¿Código de autorización?,
pensó Schofield.
Mierda.
No podía apagar el piloto automático. Lo que significaba que no podía hacer descender el avión…
Entonces, ¿qué podía hacer?
Miró a su alrededor, vio las nubes exteriores y el cuerpo inconsciente del piloto Coleman en el suelo, fuera de la cabina.
Y sus ojos se posaron de nuevo en el cuerpo del piloto. Y entonces tuvo una idea.
Schofield regresó junto al presidente, cargando en su hombro a Coleman, aún inconsciente.
Asintió con la cabeza hacia el piloto que yacía sin sentido a los pies del presidente.
—Póngase su traje de vuelo —dijo Schofield mientras dejaba el cuerpo de Coleman en el suelo y comenzaba a desvestirlo.
En cuestión de minutos, Schofield y el presidente llevaban los dos trajes presurizados color naranja de los dos pilotos (y dos pistolas SIG-Sauer escondidas en los bolsillos del muslo).
—¿Adónde ahora? —preguntó el presidente.
Schofield lo miró con gesto serio.
—Adonde nunca antes ha ido el hombre.
El transbordador espacial X-38 estaba conectado al jumbo de lanzamiento mediante una conexión desprendible cilíndrica. Media docena de puntales de titanio en la parte trasera del 747 soportaban el peso del transbordador, pero era la conexión desprendible la que permitía el acceso del personal a la nave espacial.
Básicamente se trataba de un tubo largo y vertical que se extendía en dirección ascendente desde la parte trasera del jumbo hasta la parte inferior del transbordador. La entrada se encontraba en el punto medio del jumbo, en la parte central del nivel inferior.
Schofield y el presidente corrieron hacia ella.
Por el camino, se encontraron con los equipos que aguardaban a los dos pilotos de la unidad Eco: dos sistemas primarios de soporte vital similares a maletines (unidades de aire autocontenido como las que llevaban los astronautas del transbordador) y un par de cascos esféricos tintados de color dorado que encajaron perfectamente en los aros del cuello de sus trajes presurizados.
El tinte dorado reflector de los visores abombados de los cascos (para proteger a su portador de la ingente cantidad de radiación ultravioleta que se experimenta en altitudes así) ocultaba por completo sus rostros.
Llegaron a la entrada de la conexión: un túnel tubular en vertical que desaparecía en el techo. Una estrecha escalera de acero lo recorría.
Schofield, vestido con el traje espacial y con el rostro oculto por el visor dorado reflector, escudriñó su interior.
En el extremo superior del tubo, a más de veinticinco metros, pudo ver el interior (iluminado) del transbordador X-38.
Se volvió hacia el presidente y señaló con su dedo: «Arriba».
Subieron muy despacio por la escalera debido a los voluminosos y pesados trajes espaciales y sistemas primarios de soporte vital.
Un minuto después, la cabeza de Schofield asomó por la escotilla circular del suelo del transbordador.
Schofield se quedó petrificado.
El compartimento de carga y equipaje trasero del transbordador espacial parecía el interior de un autobús de tecnología puntera.
Era un espacio reducido, compacto, diseñado para transportar de todo, desde hombres a armas, pasando por satélites de tamaño pequeño. Las paredes eran de un blanco puro y estaban llenas de conexiones para los sistemas primarios de soporte vital, teclados numéricos y puntos de sujeción. En ese momento, sin embargo, la cabina estaba acondicionada para transportar a personal: unos doce asientos de vuelo miraban hacia delante, agrupados de dos en dos.
Y en ellos, con los cinturones de seguridad puestos, se hallaban los hombres de la unidad Eco y los conspiradores chinos.
Eran cinco en total, y todos ellos llevaban idénticos trajes espaciales: cascos tintados de dorado y trajes presurizados naranja con pequeñas banderas estadounidenses cosidas en los hombros.
Qué irónico
, pensó Schofield.
Iban bien sujetos a los asientos, pues en breve el transbordador sería lanzado en órbita.
A través de la puerta de la cabina de pilotaje, justo delante del compartimento de carga, vio a tres individuos más con trajes espaciales: el equipo de vuelo del transbordador. Tras ellos se divisaba el cielo azul.
Allí, con medio cuerpo fuera de la escotilla, Schofield notó que le subía la adrenalina.
Sabía que los cascos dorados, reflectores, impedían que el presidente y él pudieran ser reconocidos. Pero aun así tenía la sensación de que parecía un impostor adentrándose en el corazón del territorio enemigo.
Cerca del extremo delantero del compartimento, había varios asientos vacíos (esperando, presumiblemente, a los dos pilotos del 747) y a los cinco soldados de Eco que habían sido abatidos en el hangar.
Schofield salió lentamente de la conexión desprendible.
Nadie le prestó demasiada atención.
Buscó por la cabina a Kevin y, al principio, no lo vio. No…
Pero entonces se percató de que a una de las cinco figuras con trajes espaciales sentadas en el interior de la cabina le quedaba demasiado grande el traje.
Es más, resultaba casi cómico. Los brazos enguantados del traje le colgaban inertes mientras que las perneras caían torpemente hasta el suelo. La persona que llevaba el traje parecía demasiado pequeña para él…
Tenía que ser Kevin.
En vez de fruncirle el traje espacial para que las manos le llegaran a los guantes, los hombres de Eco se habían asegurado de que el chico se beneficiara plenamente de las mangas y perneras reguladoras del flujo sanguíneo del traje presurizado, incluso aunque así pareciera Charlie Chaplin con un traje más grande de su talla.
Bien
, pensó Schofield mientras salía de la escotilla.
¿Cómo voy a hacer esto?
¿Por qué no coger a Kevin antes de que nadie pueda soltarse el cinturón y lanzarnos por la conexión desprendible y regresar al 747…?
Justo entonces una mano agarró el brazo de Schofield y oyó una voz:
—Eh, Coleman.
Era uno de los pilotos del transbordador, aunque su rostro no podía verse tras el visor dorado. Había entrado en la cabina del personal y había agarrado a Schofield por el brazo. Volvió a oír su voz por el intercomunicador de su casco.
—¿Solo dos? ¿Qué les ha pasado a los demás?
Schofield negó con la cabeza con pesar.
—Ahhh, vaya —dijo el astronauta sin rostro. Señaló con dos dedos a un par de asientos cercanos a la puerta de la cabina del piloto—. Tomen asiento y pónganse el cinturón de seguridad.
Entonces, con gran eficiencia, el astronauta se agachó y ayudó al presidente a salir del tubo y ¡cerró la escotilla!
A continuación se dirigió de nuevo a la cabina de pilotaje mientras decía por el intercomunicador:
—A todo el personal, prepárense para la separación del vehículo de lanzamiento en treinta segundos.
La puerta de la cabina se cerró tras el piloto, sellándose, y Schofield se quedó en mitad de la cabina, contemplando la escotilla a presión, cerrada, en el suelo, bajo sus pies.
Mierda…
Estaban a punto de ser puestos en órbita.
* * *
Con el presidente a sus espaldas, Schofield echó a andar hacia los dos asientos vacíos situados junto a la puerta de la cabina de pilotaje.
Mientras lo hacía, observó que los hombres de la unidad Eco habían conectado sus trajes al sistema centralizado de soporte vital y se habían abrochado los cinturones de seguridad.
Llegó a su asiento y conectó un conducto secundario de su sistema de soporte vital a la toma situada en el reposabrazos de su asiento. A continuación se sentó y procedió a abrocharse el arnés de seguridad de su asiento.
El presidente, tras observar a Schofield, hizo lo mismo, colocándose en un asiento al otro lado del pasillo central.
Una vez se hubo sentado, Schofield se volvió para mirar a su alrededor.
Al otro lado del pasillo, en el asiento situado justo detrás del presidente, vio la figura de Kevin, que parecía de lo más incómodo en su enorme traje espacial.
Y entonces ocurrió algo de lo más extraño.
Kevin lo saludó. Con la mano.
A él.
Movió el brazo de lado a lado de manera que la manga excesivamente larga del traje se agitó estúpidamente en al aire.
Schofield frunció el ceño.
Llevaba el casco espacial, opaco y tintado de color dorado. Era imposible que Kevin pudiera verle el rostro.
¿Sabía Kevin quién era?
¿Cómo podía saber Kevin quién era?
Schofield descartó ese pensamiento. Era una estupidez. Kevin debía de haber estado saludando a todos los astronautas.
Se volvió para mirar al presidente, que estaba colocándose los cinturones de seguridad. Schofield sabía perfectamente cómo se sentía.
De repente se oyeron varias voces por los intercomunicadores de sus cascos.
—Ignición de propulsores preparada.
—Acercándose a la altura de lanzamiento.
—Desprendiendo tubo de conexión en tres… dos… uno… Hecho.
Se oyó un sonoro repiqueteo por debajo del transbordador y de repente la nave espacial se elevó ligeramente, ya sin el peso del 747.
—Conexión desprendida… Volamos sin el vehículo de lanzamiento.
Se oyó una risa. A continuación la voz de Cobra Barney:
—¡Quémenlo!
—Claro, señor. Preparando aceleración propulsores Pegasus… Ignición en tres…
El transbordador comenzó a retumbar de manera inquietante.
—Dos…
Schofield permaneció a la espera, tenso.
—Uno…
Fue como si alguien hubiera encendido un lanzallamas.
Cuando los propulsores Pegasus del X-38 se encendieron, el transbordador espacial se colocó ligeramente por encima del abandonado 747, de manera tal que los propulsores apuntaron directamente al avión.
Los propulsores se encendieron y despidieron brillantes llamaradas de magnesio. Dos lenguas increíblemente largas de fuego al rojo vivo salieron disparadas de los propulsores cilíndricos gemelos de la parte inferior del X-38.
Las dos lanzas de fuego cayeron como rayos sobre el 747, atravesándolo como si de un par de sopletes se tratara.
El 747 se partió en dos al instante. El combustible se prendió en unos segundos y, medio segundo después, el avión estalló en llamas, cubriendo el cielo de miles de fragmentos humeantes.
Schofield no llegó a ver la destrucción del 747. Se hallaba en un mundo completamente nuevo.
El estruendo de los propulsores no se parecía a nada que hubiera oído antes.
Era potente. Estruendoso. Devorador.
Era como el sonido de un reactor cuando cobraba vida… solo que multiplicado por mil.
En esos momentos el transbordador estaba inclinado hacia arriba y proseguía con su ascenso.
Schofield se vio empujado contra su asiento por la fuerza de la gravedad. Toda la cabina comenzó a agitarse y zarandearse. Notó que se le pegaban las mejillas al rostro. Apretó con fuerza los dientes.
Aparte de la puerta de la cabina de pilotaje, cerrada, el único vínculo visible entre la cabina de pilotaje y el compartimento de carga era una ventana de unos diez centímetros de grosor dispuesta en la pared trasera de la cabina.
A través de esa ventana, Schofield vio el parabrisas delantero del transbordador, a través del cual (a su vez) pudo ver cómo el cielo se iba tornando púrpura conforme ascendían a mayor altura.
Durante unos cuantos minutos, el transbordador siguió inclinado hacia arriba, mientras sus enormes propulsores seguían elevándolo por el cielo. Entonces, de repente, por encima del estruendo de los propulsores, las voces del equipo de vuelo regresaron:
—Listos para deshacernos de los propulsores y cambiar al suministro autocontenido.
—Recibido.
—Iniciando proceso. Tres… Dos… Uno…
Schofield sintió que el transbordador en ascenso se liberaba del peso de los cohetes aceleradores.
Miró hacia el presidente, que se aferraba con fuerza a los reposabrazos. Por lo que a Schofield respectaba, aquello era buena señal. Significaba que el presidente no se había desmayado.
El X-38 prosiguió con su ascenso. Las turbulencias ya habían desaparecido y el viaje se tornó más tranquilo, silencioso, casi como si el X-38 estuviera flotando en el aire.
Esa tregua le dio a Schofield la oportunidad de asimilar mejor todo aquello que lo rodeaba.
Lo primero que vio fue un teclado numérico junto a la puerta de la cabina de pilotaje: un mecanismo de cierre, presumiblemente para ser usado en emergencias, como cuando había problemas con la presurización de la cabina.
Schofield también examinó su traje espacial. Había una pequeña unidad cosida a la manga de su antebrazo izquierdo que parecía controlar el intercomunicador de su casco. En esos momentos, la pantalla de la unidad indicaba que estaba en el canal 05.
Miró al presidente y señaló de manera discreta la unidad de la muñeca y a continuación levantó tres dedos: «Cambie al canal 03».
El presidente asintió. Segundos después, Schofield dijo:
—¿Puede oírme?
—Sí, ¿cuál es el plan?
—Nos quedamos sentados. Y esperamos la oportunidad para hacernos con el control de la nave.
El transbordador siguió ascendiendo.
Mientras lo hacía, la vista desde el parabrisas delantero cambiaba de manera gradual. El cielo se estaba transformando en esos momentos de un oscuro púrpura a un inquietante negro.
Y entonces, de repente, como si se hubiera levantado un velo, Schofield contempló una increíble galaxia de estrellas y, bajo ese campo estrellado, brillando cual ópalo frente al negro cielo, pudo observar la ancha y elíptica extensión de la Tierra, curvándose hacia abajo a ambos lados, estirándose en la distancia como si de una increíblemente inmensa esfera luminiscente se tratara, tan absolutamente inmensa que era demasiado grande, inabarcable.
Quitaba la respiración.
No habían ascendido demasiado, casi exactamente hasta la línea divisoria entre el espacio y la atmósfera exterior, alrededor de trescientos veinte kilómetros.
La Tierra (curvada, enorme y deslumbrante) ocupaba prácticamente tres cuartas partes del campo de visión de Schofield.
Contempló aquella imagen, el planeta turquesa y reluciente cubriendo el universo. Después desvió la mirada a las estrellas situadas encima del planeta. El cielo estrellado parecía infinito.