Pero Gant no había querido alertar a ninguno de los presos de su importancia, así que la había colocado en el suelo del minielevador, y tan pronto como este había encajado en la plataforma principal, le había dado «accidentalmente» una patada y esta había caído al suelo del hangar, a poca distancia del hueco del elevador.
Una vez finalizada la cacería en el foso, los presos congregados alrededor del hueco del elevador de aviones centraron su atención en el presidente y sus guardianes.
Un reo mayor se separó del grupo de presos. Llevaba una pistola en la mano.
Era un individuo de lo más particular.
Debía de tener unos cincuenta años y, a juzgar por la seguridad de sus pasos, sin duda contaba con el respeto del resto del grupo. Aunque le clareaba la coronilla, largos cabellos negros y canosos le caían hasta los hombros. Una nariz estrecha y angulosa, una piel extremadamente pálida y unos pómulos muy marcados completaban su siniestra apariencia.
—Ven a mi morada, le dijo la araña a la mosca —dijo el hombre mientras se colocaba delante del presidente. Tenía una voz suave, pero articulaba las palabras tan despacio que resultaba de lo más amenazante.
—Buenos días, señor presidente —dijo con simpatía—. Qué agradable que se haya unido a nosotros. ¿Me recuerda?
El presidente no dijo nada.
—Por supuesto que sí —dijo el preso—. Soy un 18-84. De un modo u otro ha conocido a las nueve personas que durante su mandato han sido condenadas a tenor de lo dispuesto en el título 18, parte I, capítulo 84 del código de Estados Unidos. Es la parte que prohíbe a los estadounidenses intentar acabar con la vida de su presidente.
»Grimshaw, Seth Grimshaw —dijo el preso, extendiendo la mano—. Nos conocimos en febrero, un par de semanas después de que usted se convirtiera en presidente, mientras salía del hotel Bonaventure en Los Ángeles por la cocina subterránea. Yo fui quien intentó meterle una bala en el cráneo.
El presidente no dijo nada.
Y no estrechó la mano que Grimshaw le ofrecía.
—Logró mantener en secreto aquel incidente —dijo Grimshaw—. Impresionante. Especialmente cuando lo único que busca alguien como yo es notoriedad. Además, no es nada inteligente asustar a la nación, ¿verdad? Mejor mantener a las masas ignorantes al margen de esos intentos por acabar con su vida. Como bien dicen, la ignorancia es una virtud.
El presidente no dijo nada.
Grimshaw lo miró de arriba abajo y sonrió divertido al ver el uniforme de combate que el presidente llevaba en esos momentos. El presidente, Juliet y Schofield seguían vestidos con la ropa del séptimo escuadrón. Gant y Madre, por su parte, seguían llevando su uniforme (aunque bastante sucio) de gala.
Grimshaw sonrió. Fue una sonrisa breve, de satisfacción.
A continuación se acercó al preso que sostenía el balón nuclear y le cogió el maletín. Lo abrió y contempló el temporizador de la cuenta atrás para, a continuación, mirar al presidente.
—Al parecer, mis recientemente liberados compañeros y yo nos hemos entrometido en un asunto de lo más interesante. A juzgar por sus ropas y por la manera poco ceremoniosa en que irrumpieron en nuestras celdas antes, andaban jugando al ratón y al gato. —Chasqueó la lengua a modo de reproche—. Debo decirle, señor presidente, que eso no ha sido para nada presidencial. No.
Entrecerró los ojos.
—Pero ¿quién soy yo para poner fin a tan imaginativo espectáculo? El presidente y sus fieles guardaespaldas frente a los traidores militares del complejo. —Grimshaw se volvió—. Goliath, trae a los otros prisioneros.
En ese momento, un reo gigantesco (Goliath, supuso Schofield) salió de detrás de Grimshaw y se dirigió hacia el edificio interno del hangar. Era gigante, con bíceps del tamaño del tronco de un árbol y una cabeza cuadrada que recordaba a la de Frankenstein. Hasta tenía en la frente una protuberancia cuadrada, señal inequívoca de que llevaba una placa en el cráneo. Goliath portaba un subfusil automático P-90 en uno de sus enormes puños y en el otro el Maghook de Schofield.
Regresó instantes después.
Tras él iban los siete hombres de la Fuerza Aérea quienes, junto con los cuatro desafortunados operadores de radiocomunicaciones, habían sido capturados en la sala de control:
El coronel Jerome T. Harper.
Boa McConnell y sus cuatro hombres de la unidad Bravo, dos de ellos gravemente heridos.
Y el tipo que había estado observando los acontecimientos de la mañana tras las sombras, guarecido en la sala de control de César Russell.
Schofield lo reconoció al instante.
Al igual que el presidente.
—Webster… —dijo.
El suboficial Cari Webster, el oficial encargado de la custodia del balón nuclear, se hallaba junto a los miembros de la Fuerza Aérea. Parecía de lo más incómodo. Bajo sus espesas cejas, sus ojos miraban de un lado a otro, como si estuviera buscando un modo de huir.
—Cabrón chupapollas —dijo Madre—. Tú le diste el balón nuclear a Russell. Has vendido al presidente.
Webster no dijo nada.
Schofield lo observó. A lo largo de la mañana se había estado preguntando si Webster no habría sido secuestrado por el séptimo escuadrón. César Russell necesitaba el balón por encima de todo para poder acometer su desafío, y Schofield había estado elucubrando cómo lo habría obtenido de Webster.
Resultaba obvio que no había sido necesaria la fuerza; la sangre de las esposas del balón nuclear había sido una artimaña. Todo apuntaba a que Webster se había vendido bastante antes de que el presidente llegara al Área 7.
—Bueno, bueno, hijos míos —dijo Seth Grimshaw mientras balanceaba el maletín en su mano—. Reserven sus fuerzas. En breve podrán saldar cuentas. Pero primero… —Se volvió hacia el coronel de la Fuerza Aérea, Harper—. Primero tengo una pregunta que necesita respuesta. La salida de esta instalación. ¿Dónde se encuentra?
—No hay salida —mintió Harper—. La instalación está sellada. No se puede salir.
Grimshaw levantó el arma y apuntó al rostro de Harper.
—Quizá no me esté explicando bien.
A continuación se volvió y disparó dos veces a los hombres heridos de la unidad Bravo situados junto a Harper. Los dos cayeron muertos al suelo.
Grimshaw apuntó de nuevo a Harper y arqueó las cejas, expectante.
El rostro de Harper se tornó lívido. Señaló con la cabeza hacia el ascensor de personal.
—Hay una puerta a la que se accede desde el hueco del ascensor de personal. La llamamos puerta superior. Da al exterior. El código del teclado numérico es 5564771.
—Gracias, coronel. Ha sido de lo más amable —dijo Grimshaw—. Ahora dejemos que los niños acaben lo que han empezado. Como bien comprenderán, una vez que nos marchemos de este horrible lugar, no podremos permitir que ninguno de ustedes salga con vida. Pero como último gesto de buena voluntad, voy a concederles un último favor, aunque sea más para mi entretenimiento que para el suyo.
Voy a darles una última oportunidad de que se maten entre sí. Cinco contra cinco. En el foso. Así que al menos el ganador morirá sabiendo quién venció en esta espontánea guerra civil. —Se volvió hacia Goliath—. Pon a los de la Fuerza Aérea aquí. A la pandilla del presidente al otro lado.
Schofield y los demás fueron conducidos a punta de pistola al extremo más alejado del foso, el lado este.
Los cinco hombres de la Fuerza Aérea que quedaban con vida (Jerome Harper, Boa McConnell, los dos últimos hombres de la unidad Bravo y el traidor, el suboficial Webster) estaban justo enfrente, separados por los sesenta metros de ancho de la plataforma elevadora de aviones.
—Que comience la batalla. —Seth Grimshaw enseñó los dientes—. A muerte.
* * *
Schofield se tiró al foso y al instante se encontró entre un amasijo de hierros: los restos del AWACS siniestrado.
Las alas del Boeing 707 yacían en distintos ángulos, rotas y todavía chorreando agua. Los motores seguían en los extremos de estas. Y, en el centro exacto del foso (probablemente la pieza más grande del avión), estaba el fuselaje destrozado del AWACS. Largo y cilíndrico, yacía en diagonal, con el morro hacia abajo, como un enorme pájaro muerto.
La oscuridad del hangar principal tampoco ayudaba demasiado.
La única luz provenía de las antorchas de los presos, que proyectaban largas sombras en la plataforma, convirtiendo aquel amasijo de hierros en un oscuro bosque de fragmentos de metal en el que solo se podía ver lo que se tenía inmediatamente delante.
¿Cómo demonios hemos acabado así?
, pensó Schofield.
El y los demás estaban en el lado este del foso, pegados a la pared de hormigón, sin saber muy bien qué hacer.
De repente, un disparo impactó en la pared, justo encima de la cabeza de Schofield.
Seth Grimshaw gritó:
—Los dos equipos comenzarán a luchar inmediatamente. Si no empiezan a eliminarse los unos a los otros pronto, ¡lo haremos nosotros desde aquí!
—Dios mío… —murmuró Juliet.
Schofield se volvió para mirar a su grupo.
—De acuerdo, no disponemos de mucho tiempo, así que presten atención. No solo tenemos que sobrevivir a esto, sino que tenemos que encontrar un modo de salir de aquí después.
—El minielevador. —Gant señaló a su derecha con la cabeza, al rincón noreste del foso donde se encontraba el minielevador, si bien custodiado por cinco presos armados.
—Vamos a tener que distraerlos —dijo Schofield—. Necesitamos algo que…
Un objeto metálico volador casi le arranca la cabeza.
Schofield lo vio venir un instante antes y se agachó por acto reflejo, justo cuando el trozo irregular de metal se clavó como un hacha en la pared de hormigón a sus espaldas.
Se volvió para buscar el origen del proyectil y distinguió las siluetas de los dos soldados de la unidad Bravo, irrumpiendo de entre la oscuridad, cada uno blandiendo trozos de metal cual espadas y abalanzándose a toda velocidad contra el grupo de Schofield.
—¡Dispérsense! —gritó Schofield cuando el primer soldado se abalanzó sobre él, atacándolo con su «espada».
Schofield bloqueó el ataque agarrándolo de la muñeca mientras Gant se encargaba del otro soldado.
—¡Váyanse! —gritó Schofield a Juliet, a Madre y al presidente—. ¡Salgan de aquí!
Juliet y el presidente corrieron a la oscuridad. Pero Madre vaciló.
Schofield la vio.
—¡Ve! ¡Quédate con el presidente!
Los reos estaban disfrutando de lo lindo con la pelea de Schofield y el primer soldado del séptimo escuadrón mientras, tras él, Gant forcejeaba con el otro miembro de la unidad Bravo.
El presidente y Juliet (con Madre a poca distancia de ellos) corrieron por entre el oscuro laberinto, en dirección al minielevador, al rincón noreste.
Desde arriba, sin embargo, los presos vieron lo que Juliet y el presidente y Madre no podían: tres figuras se acercaban a ellos por su izquierda, moviéndose con rapidez junto a la pared norte del foso (Jerome Harper, Cari Webster y, coordinando el asalto, el capitán Boa McConnell).
Schofield y Gant estaban espalda con espalda, aunque librando batallas separadas.
Gant había cogido un trozo de tubería del suelo y la estaba blandiendo cual lanza larga, repeliendo así los golpes del soldado de la unidad Bravo.
El soldado atacaba con fuerza, sujetando el trozo de acero con las dos manos, pero Gant se defendía bien, moviendo a ambos lados su tubería, bloqueando sus golpes.
—¿Cómo va todo por ahí? —preguntó Schofield entre los golpes de su enemigo.
—Pues… de puta madre, cariño —dijo Gant, apretando los dientes.
—Tenemos que llegar hasta el presidente.
—Lo sé —dijo Gant—. Pero antes… tengo… que salvarte el culo.
Miró por encima de su hombro y le sonrió y, en ese mismo instante, vio que el oponente de Schofield se disponía a golpearlo de nuevo y gritó:
—¡Espantapájaros! ¡Agáchate!
Schofield se tiró al suelo.
La espada de su oponente le pasó rozando la cabeza y, del impulso, el hombre perdió el equilibrio y se precipitó hacia Gant.
Gant lo estaba esperando.
Desvió la atención de su oponente durante unos instantes y lo golpeó con la tubería como si de un bate de béisbol se tratara.
El sonido de la tubería al impactar en la cabeza del hombre de la unidad Bravo fue terrible. El soldado cayó en redondo mientras Gant terminaba el giro (como una bailarina de ballet) justo a tiempo para repeler el siguiente golpe de su atacante.
—¡Espantapájaros! —gritó—. ¡Ve con el presidente!
Schofield la miró una última vez y echó a correr hacia los restos del avión siniestrado.
A menos de veinte metros al norte de Schofield y Gant, Juliet Janson y el presidente corrían con todas sus fuerzas, abriéndose paso por entre el amasijo de hierros, en dirección a la esquina noreste, pero sin percatarse de la presencia de los tres hombres que los estaban cercando desde la izquierda.
Fueron a por Juliet primero.
Dos figuras surgieron de repente de la oscuridad, de la sección trasera del AWACS (Boa McConnell y el suboficial Cari Webster). Se abalanzaron con dureza sobre ella y la arrojaron al suelo.
El presidente se volvió y vio a Juliet caer al suelo, inmovilizada por Boa y Webster. Entonces se volvió de nuevo y vio al coronel Jerome Harper, entre los restos del avión siniestrado, contemplando la escena a poca distancia.
El presidente fue a ayudar a Juliet cuando una forma borrosa surgió de entre el amasijo de hierros más cercano. No lo golpeó por los pelos.
Madre.
Volando por los aires, surgiendo de entre la oscuridad como un defensa de rugby.
Embistió con el hombro a Boa McConnell con tanta fuerza que casi le rompe el cuello. El comandante del séptimo escuadrón, visiblemente aturdido, salió despedido por los aires.
Cari Webster se quedó momentáneamente estupefacto por la repentina pérdida de su compañero agresor y se volvió para ver qué había ocurrido…, justo a tiempo para recibir un poderoso puñetazo de Madre.
Aunque era un hombre fornido y corpulento, Webster también salió despedido hacia atrás y se golpeó contra los restos del avión. Sin perder ni un instante, cogió un trozo de metal de más de un metro de largo y lo blandió delante de Madre.
Madre gruñó.
Webster atacó.
La lucha fue tan brutal como cabría esperar de ellos dos.