Read Así habló Zaratustra Online
Authors: Friedrich Nietzsche
La soledad de uno es la huida propia del enfermo; la soledad de otro, la huida de los enfermos.
¡Que me oigan crujir y sollozar, a causa del frío del invierno, todos esos pobres y bizcos bribones que me rodean! Con tales suspiros y crujidos huyo incluso de sus cuartos caldeados.
Que me compadezcan y sollocen conmigo a causa de mis sabañones: «¡En el hielo del conocimiento él nos helará incluso a nosotros!» así se lamentan.
Entretanto yo corro con pies calientes de un lado para otro en mi monte de los olivos: en el rincón soleado de mi monte de los olivos yo canto y me burlo de toda compasión.
Así cantó Zaratustra.
* * *
Así, atravesando lentamente muchos pueblos y muchas ciudades volvía Zatatustra, dando rodeos, hacia sus montañas y su caverna. Y he aquí que también llegó, sin darse cuenta, a la puerta de la gran ciudad. pero allí un necio cubierto de espumarajos saltó hacia él con las manos extendidas y le cerró el paso. Y éste era el mismo necio que el pueblo llamaba «el mono de Zaratustra»: pues había copiado algo de la construcción y del tono de sus discursos y le gustaba también tomar en préstamo ciertas cosas del tesoro de su sabiduría. Y el necio dijo así a Zaratustra:
«Oh, Zaratustra, aquí está la gran ciudad: aquí tú no tienes nada que buscar y todo que perder.
¿Por qué querrías vadear este fango? ¡Ten compasión de tu piel! Es preferible que escupas a la puerta de la ciudad ¡y te des la vuelta!.
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Aquí está el infierno para los pensamientos de eremitas: aquí a los grandes pensamientos se los cuece vivos y se los reduce a papilla.
Aquí se pudren todos los grandes sentimientos: ¡aquí sólo a los pequeños sentimientos muy flacos les es lícito crujir!
¿No percibes ya el olor de los mataderos y de los figones del espíritu? ¿No exhala esta ciudad el vaho del espíritu muerto en el matadero?
¿No ves pender las almas como pingajos desmadejados y sucios? ¡Y hacen hasta periódicos de esos pingajos!.
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¿No oyes cómo aquí el espíritu se ha transformado en un juego de palabras? ¡Una repugnante enjuagadura de palabras vomita el espíritu! ¡Y hacen hasta periódicos con esa enjuagadura de palabras!
Se provocan unos a otros, y no saben a qué. Se acaloran unos con otros, y no saben para qué. Cencerrean con su hojalata, tintinean con su oro.
Son fríos y buscan calor en los aguardientes; están acalorados y buscan frescura en espíritus congelados; todos ellos están enfermizos y calenturientos de opiniones públicas.
Todos los placeres y todos los vicios tienen aquí su casa; pero también hay virtuosos aquí, hay mucha virtud obsequiosa y asalariada:
Mucha virtud obsequiosa, con dedos de escribano y con un trasero duro a fuerza de aguardar, bendecida con pequeñas estrellas para el pecho y con hijitas rellenadas de paja y carentes de culo.
También hay aquí mucha piedad, y mucho crédulo servilismo, y mucho adulador pasteleo ante el dios de los ejércitos.
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«De arriba» es de donde gotean, en efecto, la estrella y el esputo benigno; hacia arriba se levanta anheloso todo pecho sin estrellas.
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La luna tiene su corte, y la corte tiene sus imbéciles: mas a todo lo que viene de la corte le imploran el pueblo de mendigos y toda obsequiosa virtud de pordioseros.
«Yo sirvo, tú sirves, nosotros servimos»
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así eleva sus plegarias al príncipe toda virtud obsequiosa: ¡para que la merecida estrella se prenda por fin al estrecho tórax!
Mas la luna continúa girando en torno a todo lo terreno: así continúa girando también el príncipe en torno a lo más terreno de todo: y eso es el oro de los tenderos.
El dios de los ejércitos no es el dios de las barras de oro; el príncipe propone ¡pero el tendero dispone!
¡Por todo lo que en ti es luminoso, y fuerte, y bueno, oh Zaratustra! ¡Escupe a esta ciudad de tenderos y date la vuelta!
Aquí toda sangre corre perezosa y floja y espumosa por todas las venas: ¡escupe a la gran ciudad, que es el gran vertedero donde espumea junta toda la escoria!
Escupe a la ciudad de las almas aplastadas y de los pechos estrechos, de los ojos afilados, de los dedos viscosos
a la ciudad de los importunos, de los desvergonzados, de los escritorzuelos y vocingleros, de los ambiciosos sobrerecalentados:
en donde todo lo podrido, desacreditado, lascivo, sombrío, superputrefacto, ulcerado, conjurado supura todo junto:
¡escupe a la gran ciudad y date la vuelta!»
Pero aquí Zaratustra interrumpió al necio cubierto de espumarajos y le tapó la boca.
«¡Acaba de una vez!, gritó Zaratustra, ¡hace ya tiempo que tus palabras y tus modales me producen náuseas!
¿Por qué has habitado durante tanto tiempo en la ciénaga, hasta el punto de que tú mismo tuviste que convertirte en rana y en sapo?
¿No corre incluso por tus venas una perezosa y espumosa sangre de ciénaga, de modo que también tú has aprendido a croar y a blasfemar así?
¿Por qué no te has marchado tú al bosque? ¿O has arado la tierra? ¿No está acaso el mar lleno de verdes islas?
Yo desprecio tu despreciar; y puesto que me has advertido a mí, ¿por qué no te advertiste a ti?
Sólo del amor deben salir volando mi despreciar y mi pájaro amonestador: ¡pero no de la ciénaga!
Te llaman mi mono, necio cubierto de espumarajos: mas yo te llamo mi cerdo gruñón, con tu gruñido me estropeas incluso mi elogio de la necedad.
¿Qué fue, pues, lo que te llevó a gruñir? El que nadie te haya adulado bastante: por eso te pusiste junto a esta inmundicia, para tener motivo de gruñir mucho,
¡para tener motivo de vengarte mucho! ¡Venganza, en efecto, necio vanidoso, es todo tu echar espumarajos, yo te he adivinado bien!
¡Pero tu palabra de necio me perjudica incluso allí donde tienes razón! Y si la palabra de Zaratustra tuviese incluso cien veces razón: ¡con mi palabra tú siempre harías la sinrazón!
Asi habló Zaratustra; y contempló la gran ciudad; suspiró y calló durante largo tiempo.
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Finalmente, dijo así:
Me produce náuseas también esta gran ciudad, y no sólo este necio. Ni en una ni en otro hay nada que mejorar, nada que empeorar.
¡Ay de esta gran ciudad!
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. ¡Yo quisiera ver ya la columna de fuego que ha de consumirla!
Pues tales columnas de fuego deben preceder al gran mediodía.
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Mas éste tiene su tiempo y su propio destino.
Esta enseñanza te doy a ti, necio, como despedida: donde no se puede continuar amando se debe ¡pasar de largo!
Así habló Zaratustra y pasó de largo junto al necio y la gran ciudad.
* * *
Ay, ¿ya está marchito y gris todo lo que hace un momento estaba aún verde y multicolor en este prado? ¡Y cuánta miel de esperanza he extraído yo de ahí para llevarla a mis colmenas!
Todos estos corazones jóvenes se han vuelto ya viejos, ¡y ni siquiera viejos!, sólo cansados, vulgares, cómodos: dicen «hemos vuelto a hacernos piadosos».
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Hace todavía un momento los veía yo salir afuera a hora temprana para correr con pies valientes: pero sus pies del conocimiento se han cansado, ¡y ahora calumnian incluso su valentía matinal!
En verdad, algunos de ellos levantaron en otro tiempo las piernas como un bailarín, a ellos hízoles señas la risa que hay en mi sabiduría: entonces se pusieron a reflexionar. Y acabo de verlos curvados arrastrándose hacia la cruz.
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En torno a la luz y a la libertad revoloteaban en otro tiempo como mosquitos y jóvenes poetas. Un poco más viejos, un poco más fríos: y ya son hombres oscuros, y refunfuñadores y trashogueros.
¿Se acobardó acaso su corazón porque la soledad, como una ballena, me tragó?
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¿Tal vez sus oídos, anhelosos, estuvieran esperándome en vano largo tiempo a mí y a mis toques de trompeta y a mis gritos de heraldo?
¡Ay! Pocos son siempre aquellos cuyo corazón tiene un largo valor y una larga arrogancia; y en éstos tampoco el espíritu deja de ser paciente. Pero el resto es cobarde.
El resto: son siempre los más, los triviales, los sobrantes, los demasiados ¡todos ellos son cobardes!
A quien es de mi especie le saldrán también al encuentro las vivencias de mi especie: de modo que sus primeros compañeros tienen que ser cadáveres y bufones.
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Pero sus segundos compañeros se llamarán sus creyentes: un enjambre animado, mucho amor, mucha tontería, mucha veneración imberbe.
¡A estos creyentes no debe ligar su corazón el que entre los hombres sea de mi especie; en estas primaveras y en estos multicolores prados no debe creer quien conoce la huidiza y cobarde especie humana!
Si pudiesen de otro modo, entonces querrían también de otro modo. Las gentes de medias tintas corrompen todo el conjunto. El que las hojas se marchiten, ¡qué hay que lamentar en ello!
¡Déjalas ir y caer, oh Zaratustra, y no te lamentes! Es preferible que soples entre ellas con vientos veloces,
que soples entre las hojas, oh Zaratustra: ¡para que todo lo marchito se aleje de ti aún más rápidamente!
«Hemos vuelto a hacernos piadosos» así confiesan estos apóstatas; y algunos de ellos son incluso demasiado cobardes para confesarlo.
A éstos los miro a los ojos, a éstos les digo a la cara y al rubor de sus mejillas: ¡vosotros sois los que vuelven a rezar!
¡Pero rezar es una vergüenza! No para todos, pero sí para ti y para mí y para quien tiene su conciencia también en la cabeza. ¡Para ti es una vergüenza rezar!
Lo sabes bien: el demonio cobarde que hay dentro de ti, a quien le gustaría juntar las manos y cruzarse de brazos y sentirse más cómodo: ese demonio cobarde te dice: «¡Existe Dios!»
Pero con ello formas parte de la oscurantista especie de aquellos a quienes la luz no les deja nunca reposo; ¡ahora tienes que esconder cada día más hondo tu cabeza en la noche y en la bruma!
Y en verdad, has escogido bien la hora: pues en este momento salen a volar de nuevo las aves nocturnas. Ha llegado la hora de todo pueblo enemigo de la luz, ha llegado la hora vespertina y de fiesta en que no «se hace fiesta».
Lo oigo y lo huelo: ha llegado la hora de su caza y de su procesión: no, ciertamente, la hora de una caza salvaje, sino de una caza mansa, tullida, husmeante y propia de gentes que andan sin ruido y rezan sin ruido,
de una caza para cazar gentes mojigatas y de mucha alma: ¡todas las ratoneras de corazones están ahora apostadas de nuevo! Y si levanto una cortina, allí se precipita fuera una mariposita nocturna.
¿Es que acaso estaba acurrucada allí con otra mariposita nocturna? Pues por todas partes siento el olor de pequeñas comunidades agazapadas; y donde existen conventículos, allí dentro hay nuevos rezadores y vaho de rezadores.
Durante largas noches se sientan unos junto a otros y dicen: «¡Hagámonos de nuevo como niños pequeños
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y digamos “Dios mío”!» con la cabeza y el estómago estropeados por los piadosos confiteros.
O contemplan durante largas noches una astuta y acechante araña crucera,
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que predica también astucia a las arañas y enseña así: «¡Bajo las cruces es bueno tejer la tela!»
O se sientan durante el día, con cañas de pescar, junto a ciénagas, y con ello se creen profundos; ¡mas a quien pesca allí donde no hay peces, yo ni siquiera lo llamo superficial!
O aprenden a tocar el arpa, con piadosa alegría, de un coplero que de muy buena gana se insinuaría con el arpa en el corazón de las jovencillas: pues se ha cansado de las viejecillas y de sus alabanzas.
O aprenden a estremecerse de horror con un semiloco docto que aguarda en oscuras habitaciones a que los espíritus se le aparezcan ¡y el espíritu escapa de allí completamente!.
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O escuchan con atención a un ronroneante y gruñidor músico viejo y vagabundo que aprendió de los vientos sombríos el tono sombrío de sus sonidos; ahora silba a la manera del viento y predica tribulación con tonos atribulados.
Y algunos de ellos se han convertido incluso en vigilantes nocturnos: éstos entienden ahora de soplar en cuernos y de rondar por la noche y de desvelar cosas viejas, que hace ya mucho tiempo que se adormecieron.
Cinco frases sobre cosas viejas oí yo ayer por la noche junto al muro del jardín: venían de tales viejos, atribulados y secos vigilantes nocturnos.
«Para ser un padre, no se preocupa bastante de sus hijos: ¡los padres-hombres lo hacen mejor!»
«¡Es demasiado viejo! Ya no se preocupa en absoluto de sus hijos» respondió el otro vigilante nocturno.
«Pero ¿tiene hijos? ¡Nadie puede demostrarlo si él mismo no lo demuestra! Hace ya mucho tiempo que yo quisiera que lo demostrase alguna vez de verdad.»
«¿Demostrar? ¡Como si él hubiera demostrado alguna vez algo! El demostrar le resulta difícil; da mucha importancia a que se le crea.»
«¡Sí! ¡Sí! La fe le hace bienaventurado,
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la fe en él. ¡Tal es el modo de ser de los viejos! ¡Así nos va también a nosotros!»
De este modo hablaron entre sí los dos viejos vigilantes nocturnos y los dos temerosos de la luz, y después se pusieron, atribulados, a soplar en sus cuernos: esto ocurrió ayer por la noche junto al muro del jardín.
Pero a mí el corazón se me retorcía de risa, y quería explotar, y no sabía hacia dónde, y se hundió en el diafragma.
En verdad, ésta llegará a ser mi muerte, asfixiarme de risa al ver asnos ebrios y al oír a vigilantes nocturnos dudar de Dios.
¿No hace ya mucho que pasó el tiempo de tales dudas? ¡A quién le es lícito seguir desvelando tales cosas viejas y adormecidas, que temen la luz!
Los viejos dioses hace ya mucho tiempo, en efecto, que se acabaron: ¡y en verdad, tuvieron un buen y alegre final de dioses!
No encontraron la muerte en un «crepúsculo»,
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¡ésa es la mentira que se dice! Antes bien, encontraron su propia muerte ¡riéndose!
Esto ocurrió cuando la palabra más atea de todas fue pronunciada por un dios mismo, la palabra: «¡Existe un único dios! ¡No tendrás otros dioses junto a mí!»
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un viejo dios huraño, un dios celoso se sobrepasó de ese modo: