Ay, Babilonia (27 page)

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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Ay, Babilonia
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—Apuesto a que es algo interior —dijo—. Me imagino que ese inútil de Tuo Tone ha estado cambiando gallinas por licor.

—Malachai opina que son los gatos salvages —intervino Lib—, es decir, los gatos domésticos que se han convertido en salvajes.

—Eso no es lo peor —dijo Helen—. Falta uno de los cerdos de Henri. Lo oyeron gritar, sólo una vez. Predicador cree que un lobo se lo llevó. El predicador dice que encontró rastro de lobos.

—No hay lobos en Florida —dijo Randy—. No hay lobos de cuatro patas.

La pérdida de las gallinas era grave, pero la pérdida de los cerdos desastrosas. La marrana de Henri había parido unas crias que en pocas semanas añadirían verdadera carne a la dieta de todo el mundo. Incluso ahora pesaban de cinco a siete kilos. Cada tarde, todos los residuos de comida de los Bragg, Wechek y Hazzard eran llevados a casa de los Henri para ayudar a alimentar a los cerdos y a los pollos. Cada día, Randy tenía que discutir con Helen y Lib para reservar un poco de comida a Graff. Randy se daba cuenta de que los Henri suministraban más que ellos su parte de alimentos en beneficios de todos. Cuanuo el maíz del predicador madurare en junio e¿la (imparidad sería todavía más grande. Y había sido Tuo Tone de todas las personas quien sugirió que cultivasen caña de azúcar y luego exploró las riberas en la barca plana y llena de vías de agua de los Henri hasta que encontro caña silvestre. Buscó esquejes, la plantó y la cultivó. Gracias a los Henri todos podían mirar hacia el futuro, un día en que un desayuno de pan de maíz, jarabe de caña tocino seria casi un lujo. Estaba seguro de que encontrarían el medio de convertir el maíz en comida, aun cuando tuvieran que molerlo mediante piedras.

—Me parece que no hacemos bastante por los Henri —dijo—. Tendremos que darles más ayuda.

—¿Qué clase de ayuda? —preguntó Bill McGovern.

—De momento, ayudarles a vigilar los animales. Mantener a raya a las bestias de presa... gatos, lobos, humanos o lo que sea.

—¿No pueden hacerlo los Henri por sí mismos? —preguntó Helen—. ¿No tienen armas?

—Tienen una escopeta... vieja, maltrecha, de un sólo cañón y calibre doce... pero carecen de tiempo. No puedes esperar que el predicador y Malachai trabajen tan duro como cada día y luego estén en vela toda la noche. Yo no me fiaría de Tuo Tone. Se dormiría. ¿Alguien se ofrece como voluntario?

—¡Yo! —exclamó Ben Franklin.

El primer impulso de Randy fue decir que no, que eso no era tarea para un niño de trece años. Sin embargo Ben comía tanto como un hombre o más, tendría que hacer el trabajo de un hombre.

—¿No ibais Caleb y tú a buscar leña hoy?

Puedo hacer leña y montar guardia también.

—Será mejor que yo me ocupe de la primera nuche —dijo Bill McGovern—. No quisiera que le» pasase nada a esos cerdos —Bill estaba más delgado como todos, y sin embargo parecía haberse quitado años de encima al mismo tiempo que peso. Con el tenedor tocó el pedazo de pescado del borde de su plato—. Mirad, durante años ansié pasar mis vacaciones en un país de lubinas. Por eso construí una casa en el Timucuan cuando me retiré. Pero ahora casi no puedo ni mirar a una lubina a la cara. Quiero carne... verdadera tarne roja.

Randy tomó su decisión.

—Está bien, Bill, usted estará de vigilancia esta noche y después.todos nos turnaremos. Estoy seguro de que el almirante también aceptará cumplir con su turno.

—¿Me concederéis una noche? —preguntó Ben Franklin. Sus ojos brillaban, suplicantes.

—La tendrás, Ben. Redactaré un plan de servicios y lo pondré en el tablón de anuncios.

El tablón de anuncios en el pasillo, con los trabajos asignados, se había convertido en una necesidad. En esta nueva vida no había placer. Si todo el mundo trabajaba tan duro como podía hasta la puesta del sol, cada día, entonces se podría comer, aunque no demasiado bien. Cada día comportaba una crisis de una clase u otra. Se presentaron carestías de las cosas más triviales pero necesarias, ¿quién habría previsto comprar suministro suficiente de aguja y de hilo? Florence Vechek poseía una bonita y nueva máquina de coser, eléctrica e inútil, claro. Florence, Helen y Hannah Henri cosían para la comunidad de Randy. Ayer Florence rompió una aguja y vino a Randy, casi llorando, como si fuese un desastre mayor, cosa que era en realidad. Y todo el mundo no pensó en ahorrar cerillas, así que ahora carecían de ellas. Aún tenía piedras de mechero y una lati— ta pequeña de fluido piara encendedores. Por fortuna, su antiguo mechero del ejército podía arder con gasolina, pero las piedras eran inapreciables e imposibles de encontrar. Dentro de pocos meses sería necesario mantener el fuego del comedor día y noche a pesar del desagradable calor y del trabajo que eso costaría. Tampoco su suministro de leña duraría siempre. Tendrían que explorar más y más lejos en busca de madera utilizable. Cargarla constituiría un problema mayor. Cuando Dan ya no pudiese cobrar sus minutas en gasolina y el tanque del modelo. A que se quedase seco, su vida tendría que cambiar drásticamente y en peor.

Mirando a su plato pensó en todo esto.

—Randy, acábate el pescado —dijo Lib— y será mejor que te bebas otro vaso de jugo de naranja, mejor que tebebas otro baso de jugo de naranja. Tendrás hambre antes de almorzar, si Helen y yo podemos preparar el almuerzo.

—¡Odio el jugo de naranja! —exclamó Randy y se sirvió otro vaso.

II

Dan condujo. Randy se sentó a su lado. Hacía calor y Randy se sentía cómodo con los pantalones cortos, las botas y una camisa de punto. Llevaba su pistola enfundada en la cadera. La pistola se había convertido en una parte de sí mismo, sin peso, ahora. Había tratado de disparar sin cápsulas mil veces hasta que ejercitó perfectamente la mano, también la utilizó para matar una serpiente de cascabel en el seto y dos mocasines en el muelle. Disparar contra los reptiles era gastar municiones pero ahora confiaba en la puntería de la pistola y en la seguridad de su mano. En el regazo de Randy, envuelta en una bolsa de papel, estaba la botella de whisky escocés que confiaba cambiar por café. Fumaba sus pipas mañaneras.

—¿Dan, cuál es esa situación mala de la ciudad? —preguntó Randy.

—No he dicho nada aun —contestó Dan—, porque aún no he podido llegar hasta el fondo y no quiero asustar a nadie. Tengo tres casos graves de intoxicación por radiación.

—¡Oh, Dios! —exclamó Randy, en realidad, no fue una exclamación, sino una plegaria. Esta era la espada que había estado pendiendo sobre todos ellos. Si un hombre se mantenía lo bastante atareado, si sus dificultades y problemas eran inmediatos y numerosos, si siempre tenía hambre, podía entonces por algún tiempo apartarse de esta cosa, olvidarla y creer que vivía en un país que no había sido oficialmente catalogado como zona contaminada. Era capaz de olvidar al implacable enemigo, insidioso e invisible, aunque no para siempre.

—Esto es extrañísimo —dijo Dan—. No puedo, creer que sea causado por la lluvia caída retrasada. Si así fuese, tendría trescientos casos, no tres. Esto se parece más a una quemadura de radio o de rayos X. Todos tienen las manos quemadas además de los síntomas corrientes, náuseas, dolor de cabeza, diarrea, caída de cabello...

—¿Cuándo comenzó? —preguntó Randy.

Porky Logan fue el primero en sufrir. Su hermana me alcanzó en la escuela hace tres semanas y me rogó que le visitara.

—¿No estaba Porky en alguna parte de la zona sur del Estado, El Día? ¿No pudo haberse contagiado de la radiación, entonces?

—Porky estaba perfectamente bien cuando regresó aquí y desde entonces no ha recibido más radiación que el resto de nosotros. Los otros dos no abandonaron Fort Repose. Porky es un caso imposible. Cada vez que le veo está borracho. Pero la radiación le mata más deprisa que el licor.

—¿Quién más está enfermo?

—Bigmouth Bill Cullen... nos detendremos en su campamento pesquero camino de la ciudad... y Pete Hernández.

—No puede ser una especie de epidemia, ¿verdad? —preguntó Randy.

—No, no puede serlo. La radiación no es ningún, germen ni un virus. Uno puede comer o beber materias radioactivas, como estroncio 90 en la leche. Puede caer sobre uno, al llover. Puede contaminarse una persona en el polvo, o en partículas que no se ven en un día en apariencia perfectamente claro. Lo puedes llevar hasta la casa en los zapatos, o cogerlo por manipular cualquier metal o materia inorgánica que haya sido expuesta a la radiación. Pero no se puede pillar besando una chica, a menos, claro, que tenga dientes de oro.

En el recodo de River Road alcanzaron a Alice Cooksey, montada en la bicicleta de Western Unión requisada por Florence. Alice era la única persona de Fort Repose que continuaba su trabajo regular. Cada mañana dejaba la casa Vechek a las siete. A menudo, ignorando los imprescindibles peligros de la carretera, no regresaba hasta que era de noche. Desde El Día, la demanda de sus servicios se había multiplicado. Disminuyeron la marcha cuando la alcanzaron, la gritaron un saludo y agitaron las manos. Ella devolvió el gesto y siguió pedaleando, era una figura pequeña, valiente y atareada.

Viendo cómo el coche la adelantaba, Alice se acordó, de que aquella noche debía traer nuevos libros para Ben Franklin y Peyton. Era una sorpresa y un encanto ver cómo los niños devoraban los libros. Sin darse cuenta estaban recibiendo una educación. Alice nunca lo admitiría en voz alta, pero por primera vez en sus treinta años de Fort Repose se sentía útil e incluso importante.

No había sido fácil ni remunerativo continuar como bibliotecaria en Fort Repose. Recordó cómo cada año durante ocho el consejo del Ayuntamiento de la ciudad rechazó su solicitud anual pidiendo que instalasen aire acondicionado. Decían que era un lujo muy caro. Pero sin aire acondicionado, ¿cómo podía una biblioteca competir? Las tiendas de refrescos, bares, restaurantes, cines, el club de campo de St. Johns en San Marco, el vestíbulo de Riverside Inn, los teatros.y la mayoría de las casas tenían aire acondicionado. No podía esperar que la gente se sentase en una calurosa biblioteca durante el húmedo verano de Florida, que comenzaba en abril y no terminaba hasta octubre, cuando podían estar tranquilamente instalados en una sala de estar con aire acondicionado fresca y contemplando el poco complicado problema que planteaba la televisión. Alice instaló una máquina para refresco y pidió donativos de viejos ventiladores, pero fue una batalla perdida.

En treinta años su asignación para libros fue elevada en un diez por ciento, pero el coste de las ediciones se había doblado. Su presupuesto para revistas seguía inmutable, pero el coste de estas se triplicó. Así que mientras Fort Repose crecía en población, los préstamos de libros disminuyeron. Habían aparecido tantísimas distracciones nuevas, teatros al aire libre, atracciones en las playas y manantiales para los fines de semana, la himnosis en masa de juventud, de cada noche, y finalmente la locura por el esquí acuático y los deportes náuticos. Ahora todo esto había terminado. Todo entretenimiento, toda diversión, todavía de escape, toda información volvía a centrarse en la biblioteca. El hecho de que la biblioteca no tuviese aire acondicionado ya no importaba ahora. No habían sillas bastantes para acomodar a sus lectores. Se sentaban en los escalones de la entrada, en los marcos de las ventanas, en el suelo con la espalda apoyada en las paredes o en las estanterías. Lo leían todo, incluso los clásicos. Y los niños venían a ella, cuando estaban libres de sus tareas, y ella les guiaba en su elección de lecturas. Y había una investigación útil que hacer. Randy y el doctor Gunn no lo sabían, pero como resultado de sus buscas podían comer mejor después. Era raro, pensó, mientras pedaleaba con firmeza, que se necesitase un holocausto para hacer que su propia vida valiese la pena de vivirla.

III

En los límites de la ciudad, Dan entró por el camino que conducía al campamento pesquero de Bill Cullen, con su café y su bar. Los jardines estaban más estropeados y sucios que nunca. Las estanterías de licor se encontraban desnudas. Los mostradores de la tienda de artículos de pesca se veían vacíos. Ni una caña, ni una mosca o anzuelo quedaba. Bigmoth Bill lo vendió todo meses antes. Su esposa, de pelo pajizo y forma de barril, salió de la vivienda, Randy olisqueó. Ella hoy apestaba a vino rancio. Simplemente olía a suciedad. De todas las personas que Randy había visto, aquella mujer era la única que ganó peso después de El Día. Randy imaginó que tenía ocultos sacos de provisiones y que vivía confortablemente con esas provisiones y con pescado frito.

—Está ahí dentro, doctor —dijo ella.

Dan no entró de inmediato.

—¿Ha mejorado? —preguntó.

—Está peor. Le sale pus de las manos.

—¿Cómo se encuentra usted? No ha tenido ninguno de los síntomas de su marido, ¿verdad?

—¿Yo? No me siento distinta. Me siento peor —sol— tó una risita, mostrando sus podridos dientes—. ¿No toma usted de vez en cuando un trago, doctor? Es para cuando me siento peor. Ahora mismo desearía empeorar ya que una vez empeorada con un trago mejoraría pronto. ¿Lo entiende, doctor? —se acercó más a Dan y bajó su voz—. No se morirá, ¿verdad?

—No lo sé.

Será mejor que no se me muera ahora ese viejo truhán. No me deja nada, doctor. Ni siquiera es dueño total de este sitio. Ni tampoco ha hecho nunca testamento. Nada tiene para mí, doctor. Se lo digo. Poseía seis cajas escondidas después de El Día. Pretende que se las vendió las seis, a Porky Logan. Pero no me enseñó el dinero. ¿Sabe usted qué, doctor? ¡Me parece que sigue teniendo escondidas las seis cajas!

Dan la apartó a un lado y entraron en el cobertizo. Bill Cullen yacía en una maltrecha cama de hierro, una manchada sábana le cubría hasta la cintura. A la luz que se filtraba por la persiana veneciana de la única ventana, de buen principio parecióle irreconocible, a Randy. Estaba gastado, los ojos hundidos, los globos oculares amarillos. De un costado le habían caído mechones de cabello, descubriendo la piel rojiza de la cabeza. Sus manos, descansando atravesadas en el estómago, estaban hinchadas, ennegrecidas, y llenas de grietas.

—Hola doctor, —gruñó— ¡Maldito sea... si es Randy!—, añadió al ver a Randy.

El hedor era demasiado para Randy. Carraspeó y dijo:

—Hola, Bill y salió. Se apoyó en la barandilla del muelle, tosiendo y sofocado, hasta que pudo respirar profundamente el dulce viento del río. Cuando Dan salió, volvieron en silencio, juntos, al coche. Todo lo que dijo Dan fue:

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