Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
—No tengo ni idea. Pero los patrones son muy regulares, y las líneas se cruzan y parecen concentrarse en varios lugares de la superficie terrestre. Por lo tanto, no es aleatorio.
—No es aleatorio —murmuró ella—. ¿Entonces algo lo está causando?
—Por supuesto que algo lo está causando.
—No. —Conners sacudió la cabeza, exasperada—. Me refiero a si alguien lo está causando.
—La verdad es que no —respondió Jimmy, frunciendo el entrecejo—. Nadie podría hacerlo. El patrón no es aleatorio, lo que indicaría que algo lo causa, pero nadie podría propagar algo así, así que... —Las palabras tropezaron unas con otras, y se interrumpió con torpeza.
—¿Qué efecto va a tener esto? —preguntó Conners acercándose y mirando las líneas.
—A los niveles actuales, poco. Pero parece estar aumentando de potencia.
—¿Y si sigue haciéndolo? —insistió Conners.
—Uf, no lo sé, Pat. —Jimmy se frotó la barbilla, donde unos pelos luchaban por crear el efecto de una barba—. Pero sería desastroso que aumentara, digamos, otros cuatro niveles. Esta cosa electromagnética destruiría las redes de suministro de energía, lo que dejaría sin funcionar determinados aparatos electrónicos. ¿Sabes por qué se pide al pasaje de un avión que apague sus ordenadores portátiles y walkmans cuando se va a iniciar el despegue? Bueno, en realidad estos aparatos no constituyen un problema, pero la compañía aérea no quiere correr el riesgo de que algo pueda interferir en los sistemas del avión. Ahora mismo, en el centro de cada uno de estos puntos, las interferencias son cuatro veces más fuertes que las de esos aparatos.
»El material radiactivo es otro tema. No veo cómo podría producirse este aumento, pero si sigue produciéndose a este ritmo durante varios días, dentro de nada habrá muchas personas gravemente enfermas y muchas otras muertas en las intersecciones de algunas de estas líneas de flujo. —Jimmy se animó—. Pero no puede seguir aumentando.
—¿Por qué no?
—Bueno, porque... —Jimmy hizo una pausa—. Quiero decir que acaba de ocurrir y... —Se interrumpió.
Pero Conners había advertido algo en el mapa. Abrió un carpesano de tres anillas que tenía sobre su escritorio y pasó algunas hojas.
—Dios mío —murmuró.
—¿Qué pasa? —Jimmy se alarmó aún más al ver la cara lívida de Pat Conners.
—Creo que sé cómo se está propagando —respondió Conners, metiendo un dedo en el carpesano—. Y creo que sé de dónde procede. —Arrancó una hoja, la acercó al mosaico y con un rotulador rojo empezó a marcar pequeñas X en el papel—. No son todos, pero algunos coinciden.
—¿Algunos qué?
—Los satélites MILSTARS. ¿Ves cómo éstos están situados a lo largo de las líneas de propagación? En cada uno de esos puntos hay un satélite MILSTARS en órbita geoestacionaria. Quien sea, o lo que sea, está utilizando los satélites como medio de propagación. —Recordó los extraños datos en el satélite MILS- TARS-16 y por fin comprendió su significado.
—Pero ¿cómo es posible? Yo no podría hacerlo. Es técnicamente imposible.
—Me trae sin cuidado si es o no técnicamente posible —replicó Conners—, pero alguien lo está haciendo. Es demasiada coincidencia.
—Pero ¿por qué?
—No sé por qué, porque no sé quién lo está haciendo —respondió Conners—. Pero puedo decirte exactamente de dónde procede toda esta energía. —Puso una mano en un extremo del mosaico—. Justo aquí, en el centro norte de Camboya, donde el viejo señor Foreman quería que echara un vistazo con el Bright Eye. Y a alguien no le gustó que lo hiciéramos, porque lo quitó de en medio haciéndolo estallar.
—Pero ¿qué dices? ¿El Bright Eye ha estallado? —inquirió Jimmy, incrédulo.
—Maldita sea, sí.
—Pero estas líneas no parten de un solo punto —dijo Jimmy, haciendo un gesto de incredulidad—. Ya no. Lo hacían, pero ya no lo hacen.
—¿Qué quieres decir?
—Los colores. Las sombras indican... —Jimmy se interrumpió, como si buscara las palabras apropiadas para explicárselo—. Mira, Pat, fíate de mí en esto. Sé cómo leer esos colores y patrones, ¿de acuerdo?
Conners hizo un gesto de asentimiento. —Verás, al ver todo esto —continuó Jimmy—, empecé de nuevo para establecer a qué velocidad se incrementaba la energía. —Esbozó una sonrisa—. Y no sólo fui capaz de calcular el índice de crecimiento, sino también la ruta de la propagación. Comenzó, en efecto, en Camboya, pero ahora parece que está aumentando de energía desde otros lugares del planeta.
—¿Dónde? —preguntó Conners.
—Aquí, en las Bermudas; aquí, al oeste de Rusia, justo en el lago Baikal, y aquí, al oeste del Pacífico, junto a la costa japonesa. —Jimmy dio unos golpecitos en los lugares al nombrarlos—. Empezó en Camboya y es allí donde se está generando la fuerza más poderosa, pero las demás están aumentando en fuerza y capacidad de propagación, alimentándose de la de Camboya.
—Pero... —Conners se interrumpió. Había estado a punto de preguntar por qué, pero sabía que era una pregunta inútil—. Tal vez Foreman sepa qué es. Espero que así sea.
El submarino estadounidense Wyoming formaba parte de la Segunda Flota, cuyo cuartel general estaba en la base naval de Norfolk, en Virginia. No estaba previsto que saliera antes de tres semanas según los turnos rotativos normales. Pero una llamada telefónica del jefe de Operaciones Navales (CNO) al capitán Rogers, al mando del submarino, trastocó los planes.
Los teléfonos de Norfolk y la base naval no habían dejado de sonar durante las dos últimas horas, alertando a los miembros de la tripulación y ordenándoles que se presentaran.
En lo alto del submarino, Rogers observaba la llegada de su tripulación en grupos, protestando por la extraña alarma. No le preocupaba la moral de sus hombres; los submarinos eran la élite de la marina, y sabía que podía contar con ellos. Sin embargo, le inquietaban las extrañas instrucciones que había recibido del CNO.
En primer lugar, se había saltado todos los escalones, y había muchos en la cadena del mando entre Rogers y el CNO. En segundo lugar, el CNO se había limitado a ordenar que zarparan lo antes posible, se dirigieran a toda máquina a una serie de coordinadas en el océano y esperaran nuevas instrucciones. Rogers había tenido la clara e inquietante sensación de que ni el mismo CNO estaba muy seguro de por qué daba tales órdenes y por qué él mismo las cumplía. Y para Roger eso quería decir que las órdenes sólo podían proceder de dos lugares: el ministro de Defensa o el presidente. Tanto si era uno como el otro, eso significaba que lo que ocurría era muy grave.
Pero Rogers había trazado en las cartas de navegación las coordenadas y se sintió desconcertado. Señalaban un punto a unos novecientos sesenta y cinco kilómetros de Norfolk, al sudoeste de las Bermudas.
Se frotaba su recién afeitada cara, cuando frente a la pasarela se detuvo otro autobús, del que bajaron un montón de marineros. Pero ¿por qué iba alguien a necesitar un submarino de misiles balísticos en esas coordenadas? Sintió la vibración de los motores a través de la plancha de acero bajo sus pies cuando el reactor se puso en marcha. Recorrió con la mirada la enorme cubierta del Wyoming, las veinticuatro escotillas herméticamente cerradas, distribuidas por pares hasta los timones de la cola. Dentro de esos silos había suficiente energía nuclear como para destruir el mundo, o al menos una buena parte.
—Ocho horas hasta situarnos en las coordenadas establecidas —informó su segundo de a bordo, el comandante Sills, que salió por la escotilla de la torre de mando.
—¿Estado de la tripulación? —preguntó Rogers.
—Se ha presentado el sesenta y siete por ciento.
—Pongámonos en marcha —ordenó Rogers.
—¿Y el resto de la tripulación, señor? —La cara de Sills reflejaba sorpresa.
Rogers introdujo un pie en la escotilla y buscó a tientas el travesaño.
—El CNO ha dicho lo antes posible, y el sesenta y siete por ciento nos permite realizar la misión. Llama por radio al capitán del puerto y comunícale que saldremos dentro de cinco minutos.
—Puedes seguir cualquiera de los dos caminos —dijo Hudson.
Ariana desplazó la mirada del experto en comunicaciones a Mansor, que acababa de bajar del techo después de haber fracasado en su búsqueda de un corte en el cable. Se hallaban los tres reunidos alrededor de una pequeña mesa sobre la que tenían extendidos los planos del avión.
Aparte de la misión de Mansor, la última hora había transcurrido sin incidentes, por lo que Ariana estaba agradecida. No habían cruzado el avión más rayos de luz, ni había llegado ningún ruido del exterior, pero nada de ello contribuyó a mejorar el ambiente del interior. Los cuerpos de Daley y el ingeniero muerto en el accidente estaban en la parte posterior del avión cubiertos con mantas, recordándoles continuamente su peligrosa situación, como si lo necesitaran.
Ariana miró al otro lado de la mesa. Mansor estaba cubierto de polvo, mugre y grasa, y no parecía muy contento. Había tardado más de una hora en cruzar a gatas el pasillo hasta la base de los dos puntales que sostenían la antena de radar rotatoria. Los cables del SATCOM estaban intactos hasta desaparecer en el puntal de la derecha. A Ariana se le estaban agotando las opciones, y sólo quedaba salir a comprobar la antena de radar. Que ella supiera, al estrellarse podía haberse partido todo el sistema y perdido la antena parabólica.
—Tienes la puerta de emergencia del ala o la escotilla de escape del techo. —Hudson las señaló en el plano, una en el ala derecha y otra en el techo del avión, justo detrás de la cabina de mando.
—¿Crees que la escotilla del techo puede haber sufrido daños? —preguntó Mansor.
Ariana recordó cómo habían cortado el metal.
—No lo creo, porque está ligeramente separada de la parte posterior de la cabina de mando.
—¿Qué hay de los rayos? —preguntó Ingram—. Y si los está disparando alguien desde fuera y en cuanto te ve... —Se interrumpió, ya que los demás sabían el final de la frase.
—No creo que nos encontremos en una situación estable —repuso Ariana—. Creo que tenemos que actuar y rápido. Estoy segura de que mi padre envió un equipo de rescate en cuanto perdió el contacto con nosotros. Si después del tiempo transcurrido no han dado con nosotros, debemos aceptar que no vamos a recibir ayuda del exterior. No sé por qué, pero ésta es la situación. Y el mensaje que hemos recibido nos ha dicho que sólo nos quedan doce horas, y ya hemos perdido algunas.
»El primer paso es tratar de restablecer las comunicaciones vía satélite para poder pedir ayuda. Si eso no funciona, tendremos que abandonar el avión. Propongo que probemos primero la radio.
Dadas las opciones, los demás hicieron un gesto de asentimiento. Mansor se puso de pie y se sacudió el polvo de la ropa.
—Iré contigo —dijo Ariana, cogiendo una pequeña linterna y metiéndola en el bolsillo.
—No es... —empezó a decir Mansor, pero ella lo hizo callar con la mirada.
—Adelante. Saldremos por la escotilla del techo —dijo Ariana—. Así no tendremos que subir desde el ala.
Mansor tenía en las manos un rollo de cable coaxial.
—Estoy listo.
Ariana se volvió y se dirigió a la parte delantera del avión. La escotilla de escape estaba en el techo de su oficina. Desengancharon su pesado escritorio de metal y lo colocaron debajo. Mansor se subió a él después de atar un extremo del cable coaxial a una pata, y giró el cierre de emergencia de la escotilla, que se abrió hacia abajo con gran estruendo y se quedó balanceándose, dejando a la vista un rectángulo negro como boca de lobo. No se veían estrellas, sólo una oscuridad total. Miró hacia abajo.
—¿Preparada?
—Preparada —respondió Ariana subiéndose al escritorio y acuclillándose a su lado.
Mansor se subió y salió a la oscuridad. Desapareció un segundo, luego reapareció su brazo. Ariana le cogió la mano, y él tiró de ella y la sacó del avión.
—Teníamos un equipo de rescate dispuesto para partir —dijo Freed—. Lucien lo había coordinado.
—¿Y? —preguntó Dane. Chelsea se frotó contra su pierna. Los cuatro mercenarios canadienses esperaban con el piloto junto al avión, fuera del alcance del oído.
Freed expuso los hechos.
—En cuanto a nuestro plan de rescate, Lucien envió al equipo, en cuanto se enteró del accidente a la última posición que teníamos del Lady Gayle.
—Y no han vuelto a saber nada de él —resumió Dane.
—Perdimos el contacto y no hemos vuelto a recuperarlo —repuso Freed.
—¿Quiénes fueron los afortunados cabrones? —preguntó Dane.
—Fuerzas Especiales camboyanas —respondió Freed—. Un equipo A de doce hombres, además de los dos miembros de la tripulación del helicóptero.
—Eso explica por qué el gobierno camboyano está tan impaciente por ayudarnos ahora —comentó Dane.
—A la mierda el gobierno de Camboya —repuso Michelet—. Quiero sacar a mi hija de allí.
—Esos soldados camboyanos también eran personas —replicó Dane—. Y tenían una familia.
—Sus familias han sido generosamente compensadas —repuso Michelet—. Ése era su trabajo.
—¿Llevar a cabo misiones para norteamericanos ricos? —preguntó Dane.
—Aceptaron el dinero encantados.
—¿Por qué no me lo dijo? —preguntó Dane a Freed, mirándolo fijamente e ignorando al anciano.
—No sabemos lo que le ha ocurrido al equipo, de modo que no podía decirle gran cosa —respondió Freed. Al ver la mirada de Dane, suspiró—. Está bien. Creímos que no vendría si le decíamos que el equipo había desaparecido.
—La cinta. ¿Es auténtica?
—Sí —aseguró Freed—. El Lady Gayle recibió ese mensaje y nos lo envió antes de estrellarse.
—Tal vez alguien nos grabara en el sesenta y ocho y... —Dane se interrumpió.
—¿Y ha guardado la cinta durante treinta años antes de utilizarla? —preguntó Freed.
—¿Quién nos ha tendido la emboscada en el almacén? —preguntó Dane. Sabía que Freed y Michelet no mentían acerca de la cinta. Lo había advertido en cuanto la había oído. Pero sabía que los dos hombres le ocultaban otra información.
—Debe de ser gente contratada por Syn-Tech —dijo Freed.
—Tal vez fueran camboyanos cabreados por los tipos de las Fuerzas Especiales —sugirió Dane.
—No —replicó Freed, haciendo un gesto de negación—. No han tenido tiempo. Ha tenido que ser Syn-Tech. Además, pagamos generosamente a los camboyanos y a sus familias.