Ay, Babilonia (23 page)

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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Ay, Babilonia
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—Le gustan a él y me gustan a mí —dijo Randy—, tenemos unos cuantos sacos de carbón en el garage. Así que celebremos una fiesta. Una fiesta de filetes para terminar con todas las fiestas de filetes. Invitaremos a los Henri y a los McGovern.

—Siempre he sido partidista de mezclar gentes de diferentes clases en mis fiestas —dijo Helen—. ¿Pero qué hay de mezclar colores?

—Todo irá bien. Invitaré al mismo tiempo a Florence Wechek, Alice Cooksey, Sam Hazzard y a Dan Gunn, si le puede encontrar. Y rebuscaré por los alrededores más carbón. Será una especie de alivio el cocinar en la chimenea.

—No te olvides de la sal —le recomendó Helen—. Vamos a necesitar mucha para salvar esta carne.

En este tercer día después de El Día, el carácter de Fort Repose había cambiado. Todos los edificios seguían en pie, ningún ladrillo había quedado desplazado, sin embargo todo estaba alterado, especialmente la gente.

Temprano Randy había advertido que algunas de las vidrieras de los escaparates estaban rajadas por las ondas expansivas de Tampa y Orlando. Ahora las ventanas de muchas tiendas estaban del todo destrozadas y los cristales cubrían las aceras. Desde los callejones venía el olor agrio de las basuras sin recoger.

La mayoría de los aparcamientos en Yule y St. Johns estaban incongruentemente ocupados, pero los coches vacíos y varios habían sido despojados de sus ruedas.

No había comercio. Se veían pocas personas. Sin embargo, Randy divisó sólo cuatro o cinco coches en movimiento. Los que no andaban escasos de gasolina cargaban lo que quedaba en sus tanques guardándolo para futuras emergencias más graves.

Los peatones que vio parecían aprensivos, marchando presurosos en misiones particulares y vitales, los hombros caídos, los ojos fijos delante. No se veían mujeres en las calles y los hombres no caminaban aparejados, solos y alerta. Randy vio a varios conocidos que debieron reconocer su coche. Ninguno le sonrió ni le saludó con la mano.

Cuatro jóvenes forasteros holgazaneaban delante de la farmacia. Los escaparates estaban rotos, pero Randy vio el rostro sombrío y desgraciado del viejo Hockstatler, el droguero, a la puerta. Miraba a los jóvenes y ellos deliberadamente le ignoraban. Esperaban algo, presintió Randy. Aguardaban como buitres. Esperaban a que se fuera el viejo Hockstatler.

Randy se metió en el aparcamiento de la fachada de Ajax, el supermercado. Aparentemente estaba vacío. La puerta principal cerrada con llave, pero Randy penetró por un escaparte roto. El interior parecía haber sido saqueado. Todo lo que quedaba de los géneros, advirtió de inmediato, eran platos, objetos de plástico, cacharros en las estanterías de utensilios para el hogar. Significativamente nadie se molestó en comprar o llevarse cordones eléctricos, fusibles o bombillas. En cuanto a la comida, no parecía haber quedado nada.

Randy intentó recordar dónde había estado el mostrador de la sal, pero la sal es un producto que todo el mundo compra sin pensar, como las hojas de afeitar o la pasta de los dientes, sin molestarse ni preocuparse por ella hasta que se necesita. Pensó en las hojas de afeitar. Andaba escaso de ellas. Por último leyó los carteles de guía que colgaban en las vacías estanterías. Vio: «Sal, Harina, Estropajos, Azúcar», en una pared a su izquierda. El espacio en donde debieron estar estos artículos estaba vacío. No quedaba ni un solo saco de sal.

Cuando Randy se volvía para marcharse oyó un ruido, como madera rascando en el cemento en el almacén de la parte posterior de la tienda. Abrió la puerta y se encontró mirando al cañón de un pequeño y brillante revólver. Detrás del arma estaba el rostro aceituna y flaco de Pete Hernández. Pete bajó el arma y se la guardó en el bolsillo de la cadera.

—Hola, Randy —dijo—. Creí que era algún maldito granuja que volvía para limpiar el resto del local.

—Lo que necesitaba era sal.

—¿Sal? ¿Ya no tiene sal?

—Queremos sal para sazonar un poco de carne. Pensamos que podríamos salvar así la que nos quedaba en el congelador —Randy vio el camión de las verduras colocado en el andén de carga detrás de la tienda. Estaba a medio llenar de cajas y Pete había estado bajando otros bultos por la rampa. De modo que Pete había salvado algo—. ¿Qué ocurrió aquí? —preguntó Randy.

Vendimos casi todo a la hora de cerrar ayer. Cuando traté de echar las puertas abajo no querían marcharse y tampoco quisieron pagar. Empezaron a armar alboroto y a reírse y a robar. Me encerré en la trastienda y es así como me quedé solo —Pete guiñó el ojo—. Pero puedo conseguir un buen precio por estas judías en lata dentro de un par de semanas.

Randy se dio cuenta de que Pete, quizá porque jamás tuvo mucho, aún ansiaba dinero.

—Te pagaré muy bien la sal ahora mismo —dijo.

Los ojos de Pete miraron de reojo. Había una carretilla en un rincón. Estaba llena de sacos... azúcar y sal.

—Apenas tengo sal para mi casa —dijo Pete—. Estamos en el mismo apuro. El congelador lleno de carne. Quizás Rita deseé salar un poco, también.

Randy sacó la cartera. Pete la miró. Pete parecía codicioso.

—¿Cuánto me cobrarás por dos sacos de diez kilos de sal?

—Es que no me queda mucha sal.

—Te pagaré a diez dólares la libra de sal.

—Eso significa cuatrocientos dólares. Suyo es, está bien.

Randy le dio el dinero. Pete palpó los billetes.

—¡Diez dólares por una libra de sal! —exclamó—. ¡Eso es algo!

Randy se cargó dos sacos bajo cada brazo.

—Será mejor que salga por la parte de atrás —indicó Pete—. No diga a nadie dónde lo ha conseguido y, Randy...

—¿Sí?

—Rita se pregunta cuándo irá a verla. Todo el tiempo habla de usted. Cuando se fija en un individuo no lo suelta con facilidad. Ya conoce a Rita.

Randy rechazó la fácil excusa. Una de las cosas que no le gustaba de Rita era su posesibilidad, y otra era su hermano. El estaba irritado porque se colocó en situación de verse obligado a discutir cuestiones personales con Pete.

—Rita y yo hemos terminado —dijo.

—Eso no es lo que dice Rita. Rita dice que la otra chica... la rubia yanqui... no le parecerá tan buena ahora. Rita dice que la guerra nivela a las personas al igual que a las ciudades.

Randy sabía que era inútil hablar de Rita, o de cualauier cosa, con Pete Hernández.

—Hasta la vista. Pete —dijo y salió de la tienda.

La ferretería de Beck seguía abierta y el señor Beck, con aspecto cansado y azorado, presidía filas y filas de estanterías vacías. En El Día mismo todo lo que podía ser útil inmediatamente, desde linternas y baterías hasta velas y lámparas de petróleo, se desvaneció. En consiguiente pánico adquisitivo, casi todo lo demás se había liquidado.

—El único motivo de que esté aquí —explicó el señor Beck— es porque venía toda la semana durante los últimos veintidós años y no sé qué otra cosa hacer.

En el almacén. Beck encontró una caía de cartón polvorienta con tarros de cristal herméticos.

—La gente no hace muchas conservas caseras hoy en día —dijo Beck—. Ya se me había olvidado aue los tenía.

—¿Cuánto? —preguntó Randy.

—Beck sacudió la cabeza.

—Nada, esa caja fuerte está hasta los topes de dinero. Es todo lo que me queda... dinero. ¿No tiene gracia... nada excepto dinero? —el señor Beck soltó una carcajada—. ¿Sabe qué? Podría retirarme.

III

Randy condujo el coche hasta el edificio de las Artes Médicas. Aquí había esperado encontrar actividad. No encontró ninguna, pero vio el coche de Dan Gunn en el aparcamiento.

Se veían manchas de pardo rojizo en la acera y en los escalones de cemento. El vidrio de la puerta principal estaba destrozado y la hoja misma se abrió con facilidad. La sala de espera se encontraba ominosamente vacía. No había nadie en la recepción. Randy poseía un agudo sentido del olfato. Ahora captó muchas aromas alarmantes... desinfectante, éter, drogas desparramadas, sangre, orina estancada.

—¡Dan! —llamó—. ¡Eh, Dan!

—Estoy aquí atrás. ¿Quién es? —la voz de Dan salió apagada y despertando ecos por el corredor.

—Yo... Randy.

—Ven hacia la parte posterior. Estoy en mi despacho.

En la oscuridad del pasillo, Randy tropezó con un par de pies y se hizo atrás, estremecido. Un cuerpo yacía en el umbral de la clínica, las piernas en el corredor, el dorso dentro del cuarto, boca arriba, los brazos extendidos. Tenía el rostro medio volado, pero al fijarse en un informe resultaba identificable como Cappy Foracre, jefe de policía de Fort Repose.

Randy siguió adelante, presurqso. Una puerta a prueba de incendios pendía locamente de un gozne. Había sido abierta a golpes de hacha. Detrás estaba el laboratorio y el almacén de drogas. El olor de productos químicos que venía del laboratorio era sofocante y abrumador. Dentro Randy vio un montón de jarros y botellas rotos. La clínica había sido destruida, loca y deliberadamente.

Constituyó un alivio encontrar a Dan Gunn de pie, en su despacho. El rostro de Dan estaba más profundamente sombreado de fatiga y por una barba de dos días; tenía la camisa rota y parecía sucio, pero no tenía aspecto de estar herido. Dos maletines médicos estaban abiertos en su escritorio. Se hallaba examinando frasquitos y botellas.

—¿Qué pasó? —preguntó Randy.

—Una bandada de adictos... desesperados... vino anoche, mejor dicho, sobre las tres de esta madrugada. Jim Bloomfield estaba aquí, durmiendo en el diván de su oficina. Nos habíamos dividido el servicio. El montaba guardia una noche, yo la siguiente. Mira, sin teléfonos la gente no sabe otra cosa que hacer que venir a la clínica en caso de emergencia. De todos modos, los adictos... eran seis, armados,., entraron y despertaron a Jim. Querían drogas. El pobre viejo Jim tenía mucho de puritano. Si les hubiesen dado la droga se habría desembarazado de ellos.

Dan cogió una jeringuilla hipodérmica y lentamente apretó el émbolo con sus tremendos dedos.

—Yo se la hubiese dado, sin duda... tres granos de morfina y habría acabado con ellos —Dan dejó caer la jeringuilla en uno de los maletines y sacudió la cabeza—. Probablemente no hubiese sido muy inteligente, tampoco. Tres granos matarían a un ser humano, pero no a un adicto. De todos modos, Jim les dijo que se fuesen al infierno. Le pegaron. Vaciaron estos maletines y encontraron lo que buscaban. No bastaba. Tomaron el hacha y rompieron la puerta del laboratorio entrando en él y en el almacén de drogas. Nos dejaron sin narcóticos... se llevaron todo, no sólo la morfina sino también los bar— bitúricos y el Mitral Sódico, el Fentotal y estimulantes como Bencedrina y Dexedrina. Lo que no se llevaron lo destruyeron.

—¿Y qué pasó con Cappy Foracre? —preguntó Randy.

—Vinieron unas mujeres y oyeron el ruido y corrieron en busca de Cappy. Dormía en la casa de los bomberos. Cappy y Bert Anders... ya sabes, aquel chaval que era su ayudante... vinieron, gritando, aqu‹Gritando literalmente, haciendo funcionar su sirena, los muy estúpidos. Así que los cabezotas estaban preparados. Hubo una batalla. Me imagino que más que un tiroteo fue una emboscada. Cappy recibió un escopetazo en la cara. Anders otro en el vientre. Cuando llegué, Cappy estaba muerto y eso que vine unos quince minutos más tarde.

—¿Y el viejo doctor Bloomfield? —preguntó Randy.

Dan se tambaleó y apoyó las palmas de las manos en el escritorio. Dobló la cabeza. Cuando habló lo hizo en un tono monótono.

—Llevé a Anders y a Jim Bloomfield al hospital de San Marco. Aquí no podía operarles. No hay anestesia. Ni siquiera podría esterilizar mis instrumentos. Todo está contaminado. El joven Anders murió al llegar allí. Jim seguía vivo. Pensé que sobreviviría. Tenía una paliza. Quizá un par de costillas rotas, muchos golpes, conmoción. Sin embargo, fue capaz de decirme, con toda coherencia, lo que había pasado. Luego se me escapó de entre los dedos. No sé por qué. Había vivido mucho tiempo y después de ocurrir esto quizá ya no quería seguir existiendo más tiempo. Puede que no quisiera pertenecer a la raza humana, que estuviera avergonzado de ella. Dimitió. Se murió.

—¡Los bastardos! —exlama Randy—. ¿De dónde venían? ¿Dóndé se fueron?

Dan Gunn se estremeció. La noche había sido fría y sólo hizo algo de calor durante el día y, claro, en el edificio no existía calefacción. Agitó la cabeza y se puso rígido poco a poco. Como un gran navio azotado por la tormenta que ha estado oscilando en el caos del mar, pero sin hundirse.

—¿Que de dónde venían? —dijo, poniéndose la americana—. Quizá escaparon del hospital del estado. Pero lo más probable era que viniesen de San Luis o Chicago, marchando hacia Miami o Tampa para pasar la temporada invernal. Probablemente eran adictos a las drogas al mismo tiempo que incitadores. La guerra les dejó sin fuentes de suministro. Así que la noche pasada estaban furiosos por deseo de droga y el modo más rápido de obtenerla era apartarse un poco de la ruta principal hasta cualquier pueblecito pequeño como éste y asaltar la clínica. En cuanto a dónde iban, no me importa, mientras sea lejos de aquí.

Randy decidió no abandonar jamás la casa a menos de ir armado.

—Debieras llevar una pistola, Dan. Desde ahora lo haré yo.

—¡No! —protestó Dan—. No, no quiero llevar armas. He pasado demasiado años aprendiendo cómo salvar vidas para empezar ahora a disparar contra la gente. No me preocupa el castigo a esos adictos. Viven dentro de una cámara propia de torturas. Eventualmente... yo diría que dentro de unas cuantas semanas... por más personas que maten no encontrarán drogas. Después del gran ataque padecerán bastantes malestares físicos. Espero que morirán horriblemente —Dan cerró los dos maletines—. Así termina también la clínica de Fort Repose. ¿Puedes llevarme hasta el hotel, Randy? Creo que se me acabó la gasolina.

—Te llevaré al hotel solamente para que puedas hacer la maleta —contestó Randy—. En River Road tenemos comida, agua buena y chimenea de leña. En el hotel no tienes ninguna de esas cosas —cogió uno de los maletines—. Ahora no me discutas, Dan. No empieces a hablar de tu deber. Sin comida, agua y calor nada puedes hacer ni siquiera esterilizar un escalpelo. No tendrás fuerzas bastantes, de todas maneras, para cuidarte de nadie. Ni siquiera para cuidarte de ti mismo.

Cuando entraron en el hotel, Randy lo olió en seguida, pero hasta que no llegaron al segundo piso no identificó con seguridad el olor. Como las canciones, los olores son catalizadores de la memoria. Percibiendo los hedores, de Riverside Inn, Randy recordó el olor punzante de los camiones de carga llenos de carne de cañón para los campos de Corea. Randy habló de esto a Dan y Dan contestó:

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