Adelantó hacia la pantalla su cara, lastrada por una extraordinaria fealdad. Con su forma de maquillarse no mejoraba, ni mucho menos. El mismo Espérandieu había tenido ganas de burlarse la primera vez que la había visto, pero había acabado acostumbrándose. A aquellas alturas hasta le encontraba un extraño y paradójico encanto.
—¿Dónde estabas? —preguntó.
—En el despacho del juez.
Comprendiendo que se refería al magistrado encargado de instruir el caso de los tres muchachos, se preguntó sonriendo qué efecto debía de haber producido en los pasillos de los juzgados.
—¿Avanza la causa?
—Se diría que los argumentos de la parte contraria han encontrado cierto eco en el pensamiento del señor juez…
—¿Ah, sí?
—La tesis del ahogamiento está cobrando fuerza.
—¡Mierda!
—¿No te has fijado en nada al llegar? —le preguntó.
—¿En qué sentido?
—Pujol y Simeoni.
Espérandieu torció el gesto. No le gustaba abordar aquel tema.
—Sí, parece que están en plena forma —señaló con aprensión.
—Están así desde ayer —corroboró Samira—. Tengo la impresión de que se crecen con la ausencia de Martin. Deberías andarte con cuidado.
—¿Por qué yo?
—Lo sabes muy bien.
—No, explícame.
—Te detestan. Creen que eres homosexual, cosa que para ellos equivale más o menos a ser pedófilo o a follar con cabras.
—A ti también te detestan —le recordó Espérandieu, sin escandalizarse demasiado por el vocabulario de Samira.
—Menos que a ti. Yo no les caigo bien porque soy medio china y medio árabe. Solo me faltaría un poco de sangre negra. En resumidas cuentas, pertenezco al enemigo. Tu caso es diferente. Tienen mil motivos para no poderte ver: tus modales, tu ropa, el apoyo de Martin, tu mujer…
—¿Mi mujer?
—Claro —confirmó Samira, sonriendo—. No pueden entender cómo un tipo como tú pudo casarse con semejante mujer.
Espérandieu sonrió a su vez. Aunque apreciaba la manera directa de hablar de Samira, se dijo que, a veces, un poco de diplomacia no le vendría mal.
—Son unos trogloditas —afirmó.
—Unos primates —convino Samira—. De todas maneras, yo que tú no me fiaría. Estoy segura de que preparan alguna jugarreta.
* * *
Cuando bajó del coche delante de la cabaña de Grimm, Servaz se preguntó si no había padecido una alucinación la noche anterior. El valle ya no tenía ni remotamente aquel aspecto sombrío y fantasmagórico. En el momento en que cerraba la puerta del coche, sintió de nuevo la garganta irritada. Se había olvidado de tomar la pastilla por la mañana.
—¿No tendrá un poco de agua? —preguntó.
—Hay una botella de agua mineral en la guantera —respondió Ziegler.
Se dirigieron a la cabaña que se erguía al borde del río. Este relucía con un brillo plateado entre los troncos de los árboles, tejiendo una red de cristalinas voces. En los flancos grises de la montaña, las hayas eran menos abundantes que las piceas y los abetos. Un poco más lejos había un vertedero descontrolado al lado del torrente. Servaz vio unos bidones oxidados, bolsas de basura negras, un colchón manchado, una nevera e incluso un viejo ordenador cuyos hilos brotaban por detrás como los tentáculos de un pulpo muerto. Incluso allí, en aquel valle virgen, el hombre no podía dejar de mutilar cuanto tocaba.
Subió los escalones del porche. Delante de la puerta había colocada en diagonal una gran cinta con la advertencia GENDARMERÍA NACIONAL - PROHIBIDO EL PASO. Servaz la levantó y abrió las cerraduras antes de empujarla con un golpe seco. Luego dejó pasar primero a Ziegler.
—La pared de la izquierda —indicó.
La gendarme dio un paso hacia el interior… y se detuvo enseguida.
—¡Mierda!
Servaz entró tras ella. La barra y los armarios de la cocina americana de la derecha, el sofá-cama lleno de cojines del fondo y los cajones de debajo, las estanterías de libros, el material de pesca —cañas, cesta, botas, salabre— dispuesto en un rincón: todo estaba minuciosamente recubierto de polvo: aluminio, albayalde, rojo inglés, polvo magnético negro, polvo fluorescente rosa… Todos estaban destinados a revelar huellas latentes. En algunos sitios, unas grandes zonas azules indicaban que los técnicos habían aplicado Blue Star, buscando posibles restos de sangre, al parecer sin resultado. Había trozos de cartón numerados prendidos aquí y allá y hasta habían sacado muestras de tejido de la alfombra.
Servaz observó con disimulo a Ziegler.
Conmocionada, esta miraba fijamente la pared de la izquierda. La capa negra permanecía colgada como un murciélago dormido, con los oscuros y tornasolados pliegues destacados sobre la clara madera del tabique. Tenía una capucha enganchada a un colgador. Debajo, en el suelo de pino sin pulir, había un par de botas. Los restos de polvo brillaban también encima del tejido negro y de las botas.
—No sé por qué esas prendas me ponen la carne de gallina —confesó Ziegler—. Al fin y al cabo, solo se trata de una protección para la lluvia y unas botas.
Servaz lanzó una ojeada por la puerta abierta. Fuera todo estaba silencioso. La imagen de los faros que surgieron en su retrovisor se le había adherido, no obstante, a la retina. Trató de percibir un posible ruido de motor, pero lo único que oyó fue la voz del río. De nuevo experimentó el miedo instintivo que se había apoderado de él esa noche cuando los faros habían iluminado el salpicadero de su coche. Era un miedo en bruto, sin matices.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ziegler, que había sorprendido su mirada.
—Ayer alguien me siguió por esta carretera. Un coche me esperaba en la salida del camino.
Ziegler lo observó y en su cara apareció una sombra de inquietud.
—¿Está seguro?
—Sí.
Durante un instante, el silencio se hizo aplastante.
—Hay que hablar de eso con D'Humières.
—No. Prefiero que quede entre nosotros. Por ahora, en todo caso.
—¿Por qué?
—No sé… Confiant sería capaz de aprovecharlo para retirarme del caso. Con el pretexto de protegerme, claro está —añadió con lasitud.
—¿Quién cree que era?
—¿Los matones de Éric Lombard, quizá?
—O los asesinos, tal vez…
Lo miraba con los ojos muy abiertos. Comprendió que se planteaba cómo reaccionaría si le ocurriera lo mismo a ella. «El miedo es una enfermedad contagiosa», pensó. En aquella investigación había un elemento de una absoluta negrura, una masa crítica de siniestro calado que formaba el meollo de todo y a la que comenzaban a acercarse peligrosamente. Por segunda vez, se preguntó si estaban arriesgando la vida.
—Es hora de hablar con el señor alcalde —dijo de repente.
* * *
—No se preocupe, que todo irá bien.
Diane observó la alta figura del señor Mundo, adivinando las potentes masas musculosas bajo el mono. Debía de pasar horas entrenándose con máquinas y levantando barras cargadas de discos de hierro. El guardián le dirigió un amistoso guiño y ella inclinó la cabeza.
Al contrario de lo que parecían pensar todos aquellos hombres, no sentía ninguna aprensión especial, sino una intensa curiosidad profesional.
A continuación recorrieron el pasillo iluminado con fluorescentes, cubierto con la moqueta azul que absorbía el ruido de sus pasos, las paredes blancas…
Una música de ascensor sonaba en sordina, como en un supermercado. Era una pieza estilo New Age, con notas de arpa y piano, impalpables como un soplo de aire.
Las puertas… Pasó delante de ellas sin acercarse a las ventanillas. Xavier caminaba con paso rápido delante y ella lo seguía dócilmente.
No se oía ningún ruido. Cualquiera se habría podido imaginar que dormían todos, o que se encontraban en un hotel de cinco estrellas de tendencia moderna y diseño minimalista. Se acordó del largo y siniestro alarido que oyó desde la antecámara la primera vez que se aproximó a ese lugar. ¿Acaso los habrían sedado para la ocasión? No, Alex se lo había dicho claramente: la mayoría eran químicorresistentes.
Delante de ella, Xavier se paró ante la última puerta y tras marcar un código accionó la manecilla.
—Buenos días, Julian.
—Buenos días, doctor.
Era una voz grave, pausada, cortés. Diane la oyó antes de verlo a él.
—Le traigo una visita. Es nuestra nueva psicóloga, Diane Berg. Es suiza, como usted.
Diane se acercó. Julian Hirtmann estaba de pie cerca de una ventana que daba a la copa de un abeto blanco. Desvió la mirada del paisaje para posarla en ella. Medía más de metro noventa, de modo que el doctor Xavier parecía un niño a su lado. Cuarenta y pico años, pelo oscuro corto, facciones firmes y regulares. Irradiaba seguridad en sí mismo. «Es más bien apuesto —se dijo—, aunque en un sentido rígido». Frente despejada, boca fina, mandíbula cuadrada…
Lo que la impresionó de entrada fueron los ojos, negros, de mirada penetrante e intensa. Las pupilas relucían con un astuto brillo, pero sin pestañear. Cuando entornó los párpados, sintió que la envolvía su mirada.
—Buenos días, Julian —dijo.
—Buenos días. Una psicóloga, ¿eh? —dijo.
Diane advirtió la sonrisa del doctor Xavier. En los labios de Hirtmann asomó también una sonrisa soñadora.
—¿En qué barrio de Ginebra vive?
—Cologny —respondió.
Hirtmann inclinó la cabeza, alejándose de la ventana.
—Yo tenía una casa muy bonita en el borde del lago. Ahora viven en ella unos nuevos ricos, de esos que solo tienen ordenadores y teléfonos móviles y ni un solo libro en toda la casa. ¡Dios santo! En esa casa residió el propio Percy Bysshe Shelley cuando vivió en Suiza, ¿se imagina?
La miraba con sus ojos negros y brillantes, aguardando una respuesta.
—¿Le gusta leer? —preguntó ella, por decir algo.
Hirtmann se encogió de hombros con patente decepción.
—La doctora Berg querría mantener entrevistas regulares con usted —intervino Xavier.
—¿Ah, sí? —inquirió, volviéndose de nuevo hacia ella—. ¿Y qué me va a aportar eso, aparte del placer de su compañía?
—Nada —repuso ella con franqueza—. Absolutamente nada. No pretendo aliviar en nada su sufrimiento. Además, usted no sufre. No tengo nada que venderle, aparte, tal como dice usted, del placer de mi compañía. Le estaría agradecida, eso sí, si aceptara conversar conmigo.
Ni adulación, ni mentiras… Resolvió que no lo había hecho mal. Él la observaba fijamente.
—Mmm, sinceridad… —Su mirada se desplazó de Diane a Xavier—. Eso es un bien escaso aquí. Supongamos que acepto. ¿En qué consistirán esas… entrevistas? Espero que no pretenda aplicar conmigo una de esas ridículas sesiones de análisis. Se lo digo de entrada: conmigo no funcionará.
Diane omitió contestarle.
—Hábleme de usted —le pidió Hirtmann—. ¿Cuál ha sido su trayectoria profesional?
Diane se la expuso a grandes rasgos. Citó la Facultad de Psicología y Ciencias de Educación de Ginebra, el Instituto Universitario de Medicina Legal, el consultorio privado para el que había trabajado y la cárcel de Champ-Dollon en la que había efectuado prácticas.
Hirtmann inclinó la cabeza con gran seriedad, con un dedo en el labio inferior, como si fuera un examinador. Viendo aquella pose, Diane reprimió una sonrisa, pero al recordar lo que les había hecho a varias jóvenes de su edad enseguida se le quitaron las ganas.
—Supongo que desde que está aquí —dijo—, en este medio tan especial y novedoso para usted, experimenta cierta aprensión, ¿no?
La estaba poniendo a prueba. Quería saber si habría reciprocidad. No quería entrevistas en sentido único en las que él hablaría y ella se limitaría a escuchar.
—Sí, la aprensión de un nuevo empleo, de un nuevo lugar y de nuevas responsabilidades —reconoció—. Es un estrés profesional que considero algo positivo, como una manera de progresar.
—Si usted lo dice… Como sabe, todo grupo sometido a una situación de encierro tiende a la regresión. Aquí, esta no solo afecta a los internos, sino también al personal… e incluso a los psiquiatras y psicólogos —afirmó—. Ya lo verá. Aquí hay tres niveles de confinamiento imbricados entre sí: el muro de este asilo de locos, el de este valle y el de esa ciudad de abajo, con todos esos estúpidos debilitados por generaciones de matrimonios consanguíneos, incestos y violencia intrafamiliar. Ya lo verá. Dentro de unos días o de unas semanas se sentirá infantilizada, sentirá que vuelve a ser una niña, tendrá ganas de chuparse el dedo…
En sus ojos percibió las ganas de decir una obscenidad, pero se contuvo. Había recibido una educación rígida… De repente, se dio cuenta de que Hirtmann le recordaba a su padre, con su aire severo, su apostura con un toque entre rancio y refinado y su cabello moreno entreverado de canas.
La misma forma y firmeza en los labios y en la mandíbula, la misma nariz un poco larga, la misma mirada intensa que la juzgaba y la calibraba. Sintió que si no ahuyentaba aquel pensamiento se bloquearía.
Luego se preguntó cómo era posible que aquel mismo hombre hubiera organizado orgías de carácter marcadamente violento. Hirtmann no se componía de una sola personalidad, sino de varias.
—¿En qué piensa? —inquirió.
No se le escapaba nada. Debería tenerlo en cuenta. Optó por ser todo lo franca que podía… sin olvidar nunca la distancia terapéutica.
—Pienso que me recuerda un poco a mi padre —respondió.
Por primera vez pareció desestabilizado. Lo vio sonreír y advirtió que aquella sonrisa modificaba totalmente su aspecto.
—¿De veras? —dijo, con sincera sorpresa.
—Se percibe en usted la misma educación burguesa típicamente suiza, la misma reserva, la misma severidad. Usted respira el protestantismo, aunque se haya desprendido de él hace tiempo, como todos esos grandes burgueses suizos que parecen cajas fuertes cerradas con doble vuelta. Me estaba preguntando si también él tenía un secreto inconfesable, como usted.
Xavier le lanzó una mirada de desconcierto, impregnada de enojo, mientras se ensanchaba la sonrisa de Hirtmann.
—Creo que vamos a entendernos bien —declaró—. ¿Cuándo empezamos? Estoy impaciente por reanudar esta conversación.
* * *
—Ilocalizable —dijo Ziegler, cerrando el teléfono móvil—. No está ni en el ayuntamiento, ni en su casa, ni en su fábrica. Parece que se ha esfumado otra vez.
Servaz miró a la gendarme antes de posar la vista en el río a través del parabrisas.