No podía haber sido un combate más igualado, pues ambos contaban con experiencia en combates cuerpo a cuerpo, medían más de metro noventa y cinco y pesaban más de noventa kilos.
Webster gritó cuando le lanzó un ataque con su espada de metal improvisada. Madre se agachó y cogió rápidamente un trozo del ala del AWACS para usarlo como escudo. Repelió los golpes de Webster con su escudo mientras este la obligaba a retroceder.
Mientras retrocedía repeliendo los ataques de Webster, Madre se agachó y cogió su propia espada.
Intentó atacarlo, pero Webster ya estaba abalanzándose sobre ella. Webster blandió su espada y le hizo un corte profundo en el hombro, rasgándole la manga de su uniforme de gala. Madre comenzó a sangrar.
—¡Argggh! —gritó. Dejó caer su escudo y se defendió de los tres golpes siguientes con tan solo su espada.
Mierda, solo necesitaba una oportunidad…
—¿Por qué traicionaste al presidente? —le gritó para intentar distraerlo mientras retrocedía dando tumbos.
—¡Hay momentos en la vida en los que un hombre tiene que tomar una decisión, Madre! —gritó el suboficial del ejército entre ataque y ataque—. ¡Momentos en que tiene que elegir un bando! ¡He luchado por Estados Unidos! ¡Tengo amigos que han muerto por este país, solo para que políticos como él sigan jodiéndolo! Así que, cuando surgió la oportunidad, decidí que no iba a quedarme de brazos cruzados viendo cómo otro putero de tres al cuarto hundía este país en la mierda.
Webster se giró y le lanzó un golpe lateral.
Madre saltó hacia atrás, esquivando el golpe. Saltó al ala del avión, de manera que en esos momentos estaba a casi un metro del suelo.
Pero el ala se inclinó levemente por el peso, y Madre perdió el equilibrio durante unos segundos, segundos que Webster aprovechó para atacarla con su espada (también un movimiento lateral), buscando sus tobillos, demasiado rápido como para haber podido repeler el ataque a tiempo.
Y el golpe impactó en su objetivo…
¡Clang!
La mano de Webster comenzó a vibrar cuando su rudimentaria e improvisada espada de metal impactó en la pierna de Madre, justo por debajo de la rodilla.
Webster se tornó lívido.
—Pero ¿qué…?
Madre sonrió.
Le había dado en la prótesis, ¡en su pierna ortopédica de aleación de titanio!
Aprovechando la confusión de su oponente, Madre hizo uso de su única oportunidad y blandió su espada improvisada con toda su fuerza.
Un chorro de sangre comenzó a salir a borbotones de la garganta de Webster cuando la hoja de Madre le rebanó el cuello, seccionándole la arteria carótida.
Webster soltó la espada y cayó de rodillas al suelo, aferrándose a su garganta sangrante. Se miró las manos ensangrentadas con incredulidad. A continuación miró horrorizado una última vez a Madre antes de desplomarse de cabeza al charco de su propia sangre.
* * *
Los presos gritaban de placer.
En esos momentos, todos (Seth Grimshaw incluido) se habían desplazado a la cara norte del foso para tener una mejor perspectiva del espectáculo.
Algunos de ellos habían comenzado a lanzar vítores a favor del presidente, cánticos más propios de unas olimpiadas:
—¡U-S-A! ¡U-S-A!
En la cara este del foso, Gant seguía luchando por su vida.
El fragmento de metal de su oponente del séptimo escuadrón acababa de chocar contra su tubería.
Luchaban e intercambiaban golpes entre los restos del avión siniestrado. El soldado de la unidad Bravo estaba haciendo retroceder a Gant. Comenzó a sonreír. Sin duda sentía que tenía ventaja sobre ella.
Y por ello comenzó a atacarla con más fuerza pero, como Gant percibió, lo único que logró fue cansarse más a cada golpe.
Así que Gant fingió estar fatigada y se tambaleó hacia atrás, intentando esquivar sus ataques «con desesperación».
Entonces su agresor se giró para golpearla (un último ataque, el último esfuerzo de un hombre agotado) y, en un abrir y cerrar de ojos, traicionando su fingida fatiga, Gant se agachó y esquivó el golpe y se abalanzó sobre él tubería en mano, golpeando con tino de los extremos la garganta de su sorprendido oponente, rompiéndole la nuez y hundiéndosela casi cinco centímetros en la tráquea, frenándolo en seco.
Los ojos del soldado parecieron salírsele de las órbitas. Se tambaleó, tosiendo, resollando. Aún seguía de pie, pero ya estaba muerto. Miró a Gant sin comprender y a continuación se desplomó en el suelo.
Los presos se quedaron mudos (impresionados, al parecer, por el rápido y letal golpe de Gant).
Entonces comenzaron a lanzar gritos de aprobación, silbidos. Palmas y vítores.
—¡Uau, nena!
—¡Eso sí que es una mujer!
En el extremo norte del foso, el presidente se agachó junto a Juliet Janson y tiró de ella para ayudarla a ponerse en pie pero, cuando los dos se levantaron, vieron algo que los dejó petrificados.
Ante ellos, junto a uno de los motores del revés del avión (solo, pero más cerca en esos momentos) estaba el coronel Jerome T. Harper.
En el suelo, a su izquierda, estaba Boa McConnell. Gruñía de dolor, pues todavía estaba convaleciente del empellón de Madre.
Los gritos y silbidos de los presos resonaron a su alrededor.
—¡Vamos, señor presidente! ¡Mánchese las manos de sangre! ¡Mate a ese cabrón!
—¡Come un poco de tu propia mierda, Harper!
—¡U-S-A! ¡U-S-A!
Harper sabía perfectamente cuál era la situación en esos momentos. Todos sus hombres estaban muertos o no podían luchar.
Y aun así parecía extrañamente confiado.
Fue entonces cuando sacó algo de su bolsillo.
Parecía una granada de tecnología puntera, un cilindro a presión con una boquilla en la parte superior y una franja vertical de cristal transparente en un lateral.
A través de la franja vertical, el presidente pudo ver con claridad el contenido de la granada.
Contenía un líquido color mostaza.
—Oh, Dios mío… —musitó.
Era una granada biológica.
Una granada biológica china.
Una carga explosiva a presión llena de sinovirus.
Una malévola sonrisa cruzó el rostro de Harper.
—Esperaba no tener que llegar a esto —dijo—. Pero, afortunadamente para mí, al igual que todos los miembros de la Fuerza Aérea de este complejo, he sido inmunizado contra el sinovirus. No puedo decir lo mismo de sus valientes marines.
Entonces, sin pestañear siquiera, Harper quitó la anilla de la granada.
* * *
Harper no lo vio hasta que fue demasiado tarde.
Mientras tiraba de la anilla de la granada, vio un movimiento borroso entre los restos del avión a su izquierda.
Al instante siguiente, Schofield estaba junto a él. Había emergido de la oscuridad blandiendo una tubería como si se tratase de un bate de béisbol.
La tubería golpeó a Harper en la cara interior de su muñeca, haciendo que la granada saliera despedida de su mano y volara hacia arriba.
La granada biológica voló por los aires.
Giró a cámara lenta, justo encima de la mitad norte del foso. Schofield la observó con los ojos como platos. Los presos, boquiabiertos, también. El presidente, atemorizado.
Harper, con una maléfica sonrisa dibujada en su rostro.
Uno…
Dos…
Tres…
En ese momento, en el punto álgido de su arco, a unos nueve metros por encima del suelo del foso (justo encima de la sección más al norte), la granada estalló.
Con la luz de las antorchas de los presos, la explosión de la granada en el interior del hangar resultó incluso hermosa.
Se asemejó a la explosión de un petardo lleno de agua, pues roció una bruma gigante en forma de estrella: múltiples partículas acuosas de color amarillo salieron disparadas de un punto central y se desplegaron lateralmente como un paraguas gigantesco sobre la plataforma elevadora de aviones, despidiendo una brillante luz naranja.
Y entonces, a extraordinaria cámara lenta, toda la bruma comenzó a caer, primero a los lados y luego en el centro, sobre el foso.
Como copos de nieve en lento descenso, las partículas del sinovirus comenzaron a caer.
Como la granada había detonado por encima del nivel del suelo del hangar, la bruma amarilla alcanzó primero a los presos apostados en el borde.
Su reacción fue tan inmediata como violenta.
La mayoría comenzó a combarse de dolor y a vomitar. Algunos cayeron de rodillas al suelo, soltando las antorchas, y otros se desplomaron al instante.
En cuestión de un minuto, todos salvo dos estaban en el suelo, retorciéndose de dolor, gritando, mientras su interior se licuaba.
Seth Grimshaw era uno de esos dos.
Junto con Goliath, ninguno de los dos parecía afectado por la bruma amarillenta, mientras que a su alrededor todos yacían moribundos.
Aunque solo ellos y el ya fallecido Gunther Botha lo sabían, Grimshaw y Goliath habían sido las primeras personas en quienes se había testado la vacuna contra el sinovirus la tarde anterior.
A diferencia de los demás, la vacuna de Kevin corría por sus venas.
Eran inmunes.
La bruma amarilla cayó en la oscuridad.
En esos momentos se hallaba a menos de cinco metros por encima de la plataforma elevadora (esta, a metro y medio del borde) y seguía cayendo a ritmo constante.
Libby Gant, sola en el lado este del foso, había visto la detonación de la granada y la espectacular explosión justo encima del foso. No hacía falta ser científico para saber de qué se trataba.
Un agente biológico.
El sinovirus.
¡Muévete!
Gant se volvió. Estaba junto a la pared este del foso, a unos tres metros por debajo del borde. En esos momentos el borde del hueco de la plataforma estaba desierto, pues los presos se habían ido antes a la cara norte.
Gant no perdió un instante.
Llevaba el uniforme de gala de los marines, lo que significaba que no tenía máscara antigás, por lo que de ningún modo quería estar allí cuando el sinovirus descendiera al foso.
Las partículas estaban a poco más de cuatro metros del suelo.
Y seguían descendiendo…
Gant empujó una de las enormes ruedas del AWACS contra la pared de hormigón, subió a ella y trepó fuera del foso.
Rodó por el suelo del hangar, con cuidado de permanecer bajo la capa de las partículas descendentes del sinovirus.
Vio el edificio interno del hangar a menos de veinte metros de ella y las ventanas de observación inclinadas de la planta superior.
La sala de control
, pensó.
El puesto de mando de César.
Agachada, pero avanzando con rapidez, Gant corrió hacia la entrada del edificio.
La bruma amarillenta siguió cayendo.
Tras haber acabado con los presos situados en la cara norte del foso, sus partículas rociaron el foso propiamente dicho.
Schofield miró con angustia a su alrededor.
Con el caos de la explosión de la granada y los gritos de dolor de los presos moribundos (habían soltado las antorchas en su agonía, con lo que el foso estaba sumido en una oscuridad todavía mayor), había perdido a Jerome Harper.
Tras la detonación, Harper se había adentrado en el amasijo de hierros del AWACS siniestrado y había desaparecido. A Schofield no le gustaba la idea de que pudiera estar merodeando por la zona.
Pero en esos momentos tenía otras cosas de las que preocuparse.
La bruma estaba ya en el interior del foso, a dos metros y medio del suelo, y seguía descendiendo.
Miró hacia el presidente y Juliet.
Al igual que él, llevaban todavía los uniformes robados al séptimo escuadrón, por lo que las máscaras de medio rostro antigás ERG-6 les colgaban del cuello.
—¡Capitán! ¡Póngase la máscara! ¡Póngasela! —le gritó el presidente mientras él hacía lo propio—. ¡Si respira el virus, morirá en segundos! ¡Con la máscara es mucho más lento!
Schofield se puso la máscara.
Juliet, sin embargo, se la sacó por la cabeza y se la pasó a Madre, que acababa de regresar tras su combate con Webster. A diferencia de ellos tres, Madre seguía con su uniforme de gala.
—Pero ¿y usted? —dijo.
Juliet se señaló sus rasgos euroasiáticos.
—Sangre asiática, recuerde. No me hará daño. Pero a usted la matará si no se pone eso.
—¡Gracias! —dijo Madre mientras se cubría la boca y la nariz con ella.
—¡Rápido! —dijo Schofield—. ¡Por aquí!
Con la máscara ya puesta, Schofield corrió hacia el amasijo de hierros del siniestro, en dirección a la esquina noreste, al minielevador allí estacionado.
Los demás echaron a correr tras él, sumidos en la más profunda oscuridad. Tras varios segundos corriendo, Schofield llegó al minielevador, apostado en un rincón del foso.
Había una antorcha parpadeante allí. Se le debía de haber caído a alguno de los presos cuando el virus se había esparcido en la atmósfera.
Schofield la cogió y se volvió para ver al presidente y Madre llegar junto a él. Fue entonces cuando cayeron en la cuenta. Juliet no estaba.
Juliet yacía en el suelo, cerca del fuselaje del AWACS.
Justo cuando se disponía a echar a correr tras Schofield y los demás, una enorme y fuerte mano había salido de la nada y le había agarrado el tobillo. Había perdido el equilibrio y se había caído.
La mano pertenecía a Boa McConnell, que seguía en el suelo, con las extremidades estiradas, todavía aturdido por la embestida de Madre, pero lo suficientemente alerta como para reconocer a uno de sus enemigos. En esos momentos agarraba con fuerza el tobillo de Juliet. Juliet forcejeó.
Boa sacó entonces una navaja K-Bar de su bota. A Juliet casi se le salen los ojos de las órbitas al ver que acercaba la navaja a su tobillo…
¡Blam! La cabeza de McConnell estalló como un globo. Alguien lo había disparado desde arriba. Se desplomó contra el suelo, muerto.
Juliet se alejó a rastras del cuerpo. Miró hacia arriba para buscar en la oscuridad el origen del disparo.
Lo encontró, en forma de antorcha llameante que se agitaba de lado a lado, en la cara sur del foso, acompañado de una voz que gritaba:
—¡Janson! ¡Agente Janson!
Juliet entrecerró los ojos para ver quién sostenía la antorcha. Con la luz parpadeante de esta, pudo distinguir a un hombre, un hombre vestido con el uniforme del séptimo escuadrón que portaba una pistola en la otra mano. Libro II.