—Si tiene algún plan mágico de escape, es el momento de ponerlo en práctica.
—Lo siento —dijo Schofield—. Me he quedado sin planes.
Tras ellos (o más bien, bajo ellos), el agua estaba anegando el compartimento de carga. Subía con rapidez a través de la rampa de carga abierta y de cualquier otro orificio con el que se topara.
Afortunadamente, el helicóptero estaba aislado del aire por lo que, a unos veintiún metros de profundidad, se equilibró (a pesar de seguir descendiendo) y una burbuja de aire se formó en la cabina de mando vuelta hacia arriba (de la misma manera que se formaría una burbuja de aire en el interior de una copa sumergida boca abajo en una bañera).
El helicóptero siguió hundiéndose hasta que, a veintisiete metros de profundidad, alcanzó el lecho.
Una nube de limo se levantó alrededor del Super Stallion cuando lo que quedaba de su cola impactó contra el lecho del lago y el helicóptero quedó apoyado (todavía vuelto hacia arriba) contra una enorme roca sumergida.
—No disponemos de mucho tiempo —dijo Schofield—. Este aire se agotará en breve.
—¿Qué hacemos? —dijo Libro II—. Si nos quedamos, morimos. Si nadamos a la superficie, morimos.
—Tiene que haber algo… —dijo Schofield, casi para sí mismo.
—¿A qué se refiere?
—Tiene que haber un motivo…
—¿De qué está hablando? —dijo Libro II enfadado—. ¿Un motivo para qué?
Schofield se volvió para mirarlo.
—Un motivo por el que Botha se detuvo aquí. En este punto. No se paró porque sí. Tenía un motivo para echar anclas aquí…
Y entonces Schofield lo vio.
—Cabrón astuto… —musitó.
Estaba mirando por encima del hombro de Libro II, a la neblina verde y turbia del mundo submarino.
Libro II se volvió y también lo vio.
—Oh, joder… —susurró.
Allí, parcialmente ensombrecida por la bruma verdusca del agua, había una estructura (no una roca o una formación rocosa, sino una estructura construida inconfundiblemente por el hombre), una estructura que parecía totalmente fuera de lugar en el verdoso mundo submarino del lago Powell.
Schofield y Libro vieron una especie de toldo ancho y plano, una oficina menuda con ventanas y la puerta de un taller. Y, bajo el toldo, dos surtidores de gasolina antiguos.
Era una gasolinera.
Una gasolinera sumergida bajo el agua.
* * *
Estaba ubicada en la base del acantilado, en el punto donde el enorme cráter circular que contenía la mesa conectaba con un cañón ancho que se extendía hacia el oeste, justo en ese rincón.
Fue entonces cuando Schofield recordó lo que era todo aquello.
Era la estación de servicio que había quedado anegada cuando el lago Powell había sido creado en 1963 por la construcción de la presa en el río Colorado; la gasolinera de la década de 1950 que había sido construida sobre un antiguo puesto de comercio del antiguo oeste.
—Pongámonos en marcha —dijo—. Antes de que agotemos el oxígeno.
—¿Adónde? —preguntó incrédulo Libro II—. ¿A la gasolinera?
—Sí —dijo Schofield mientras miraba su reloj.
Eran las 9.26.
Treinta y cuatro minutos para llevar el balón nuclear hasta el presidente.
—Las gasolineras disponen de bombas de aire para inflar los neumáticos —dijo—. Aire que podemos respirar hasta que esos Penetrator se vayan. Puede que cuando el Gobierno le hiciera entrega de la compensación económica, el propietario de la gasolinera cogiera el dinero y lo dejara todo tal cual.
—¿Ese es su plan mágico? Si queda aire en esas bombas tendrá más de cuarenta años. Estará rancio o contaminado por solo Dios sabe qué.
—Si están bien selladas —dijo Schofield—, parte de ese aire puede estar en buen estado. Y ahora mismo no tenemos más opciones. Yo iré primero. Si encuentro una manguera, le haré una señal para que venga.
—¿Y si no?
Schofield se soltó el maletín y se lo pasó a Libro II.
—Entonces el plan mágico se le tendrá que ocurrir a usted.
El Super Stallion yacía en el lecho del lago, rodeado por el silencioso mundo submarino.
De repente, una hilera de burbujas salió de la sección trasera abierta, tras la figura de Shane Schofield que, todavía vestido con el uniforme de batalla negro del séptimo escuadrón, se disponía a salir del interior del helicóptero hundido.
Schofield quedó suspendido un instante en el agua. Miró a su alrededor y vio la gasolinera, pero entonces vio algo más.
Algo que yacía en el lecho del lago justo debajo de él, a menos de un metro de distancia.
Era una pequeña maleta Samsonite muy resistente, diseñada para proteger su contenido de fuertes impactos. Tenía el tamaño de dos cintas de vídeo colocadas una junto a otra. Estaba en el lecho del lago totalmente inmóvil, sujeta con un ancla.
Era el objeto que Gunther Botha había tirado por la borda de su biplaza cuando Schofield y Libro lo habían interrumpido.
Schofield buceó hasta ella, cortó el ancla con un cuchillo y a continuación se la colgó de la cintura como había hecho con el balón nuclear.
Ya miraría su contenido después.
En esos momentos tenía otras cosas que hacer.
Se dirigió hacia la estación de servicio submarina, buceando con poderosas brazadas. No tardó en cubrir la distancia entre el Super Stallion y la gasolinera y pronto se halló flotando delante de la espectral estructura sumergida.
Los pulmones le ardían. Tenía que encontrar las bombas de aire pronto. Allí.
Junto a la puerta abierta de aquel despacho u oficina de la gasolinera.
Una manguera negra, conectada a un bidón a presión. Schofield nadó hasta él.
Llegó a la manguera, la cogió y apretó la válvula de descarga.
La boca de la manguera cobró vida y comenzó a soltar unas burbujas lastimeramente pequeñas.
No es una buena señal
, pensó Schofield.
Y entonces, de repente, una estela de burbujas de mayor tamaño comenzó a salir de la manguera.
Schofield puso la boca rápidamente y, sin pensarlo dos veces, respiró aquel aire de cuarenta años de antigüedad.
Al principio le entraron náuseas y comenzó a toser. Sabía amargo y viciado, hediondo. Pero pronto el aire se tornó más limpio y comenzó a inhalarlo con normalidad. Serviría.
Agitó el brazo para que Libro, en el helicóptero, lo viera, y le hizo saber que todo estaba bien levantando los pulgares.
Mientras Libro buceaba con el balón nuclear hasta allí, Schofield llevó la manguera de aire al despacho de la gasolinera para que las burbujas quedaran atrapadas en el techo del despacho en vez de salir a la superficie del lago y alertar a los Penetrator de que disponían de un nuevo suministro de aire.
Mientras lo hacía, miró a su alrededor, a la estación de servicio allí sumergida.
Seguía pensando en Botha.
El plan de huida del científico sudafricano no podía consistir en llegar a esa gasolinera. Tenía que haber algo más que eso…
Schofield miró alrededor del despacho de la gasolinera y del taller contiguo. Toda la estructura estaba apoyada contra la base del acantilado sumergido.
Justo entonces, sin embargo, a través de la ventana trasera del despacho, Schofield vio una construcción en la base del acantilado, tras la gasolinera.
Una puerta muy ancha cerrada con tablas.
Las tablas eran de madera gruesa y la puerta parecía horadar la pared rocosa del acantilado. Un par de raíles de vagones de mina desaparecían bajo las tablas que sellaban su entrada.
Una mina.
El plan de Botha comenzaba a cobrar más sentido.
Treinta segundos después, Libro II se unió a él en el interior del despacho e inhaló algo de aire.
Un minuto después, Schofield se asomó al exterior y vio que las formas borrosas de los Penetrator por encima de la línea de flotación giraban en el aire y ponían rumbo al Área 7.
Tan pronto como se fueron, le hizo señas a Libro y le señaló la entrada a la mina tras la gasolinera. Con gestos le dijo: «Voy allí. Espere».
Libro asintió.
Schofield, a continuación, encendió la linterna del cañón de su Desert Eagle y atravesó a nado la ventana trasera del despacho en dirección a la entrada de la mina.
Llegó a la puerta de la mina y vio que faltaban algunas de las tablas de madera. Alguien las había quitado, probablemente no hacía mucho.
Buceó hacia el interior.
La oscuridad lo recibió. Una oscuridad submarina impenetrable.
El tenue haz de luz de su linterna reveló paredes rocosas, vigas sumergidas y un par de raíles para vagones de mina en el suelo que desaparecían entre las sombras.
Schofield atravesó rápidamente el túnel de la mina, guiado por el haz de luz de su linterna.
Tenía que estar al tanto de lo lejos que había ido. Pronto tendría que tomar una decisión: regresar con Libro e inhalar aire de la manguera o seguir hacia delante con la esperanza de encontrar una sección de la mina que no estuviera llena de agua.
Lo único que le convencía de tal cosa era Botha. El científico sudafricano no habría ido allí si no pudiera…
De repente, Schofield vio un estrecho hueco vertical que se desviaba del túnel. Había unos travesaños dispuestos a lo largo de dicho hueco.
Nadó hacia allí y lo alumbró con su linterna. El túnel ascendía y descendía hasta desaparecer en la oscuridad en ambas direcciones. Era una especie de pozo de acceso que permitía moverse rápida y fácilmente por todos los niveles de la mina.
Schofield se estaba quedando sin aire.
Hizo cálculos.
El lago tenía veintisiete metros de profundidad. Por tanto, subiendo veintisiete metros por esa escalera de travesaños, el agua debería nivelarse.
Qué coño.
Era la única opción.
Dio la vuelta para ir a por Libro.
Dos minutos después, Schofield regresó al túnel de la mina, esta vez con Libro II (y el balón nuclear) y los pulmones llenos de aire.
Fueron directos al pozo de acceso vertical y se valieron de los travesaños para impulsarse hacia arriba.
El pozo era un cilindro estrecho, con entradas horizontales en la tierra cada tres metros aproximadamente. Trepar por él era como avanzar por una cañería muy estrecha.
Schofield encabezaba la marcha, con rapidez, contando los travesaños conforme subía, calculando treinta centímetros por cada travesaño.
Cuando llevaba cincuenta travesaños, los pulmones comenzaron a arderle.
Al septuagésimo, notó cómo la bilis empezaba a acumulársele en la garganta.
Al nonagésimo, seguía sin ver la superficie, y comenzó a preocuparse, a pensar que quizá se había equivocado y había cometido un error fatal, que ese era el final, que pronto se desvanecería…
Y entonces la cabeza de Schofield emergió del agua. Al aire fresco y puro.
Inmediatamente se echó a un lado para que Libro II pudiera salir a la superficie. Libro salió del agua y los dos respiraron el aire fresco mientras seguían agarrados a la escalera del pozo vertical.
El pozo seguía ascendiendo en la oscuridad, solo que ya sin agua.
Una vez hubieron recobrado el aliento, Schofield trepó fuera del agua y accedió a la entrada más cercana.
Salió al interior de una ancha cueva de suelo plano, un antiguo despacho de administración de la mina. Lo que vio en el interior de aquella habitación, sin embargo, le dejó petrificado.
Cajas de provisiones: agua, comida, hornillos de gas, leche en polvo. Cientos de cajas.
Cientos y cientos de cajas.
Una docena de catres flanqueaban las paredes. En un rincón había una mesa llena de pasaportes y permisos de conducir falsos.
Es un campamento
, pensó Schofield.
Un campamento base.
Con comida suficiente para semanas, meses incluso, el tiempo que tardara el Gobierno estadounidense en dejar de rastrear el lago Powell en busca de los hombres que habían robado el sinovirus y la fuente de su preciada vacuna: Kevin.
Posteriormente, cuando no hubiera moros en la costa, Botha y sus hombres abandonarían el lago y regresarían a su patria sin prisa alguna.
Schofield miró las cajas apiladas. Quienquiera que hubiera hecho eso había tenido que dedicar bastante tiempo a llevar allí las cosas.
—Vaya —dijo Libro II cuando entró en la habitación—. Alguien ha venido preparado.
Schofield miró su reloj.
9.31.
—Vamos. Tenemos veintinueve minutos para llevar este maletín al presidente —dijo Schofield—. Propongo salir a la superficie y ver si hay alguna manera de regresar al Área 7.
* * *
Schofield y Libro II subieron.
Todo lo rápido que podían. Por el túnel de acceso vertical. Schofield con el maletín Samsonite pequeño de Botha. Libro II con el balón.
En un minuto llegaron a la parte superior de la escalera y salieron a un enorme edificio de aluminio, una especie de carbonera más grande de lo habitual.
En la parte más alejada de la carbonera empezaban unos raíles para vagones de mina que desaparecían en la tierra. Estaban flanqueados por una serie de cubetas de carga oxidadas y viejas cintas transportadoras. Todo estaba cubierto de polvo y telarañas.
Schofield y Libro corrieron a la puerta externa y la abrieron de una patada.
La brillante luz del sol los golpeó y el aire lleno de arena abofeteó sus rostros. La tormenta de arena seguía soplando con fuerza.
Las dos diminutas figuras de Schofield y Libro II salieron fuera de la carbonera…
Entonces se toparon con una enorme península plana que se extendía hasta el lago Powell. Parecían hormigas en comparación con el magnífico paisaje de Utah; la magnitud del terreno que los rodeaba era tal que incluso la enorme carbonera de aluminio de la que habían salido empequeñecía a su lado.
Había otra estructura en aquella península de cima plana, sin embargo. Estaba a unos cuarenta y cinco metros de la mina: una pequeña casa de labranza con un granero contiguo.
Schofield y Libro corrieron hacia allí, atravesando la tormenta de arena.
El buzón de la verja decía:
«Hoeg»
.
Schofield cruzó la verja y accedió al patio delantero.
Llegó a un lateral de la casa, se agachó bajo una ventana y escudriñó su interior justo cuando la pared junto a él estalló en pedazos por los disparos de un arma automática. Se volvió para ver a un hombre vestido con un peto vaquero disparando a la casa de labranza con un AK-47 en sus manos.