—Una persona deportista —comentó Ziegler—, y muy valerosa.
—Sí —convino Servaz—. Debía de ir armado. Si no, Perrault no habría aceptado de ninguna manera subir con él. Sin embargo, no he visto ni el arma, ni los esquís, ni la mochila. Todo ha ocurrido muy deprisa y no he prestado mucha atención a lo que había en la cabina.
La cara de Perrault desfigurada por el miedo… No conseguía ahuyentarla del pensamiento.
—¿En qué posición estaba con respeto a Perrault? —preguntó Ziegler.
—Perrault era el que estaba más cerca. El asesino se mantenía detrás de él.
—Quizás encañonaba a Perrault por la espalda. O es posible que tuviera un cuchillo…
—Posible… Otra vez ha montado una escenografía, a pesar de la escasez de tiempo. Es rápido, y arrogante. Demasiado arrogante, tal vez… Cuando las cabinas estaban cerca, se ha escondido detrás de Perrault —añadió de repente Servaz con expresión de extrañeza.
—¿Para qué iba a hacerlo si llevaba un pasamontañas?
—Para que no le viera los ojos.
Ziegler lo observaba con gran intensidad.
—¿Quieres decir que tenía miedo de que lo reconocieras?
—Sí. Se trata pues de alguien que ya he visto, y que he visto de cerca.
—Hay que interrogar al empleado de la taquilla —dijo—, para preguntarle si ha visto a alguien.
—Ya lo hemos hecho. Ha reconocido a Perrault. Después, asegura que nadie ha subido hasta que has llegado tú.
—¿Cómo es posible?
—A Saint-Martin 2000 se puede acceder también por carretera. Queda a unos diez minutos a partir de la salida sur de la ciudad. Ha tenido tiempo de sobra para subir por allí.
Servaz visualizó la topografía. La salida sur de la ciudad tenía su inicio en la plaza de las Termas y se acababa doce kilómetros más allá, a cuatro pasos de la frontera española. Era ese valle por donde había pasado para trasladarse a la cabaña de Grimm. De aquella carretera partía otra que subía a la estación.
—En ese caso, se necesitan dos coches —señaló—. Uno arriba y uno abajo.
—Sí, y probablemente había alguien que lo esperaba abajo —prosiguió Ziegler—, delante de las termas. A no ser que tuviera un segundo vehículo aparcado desde hacía tiempo en el parking.
—Puede que el primer vehículo todavía esté arriba. ¿Han puesto controles en la carretera de la estación? —preguntó a Maillard.
—Sí, estamos controlando todos los coches que bajan por ese lado y vamos a hacer lo mismo con todos los que quedan arriba.
—Son dos —afirmó Ziegler. Servaz la miró de hito en hito.
—Sí. Eran ya dos en la central… y también han sido dos esta vez.
* * *
De repente pensó en otra cosa.
—Hay que llamar al Instituto… enseguida.
—También nos hemos ocupado de eso. Hirtmann está en su celda. No ha salido de allí en toda la mañana. Dos personas del Instituto han estado hablando con él y el propio Xavier ha ido a comprobarlo.
Confiant miró a Servaz como si quisiera decirle «ya se lo había dicho yo».
—Esta vez se desatará la tormenta mediática —pronosticó D'Humières—. La prensa nos dedicará grandes titulares… y no solo la local. Es imprescindible que nadie haga declaraciones intempestivas por su lado. —Servaz y Ziegler guardaron silencio—. Propongo que el juez Confiant y yo nos encarguemos de las relaciones con la prensa. Para los demás se impone el silencio. La investigación sigue su curso y tenemos varias pistas: nada más. Si quieren detalles, que se dirijan a mí o a Martial.
—A condición de que las declaraciones del señor juez no consistan en desacreditar el trabajo de los investigadores —dijo Servaz.
La mirada de Cathy d'Humières se enfrió varios grados.
—¿A qué viene esto?
—El comandante Servaz estuvo brusco con el doctor Propp y conmigo a la vuelta del Instituto anteayer —se defendió Confiant—. Perdió la sangre fría, parecía que tenía algo que reprochar a todo el mundo.
—¿Martin? —inquirió la fiscal.
—«Perder la sangre fría» es una expresión un tanto exagerada —replicó Servaz con tono sarcástico—. Lo que sí es seguro es que el señor juez avisó al doctor Xavier de nuestra visita sin ponernos al corriente a usted ni a nosotros, cuando habíamos acordado realizar una visita sorpresa.
—¿Es eso cierto? —preguntó, con glacial expresión, D'Humières a Confiant.
—Xavier es amigo mío —adujo descompuesto el joven juez—. No podía presentarme allí con la policía sin avisarlo.
—En ese caso, ¿por qué no nos avisó a nosotros también? —le espetó D'Humières con voz vibrante de cólera.
Confiant bajó la cabeza con aire apesadumbrado.
—No sé… No me pareció importante.
—¡Escúchenme bien! Vamos a estar sometidos a la luz de los proyectores —les recordó, señalando con enojado ademán a los periodistas que había concentrados detrás de la cinta—. No quiero que demos el espectáculo de la división. Tal como están las cosas, hablaremos con una sola voz: ¡la mía! Espero que esta investigación dé pronto frutos —advirtió, alejándose—. ¡Y quiero celebrar una reunión dentro de treinta minutos para analizar la situación!
La mirada que Martial Confiant asestó a Servaz antes de irse podría haber sido la de un talibán que contemplara a una estrella del porno.
—Vaya, tienes el don de hacer amigos —ironizó Ziegler mientras se alejaba—. ¿Has dicho que estaban uno detrás del otro en la cabina?
—¿Perrault y el asesino? Sí.
—Con respecto a Perrault, ¿era más alto o más bajo?
Servaz se tomó un instante para pensarlo.
—Más bajo.
—¿Hombre o mujer?
Servaz volvió a reflexionar un momento. ¿Cuántos testigos había interrogado en el transcurso de su carrera? Se acordó de las dificultades que tenían para responder ese tipo de preguntas. Ahora le tocaba a él. Tomó conciencia de hasta qué punto es traicionera la memoria.
—Un hombre —dijo, desechando la duda.
—¿Por qué? —preguntó Ziegler, que se había percatado de sus titubeos.
—No sé… —Abrió una pausa—. Por su manera de moverse, su actitud…
—¿No será más bien porque te cuesta imaginarte a una mujer haciendo eso?
—Es posible —admitió con una tenue sonrisa—. ¿Por qué sentiría Perrault la necesidad de subir allá arriba?
—Está claro que huía de alguien.
—En todo caso, otra vez el muerto estaba colgado.
—Pero no ha habido dedo cortado esta vez.
—Quizá sea solo porque no ha tenido tiempo.
—Un cantante rubio con barba y ojazos de mirada febril que se llamaba Kurt, en 1993, ¿te suena de algo?
—Kurt Cobain —identificó sin vacilar Ziegler—. ¿Estaba en la habitación de uno de esos jóvenes?
—En la de Alice.
—Oficialmente, Kurt Cobain se suicidó —agregó la gendarme mientras se dirigía cojeando al coche de Servaz.
—¿Cuándo? —preguntó este deteniéndose en seco.
—En 1994, creo. Se pegó un tiro.
—¿Lo crees o estás segura?
—Estoy segura, en todo caso por lo de la fecha. Yo era fan suya por entonces… y circularon rumores de que pudo haber sido un asesinato.
—1994… En ese caso, no fue un acto de mimetismo —concluyó, reanudando la marcha—. ¿Te ha visto un médico?
—Más tarde.
* * *
El teléfono sonó en el momento en que iba a poner el contacto.
—Servaz.
—Soy Vincent. ¿Qué haces con tu teléfono? ¡Llevo toda la mañana intentando llamarte!
—¿Qué ocurre? —preguntó él sin responder.
—El sello. Hemos encontrado qué hay grabado encima.
—¿Sí?
—Dos letras, una C y un G.
—¿«C». y «G»?
—Sí.
—¿Y eso qué quiere decir, según tú?
—No tengo la menor idea.
Servaz reflexionó un instante y luego pensó en otra cosa.
—¿No habrás olvidado el favor que te pedí? —dijo.
—¿Qué favor?
—A propósito de Margot…
—Ay, mierda. Sí, me había olvidado.
—¿Y cómo está el asunto del vagabundo?
—Ah sí, tenemos el resultado de las huellas. Los tres chicos dejaron las suyas, aunque eso no cambia mucho las cosas. Según Samira, el juez cree en la teoría de que se ahogó.
—Deben de estar presionándolo —infirió Servaz con expresión sombría—. La autopsia zanjará la cuestión. Parece que el padre de Clément tiene cierta influencia.
—En cualquier caso, los de los otros no. El juez quiere volver a interrogar al mayor, el hijo del parado. Cree que fue él el instigador.
—Ya, claro. Y de Lombard, ¿has averiguado algo?
—Estoy en ello.
* * *
Era una gran habitación sin ventana, dividida en varios pasillos por unas altas estanterías metálicas cubiertas de polvorientos historiales e iluminada con fluorescentes. Cerca de la entrada había dos escritorios, uno con un ordenador que tenía por lo menos cinco años y otro que servía de base de un antiguo lector de microfichas, una pesada y voluminosa máquina. En las estanterías había también ordenadas cajas de microfichas.
«Toda la memoria del Instituto Wargnier».
Cuando Diane había preguntado si todos los historiales estaban informatizados hoy en día, faltó poco para que el empleado se echara a reír en su cara.
Sabía que los de los ocupantes de la unidad A sí lo estaban, pero desde el día anterior tenía ocho pacientes más con los que Xavier había decidido dejarla «curtir». Por lo visto, no eran bastante importantes para que alguien se hubiera tomado la molestia de introducir en el sistema informático los datos contenidos en su historial. Comenzó a caminar por uno de los pasillos y se puso a examinar los lomos, tratando de comprender cuál era el sistema de ordenación imperante. De acuerdo con su experiencia, sabía que la metodología elegida no siempre resultaba evidente. Algunos archiveros, bibliotecarios y otros diseñadores de aplicaciones informáticas tenían a veces una mente tortuosa.
No obstante, constató con alivio que el empleado había tenido el buen tino de clasificarlo todo por orden alfabético. Después de coger las carpetas correspondientes, regresó a instalarse en la pequeña sala de consulta. Al tomar asiento en la gran sala silenciosa, lejos del tumulto de ciertas partes del Instituto, volvió a pensar en lo que había ocurrido la noche anterior en el sótano y el frío se apoderó de ella. Desde que se había despertado, no paraba de evocar los siniestros corredores, el olor a subsuelo y la glacial humedad y de revivir el momento en que se había encontrado rodeada de oscuridad.
¿Quién se desplazaba por la noche a la unidad A? ¿Quién era el hombre que gritaba y sollozaba en la casa de colonias? ¿Quién estaba implicado en los crímenes cometidos en Saint-Martin? Demasiadas preguntas las que, una tras otra, asaltaban las febriles orillas de su cerebro como la marea que regresa a una hora fija. Ardía en deseos de hallarles una respuesta.
Abrió el primer historial. Para cada paciente se detallaba su trayectoria individual, desde las primeras manifestaciones de su patología y los primeros diagnósticos hasta los distintos ingresos hospitalarios que había efectuado antes de ir a parar al Instituto, el tratamiento medicamentoso, los eventuales efectos iatrogénicos de los tratamientos… Se hacía especial hincapié en la peligrosidad y las precauciones que había que tomar en su presencia, lo cual recordó a Diane, por si lo hubiera olvidado, que en el Instituto no había angelitos.
Tomó unas cuantas notas en su cuaderno y reanudó la lectura. A continuación venían los tratamientos propiamente dichos… Diane constató sin sorpresa que los neurolépticos y calmantes se administraban a dosis masivas, unas dosis muy superiores a las normas vigentes. Aquello confirmaba lo que le había dicho Alex. «Una especie de Hiroshima farmacéutico», pensó con un escalofrío. No le habría gustado ver su cerebro sometido al bombardeo de aquellas sustancias; conocía los terribles efectos secundarios de aquellos fármacos… Solo de pensarlo, se quedó helada. Cada historial disponía de una ficha aneja de distribución de medicamentos: dosis, horas de distribución, modificaciones en el tratamiento, entrega de los productos en el servicio pertinente… Cada vez que el servicio del que dependía el paciente recibía una nueva entrega de medicamentos de la farmacia del Instituto, el enfermero responsable del mismo firmaba la nota de entrega, que refrendaba el encargado de los productos farmacéuticos.
Neurolépticos, somníferos, ansiolíticos… pero ninguna clase de psicoterapia, por lo menos hasta su llegada. «Bum, bum, bum, bum…». Por espacio de un instante se imaginó que unos grandes martillos se abatían rítmicamente sobre unos cráneos, aplastándolos más y más con cada impacto.
Cuando pasó al cuarto historial sintió una repentina necesidad de cafeína, pero decidió esperar hasta el final de la lectura. Para terminar, repasó la ficha aneja. Al igual que en los historiales anteriores, las dosis le produjeron un glacial escalofrío en la espalda:
Clozapina: 1.200 mg/d (3cp 100 mg 4 veces/d).
Acetato de zuclopentixol: 400 mg IM/d.
Tiapride: 200 mg cada hora.
Diazepam: Amp. IM 20 mg/d.
Meprobamato: cp 400 mg.
¡Dios santo! ¿Qué clase de vegetales iba a recibir como pacientes? Entonces se acordó de otra cosa que le había dicho Alex: después de décadas de tratamientos medicamentosos masivos, la mayoría de los internos del Instituto se habían vuelto químicorresistentes. Aquellos individuos se paseaban por los pasillos con una cantidad de sustancias en las venas capaz de hacer planear a un dinosaurio y apenas manifestaban algunos síntomas de letargo. Cuando iba a cerrar el historial, reparó en una breve nota escrita a mano en el margen:
¿A qué corresponde este tratamiento? He interrogado a Xavier. No ha habido respuesta.
La letra era inclinada, precipitada. Solo leyéndola adivinó la frustración y la irritación del que había redactado la nota. Volvió a examinar la lista de los medicamentos y las dosis, y enseguida comprendió el asombro de aquella persona. Se acordó de que la clozapina se utilizaba cuando los otros neurolépticos resultaban ineficaces. En ese caso, ¿por qué prescribir zuclopentixol? También se acordó de que no se debía, en el tratamiento de la ansiedad, asociar dos ansiolíticos o dos hipnóticos, y eso era precisamente lo que se daba allí. Tal vez había otras anomalías que, no siendo médico ni psiquiatra, no alcanzaba a detectar, pero que sí habían llamado la atención del autor de la nota. Al parecer, Xavier no se había dignado responder. Diane se planteó, perpleja, si aquello era de su incumbencia. Luego se dijo que a partir de ese momento, aquel historial era el de uno de sus pacientes. Antes de poner en marcha cualquier psicoterapia, debía saber por qué le habían prescrito aquel cóctel demencial. En el historial se hablaba de psicosis esquizofrénica, de estados delirantes agudos, de confusión mental… pero había una marcada falta de precisión.