Así habló Zaratustra (27 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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de un alma poderosa, a la que corresponde el cuerpo ele­vado, el cuerpo bello, victorioso, reconfortante, en torno al cual toda cosa se transforma en espejo:

el cuerpo flexible, persuasivo, el bailarín, del cual es sím­bolo y compendio el alma gozosa de sí misma. El goce de ta­les cuerpos y de tales almas en sí mismos se da a sí este nom­bre: «virtud».

Con sus palabras bueno y malo se resguarda tal egoísmo como con bosques sagrados; con los nombres de su felicidad destierra de sí todo lo despreciable.

Lejos de sí destierra el egoísmo todo lo cobarde; dice: lo malo ¡es cobarde! Despreciable le parece a él el hombre siempre preocupado, gimiente, quejumbroso, y quien recoge del suelo incluso las más mínimas ventajas.

Él desprecia también toda sabiduría llorosa: pues, en ver­dad, existe también una sabiduría que florece en lo oscuro, una sabiduría de las sombras nocturnas: la cual suspira siem­pre: «¡Todo es vanidad!».
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A la medrosa desconfianza la desdeña, así como a todo el que quiere juramentos en lugar de miradas y de manos: y también desdeña toda sabiduría demasiado desconfiada, pues ésta es propia de almas cobardes.

Pero aún más desdeña al que se apresura a complacer a otros, al perruno, que en seguida se echa panza arriba, al hu­milde; y hay también una sabiduría que es humilde y perruna y piadosa y que se apresura a complacer.

Odioso es para el egoísmo, y nauseabundo, quien no quie­re defenderse, quien se traga salivazos venenosos y miradas malvadas, el demasiado paciente, el que todo lo tolera y con todo se contenta: ésta es, en efecto, la especie servil.

Sobre quien es servil frente a los dioses y los puntapiés di­vinos, o frente a los hombres y las estúpidas opiniones huma­nas: ¡sobre toda esa especie de siervos escupe él, ese bienaven­turado egoísmo!

Malo: así llama él a todo lo que dobla las rodillas y es servil y tacaño, a los ojos que parpadean sin libertad, a los corazo­nes oprimidos, y a aquella falsa especie indulgente que besa con anchos labios cobardes.

Y pseudosabiduría: así llama él a todos los alardes de inge­nio de los siervos y de los ancianos y de los cansados; ¡y en es­pecial, a toda la perversa, desatinada, demasiado ingeniosa necedad de los sacerdotes!

Mas tanto la pseudosabiduría, como todos los sacerdotes, y los cansados del mundo, y aquellos cuya alma es de la especie de las mujeres y de los siervos, ¡oh, cómo su juego ha juga­do desde siempre malas partidas al egoísmo!

¡Y cabalmente debía ser virtud y llamarse virtud esto, el que se jugasen malas partidas al egoísmo! ¡Y «no egoístas» así deseaban ser ellos mismos, con buenas razones, todos es­tos cobardes y arañas cruceras cansados del mundo!

Mas para todos ellos llega ahora el día, la transformación, la espada del juicio, el gran mediodía: ¡entonces se pondrán de manifiesto muchas cosas!.
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Y quien llama sano y santo al yo, y bienaventurado al egoís­mo, en verdad ése dice también lo que sabe, es un profeta: «¡He aquí que viene, que está cerca el gran mediodía!»

Así habló Zaratustra.

* * *

Del espíritu de la pesadez
1

Mi boca es del pueblo: yo hablo de un modo demasiado grosero y franco para los conejos de seda. Y aún más extra­ña les suena mi palabra a todos los calamares y plumífe­ros.
{353}

Mi mano es la mano de un necio: ¡ay de todas las mesas y paredes y de todo lo demás que ofrezca espacio para las enga­lanaduras de un necio, para las emborronaduras de un necio!

Mi pie es un pie de caballo; con él pataleo y troto a cam­po traviesa de acá para allá, y todo correr rápido me produce un placer del diablo.

Mi estómago ¿es acaso el estómago de un águila? Pues lo que más le gusta es la carne de cordero.
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Con toda seguridad es el estómago de un pájaro.

Un ser que se alimenta con cosas inocentes, y con poco, dispuesto a volar e impaciente de hacerlo, de alejarse volando ése es mi modo de ser: ¡cómo no iba a haber en él algo del modo de ser de los pájaros!

Y, sobre todo, el que yo sea enemigo del espíritu de la pe­sadez, eso es algo propio de la especie de los pájaros: ¡y, en verdad, enemigo mortal, archienemigo, protoenemigo! ¡Oh, adónde no voló ya y se extravió ya volando mi enemis­tad!

Sobre ello podría yo cantar una canción y quiero cantar­la: aunque esté yo solo en la casa vacía y tenga que cantar para mis propios oídos.

Otros cantores hay, ciertamente, a los cuales sólo la casa llena vuélveles suave su garganta, elocuente su mano, ex­presivos sus ojos, despierto su corazón: yo no me aseme­jo a ellos.

2

Quien algún día enseñe a los hombres a volar, ése habrá cam­biado de sitio todos los mojones;
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para él los propios mojo­nes volarán por el aire y él bautizará de nuevo a la tierra, lla­mándola «La Ligera».

El avestruz corre más rápido que el más rápido caballo, pero también esconde pesadamente la cabeza en la pesada tierra: así hace también el hombre que aún no puede volar.

Pesadas son para él la tierra y la vida; ¡y así lo quiere el es­píritu de la pesadez! Mas quien quiera hacerse ligero y trans­formarse en un pájaro tiene que amarse a sí mismo: así en­seño yo.

No, ciertamente, con el amor de los enfermos y calentu­rientos: ¡pues en ellos hasta el amor propio exhala mal olor!

Hay que aprender a amarse a sí mismo así enseño yo con un amor saludable y sano: a soportar estar consigo mismo y a no andar vagabundeando de un sitio para otro.

Semejante vagabundeo se bautiza a sí mismo con el nombre de «amor al prójimo»: con esta expresión se han dicho hasta ahora las mayores mentiras y se han cometido las mayores hipocresías, y en especial lo han hecho quienes caían pesados a todo el mundo.

Y en verdad, no es un mandamiento para hoy y para maña­na el de aprender a amarse a sí mismo. Antes bien, de todas las artes es ésta la más delicada, la más sagaz, la última y la más paciente:

A quien tiene algo, en efecto, todo lo que él tiene suele es­tarle bien oculto; y de todos los tesoros es el propio el último que se desentierra, así lo procura el espíritu de la pesadez.

Ya casi en la cuna se nos dota de palabras y de valores pesa­dos: «bueno» y «malvado» así se llama esa dote. Y en razón de ella se nos perdona que vivamos.

Y dejamos que los niños pequeños vengan a nosotros
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para impedirles a tiempo que se amen a sí mismos: así lo pro­cura el espíritu de la pesadez

Y nosotros ¡nosotros llevamos fielmente cargada la dote que nos dan, sobre duros hombros y por ásperas montañas! Y si sudamos, se nos dice: «¡Sí, la vida es una carga pesada!»

¡Pero sólo el hombre es para sí mismo una carga pesada! Y esto porque lleva cargadas sobre sus hombros demasiadas cosas ajenas. Semejante al camello, se arrodilla y se deja cargar bien.
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Sobre todo el hombre fuerte, de carga, en el que habita la veneración: demasiadas pesadas palabras ajenas y demasia­dos pesados valores ajenos carga sobre sí, ¡entonces la vida le parece un desierto!

¡Y en verdad! ¡También algunas cosas propias son una car­ga pesada! ¡Y muchas de las cosas que residen en el interior del hombre son semejantes a la ostra, es decir, nauseabundas y viscosas y difíciles de agarrar,

de tal modo que tiene que intervenir en su favor una con­cha noble, con nobles adornos. Y también hay que aprender este arte: ¡el de tener una concha, y una hermosa apariencia, y una inteligente ceguera!

Una y otra vez nos engañamos acerca de algunas cosas hu­manas por el hecho de que más de una concha es mezquina y triste y demasiado concha. Mucha bondad y mucha fuerza ocultas no las adivinaremos jamás; ¡los más exquisitos boca­dos no encuentran quien los sepa saborear!

Las mujeres saben esto, las más exquisitas: un poco más gruesas, un poco más delgadas ¡oh, cuánto destino depende de tan poca cosa!

El hombre es difícil de descubrir, y descubrirse uno a sí mismo es lo más difícil de todo; a menudo el espíritu mien­te a propósito del alma. Así lo procura el espíritu de la pe­sadez.

Mas a sí mismo se ha descubierto quien dice: éste es mi bien y éste es mi mal: con ello ha hecho callar al topo y enano que dice: «bueno para todos, malvado para todos».

En verdad, tampoco me agradan aquellos para quienes cualquier cosa es buena e incluso este mundo es el mejor.
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A éstos los llamo los omnicontentos.

Omnicontentamiento que sabe sacarle gusto a todo: ¡no es éste el mejor gusto! Yo honro las lenguas y los estómagos re­beldes y selectivos, que aprendieron a decir «yo» y «sí» y «no».

Pero masticar y digerir todo ¡ésa es realmente cosa propia de cerdos! Decir siempre sí ¡esto lo ha aprendido únicamen­te el asno
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y quien tiene su mismo espíritu!

El amarillo intenso y el rojo ardiente: eso es lo que mi gus­to quiere, él mezcla sangre con todos los colores. Mas quien blanquea su casa me delata un alma blanqueada.
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De momias se enamoran unos, otros, de fantasmas; y am­bos son igualmente enemigos de toda carne y de toda sangre

¡oh, cómo repugnan ambos a mi gusto! Pues yo amo la san­gre.

Y no quiero habitar ni residir allí donde todo el mundo es­puta y escupe: éste es mi gusto, preferiría vivir entre ladro­nes y perjuros. Nadie lleva oro en la boca.

Pero aún más repugnantes me resultan todos los que la­men servilmente los salivazos; y el más repugnante bicho humano que he encontrado lo bauticé con el nombre de parási­to:
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éste no ha querido amar, pero sí vivir del amor. Desventurados llamo yo a todos los que sólo tienen una elección: la de convertirse en animales malvados o en malva­dos domadores de animales: junto a ellos no levantaría yo mis tiendas.
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Desventurados llamo yo a todos aquellos que siempre tie­nen que aguardar, repugnan a mi gusto: todos los aduane­ros y tenderos y reyes y otros guardianes de países y de comer­cios.

En verdad, también yo aprendí a aguardar, y a fondo, pero sólo a aguardarme a mí. Y aprendí a tenerme en pie y a caminar y a correr y a saltar y a trepar y a bailar por encima de todas las cosas.

Y ésta es mi doctrina: quien quiera aprender alguna vez a volar tiene que aprender primero a tenerse en pie y a caminar y a correr y a trepar y a bailar: ¡el volar no se coge al vuelo!

Con escalas de cuerda he aprendido yo a escalar más de una ventana, con ágiles piernas he trepado a elevados másti­les: estar sentado sobre elevados mástiles del conocimiento no me parecía bienaventuranza pequeña,

flamear como llamas pequeñas sobre elevados mástiles: siendo, ciertamente, una luz pequeña, ¡pero un gran consue­lo, sin embargo, para navegantes y náufragos extraviados!

Por muchos caminos diferentes y de múltiples modos lle­gué yo a mi verdad; no por una única escala ascendí hasta la altura desde donde mis ojos recorren el mundo.

Y nunca me ha gustado preguntar por caminos, ¡esto re­pugna siempre a mi gusto! Prefería preguntar y someter a prueba a los caminos mismos.

Un ensayar y un preguntar fue todo mi caminar: ¡y en verdad, también hay que aprender a responder a tal preguntar! Éste es mi gusto:

no un buen gusto, no un mal gusto, pero sí mi gusto, del cual ya no me avergüenzo ni lo oculto.

«Éste es mi camino, ¿dónde está el vuestro?», así respon­día yo a quienes me preguntaban «por el camino». ¡El camino, en efecto, no existe!

Así habló Zaratustra.

* * *

De tablas viejas y nuevas
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1

Aquí estoy sentado y aguardo, teniendo a mi alrededor viejas tablas rotas y también tablas nuevas a medio escribir. ¿Cuán­do llegará mi hora?

la hora de mi descenso, de mi ocaso: una vez más todavía quiero ir a los hombres.

Esto es lo que ahora aguardo: antes tienen que llegarme, en efecto, los signos de que es mi hora, a saber, el león riente con la bandada de palomas.
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Entretanto, como uno que tiene tiempo, me hablo a mí mismo. Nadie me cuenta cosas nuevas: por eso yo me cuento a mí mismo.
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2

Cuando fui a los hombres los encontré sentados sobre una vieja presunción: todos presumían saber desde hacía ya mu­cho tiempo qué es lo bueno y lo malvado para el hombre.

Una cosa vieja y cansada les parecía a ellos todo hablar acerca de la virtud; y quien quería dormir bien hablaba toda­vía, antes de irse a dormir, acerca del «bien» y del «mal» .
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Esta somnolencia la sobresalté yo cuando enseñé: lo que es bueno y lo que es malvado, eso no lo sabe todavía nadie: ¡ex­cepto el creador!

Mas éste es el que crea la meta del hombre y el que da a la tierra su sentido y su futuro: sólo éste crea el hecho de que algo sea bueno y malvado.

Y les mandé derribar sus viejas cátedras y todos los lugares en que aquella vieja presunción se había asentado; les mandé reírse de sus grandes maestros de virtud y de sus santos y poetas y redentores del mundo.

De sus sombríos sabios les mandé reírse, y de todo el que al­guna vez se hubiera posado, para hacer advertencias, sobre el árbol de la vida como un negro espantajo.

Me coloqué al lado de su gran calle de los sepulcros e inclu­so junto a la carroña y los buitres
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y me reí de todo su pa­sado y del mustio y arruinado esplendor de ese pasado.

En verdad, semejante a los predicadores penitenciales y a los necios grité yo pidiendo cólera y justicia sobre todas sus cosas grandes y pequeñas, ¡es tan pequeño incluso lo mejor de ellos!, ¡es tan pequeño incluso lo peor de ellos! así me reía.

Así gritaba y se reía en mí mi sabio anhelo, el cual ha naci­do en las montañas y es, ¡en verdad!, una sabiduría salvaje mi gran anhelo de ruidoso vuelo.

Y a menudo en medio de la risa ese anhelo me arrastraba le­jos y hacia arriba y hacia fuera: yo volaba, estremeciéndome ciertamente de espanto, como una flecha, a través de un éxta­sis embriagado de sol:

hacia futuros remotos, que ningún sueño había visto aún, hacia sures más ardientes que los que los artistas soñaron jamás: hacia allí donde los dioses, al bailar, se avergüenzan de todos sus vestidos:
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yo hablo, en efecto, en parábolas, e, igual que los poetas, cojeo y balbuceo; ¡y en verdad, me avergüenzo de tener que ser todavía poeta!

Hacia allí donde todo devenir me pareció un baile de dio­ses y una petulancia de dioses, y el mundo, algo suelto y tra­vieso y que huye a cobijarse en sí mismo:

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