unos cuatro metros entre las cabinas y el sendero; ese tipo probablemente ha utilizado para bajar el otro extremo de la cuerda con la que ha colgado a Perrault. Después, un buen esquiador llega abajo en tres minutos.

—¿Adónde va a parar el sendero?

—Detrás de las termas. —Maillard señaló la montaña—. El barrio de las termas se encuentra al este de esta montaña. Este sendero la rodea y acaba justo detrás del edificio, al abrigo de las miradas.

Servaz evocó el gran edificio, delante del que había pasado un par de veces. El complejo se componía de una gran explanada rectangular, cerrada a un lado por las termas adosadas a la montaña. Estas databan del siglo XIX, pero las habían renovado por completo y les habían adjuntado una parte moderna enteramente en vidrio. Los otros tres costados de la explanada estaban ocupados por hoteles y cafés. En el medio había un parking y, por consiguiente, decenas de coches…

—Allí perdemos su rastro —corroboró Maillard.

—¿Han incluido el sendero en el escenario del crimen?

—Sí, hemos cerrado el perímetro y un equipo de técnicos está examinando cada metro desde el teleférico hasta el parking de las termas.

—Ha calculado bien su maniobra —observó Ziegler.

—Sin embargo, no ha tenido mucho tiempo.

—¿Cómo habrá hecho para enterarse de la llamada de socorro de Perrault? —planteó la gendarme.

Reflexionaron un instante sobre la pregunta, pero nadie disponía de una respuesta satisfactoria.

—La cuerda utilizada es una cuerda dinámica —señaló Maillard—. Es un material de alpinismo de calidad. Es posible que la tuviera de manera permanente en el coche, al igual que los esquís. Después ha podido meterla en una mochila.

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