Así habló Zaratustra (26 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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Y todos los dioses rieron entonces, se bambolearon en sus asientos y gritaron: «¿No consiste la divinidad precisamente en que existan dioses, pero no dios?»
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El que tenga oídos, oiga.

Así dijo Zaratustra en la ciudad que él amaba y que se deno­mina «La Vaca Multicolor». Desde allí, en efecto, le faltaban tan sólo dos días de camino para retornar a su caverna y a sus animales; y su alma se regocijaba continuamente por la proxi­midad de su retorno a casa.

* * *

El retorno a casa
{335}

Oh soledad! ¡Tú patria mía, soledad! ¡Ha sido demasia­do el tiempo que he vivido de modo salvaje en salvajes países extraños como para que no retorne a ti con lágrimas en los ojos!

Pero ahora amenázame tan sólo con el dedo, como amena­zan las madres, ahora sonríeme como sonríen las madres, ahora di únicamente: «iY quién fue el que, en otro tiempo, como un viento tempestuoso se alejó de mí?

que al despedirse exclamó: ¡demasiado tiempo he estado sentado junto a la soledad, allí he desaprendido a callar! ¿Esto lo has aprendido ahora acaso?

Oh Zaratustra, yo lo sé todo: ¡y que tú has estado más abandonado entre los muchos, tú uno solo, que jamás lo estu­viste a mi lado!

Una cosa es abandono, y otra cosa distinta, soledad: ¡Esto lo has aprendido ahora! Y que entre los hombres serás tú siempre salvaje y extraño:

salvaje y extraño aun cuando te amen: ¡pues lo que ellos quieren ante todo es que se los trate con indulgencia!

Mas aquí, en tu casa, aquí te hallas en tu patria y en tu ho­gar; aquí puedes decirlo todo y manifestar con franqueza to­das tus razones, nada se avergüenza aquí de sentimientos es­condidos, empedernidos.

Aquí todas las cosas acuden acariciadoras a tu discurso y te halagan: pues quieren cabalgar sobre tu espalda. Sobre todos los simbolos cabalgas tú aquí hacia todas las verdades.
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Con franqueza y sinceridad te es lícito hablar aquí a todas las cosas: y, en verdad, como un elogio suena a sus oídos el que alguien hable con todas las cosas ¡derechamente!

Pero otra cosa distinta es el estar abandonado. Pues ¿lo sa­bes aún, Zaratustra? Cuando en otro tiempo tu pájaro lanzó un grito por encima de ti, hallándote tú en el bosque, sin sa­ber adónde ir, inexperto, cerca de un cadáver:

y tú dijiste: ¡que mis animales me guíen! He encontrado más peligros entre los hombres que entre los animales
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¡aquello era abandono!

¿Y lo sabes aún, oh Zaratustra? Cuando estabas sentado en tu isla, siendo una fuente de vino entre cántaros vacíos, dando y re­partiendo, regalando y escanciando entre sedientos:

hasta que por fin fuiste tú el único que allí se hallaba se­diento entre borrachos, y por las noches te lamentabas “¿to­mar no es una cosa más dichosa que dar? ¿Y robar, una cosa más dichosa que tornar?”
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¡aquello era abandono!

¿Y lo sabes todavía, oh Zaratustra? Cuando llegó tu hora más silenciosa y te arrastró lejos de ti mismo, cuando ella dijo con un susurro malvado: “¡habla y hazte pedazos!”
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cuando ella te hizo penoso todo tu aguardar y todo tu ca­llar, y desalentó tu humilde valor: ¡aquello era abandono!» ¡Oh soledad! ¡Tú patria mía, soledad! ¡De qué modo tan bienaventurado y delicado me habla tu voz!

No nos hacemos mutuas preguntas, no nos recriminamos el uno al otro, nosotros atravesamos, abiertos uno para el otro, puertas abiertas.

Porque en ti todo es abierto y claro; y también las horas co­rren aquí con pies más ligeros. En la oscuridad, en efecto, se hace más pesado el tiempo que en la luz.

Aquí se me abren de golpe las palabras y los armarios de pa­labras de todo ser: todo ser quiere hacerse aquí palabra, todo devenir quiere aquí aprender a hablar de mí.

Pero allá abajo ¡allá es vano todo hablar! Allá, olvidar y pa­sar de largo es la mejor sabiduría: ¡esto lo he aprendido ahora!

Quien quisiera comprender todo entre los hombres, ten­dría que atacar todo.
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Mas yo tengo manos demasiado lim­pias para eso.

No me gusta respirar su aliento; ¡ay, que yo haya vivido tanto tiempo en medio de su ruido y de su mal aliento!

¡Oh bienaventurado silencio a mi alrededor! ¡Oh puros aromas en torno a mí!.
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¡Oh cómo estos silencios aspiran un aire puro desde un pecho profundo! ¡Oh cómo escucha este bienaventurado silencio!

Pero allá abajo allá todo habla, nada es escuchado. Aun­que alguien anuncie su sabiduría con tañidos de campanas: ¡los tenderos del mercado ahogarán su sonido con peni­ques!

Todo habla entre ellos, nadie sabe ya entender. Todo cae al agua, nada cae ya en pozos profundos.

Todo habla entre ellos, nada se logra ya ni llega a su final. Todo cacarea, mas ¿quién quiere aún sentarse callado en el nido y encobar huevos?

Todo habla entre ellos, todo queda triturado a fuerza de palabras. Y lo que todavía ayer resultaba demasiado duro para el tiempo mismo y para su diente: hoy cuelga, raído y roí­do, de los hocicos de los hombres de hoy.

Todo habla entre ellos, todo es divulgado. Y lo que en otro tiempo se llamó misterio y secreto de almas profundas, hoy per­tenece a los pregoneros de las callejas y a otras mariposas.

¡Oh ser del hombre, extraño ser! ¡Tú ruido en callejas oscu­ras! Ahora vuelves a yacer por debajo de mí: ¡mi máximo pe­ligro yace a mis espaldas!

En ser indulgente y compasivo estuvo siempre mi máximo peligro;
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y todo ser humano quiere que se sea indulgente con él y se le sufra.

Reteniendo las verdades, garabateando cosas con mano de necio, con un corazón chiflado, y echando numerosas menti­rillas de compasión:
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así he vivido yo siempre entre los hombres.

Disfrazado me sentaba entre ellos, dispuesto a conocerme mal a mí para soportarlos a ellos, y diciéndome gustoso: «¡tú, necio, tú no conoces a los hombres!»

Se desaprende a conocer a los hombres cuando se vive en­tre ellos: demasiado primer plano hay en todos los hombres, ¡qué tienen que hacer allí los ojos que ven lejos, que buscan lejanías!

Y cuando ellos me conocían mal: yo, necio, los trataba por esto con más indulgencia que a mí mismo: habituado a la du­reza conmigo y a menudo vengando en mí mismo aquella in­dulgencia.

Acribillado por moscas venenosas y excavado, cual la pie­dra, por la maldad de muchas gotas, así me hallaba yo senta­do entre ellos y me decía además a mí mismo: «¡inocente de su pequeñez es todo lo pequeño!»

Especialmente aquellos que se llaman «los buenos», en­contré que ellos eran las moscas más venenosas de todas: cla­van el aguijón con toda inocencia, mienten con toda inocen­cia; ¡cómo serían capaces de ser justos conmigo!

A quien vive entre los buenos la compasión le enseña a mentir. La compasión vicia el aire a todas las almas libres. La estupidez de los buenos es, en efecto, insondable.
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A ocultarme a mí mismo y a ocultar mi riqueza esto aprendí allá abajo: pues a todos los encontré todavía pobres de espíritu. Ésta fue la mentira de mi compasión, ¡el saber acer­ca de todos,

el ver y el oler en todos qué cantidad de espíritu les basta­ba y qué cantidad de espíritu les resultaba demasiada!

A sus envarados sabios: yo los llamaba sabios, no envara­dos, así aprendí a tragar palabras. A sus sepultureros: yo los llamaba investigadores y escrutadores, así aprendí a susti­tuir unas palabras por otras.

Los sepultureros contraen enfermedades a fuerza de cavar. Bajo viejos escombros descansan vapores malsanos. No se debe remover el lodo. Se debe vivir sobre las montañas.

¡Con bienaventuradas narices vuelvo a respirar libertad de montaña! ¡Redimida se halla por fin mi nariz del olor de todo ser humano!

Cosquilleada por agudos vientos, como por vinos espu­meantes, mi alma estornuda, estornuda y grita jubilosa: ¡He sanado!

Así habló Zaratustra.

* * *

De los tres males
1

En el sueño, en el último sueño matinal, yo me encontraba hoy sobre un promontorio, más allá del mundo, sostenía una balanza y pesaba el mundo.

¡Oh, qué pronto me llegó la aurora: me despertó con su ar­dor, la celosa! Celosa está ella siempre de los ardores de mi sueño matinal.

Mensurable para quien tiene tiempo, sopesable para un buen pesador, sobrevolable para alas fuertes, adivinable para divinos cascanueces: así encontró mi sueño el mundo:

Mi sueño, un navegante audaz, a medias barco, a medias borrasca, callado como las mariposas, impaciente cual los halcones de cetrería: ¡cómo tenía hoy, sin embargo, paciencia y tiempo para pesar el mundo!

¿Acaso le alentaba secretamente a ello mi sabiduría, mi riente y despierta sabiduría del día, que se burla de todos los «mundos infinitos»? Pues ella dice: «donde hay fuerza, allí también el número se convierte en dueño: pues tiene más fuerza».

Qué seguro contemplaba mi sueño este mundo finito, lo contemplaba no curioso, no indiscreto, no temeroso, no supli­cante:

como si una gran manzana se ofreciese a mi mano, una madura manzana de oro, de piel aterciopelada, fresca y suave: así se me ofrecía el mundo:

como si un árbol me hiciera señas, un árbol de amplio ra­maje, de voluntad fuerte, torcido como para ofrecer respaldo e incluso escabel al cansado del camino: así se erguía el mun­do sobre mi promontorio:

como si manos gráciles me tendiesen un cofre, un cofre abierto, para éxtasis de ojos pudorosos y reverentes: así se me tendía hoy el mundo:

no bastante enigma para espantar de él el amor de los hombres, no bastante solución para adormecer la sabiduría de los hombres: ¡una cosa humanamente buena era hoy para mí el mundo, al que tantas cosas malas se le atribuyen!

¡Cuánto agradecí a mi sueño matinal el que yo pesase así hoy, al amanecer, el mundo! ¡Como una cosa humanamente buena vino a mí ese sueño y consolador del corazón!

Y para proceder durante el día como él, y para seguirlo e imitarlo en lo mejor de él: quiero yo ahora poner en la balan­za las tres cosas más malvadas que existen y sopesarlas de un modo humanamente bueno.

Quien aprendió aquí a bendecir aprendió también a malde­cir: ¿cuáles son en el mundo las tres cosas más maldecidas? Ésas son las que voy a poner en la balanza.

Voluptuosidad, ambición de dominio, egoísmo: estas tres cosas han sido hasta ahora las más maldecidas y de ellas se han dicho las peores calumnias y mentiras, a estas tres voy a sopesarlas de un modo humanamente bueno.

¡Adelante! Aquí está mi promontorio y ahí, el mar: éste se me acerca arrollándose velludo, adulador, viejo y fiel mons­truo canino de cien cabezas que yo amo.

¡Adelante! Aquí quiero yo sostener la balanza sobre el arrollado mar: y también elijo un testigo para que mire, ¡a ti, árbol solitario, de fuerte aroma, de ancha bóveda, que yo amo!

¿Por qué puente pasa el ahora hacia el futuro? ¿Cuál es la coacción que compele a lo alto a descender a lo bajo? ¿Y qué es lo que manda también a lo más alto que siga ascendien­do?
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Ahora la balanza está equilibrada y quieta: tres difíciles preguntas he echado en ella, tres difíciles respuestas lleva el otro platillo de la balanza.

2

Voluptuosidad: para todos los despreciadores del cuerpo ves­tidos con cilicios es ella su aguijón y estaca, y, entre todos los trasmundanos, algo maldecido como «mundo»:
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pues ella se burla y se mofa de todos los maestros de la confusión y del error.

Voluptuosidad: para la chusma, el fuego lento en que se abrasa; para toda la madera carcomida, para todos los pinga­jos hediondos, el preparado horno ardiente y llameante.

Voluptuosidad: para los corazones libres, algo inocente y li­bre, la felicidad del jardín terrenal, el desborde de gratitud de todo futuro al ahora.

Voluptuosidad: sólo para el marchito es un veneno dulzón, para los de voluntad leonina, en cambio, es el gran estimulan­te cordial, y el vino de los vinos respetuosamente tratado.

Voluptuosidad: la gran felicidad que sirve de símbolo a toda felicidad más alta y a la suprema esperanza. A muchas cosas, en efecto, les está prometido el matrimonio y más que el matrimonio,

a muchas cosas que son entre sí más extrañas que hombre y mujer: ¡y quién ha comprendido del todo cuán extraños son entre sí hombre y mujer!

Voluptuosidad: mas basta, quiero tener vallas alrededor de mis pensamientos, también de mis palabras: ¡para que no entren en mis jardines los cerdos y los exaltados!

Ambición de dominio: el látigo de fuego para los más du­ros entre los duros de corazón; el espantoso martirio reserva­do al más cruel; la sombría llama de piras encendidas.

Ambición de dominio: la maligna traba impuesta a los pueblos más vanidosos; algo que se burla de toda virtud in­cierta; algo que cabalga sobre todos los corceles y sobre todos los orgullos.

Ambición de dominio: el terremoto que rompe y destruye todo lo putrefacto y carcomido; algo que, avanzando como una avalancha retumbante y castigadora, hace pedazos los se­pulcros blanqueados;
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la interrogación fulminante puesta junto a respuestas prematuras.

Ambición de dominio: ante su mirada el hombre se arras­tra y se agacha y se vuelve servil y cae aún más bajo que la ser­piente y el cerdo: hasta que finalmente el gran desprecio gri­ta desde su boca,

Ambición de dominio: la terrible maestra del gran despre­cio, que predica a la cara de ciudades y de imperios «¡fuera tú!» hasta que de ellos mismos sale este grito «¡fuera yo!»

Ambición de dominio: que, sin embargo, también ascien­de, con sus atractivos, hasta los puros y solitarios y hasta las alturas que se bastan a sí mismas, ardiente como un amor que pinta seductoramente purpúreas bienaventuranzas en el cielo de la tierra.

Ambición de dominio: ¡mas quién llamaría ambición
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a que lo alto se rebaje a desear el poder! ¡En verdad, nada mal­sano ni codicioso hay en tales deseos y descensos!

El que la solitaria altura no quiera permanecer eterna­mente solitaria y eternamente autosuficiente; el que la mon­taña descienda al valle y los vientos de la altura a las hondo­nadas:

¡oh quién pudiera encontrar el nombre apropiado de una virtud para bautizar este anhelo! «Virtud que hace regalos»
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este nombre dio Zaratustra en otro tiempo a lo innombra­ble.

Y entonces ócurrió también, ¡y, en verdad, ocurrió por vez primera! que su palabra llamó bienaventurado al egoís­mo,
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al egoísmo saludable, sano, que brota de un alma pode­rosa:

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