—MacDill está en Tampa —dijo Helen.
—Y San Petersburgo. ¿Os encontraréis bien hasta que vuelva?
—Nos encontraremos bien.
Randy se tropezó con Ben Franklin en la escalera.
—¿Dónde estuviste?
—Abriendo las ventanas y puertas del piso bajo. Lo hice a tiempo. No se ha roto ni un solo cristal.
—Chico listo. Ahora sube y ayúdale a tu madre a cuidar ¿i Peyton. Voy en busca del doctor.
—Randy...
—¿Di?
—Voy a llenar todos los cubos, pilas y bañeras de agua. Se supone que hay que hacer esas cosas.
—No lo sabía. —Randy puso la mano en el hombro de Ben—. Pero si es lo que debe hacerse, adelante y hazlo.
Randy salió corriendo a tiempo de ver el camión de Golden Dew Dairy pasar por River Road.
—Calma, Peyton, ¡tesoro! ¡Calma! Deja de frotarte los ojos. Cierra log párpados —extendió la niña en el diván.
Helen estaba a su lado, una toalla húmeda en las manos. Colocó la tela sobre los ojos de su hija.
—Nena, esto te hará sentirte mejor.
—¿Mamaíta?
—Sí. —Esta era la primera vez desde que cumplió los seis años que Peyton utilizó la palabra mamaíta en vez de la de madre.
—Todo lo que puedo ver es una gran pelota blanca. La veo con los ojos cerrados. Me duele, mamaíta. Me duele por toda la cabeza.
—Seguro, como una lámpara grande de magnesio iluminada de pronto. Estate quieta, Peyton, te pondrás bien. —Ahora, con miedo por la vista de su hija, suplantando todos los otros temores, Helen se calmó. De nuevo apareció compuesta, capaz, eficiente y conoció al momento que el pánico no volvería. Habló a Randy, tranquila—: ¿No sería mejor que llamases a Dan Gunn?
—Claro. —Randy entró corriendo en su despacho. Dan tenía dos teléfonos en sus habitaciones de River— side Ind. Randy marcó el número particular. Comunicaba. Marcó el del establecimiento. De nuevo oyó la impersonal señal de poderse establecer la comunicación. La pensión tenía centralita. No podían estar ocupadas todas las líneas. Probó el edificio de la clínica, aunque se daba cuenta de que era improbable que Dan, o cualquiera, estuviera allí a estas horas. Comunicaba. Marcó la central de la población. El mismo pitido sonó en su oído. Una vez más, Randy probó el número particular de Dan. La señal de comunicando persistía enojadora. Renunció, anunciando:
—Tendré que ir hasta la ciudad y traer a Dan.
En aquel momento la onda conducida por el suelo hizo tambalearse la casa.
Peyton gritó, en su ciego terror. Helen la apretó por la radiación, porque si el enemigo estaba alcanzando Florida, apenas fallarían las bases del C.E.A., los emplazamientos de proyectiles dirigidos en las zonas más densamente pobladas. Con certeza no ahorrarían del sacrificio a Washington y Nueva York, los puestos de mandos y centro de comunicaciones de toda la nación. Y la guerra tenía menos de media hora. Así que una desconocida en la cuneta no significaba nada, particularmente con una niña medio ciega, sangre de su sangre, dependiendo de su misión. Con el uso de la bomba de hidrógeno la era cristiana acababa de morir y con ella fallecía la tradición del buen samaritano.
Y, sin embargo, Randy se detuvo. Oprimió los frenos y quemó el neumático, jurando y considerándose a sí mismo blando y estúpido. Retrocedió, salió del coche y examinó los restos del otro vehículo. La mujer estaba muerta, el cuello roto. Viajaba sola. Examinando las señales de los neumáticos y una destrozada palmera, dedujo que viajaba a gran velocidad cuando tuvo lugar la explosión en MacDill —aún podía ver una zona anaranjada en el suroeste, probablemente tempestades de fuego, consumiendo Tampa y St. Petersburg—, enervándola o cegándola. Ella daría un giro y chocaría contra el árbol y saldría catapultada por el parabrisas. En el coche habían varias maletas de piel de cerdo, las cerraduras rotas por el impacto y un libro de bolsillo. No tocó nada. Informaría del accidente a cualquier patrullero o comisario del Scheriff, si encontraba uno y en el tiempo adecuado.
Randy continuó adelante, aunque a menor velocidad, porque la vista de un accidente fatal siempre provoca la precaución temporal. El incidente era importante sólo porque era autorevelatorio. Randy sgtbía que tendría que jugar con las viejas normas. No podía despojarse de su código, o escabullirse de su era.
Con una pizca de ansiedad por lo que ocurría más allá de su propia vista y alcance de oído, puso en marcha su radio, sintonizando la frecuencia COME— LAAD, 640, y puso el aparato a la máxima potencia.
Todo lo que oyó fue un distante e incoherente balbuceo.
Probó la otra frecuencia, 1240. Oyó un zumbido seguro y luego la voz familiar de Happy Hendrix, el comentarista de discos de la VSMF, de San Marco.
—Esta es una misión de la Defensa Civil. Escuchad con cuidado, porque se nos permite emitir durante treinta segundos, después de lo cual habrá dos minutos de silencio. Un despacho de la AP desde Jack— sonville afirma que se cree que el país está sufriendo un ataque. Desde ese momento, ha habido interrupción de comunicaciones entre Jacksonville y el norte. —La voz de Happy, de ordinario animosa y alegre, sonaba sobresaltada y entrecortada, y parecía encontrar dificultades en leer—. Obedezcan las órdenes de su director local de la Defensa Civil. No usen el teléfono excepto en casos de urgencia. Recibirán más instrucciones dentro de breves momentos. Esta estación estará en el aire en el plazo de dos minutos.
Randy volvió a sintonizar la 640. De nuevo oyó muchas voces, lejanas e indistinguibles. Sabía que en el sistema con RAP todas las estaciones estaban requeridas para operar a baja potencia. Dedujo que lo que oía era una emisión de Orlando u Ocala, pero con interferencias de estaciones de otras ciudades próximas, quizás Daytona, o Leesburg y Eustis, no muy lejos en Lake Country. Con cada estación confinada a dos frecuencias limitadas a operar en baja potencia, la confusión era comprensible.
Un año antes, Mark le advirtió que el sistema Conelrad era engañoso ó podía no funcionar en absoluto. Mark dijo, además, que el enemigo no dependía de las emisoras de radio caseras para encontrar sus blancos.
—Conelrad —fueron las palabras de Mark—, es tan anticuado como los B-29. Ni los proyectiles dirigidos ni los aviones reactores equipados con radar moderno y guia de inercia pensarían apuntar contra un rayo de la radio. En primer lugar, Conelrad se va a convertir casi en algo inútil, me temo, excepto para instrucciones locales. Las noticias que se consigan serán tan frescas y seguras como las que vengan por los teletipos de las estaciones locales. Esas noticias fluyen de las agencias nacionales. Cuando sus circuitos de teletipo queden sin funcionamiento —lo que ocurrirá inmediatamente cuando estallen las grandes ciudades— cada estación y agencia quedará aislada. Probablemente no se sabrá nada basta la Fase Dos... que es el período de barrido pasado el primer ataque. En la fase Dos el gobierno utilizará estaciones de ca nales claros, limpios, para decir lo que ha pasado Mark aparentemente tuvo razón sobre lo inservi ble de Conelrad, como en casi todo lo demás. Se pre guato si Mark también estaba en lo cierto en su predicción de que Offutt y el Agujero serían uno de lo? úlancos primeros. Randy se preguntó si Mark aún vivía y cuánto tiempo tardaría en saber noticias suyas.
Al borde de la ciudad comenzó a encontrar tráfico, más denso que de ordinario y extraordinariamente errático. La gente empuñaba los volantes con la.elisión de corredores de competición automovilística, aun cuando marchasen a velocidad normal, las bocas apretadas, los ojos ñjos, cada uno sufriendo su crisis personal. Unos cuantos obedecían las señales d$ circulación. Otros marchaban como si nadie estuviese en el volante.
Una docena de automóviles se alineaban ante la estación de servicio y gasolinera de Jerry Kling, bloqueando la acera. Jerry estaba plantada, junto a una de las bombas, llenando un depósito y al mismo tiempo, escuchando a tres hombres, todos gesticulantes, todos exigiendo evidentemente prioridad de servicio. Uno de los individuos tenía una billetera en la mano y agitaba el dinero ante los ojos de Jerry.
El pánico se infiltraba por doquier...
Randy rebordeó Marines Park, una zona verde triangular; sus tapias rebordeadas de altas palmeras; su vértice encastado en las aguas del Timucuan y del St. Johns. Aquí, la confluencia de los ríos, el teniente Randolph Rowzee Peyton erigió el original Fort Repose. Los troncos de las palmeras del fuerte se habían desintegrado hace tiempo, pero permanecían reliquias, dos pequeños cañones de latón. Estaban montados sobre el cemento y flanqueados por el templete de la orquesta. De ordinario, en las brillantes mañanas sabatinas, los campos de tenis estaban ocupados, así como las boleras y demás centros de esparcimiento. Pero hoy el parque estaba abandonado, excepto por dos jóvenes decaídos en un banco.
Giró al norte por Yulee Street y, tres manzanas más allá, entró en Riverside Ind, con todos sus jardines ocupados por un bloque que se enfrentaba al St. Johns. El Riverside Ind era un conjunto de edificios pequeños entre los que se contaban otros hoteles pequeños de la competencia y pabellones, ocupados por veraneantes, viudas, viudos y parejas ancianas, que vivían de anualidades y pensiones y dividendos pasándose los veranos en Nueva Inglaterra o en Poconos y cada noviembre emigraban a Florida con todos sus achaques y equipajes.
Randy aparcó y entró en el establecimiento, cuyo ordenado régimen había estallado con el primer proyectil.
Los huéspedes se arremolinaban en torno al vestíbulo como los pasajeros de primera clase de un transatlántico que acaba de chocar con un iceberg, y sospechando que podían hundirse en cualquier momento. Algunos revoloteaban en torno a los botones y al ayudante del gerente, formulándoles preguntas y peticiones.
—He estado esperando en el comedor quince minutos y no he visto ni un solo camarero... ¿Está usted seguro de que puede conseguirme una reserva en el Champion que sale de Orlando mañana para Nueva York?... ¿Me gustaría saber qué avería hay en el servicio de teléfonos? Si mi hija no tiene noticias mías, se pondrá frenética... La televisión de mi cuarto no funciona. ¿Es que no hay emisión alguna en estos momentos? ¡Tiene gracia, esto tiene que ser realmente serio!... Soy huésped de este hotel durante veintidós temporadas y es esta la primera vez que pido algo especial... ¿Hay algún motivo para que la furgoneta del hotel no pueda llevarnos a Tampa?... Por favor, no me considere tímido, pero me gustaría saber la situación del próximo refugio... Fue ese maldito Roosevelt, en Yalta... ¿Cree que las líneas de avión estarán mucho tiempo interrumpidas?... ¿Quiere usted decir que nuestros cocineros se han marchado todos a su casa? ¡Jamás oí tontería así! Deberían detenerlos. ¿Cómo, pues, vamos a comer?... Mi marido resbaló en la ducha... No puedo levantarle...
Un general retirado, de uniforme y exhibiendo todas sus cintas, salió del ascensor.
—¡Atención! —gritó—. ¡Todo el mundo, atención! Pongamos orden aquí. Tengan la bondad de guardar silencio. ¡No hay motivo para la alarma!
Nadie le hizo caso.
Un tipo de piernas arqueadas, con pantalones cortos y una gorrita de un rojo vivo, la bolsa del golf pendiendo de un hombro llevando dos maletas, me abrió paso hasta la entrada. Le seguía una mujer llevando abrigo de pieles por encima del pijama. También iba cargada con otra bolsa de golf y tenía un joyero bajo un brazo y un equipo de maquillaje bajo el otro. Esos dos tenían un refugio y medios de llegar allí, por lo menos eso creían. Pero para la mayoría de los demás no había lugar a donde ir. Eran gentes sin raices. Si se hundía Riverside Ind se hundirían ellos con el navio.
Las habitaciones de Dan Gunn estaban en el segundo piso Randy no hizo caso al ascensor y subió las escaleras de dos en dos.
El cuarto de Dan estaba vacío y no estaba tampoco el maletín-médico que empleaba. Probablemente habría salido a atender alguna llamada de urgencia o se encontraría en la clínica del Edificio de las Artes Médicas. Randy probó el teléfono particular de Dan. No daba señal de marcar, sólo ruidos de parásitos. Tomó el teléfono del cuarto. La centralita del hotel no respondió.
Randy oyó voces en el vestíbulo y en el pasillo, de tono alto y furiosas. Abrió la puerta.
Con los pies separados y braceando, una mujer delgada, con la curva en su vientre de un embarazo adelantado, se apoyaba contra la pared. Sus brazos huesudos servían para sujetar el abdomen y estaba jadeando. En el centro del pasillo discutían dos hombres. El mayor era Jennings, gerente de Riverside Ind; el otro, John García, un guía pescador menor— quino. Randy reconoció a la mujer como la esposa de García.
—No puede tener a su hijo aquí, en el hotel —decía Jennings—. Ya hay mucha confusión. ¡Ustedes tendrán que marcharse!
García, un hombre pequeño, de rostro moreno y curtido por el sol, dio un paso atrás. Se llevó la mano al bolsillo de la cadera y sacó un cuchillo corto y curvado, apropiado para cortar cables, o abrir las panzas «le los peces para limpiarlos.
Randy se interpuso entre ellos.
—Guarde eso, John —dijo a García—, iré por el doctor—. Se volvió a Jennings—. ¿Dónde está el doctor Gunn?
—Tiene trabajo —contestó Jennings—. Tiene mucho trabajo con uno de nuestros huéspedes. Un caso cardiaco. Diga a estas gentes que se vayan a la clínica y que esperen.
—¿Dónde está él?
—Eso no importa. Esos individuos no pertenecen al hotel y no tienen porque...
La mano izquierda de Randy cogió la solapa de Jennings. Dio una bofetada terrible al gerente cruzándole la cara. Le hizo eso sin pensarlo conscientemente, excepto el considerar que era necesario para despertarle de la histeria y que le permitiese localizar al doctor Dan Gunn.
—¿Dónde está? —repitió.
Las rodillas de Jennings se le doblaron y Randy le tuvo que apoyar contra la pared.
—¡Suelte! iMe ahoga! ¡Gunn está en el dos 44! Randy le soltó. El lado izquierdo del rostro de Jennings estaba rojo como un tomate y un reguerito de sangre le salía de la comisura de los labios. Randy estaba asombrado. Era la primera vez en sus años adultos que golpeaba a alguien, según podía recordar, excepto a un traidor norcoreano. Jennings retrocedió, murmurando que avisaría a la policía y desapareció escaleras abajo.
—Entra tu esposa ahí —dijo Randy a García—. Que se acueste en la cama. Voy a por el doctor Gunn.
Randy siguió pasillo abajo y entró en el cuarto 244 sin molestarse en llamar. Era una habitación sencilla. En la cama yacía un montón de carne gris, un hombre corpulento, de más de mediana edad, muerto. Randy no sintió ninguna sorpresa e impresión. Se familiarizó con la muerte en Corea. Esta familiaridad había quedado en él, en su interior, escondida, como un lenguaje extranjero olvidado rápidamente una vez se deja el país en donde se hablaba. Ahora regresaba, como la lengua extranjera se vuelve a adquirir con rapidez en su tierra natal.