Atlantis - La ciudad perdida (22 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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De pronto se hizo el silencio. Dane miró por encima del maletero a Freed, que arqueó las cejas con expresión interrogante.

—Larguémonos de aquí —fue todo lo que dijo Dane.

Mientras Freed se subía al coche por la puerta de su lado, Dane echó a correr hacia adelante y recogió el cuerpo del esbelto camboyano que había caído, lo cargó al hombro y lo arrojó en la parte trasera del coche, para consternación de Michelet, Lucien y Chelsea, que gimieron y se encogieron, apartándose todo lo posible de él.

—¡Adelante! —ordenó Dane.

El conductor no necesitó que le insistieran. Apartó con el parachoques los restos de la camioneta y aceleró.

—Tranquila —susurró Dane a Chelsea, arrodillándose junto al cadáver.

—¿A qué viene esto? —preguntó Michelet.

—Siempre es conveniente saber quién te está disparando —respondió Dane, registrando rápidamente los bolsillos del cadáver.

Todo lo que encontró fue un grueso fajo de dinero. No sabía a cuánto se pagaba el asesinato en Bangkok, pero aun con la inflación alta, ese fajo parecía satisfacer la tarifa de cualquier parte del mundo. Aparte de eso no había nada.

—Averigua quiénes son tus enemigos —continuó Dane, arrancándole la camisa— y los enemigos de tus enemigos. Porque podrían ser tus amigos, pero también podrían no serlo y ser aún peores enemigos.

—¿De qué demonios está hablando? —preguntó Michelet.

—Dígaselo usted —dijo Dane a Freed.

—Alguien ha detenido la emboscada —anunció Freed.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Michelet.

—Oímos un arma diferente de las que tenían quienes tendieron la emboscada en los tejados, y es imposible que nosotros los matáramos desde donde estábamos —dijo el hombre de seguridad.

Dane sacó un Leatherman de la funda que llevaba en la cintura y clavó la larga hoja del cuchillo alrededor de una de las heridas de bala del cadáver. La clavó bien y con la mano libre apretó con dos dedos el agujero. Sintió el bulto duro de una bala entre los dedos y la sacó con gran dificultad.

—Nueve milímetros —dijo, acercando una mano sangrienta a una de las pequeñas luces—. Los camboyanos disparaban AK de 7,62 milímetros. Alguien les disparó por la espalda con una ametralladora.

—¿Quién? —preguntó Lucien, todavía pálido por el sangriento incidente.

—Alguien que sabía que íbamos a ir al almacén y que sabía que iban a tendernos una emboscada. Alguien que debe de habernos seguido desde el aeropuerto —dijo Dane. Estaba cansado. El mal presentimiento se había difuminado, dejándolo exhausto. Se recostó en su asiento y cerró los ojos.

—¿Nos seguían? —preguntó Michelet. Se volvió hacia Lucien—. ¿Qué sabes de eso?

Lucien balbució una protesta, pero la voz cansina de Dane lo interrumpió.

—Sihouk nos ha vendido. Le ha sacado dinero a usted, y a otro por entregarnos. Para él no ha sido más que una buena jornada laboral, nada personal. ¿Tiene algún enemigo?

—Syn-Tech —respondió Freed.

—¿Qué es?

—Una firma competidora.

—¿Estarían dispuestos a matarlos? —preguntó Dane, abriendo mucho los ojos.

—Estamos hablando de cientos de millones, si no billones, de dólares en juego —dijo Michelet con una carcajada áspera—. Sí, matarían por eso. ¿Usted no?

—No —respondió Dane, lo que volvió a provocar la risa de Michelet.

—La verdad, creo que le pagaban bastante menos cuando estaba en el ejército.

Dane miró al anciano por encima de Chelsea. Sus miradas se encontraron, luego Dane se recostó y asintió.

—Tiene razón, me pagaban bastante menos entonces. —Volvió la espalda a los demás, puso las manos en el cuello de Chelsea y cerró los ojos para descansar.

Regresaron al aeródromo sin más incidentes, pero en lugar de subir al avión de Michelet, recorrieron la pista de aterrizaje principal hasta un viejo hangar. Dane abrió mucho los ojos una vez más cuando entraron. Dentro había un destartalado avión de transporte C-123 bimotor junto a un viejo helicóptero.

La limusina se detuvo. Lucien no bajó con ellos. Miró a Michelet.

—Aquí cerramos nuestro trato. Al contrario de lo que usted piensa, creo que hay muchas cosas que el dinero no puede reemplazar ni comprar. Por favor, no vuelva a llamarme nunca más.

Freed y Dane apenas tuvieron tiempo de sacar del maletero las armas antes de que se marchara la limusina. Una figura se separó de las sombras del C-123 y se acercó despacio.

—Buenas —dijo el hombre con marcado acento australiano—. O tal vez debería decir buenos días, ya que aún no se nos ha echado encima el día. Me llamo Porter y soy su piloto.

—¿Está listo el avión? —preguntó Michelet.

Dane advirtió que Michelet se había recuperado bien de los sucesos de las dos últimas horas. Imaginó que nadie llegaba a su posición sin tener unos nervios de acero.

—Sí, está listo. —Porter miró por encima del hombro—. Pero esos tipos que ha contratado su amigo de la limusina... Si yo fuera usted, no me fiaría mucho de ellos.

—Pero no lo es —replicó Michelet con brusquedad.

De las sombras salieron más hombres. Eran cuatro, vestidos con uniformes verdes que habían visto mejores tiempos y estaban desprovistos de toda insignia. Llevaban botas cubiertas de barro y grandes cuchillos en la cintura. Cuchillos Rambo, advirtió Dane. Tales armas parecían muy impresionantes, pero eran poco prácticas tanto para degollar a un hombre, que requería un pequeño estilete, como para abrirse paso en la selva, donde lo más adecuado era el machete. Los hombres tenían barba de varios días y los ojos inyectados en sangre. Dane reconoció el olor a alcohol.

—Yo soy McKenzie —dijo el más corpulento de los cuatro—. El comandante McKenzie.

—Lo conozco, McKenzie, y ya no es comandante —repuso Freed, dando un paso adelante.

—Éstos son mis hombres —replicó McKenzie, mirando de arriba abajo al hombrecillo que tenía delante, intentando evaluar la situación.

Dane se acercó y se detuvo a la izquierda de Freed. Los dos hombres llevaban una boina roja descolorida, con una insignia prendida sobre el ojo izquierdo: un par de alas de paracaidista coronadas con una hoja de arce. Que Dane supiera, esos hombres habían pertenecido al Regimiento de Paracaidistas canadiense. También sabía por los periódicos que ese regimiento había sido disuelto acusado de graves atrocidades durante las misiones pacificadoras en Somalia y Bosnia.

—Nunca sabes por dónde va a salir la mierda —dijo Freed, lo que confirmó a Dane de dónde habían salido los mercenarios y sus circunstancias.

McKenzie le golpeó con la mano derecha, pero Freed ya se había movido, agachándose y propinándole cuatro puñetazos en su amplio estómago. El hombre más corpulento se dobló en dos, resollando.

—Quietos —dijo Dane, apuntando con su M-16 a los otros paracaidistas—. Creo que la lucha ya es bastante desigual como está.

McKenzie se erguía sin aliento, cuando Freed le propinó un doloroso golpe en la nariz que le hizo sangrar. Se colocó con agilidad detrás de McKenzie, le rodeó el cuello con una mano y se lo apretó, haciéndole respirar con dificultad.

—Ya no eres comandante —susurró a su oído—. ¿Entendido?

—Vete a la mierda, negro.

—Un error—dijo Freed. Le clavó en la sien los nudillos de la mano libre, haciéndole soltar un alarido de dolor. Luego los apretó con más fuerza, arrancándole las lágrimas.

Dane vio que McKenzie cogía con la mano izquierda el mango de su gran cuchillo. Mientras lo desenfundaba, Freed lo soltó y retrocedió, poniéndose fuera de su alcance. McKenzie intentó alcanzarlo dos veces, luego se acuclilló en la posición del luchador y observó con mayor cautela a su oponente.

—¡Escuchen! —exclamó Michelet adelantándose, pero Dane lo sujetó.

—No se meta.

McKenzie se irguió despacio de su posición acuclillada. El extremo del cuchillo tembló antes de bajar.

—Eh, no me gusta que vengas aquí a jodernos a mí y a mis hombres.

—Ya te has jodido tú solo —replicó Freed.

McKenzie se puso aún más colorado, algo que Dane había creído imposible.

—Estás a sueldo, ¿entendido? —dijo Freed.

—Claro —respondió McKenzie esbozando una torva sonrisa, que ninguno de los presentes se creyó—. Sólo ha habido un malentendido.

—Me llamo Freed. Señor Freed para ti. ¿Entendido?

—Entendido. —McKenzie guardó el cuchillo en su funda.

—¿Entendido qué?

—Entendido, señor Freed —respondió McKenzie, torciendo de nuevo los labios en una sonrisa. Miró fijamente al hombre más menudo, al tiempo que se llevaba una mano a la cabeza y se palpaba con cuidado el lugar donde le había apretado.

—Se os ha pagado por adelantado —dijo Freed—. Recibiréis la misma cantidad a la vuelta. Sólo tenéis que hacer lo que yo os ordene y cuando yo lo ordene. ¿Entendido?

Los cuatro hombres asintieron con resentimiento.

—Vais a tirar ahora mismo todo el alcohol que habéis traído con vosotros si no queréis que os tire del avión sin paracaídas. ¿Está claro? —Freed se acercó un paso—. No os veo mover la cabeza. ¿Está claro?

—¡Sí, señor!

—Ahora subid el equipo a bordo —ordenó Freed.

Mientras los canadienses subían las armas al C-123, Freed se volvió hacia Dane.

—Gracias por su ayuda en el almacén.

—La próxima vez que le diga que es una emboscada, le sugiero que me haga caso —replicó Dane. Luego hizo un gesto hacia los canadienses—. No me pagan para que le apoye. —Y añadió, deteniendo en seco a Freed, que se volvía, y a Michelet—: Quiero saber qué ha ocurrido con su primer equipo de rescate y cuál es su plan para rescatar el avión; quiero saber quién es el enemigo que nos ha atacado y quién lo ha atacado a él, o no voy a ninguna parte.

Toda una pared de la oficina de Patricia Conners estaba cubierta de un mosaico de imágenes de satélite. Había ido al Centro de Comunicaciones e Imágenes de la NSA y recabado todas las peticiones de imágenes que Foreman había hecho en las últimas veinticuatro horas. No le sorprendió descubrir otras peticiones, además de las dos dirigidas a ella. Lo que le sorprendió fue la naturaleza de las peticiones: iban dirigidas a un colega de Conners, el experto en ELINT o inteligencia electrónica cuya oficina estaba en el mismo pasillo. La ELINT también incluía datos radiactivos y magnéticos, de modo que cubría mucho terreno.

Conners había impreso los resultados obtenidos por la cadena de satélites ELINT que Estados Unidos tenía dando vueltas alrededor del globo, y en esos momentos contaba con un mosaico que abarcaba todo el planeta. No tenía ni idea, por supuesto, de qué significaban los distintos colores y las líneas superpuestas a los datos geológicos básicos. Sabía que representaban distintos espectros del campo electromagnético, pero hasta ahí llegaban sus conocimientos sobre el tema.

Recorrió el pasillo y asomó la cabeza por una puerta.

—Jimmy, tesoro. —Sonrió.

—¿Sí? —respondió un joven de pelo largo y recogido en una coleta, levantando la vista de la pantalla de su ordenador.

—Necesito que me ayudes a interpretar algo.

Jimmy parpadeó. Iba vestido con una camiseta holgada y unos tejanos que habían visto tiempos mejores, y llevaba unas gafas cuya montura metálica casi se hundía bajo el peso de los gruesos cristales.

—¿Interpretar? ¿Interpretar qué?

—Ven a mi oficina. Te prepararé una taza de ese té especial que tanto te gusta.

Conners lo precedió. Tras atravesar la puerta, Jimmy se detuvo y silbó, contemplando el mosaico.

—Guau, Pat. ¿Cuándo lo has hecho?

—Ahora mismo.

Jimmy se acercó y empezó a trazar líneas con los dedos, estudiando las imágenes con atención.

—Estos datos son nuevos. He recibido la petición esta mañana y los he enviado todos. No deberías tenerlos.

—¿No los has mirado? —preguntó Conners, enchufando su pequeña kettle.

—No tenemos que hacerlo, salvo que recibamos instrucciones en ese sentido —respondió Jimmy, sorprendido—. Debemos enviarlos y archivarlos. —Hizo una pausa, pensativo—. ¿Miras todo lo que nos piden?

—Por supuesto, cariño.

El labio inferior de Jimmy se curvó como si se lo hubiera mordido. Alargó una mano y cerró la puerta de Conners de golpe.

—Yo también lo miro todo. Me refiero a qué sentido tiene hacerlo si no lo miras. Mierda, se supone que yo soy el experto. No es que...

—Jim —lo interrumpió Conners con amabilidad—. No tienes que justificarte ante mí. Recuerda que yo también lo hago. La cuestión es que eso quiere decir que ya has visto estos datos, ¿no?

—Sí. —Jimmy miró de nuevo hacia la pared—. Foreman. No sé quién demonios es ese tipo, pero está metido en una mierda muy rara. Perdón, asunto.

—¿Qué clase de mierda?

Jimmy volvió a llevar una mano al mosaico y recorrió varias líneas de colores, como si pudiera sentir con las puntas de los dedos lo que representaban.

—Estas líneas azules representan el flujo electromagnético. Las rojas son geomagnéticas y las verdes muestran la radiactividad.

—¿Y? —lo apremió Conners cuando Jimmy se quedó callado.

—Bueno, pues que esto no está bien —respondió dando unos golpecitos en el mosaico.

—¿Qué quieres decir con que no está bien?

—No son los patrones normales de cualquiera de estas imágenes. Está pasando algo. A escala global.

—¿Algo como qué? —preguntó Patricia Conners con forzada paciencia.

—Algo está trastornando el flujo normal de los campos electromagnéticos y geomagnéticos terrestres —respondió Jimmy, encogiéndose de hombros—. Ese algo también transporta una pequeña cantidad de radiactividad, aunque no tengo ni idea de cómo es posible.

—¿Radiactividad? —repitió Conners.

—Sí, pero nunca había visto nada parecido. Muy raro. Insólito. De hecho, completamente imposible.

—¿Se lo has dicho a alguien? —preguntó Conners, sorprendida por la información.

—¿Por qué? —Jimmy parecía a su vez sorprendido.

—Porque, según lo que acabas de decir, está ocurriendo algo anormal —respondió Conners exasperada.

—Sí, pero piensa que si se lo dijera a alguien, se enterarían de que he mirado datos que se suponía que no debía mirar —se limitó a decir Jimmy.

—Dios mío. —Conners sacudió la cabeza—. Hemos conocido al enemigo y somos nosotros.

—¿Cómo dices? —Jimmy frunció el entrecejo.

—Olvídalo. —Conners se concentró en las imágenes—. Está bien. ¿Cuál puede ser la causa?

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