Ay, Babilonia (25 page)

Read Ay, Babilonia Online

Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Ay, Babilonia
13.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Iré a ver en seguida a Bubba Offenhaus —ofreció Dan—, y trataré de preparar el entierro. Tengo que hablar con Bubba de todas maneras. No parece impresionado de la importancia de enterrar a los muertos lo antes posible. De pronto es como si odiase su profesión.

—Eso no es propio de Bubba —dijo Alice Cooksey—. Bubba fanfarroneaba siempre de que era el funerario más efectivo de Florida. Solía decir: «Cuando los jubilados empezaron a venir a Fort Repose encontraron una funeraria con todas las comodidades modernas».

—Eso es lo malo —contestó Dan—. Bubba aborrece los funerales que no sean suntuosos. Casi lloró en cuanto insistí en que los pobres diablos que murieron en el incendio fuesen enterrados en una sola fosa. Tuvimos que utilizar una excavadora. Bubba dice que su negocio ha quedado arruinado para siempre.

Randy había permanecido en silencio desde,que Alice les dio la noticia. Ahora habló, como si hubiese estado callado luchando consigo mismo hasta que llegara a una conclusión.

—Tendrán que vivir aquí. Helen bajó su taza de café.

—¿Quién tendrá que vivir aquí?

—Deberemos pedir a Lib y a Bill McGovern que se queden con nosotros.

—¡Pero no tenemos habitación! ¿Y cómo les daremos de comer?

Randy estaba turbado y asombrado. Jamás pensó que Helen fuese una mujer egoísta y sin embargo no quería a los McGovern.

—Tenemos sitio en abundancia —dijo—. En el piso alto hay un dormitorio vacío. Que lo ocupe Bill, y Lib podrá dormir contigo.

—¿Conmigo?

Se dio cuenta de que Helen estaba furiosa.

—Bueno, en tu cuarto tienes dos camas, Helen. Pero si te opones en serio, Bill dormirá en mi apartamento... hay otro diván... y Lib ocupará el cuarto.

—Después de todo, es tu casa —dijo Helen.

—De hecho, Helen, la casa es la mitad de Mark, lo que quiere decir que es la mitad tuya. Así que la decisión te corresponde tanto a ti como a mí. Lib y Bill no tienen agua ni calor ni les queda mucha comida porque toda su reserva estaba en el congelador. Ni siquiera tienen chimenea. Han estado cocinando e hirviendo agua en un hornillo de carbón del cuarto de Florence.

Helen se encogió de hombros y dijo:

—Bueno, creo que tendrás que pedírselo. Elizabeth puede dormir conmigo. Pero espero que no sea algo definitivo. Después de todo, nuestra provisión de alimentos es limitada.

—Es limitada —afirmó Randy—, y va a ser peor. Estén o no aquí los McGovern, tendremos que apretarnos el cinturón muy prontito.

Dan se levantó y dijo:

—Será mejor que me vaya.

Randy le siguió. Había cultivado la costumbre de dejar su automática del cuarenta y cinco en la mesa del vestíbulo y de guardarla en el bolsillo al salir de la casa, como cualquiera haría con su sombrero colocándoselo en la cabeza. Puesto que él jamás tuvo sombrero y nunca llevó un arma, excepto en el ejército, aún tenía que hacer un esfuerzo consciente para acordarse.

Cuando estuvieron en el coche Randy dijo:

—Fue un extraño comportamiento el de Helen. No sé qué es lo que le pasa.

—Nada de extraño —afirmó Dan—. Sólo humano. Tiene celos.

—¡Esto es ridículo!

—No. Helen es una mujer fieramente protectora... protectora de sus hijos. Sin Mark, tú y la casa sois su seguridad y la seguridad de sus niños. No quiere compartir con otros tu protección. Es cosa de auto— preservación, nada de espejismo.

—Comprendo —dijo Randy—, o, por lo menos, creo que comprendo.

VII

Llegaron hasta la puerta principal de la casa de los McGovern.

—Es inútil que entremos los dos —dijo Randy—. Tú nada puedes hacer ahí. Mientras vas en busca de Bubba Offenhaus, les diré que tienen que trasladarse y haré que preparen el equipaje.

—De acuerdo —contestó Dan—. Economía de esfuerzo y de fuerzas. Siempre fue una buena norma de guerra.

Randy caminó hasta la casa, preguntándose un poco sobre sí mismo. Sin darse cuenta, había empezado a dar órdenes en los pasados días. Incluso dio órdenes al almirante. Había asumido la jefatura de la diminuta comunidad unida por las cañerías de agua que salían del pozo artesiano. Puesto que nadie pareció protestar, imaginó que había hecho lo más adecuado. Era como... bueno, no era lo mismo, pero sí parecido como mandar a un pelotón. Cuando se tenía la responsabilidad, también se tenía el derecho a mandar.

La casa de los McGovern estaba húmeda y fría. Conservó el frescor de la noche. Lib, llevando pantalones de paño y un grueso jersey azul de cuello alto, le saludó en la puerta.

—Oí el coche y supe que eras tú —dijo—. Gracias por venir, Randy.

Le tendió las manos y él las besó. Notó frío en las palmas y cuando las miró vio que sus uñas, siempre tan cuidadas, estaban rotas y llenas de suciedad. Sin embargo, tenía los ojos secos y parecía tranquila. Las lágrimas que derramó por su madre estaban ya secas.

—Alice nos lo dijo —empezó Randy—. Todos lo sentimos mucho, cariño —se dio cuenta de que sus palabras no sonaban sinceras, aunque lo eran. Con tantos muertos —muchísimos amigos en quienes él todavía no tuvo tiempo de pensar—, la muerte de una mujer, cuya personalidad él no admiraba mucho y con quien nunca se sintió identificado, resultaba algo trivial. Quizás teniendo la mitad de la población del país, muerta, muerta en sí misma, se necesitaba algo muy apegado e íntimo para dejar de pertenecer a la categoría de lo trivial.

—Entra y hablarás con papá —dijo ella—. Está preocupado acerca del entierro.

—Ya estamos arreglando eso —contestó Randy y la siguió al interior de la casa.

Bill McGovern estaba sentado en la sala de estar, mirando hacia el río. No se había molestado en vestirse ni en afeitarse. Sobre el pijama y el batín se había puesto un abrigo. Randy se volvió a Lib.

—¿No habéis desayunado ninguno de los dos?

Ella negó con la cabeza.

Bill habló sin volverse.

—Hola, Randy. En esta época de crisis no soy ningún triunfador, ¿verdad? No,puedo dar de comerla mi hija ni a mí mismo, ni siquiera enterrar a mi mujer. Desearía tener valor suficiente para tirarme al canal y hundirme.

—Esto dé nada serviría a Lavinia y nada serviría tampoco a Elizabeth ni a nadie. Usted y Lib se vendrán a vivir conmigo. Las cosas irán mejor.


Randy, no voy
a imponerle mi presencia. Eso si que puedes comprenderlo.
Estoy
acabado. Ya sabes, paso
de los sesenta. ¿Y
s
abes
lo que es peor? Central
Tool y Píate. Pasé
toda mi vida edificándolas. ¿Qué
son ahora? Las
posibilidades son de que formen ahora una masa de metal retorcido y quemado. Chatarra.
Asi es mi vida y
lo que soy yo. No puedo volver a empezar. Central Tool y Píate
es
sólo chatarra y yo también soy chatarra.

Kandy se adelantó y se plantó entre Bill y la rajada ventana, para asi poderle mirar a la cara.

—Podría usted dejar de compadecerse a sí mismo —dijo—. Usted va a tener que volver a empezar. Eso o morir. Es preciso que se enfrente a la realidad. Lib rozó el hombro de su padre. —Vamos, papá.

Bill ni se movió ni respondió. Randy notó que en su interior la cólera crecía. —¿Quiere usted saber para qué sirve? Eso signi— nifica lo que sirve con respecto a los demás, no para usted mismo, ¿verdad? Si usted no es bueno para nadie creo que será mejor que se eche al río: Usted conoce un poco sobre maquinaria, ¿verdad?

McGovern se irguió en su silla. —Sé tanto sobre máquinas y herramientas como cualquier hombre en América.

—Yo no dije máquinas y herramientas, dije maquinaria. Baterías, motores de gasolina, género sencillo como ése.

—No empecé en Central Tool como presidente, o miembro del consejo de administración. Comencé en la tienda, trabajando con las manos. Claro que sé de maquinaria.

—Estupendo. Usted puede ayudar a Malachai y al almirante Hazzard. Hemos sacado las baterías...de mi coche y el del almirante y las hemos unido al aparato de onda corta del almirante para poder descubrir lo que ocurre en el mundo. Sólo que no funciona bien... algo va mal con el circuito... y las baterías se gastan y no sé cómo recargarlas.

—Facilísimo —dijo Bill—. Tomen energía del modelo A. Funcionará mientras tengan gasolina.

—Estupendo —dijo Randy—. Ese es su primer trabajo, Bill, ayudar a Malachai.

—¿Malachai? ¿No es el hermano de la mujer de la limpieza, Missouri? ¿Su jardinero?

—El mismo. Un mecánico de primera clase.

Bill McGovern sonrió.

—¿Así que yo seré mecánico de segunda clase?

—Eso mismo.

Bill se levantó.

—Está bien. Trato hecho. Me vestiré y luego... —se interrumpió—. Oh, Señor, se me olvidó. Pobre Lavinia. Randy, ¿qué voy a hacer con su... —dudó como si la palabra fuese cruda, pero no pudo encontrar otra— cadáver?

—Ya nos ocupamos de eso —contestó Randy—. Dan Gunn se ha ido en busca de Bubba Offenhaus. Espero que Bubba se encargue del entierro. Mientras, creo que usted y Lib será mejor que empiecen a hacer la maleta. Tendremos que hacer tres o cuatro viajes, me imagino. ¿Cuánta gasolina le queda en su coche?

Lib contestó:

—Me parece que no llega a los ocho litros.

—Eso bastará para hacer el traslado y después ya no tendrá necesidad del coche. Utilizaremos la batería para el aparato de onda corta de Sam Hazzard.

Mientras recogieron las cosas, Randy rebuscó por la casa tratando de encontrar cosas útiles. En una alacena de la cocina descubrió un viejo puchero de hierro labrado de tremenda capacidad y, olvidando la presencia de la muerte en la casa, lanzó un grito de alegría.

Lib entró corriendo, preguntándose el motivo del grito. El le enseñó el cacharro.

—Apuesto a que caben ocho litros —dijo—. ¡Vaya hallazgo!

—Es sólo un viejo puchero que mamá compró cuando estuvimos un verano en Nueva Inglaterra. Una antigüedad. Creyó que resultaría estupendo con una planta. Se equivocó de medio a medio. Porque parecía horrible.

—Estará precioso colgado en la chimenea del comedor —dijo Randy—, lleno de potaje.

El viejo cacharro fue el objeto más útil, es más, resultó uno de los pocos objetos útiles que encontró en casa de los McGovern.

Veinte minutos más tarde regresó Dan Gunn, solo y preocupado.

—Bubba Offenhaus no puede ayudarnos —dijo—. A Bubba le gustaría enterrarse a sí mismo; tiene disentería. Se marcha por ambos extremos. El Kiti estaba segura de que era envenenamiento por la radiación. Ya sabes que los síntomas son muy parecidos. Ambos estaban presos del pánico. Se recuperarán dentro de pocos días, pero eso de nada nos sirve ahora.

—¿Y qué haremos? —preguntó Randy.

Dan miró a Bill McGovern, ahora vestido del todo, pero sin lavarse ni afeitarse porque no había agua en la casa excepto un jarro, para beber, que Randy les trajo el día anterior.

—Creo que es cosa tuya decidir, Bill —dijo Dan.

—¿Qué hay que decidir? —preguntó Bill.

—O enterrar a su esposa aquí o en el cementerio. Ustedes no tienen nicho en «Repose-en», pero estoy seguro de que no le importará a Bubba. De todas maneras, nada puedo hacer y puede usted arreglar las cosas más tarde.

Bill McGovern se volvió a su hija.

—¿Qué te parece, Elizabeth?

—Bueno, claro que creo que mamá se merece un funeral adecuado en el cementerio. Me parece que es lo último que podemos hacer por ella. Y, sin embargo... —se volvió a Randy—. No estás de acuerdo, ¿verdad, Randy?

Randy se alegró de que se lo preguntaran. Intervenir en aquel asunto privado y personal era brutal, pero necesario.

—No, no estoy de acuerdo. Hay diez kilómetros hasta el cementerio. Tendríamos que hacer el viaje en dos coches por causa... por causa de Lavinia. Eso significa gastar cuarenta kilómetros de gasolina, en viaje de ida y vuelta, y eso no podemos soportarlo. Tendremos que enterrar a Lavinia aquí, en el jardín.

—¿Pero cómo...? —comenzó Lib.

—¿Dónde guarda usted las palas, Bill?

—Hay un cobertizo de herramientas en el garaje.

Mientras entregaba una pala a Dan seleccionaba otra para sí. Randy examinó las demás herramientas. Había un hacha nueva. Sería útil. Habían también horcas, azadas, una hoz, una guadaña,.una carretilla. Traería a Malachai antes de que se hiciese de noche y se llevaría las herramientas de los McGovern. Todo lo que hacía era localizar y prever las necesidades del futuro.

Entre la casa y el río, en una azalea de forma creciente, franqueando el borde oriental de la propiedad de McGovern, con la hierba azul oscura cuidadosamente cuidada y respaldada al máximo del sol de la tarde por un gran roble más viejo que Fort Repose, encontró el lugar adecuado. Randy no vio otro lugar más conveniente para una tumba. Se alejó dos metros y señaló un rectángulo dentro del montículo. El y Dan comenzaron a cavar.

A los pocos minutos Randy se quitó el jersey. No iba a ser un trabajo fácil. Dan se detuvo y se examinó las palmas de las manos.

—Se me están haciendo manos de enterrador —dijo—. Cosa mala para un cirujano.

Continuaron cavando, con firmeza, hasta que resultó difícil trabajar desde la superficie. Randy se metió dentro Jé la fosa. Hicieron un descubrimienio. Una tumba destinada a acomodar a una persona debía ser excavada por una persona sola.

Cuando Randy se detuvo, sin aliento, Bill McGovern entró y tomó la pala, diciendo:

—Te relevaré.

Desde arriba Lib miraba. Al poco dijo:

—Eso basta, ya, para ti, papá. Recuerda la presión sanguínea. No quiero perderte a ti, también —salló dentro del agujero y se hizo cargo de la pala.

Después de que su padre saliese, jadeado y pálido, la muchacha metió la pala con furia en la tierra. Mientras cavaba, a los ojos de Randy su estatura se incrementó. Ella era como una fina espada, esbelta y flexible, pero de acero; una mujer de valor. No era caballeroso, pero Randy le permitió cavar, reconociendo que el esfuerzo físico era una vía de escape para sus emociones. Cuando su ritmo disminuyó, él se dejó caer dentro de la tumba y le quitó la pala.

—Basta. Dan y yo terminaremos. Será mejor que tu padre y tú volváis a la casa y sigáis haciendo las maletas.

—No quieres que te ayudemos a sacarla, ¿verdad.?

—Creo que será mejor que no lo hagáis.

Dan se agachó y la sacó del agujero.

Cuando la tumba estuvo terminada envolvieron el cuerpo flaco de Lavinia en sus sábanas. Su ataúd fue una manta eléctrica y su carro fúnebre la carretilla. La bajaron al agujero, de metro y medio de profundidad, y amontonaron la arena en forma de montículo, después, dejando un desnivel insignificante. Randy comprendió que cuando viniese la primavera aquel montículo quedaría aplanado por las lluvias, la hierba lo cubriría rápidamente y para junio habría desaparecido por entero.

Other books

Incubus Hunter by Wright, Kenya
Foxglove Summer by Ben Aaronovitch
Dog Collar Couture by Adrienne Giordano
Lady Churchill's Rosebud Wristlet No. 22 by Gavin J. Grant, Kelly Link
Constant Touch by Jon Agar
Hearts Under Fire by Kelly Wyre and HJ Raine
Forgiveness by Iyanla Vanzant
The Wind in the Willows by Kenneth Grahame
Gilded Nightmare by Hugh Pentecost