El complejo carecía de electricidad, lo que significaba que ese sistema debía de estar funcionando con un suministro eléctrico independiente. Lo que significaba a su vez que tenía que ser muy importante…
Retiró el trozo de pared. En la pantalla podía leerse:
A Gant casi se le salen los ojos de las órbitas.
Secuencia de autodestrucción de la instalación…
No era de extrañar que el sistema funcionara con una fuente de energía independiente.
Pero, por algún motivo, probablemente la irrupción de los presos, la gente de César Russell no había introducido el pertinente código de extensión del cierre durante el periodo ventana tras las 10.00.
Así que, si nadie introducía un código de extensión o finalización antes de las 11.05, la secuencia de autodestrucción del Área 7 comenzaría, un periodo de diez minutos que culminaría en última instancia con la detonación de la cabeza termonuclear de cien megatones enterrada bajo el complejo.
—Oh, Dios… —murmuró Gant.
Miró su reloj.
Eran las 10.15 horas.
Se volvió para marcharse de allí.
En el mismo momento en que una tubería de acero la golpeó en la nuca.
Gant cayó de manera fulminante al suelo.
No llegó a ver a su agresor.
No llegó a ver cómo la cargaba en su hombro.
No llegó a ver cómo la sacaba de la sala de control.
* * *
El tren de raíles en equis recorría el túnel a gran velocidad en dirección al Área 8.
No sería un trayecto muy largo. A trescientos veinte kilómetros por hora, cubrirían los treinta kilómetros en unos seis minutos.
Aunque no sabía adónde se dirigía exactamente la unidad Eco con Kevin, Schofield sí sabía al menos que habían ido por allí.
Era mejor que nada.
Tras haber activado el piloto automático del tren, regresó a la cabina principal y se sentó con Madre y el presidente. Nick Tate estaba en el extremo final del vagón, todavía fuera de sí, mirando con gran concentración las teclas de su móvil.
Schofield se sentó. Tras ello, sacó su recién encontrada jeringa y el antídoto contra el sinovirus y se dispuso a inyectárselo. Madre y el presidente hicieron lo mismo.
Mientras se clavaba la aguja en el brazo, Schofield miró al presidente.
—Ahora, señor, si no le importa, ¿podría por favor decirnos qué demonios está ocurriendo en esta base?
El presidente hizo una mueca.
—Puede comenzar —le espetó Schofield— contándonos por qué un teniente general de la Fuerza Aérea quiere matarlo delante de toda la nación. Después podría decirnos por qué también quiere hacerse con un niño modificado genéticamente que es la vacuna de un arma étnica.
El presidente bajó la cabeza y asintió.
A continuación dijo:
—Técnicamente hablando, César Russell ya no es teniente general de la Fuerza Aérea. Técnicamente hablando, está muerto. El veinte de enero de este año, el día de mi investidura, Charles Samson Russell, condenado por alta traición, fue ejecutado mediante inyección letal en la prisión federal Terre Haute.
»Lo que quiere —dijo el presidente—, es lo que quería antes de ser ejecutado. Cambiar radicalmente el país. Para siempre. Y las dos cosas que necesita para ello son: primero, matarme de una manera visible, notoria y embarazosa. Y segundo, hacerse con el control de la vacuna contra el sinovirus.
»No obstante, para comprender por qué está haciendo esto, tiene que conocer la historia de Russell, en concreto sus vínculos con una sociedad clandestina de la Fuerza Aérea conocida como la Hermandad…
—Sí… —dijo Schofield con cautela.
El presidente se inclinó hacia delante.
—Durante los últimos treinta años, varios comités de las fuerzas armadas en el Congreso han oído hablar de la existencia de ciertas sociedades indeseables dentro de nuestras fuerzas armadas; organizaciones clandestinas y extraoficiales con intereses comunes más que inaceptables. Sociedades que promueven el odio.
—¿Por ejemplo?
—En la década de los ochenta había un grupo secreto de hombres en el ejército conocidos como los Asesinos de zorras. Se oponían a la presencia de mujeres en el ejército, así que se dedicaron a todo tipo de actividades para sacarlas del servicio. Más de dieciocho agresiones sexuales en el ejército fueron atribuidas a ese grupo, aunque resultó complicado encontrar pruebas fehacientes. Nunca se logró saber a ciencia cierta el número de personas adscritas a esa organización, pero ese es el problema con ese tipo de sociedades: nunca hay pruebas físicas de su existencia. Son como fantasmas, existen de manera intangible: una mirada de complicidad durante un saludo, un asentimiento en un pasillo, un sutil ascenso en detrimento de alguien que no es miembro…
Schofield permanecía en silencio.
Si bien nunca se había acercado a nadie vinculado a grupos así durante su trayectoria militar, sí que había oído hablar de ellos. Eran como hermandades universitarias en versión extrema, pequeños grupos con sus propios saludos secretos, sus propios códigos y sus propias y repugnantes ceremonias de iniciación. Para los oficiales, todo comenzaba en lugares como West Point o Annapolis; para los alistados, en campamentos de entrenamiento de todo el país.
El presidente dijo:
—Se crean por distintos motivos: algunas por cuestiones religiosas. Por ejemplo, grupos antisemitas como la Liga antijudía en la armada. O sexistas, como los Asesinos de zorras. La formación de grupos así en ocupaciones de alto riesgo está más que documentada: incluso fuerzas policiales como el Departamento de Policía de Los Ángeles cuentan con sociedades secretas de ese tipo entre sus agentes.
Pero, en términos de violencia, los peores grupos siempre han sido las sociedades racistas. Antes había una en cada fuerza armada. En la armada, era el Orden de la América blanca. En el ejército, la Muerte negra. En la Fuerza Aérea, un grupo conocido como la Hermandad. Los tres mostraban una hostilidad particular hacia sus compañeros negros.
Pero la cuestión es que se creía que todas esas sociedades se habían eliminado durante la purga que el departamento de Defensa inició a finales de esa misma década —dijo el presidente—. Si bien no hemos oído nada acerca de un resurgimiento de elementos racistas en el ejército o la armada, sí se ha descubierto recientemente que la Hermandad sigue viva, y que una de sus figuras clave no es otra que la del general Charles César Russell.
Schofield siguió sin decir nada.
El presidente se revolvió en su asiento.
—Charles Russell fue juzgado y condenado por ordenar el asesinato de dos oficiales de la armada, asesores del Estado Mayor Conjunto. Al parecer, Russell se había acercado a ellos poco después de que yo anunciara mi candidatura a la presidencia y les había pedido que se unieran a él en un acto de traición que cambiaría el país para siempre. Los únicos detalles que les proporcionó fueron que el plan implicaría la eliminación del presidente y que lograría que Estados Unidos se librara de sus «desechos humanos». Los dos oficiales rechazaron su oferta, así que César ordenó que los eliminaran. Lo que él no sabía era que uno de esos oficiales había grabado en secreto aquella conversación y se la había entregado al FBI y al servicio secreto.
Russell fue detenido y juzgado por asesinato y traición. Puesto que se trataba de un procedimiento militar, el juicio se celebró de manera inmediata, si bien a puerta cerrada. Durante el proceso se debatió de manera extensa a qué podía haberse referido con «desechos humanos». Se presentaron pruebas, aunque no concluyentes, de que Russell era miembro de la Hermandad, una sociedad secreta compuesta por oficiales de alto rango de la Fuerza Aérea, fundamentalmente del sur, que obstaculizaban de manera intencionada el ascenso de la gente de color en esa fuerza armada. No ayudó que el fiscal fuera negro pero, en cualquier caso, aquel asunto nunca llegó a resolverse. En base a las pruebas aportadas por la grabación, Russell fue declarado culpable y condenado a muerte. Cuando decidió no presentar ninguna apelación, los trámites para la ejecución se agilizaron. Fue ejecutado en enero de este año. Y eso fue todo. O eso pensábamos.
Schofield dijo:
—Tengo la sensación de que usted sabía lo que César estaba planeando, aunque no saliera a la luz durante el juicio.
El presidente asintió.
—Durante los últimos diez años, César Russell ha estado al frente de las principales bases de la Fuerza Aérea entre Florida y Nevada. El vigésimo escuadrón de Warren, Wyoming, que vigila nuestros misiles balísticos intercontinentales. La instalación espacial de Falcon, Colorado, que controla los satélites de defensa y las misiones espaciales. El Área 7, por supuesto. Si incluso pasó un año en el Mando de Operaciones Especiales de la Fuerza Aérea en Florida, supervisando a la élite de los equipos de Operaciones Especiales de la Fuerza Aérea, incluido el séptimo escuadrón. Tiene leales seguidores en todas esas bases, oficiales de alto rango que le deben sus cargos, una base pequeña pero poderosa de comandantes de los que también se sospecha su pertenencia a la Hermandad.
Lo que Russell también sabe, además, es lo que se encuentra en el interior de todas y cada una de nuestras bases más secretas. Supo de la existencia del sinovirus desde sus inicios, conocía sus usos potenciales y nuestra respuesta ante él: un ser humano genéticamente modificado para resistir el virus. Lo supo todo desde el principio. La cuestión es que Charles Russell es inteligente. Muy inteligente. Pensó en otras posibilidades para la única persona del mundo en posesión de la última arma étnica y su vacuna. A juzgar por el transmisor de mi corazón, todo apunta a que lleva mucho tiempo planeando esta revolución, pero solo la llegada del sinovirus completó su plan.
—¿Y cómo es eso?
—Porque César Russell quiere que Estados Unidos regrese a los tiempos previos a la Guerra Civil —respondió el presidente.
Se hizo el silencio.
—¿Ha oído los nombres de las ciudades donde ha colocado las bombas? Catorce dispositivos en catorce aeropuertos de todo el país. No es cierto. No los ha colocado por todo el país. Solo los ha colocado en ciudades del norte. Nueva York, Washington DC, Chicago, Los Ángeles, San Francisco, Seattle. La bomba más al sur está en San Luis. Ninguna en Atlanta, ni en Houston, ni siquiera en Miami. Nada por debajo de la frontera entre Tennessee y Kentucky.
—¿Por qué entonces esas ciudades? —preguntó con cautela Schofield.
El presidente dijo:
—Porque representan al Norte, a los liberales, a los dandis de Estados Unidos, que hablan mucho, producen poco y aun así consumen todo. Y lo que César quiere es un país sin el Norte. Con el sinovirus y la vacuna en su poder, tendrá a su merced lo que quede de la población. Todo hombre, mujer y niño, ya sean blancos o negros, le deberán la vida a él y a su preciada vacuna.
El presidente se estremeció.
—Imagino que la población negra sería la primera en ser eliminada. La vacuna sería administrada solo a los estadounidenses blancos. Considerando las tendencias racistas de César, doy por sentado que cuando hablaba de «desechos humanos» se refería a la población negra.
Pero recuerde lo que he dicho antes: necesita hacer dos cosas para obtener lo que quiere: tiene que tener a Kevin en su poder y también tiene que matarme. Pues ninguna revolución, ninguna revolución que se precie, puede tener lugar sin la destrucción visible y humillante del régimen anterior. La ejecución de Luis XVI y María Antonieta en Francia; el encarcelamiento del Zar en Rusia en 1918; la completa «nazificación» de Alemania por parte de Hitler en la década de los años treinta.
Cualquiera con la suficiente determinación puede matar a un presidente. Un revolucionario, sin embargo, tiene que hacerlo delante de la gente a la que desea gobernar, tiene que mostrarles que el sistema de gobierno previo ya no merece su respeto. Y no se confunda. César Russell no está haciendo esto delante de todo Estados Unidos. Lo está haciendo delante de los elementos más extremos de este país: los Timothy McVeigh; los pobres, los enfadados, los privados del derecho a voto, los supremacistas de la raza aria, la basura blanca, las milicias antifederales… esos segmentos de la población, ubicados principalmente en los estados sureños, a los que no les importaría un carajo que los liberales bebe- capuchinos de Nueva York, Chicago y San Francisco fueran borrados de la faz de la tierra.
—Pero el país se vería diezmado… —dijo Schofield—. ¿Por qué querría dirigir un país destruido?
—Bueno, verá, César no lo ve así —dijo el presidente—. Para él el país no quedaría destruido, sino purificado, renovado, limpio. Sería un nuevo comienzo. Los centros de las ciudades del sur seguirían intactos. La región central también estaría en su mayor parte intacta, y podría proporcionarles sustento.
Schofield preguntó:
—¿Qué hay de las demás fuerzas armadas? ¿Qué haría con ellas?
—Capitán, como bien sabe, la Fuerza Aérea estadounidense recibe más financiación que todas las demás fuerzas armadas juntas. Sí, puede que su personal sea de tan solo 385.000 personas, pero cuenta con más misiles y capacidad de ataque que el resto de las fuerzas combinadas. Si, gracias a la Hermandad y a sus previas misiones de mando, César tuviera a tan solo una quinta parte de la Fuerza Aérea de su lado, podría usar sus bombarderos y acabar con todas las instalaciones clave de la armada y el ejército del país, además de todas aquellas bases de la Fuerza Aérea que no fueran sus aliadas, antes siquiera de que estas pudieran lanzar una mínima medida contraofensiva.