Antes de que hiele (54 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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Entornó los ojos y fijó la vista en el horizonte. El barco se deslizaba rumbo al oeste. El viento había amainado aun más. Miró el reloj. Torgeir no tardaría en llegar. El resto de aquel día y de la noche, lo dedicaría a su hija. Aún no había vencido la batalla por su voluntad. Aún le oponía resistencia. El que ella hubiese accedido a mentir sobre su relación con aquel hombre, Vigsten, el que había servido de huésped a Torgeir en Copenhague, había sido un gran paso adelante. Anna no había recibido una sola clase de piano en su vida, y sin embargo, todo indicaba que había conseguido convencer a los policías que la interrogaron. De nuevo se sintió enojado consigo mismo, había calculado mal el tiempo que necesitaba para ganarse a Anna. Pero ahora ya era demasiado tarde. No todo podía salir tal y como él lo había ideado. Lo fundamental era que el gran plan no se malograse.

La puerta de la casa se abrió. Aguzó el oído. Durante los años difíciles había dedicado gran parte de su tiempo a ejercitar todos sus sentidos. Su oído, su vista, su olfato, eran como cuchillos afilados que, invisibles, pendiesen de su cinturón. Prestó atención a los pasos. Unos más pesados, los de Torgeir; y otros más ligeros: Anna lo había acompañado. Torgeir no la arrastraba, sino que ella avanzaba a su propio ritmo. Concluyó que Torgeir no se había visto obligado a recurrir a la violencia.

Cuando los dos salieron al porche, Erik se levantó y abrazó a Anna. Notó que la muchacha estaba nerviosa, pero no le costó calmarla. En aquel sosiego, lograría domeñar también el último aliento de su voluntad, con el que aún se resistía. Le pidió que se sentase mientras él acompañaba a Torgeir hasta la puerta. Allí, los dos hombres conversaron brevemente en voz baja. Las palabras de Torgeir lo tranquilizaron. El material estaba a buen recaudo, los fieles aguardaban distribuidos en las dos casas. Nadie había dado muestras de otro sentimiento que el de la impaciencia.

—Están ansiosos —declaró Torgeir—. Ansiosos y deseosos.

—Nos acercamos a la quincuagésima hora. Dos días y dos horas faltan para que abandonemos nuestros escondites y podamos por fin perpetrar nuestro primer ataque.

—Ella estaba muy tranquila cuando fui a buscarla. Le puse la mano en la frente y su pulso era normal.

La ira surgió de improviso.

—¡Sólo yo, únicamente yo tengo derecho a poner la mano sobre la frente para controlar el pulso! Tú no, tú nunca.

Torgeir palideció.

—No debí hacerlo, lo siento.

—No. Pero hay algo que sí puedes hacer por mí para que lo olvide.

—¿Qué?

—La amiga de Anna, esa que muestra tanta curiosidad, tanto interés. Yo voy a hablar con Anna ahora mismo. Si esa joven sospecha algo, tiene que desaparecer.

Torgeir asintió.

—Supongo que sabes a quién me refiero, ¿verdad?

—Sí, la joven que es hija de un policía —confirmó Torgeir—. La que se llama Linda.

Le indicó a Torgeir que podía marcharse y regresó al porche atravesando la sala de estar con paso silencioso. Anna se había sentado en una silla que había junto a la pared del porche. «Es como yo», constató. «Siempre se sienta de modo que nadie pueda surgirle por la espalda.» Siguió observándola. Aunque la joven parecía tranquila, en algún rincón de su interior una duda la corroía. Era una actitud sensata: tan sólo aquellos que no reflexionaban desdeñaban sus propias dudas. Los puestos de vigilancia más importantes están siempre dentro de uno mismo, como ángeles de la guarda o como alarmas que advierten del peligro. Seguía observándola cuando, de repente, ella volvió el rostro hacia donde él se encontraba. Erik se apartó enseguida, ocultándose detrás de la puerta. ¿Lo habría visto? Lo inquietaba que su hija pudiese infundirle inseguridad de tantas maneras distintas. «Hay un sacrificio que no deseo hacer. Una inmolación que temo. Pero he de estar preparado para esa eventualidad. Ni siquiera mi hija puede caminar siempre libre. Nadie puede hacerlo, salvo yo.»

Salió al porche y se sentó frente a Anna. Ya se disponía a hablar con ella cuando sucedió lo inesperado. En realidad, era culpa del capitán de marina, y contra él dirigió su muda maldición: las paredes no eran tan gruesas como él había creído. Y un grito ascendió desde el sótano atravesando el suelo. Anna quedó petrificada. El grito se convirtió en un alarido, como el de un animal salvaje que, atrapado, aullase mientras roía el cemento para recuperar la libertad.

La voz de Zebran, el grito de Zebran. Anna clavó en él su mirada, en él, que era su padre pero también mucho más que eso. Él vio cómo se mordía el labio inferior con tal fuerza que empezó a sangrar.

Le esperaba una noche larga y complicada, Erik ya lo sabía. De repente, dudó: no sabía si Anna lo había abandonado o si, simplemente, el grito de Zebran la había descarriado por un instante.

45

Ante la puerta del apartamento de Anna, Linda pensaba en si debería abrirla de una patada. Pero ¿para qué? ¿Qué esperaba encontrar allí? Desde luego, no a Zebran, que era la única que le importaba en aquel momento. Porque comprendía lo que había sucedido, aunque no pudiese expresarlo con palabras. Empezó a transpirar un sudor frío. Rebuscó en sus bolsillos, pese a que sabía que no conservaba las llaves del apartamento de Anna; sólo tenía las del coche. «Pero ¿de qué me sirven?», se preguntó. «¿Adónde podría ir? Eso si el coche sigue aquí, claro.» Bajó al patio y vio el vehículo aparcado. Se esforzaba por pensar, pero el miedo le bloqueaba la mente. Primero había sido Anna la fuente de preocupación; después, ella regresó. Y ahora desaparecía Zebran, y temía por ella. De repente supo qué la desconcertaba. Se trataba de Anna. Al principio, sintió miedo por lo que hubiese podido sucederle; en cambio, ahora temía lo que Anna pudiese hacer.

Propinó una patada a una piedra con tanta fuerza que se hizo daño en el pie. «Todo esto son figuraciones mías», trató de calmarse. «¿Qué podría hacer Anna?» Echó a andar hacia la casa de Zebran pero, tras recorrer unos metros, se dio la vuelta y fue a buscar el coche de Anna. En otras circunstancias, habría dejado una nota avisando de que lo tomaba prestado, pero ahora no tenía tiempo que perder. De modo que se dirigió a la casa de Zebran a toda velocidad. La vecina estaba fuera con el pequeño, pero su hija, una adolescente, reconoció a Linda y le dio las llaves del apartamento de Zebran. Linda entró, cerró la puerta y volvió a inspirar aquel olor tan extraño. «¿Por qué a nadie se le ha ocurrido investigarlo?», se lamentó. «Tal vez sea algún somnífero.»

Linda se hallaba en el centro de la sala de estar. Se movía sin hacer el menor ruido, respiraba lentamente, como si quisiese engañar a las paredes y hacerles creer que estaban vacías. Y pensó:
Alguien se presenta ante el apartamento. Zebran no suele echar la llave, de modo que ese alguien abre la puerta y entra. El niño está en casa y lo ve todo. Pero no habla, no puede contar lo sucedido. A Zebran le administran un somnífero y se la llevan; el pequeño empieza a llorar y a gritar, y la vecina entra en escena
.

Linda echó un vistazo a su alrededor. «¿Cómo podría encontrar pistas?», se preguntó. «Lo único que veo es un apartamento vacío, y ese vacío nada me dice.» Se obligó a pensar hasta que consiguió, al menos, formular la que debería ser la pregunta más importante: ¿quién podía saber algo? El niño lo había visto todo, pero todavía no hablaba. En el entorno de Zebran nadie podía aportar información, de modo que debía acudir a Anna. ¿Quién había en su entorno? La respuesta era obvia: su madre, Henrietta, de la que ella ya había empezado a sospechar. ¿Qué había pensado la primera vez que la visitó? Que no decía la verdad, que sabía por qué había desaparecido Anna, y que por ese motivo no estaba preocupada.

En un arrebato de ira por no haber profundizado en lo que sospechó en su día, propinó una patada a una silla. Un vivo dolor en el pie vino a sumarse al que ya sentía. Salió del apartamento. Jassar estaba barriendo la acera ante su tienda.

—¿La has encontrado?

—No. ¿Recuerdas algo más?

Jassar lanzó un suspiro.

—Nada. Mi memoria no es muy buena, pero estoy seguro de que Zebran iba abrazada a ese hombre.

—No —replicó Linda, movida por la repentina necesidad de defender a Zebran—. No iba abrazada, iba anestesiada. A ti te pareció que se abrazaba a un hombre, pero estaba drogada.

Jassar la miró angustiado.

—Puede que tengas razón —admitió el hombre—. Pero ¿ocurren cosas así en una ciudad como Ystad?

Linda no oyó la última frase de Jassar: cruzaba ya la calle en dirección al coche, resuelta a ir a casa de Henrietta. Acababa de poner en marcha el motor cuando sonó el móvil. Era de la comisaría, pero no el número directo de su padre. Dudó un segundo antes de contestar: era Stefan Lindman. Se alegró al oír su voz.

—¿Dónde estás?

—En el coche.

—Tu padre me ha pedido que te llame. Se pregunta dónde te metes y dónde está tu amiga Anna Westin.

—No la he encontrado.

—¿Qué quieres decir?

—¿Y tú qué crees? Fui a su casa, pero no estaba. Intento adivinar dónde puede haberse metido. Cuando la encuentre, la llevaré a la comisaría.

«¿Por qué no le digo la verdad?», se preguntó. «¿Será algo que aprendí en casa, de unos padres que nunca decían toda la verdad, sino que siempre se andaban con rodeos?»

Como si él le hubiese leído el pensamiento, preguntó:

—¿Todo va bien?

—Aparte de que no he encontrado a Anna, sí, todo bien.

—¿Necesitas ayuda?

—No.

—Bueno, no ha sonado muy convincente. Recuerda que aún no eres policía.

—¿Cómo voy a olvidarlo si todo el mundo me lo recuerda constantemente? —estalló, y dio por terminada la conversación.

Apagó el móvil y lo arrojó al asiento del acompañante. Tras girar en una esquina, frenó el coche y volvió a encender el móvil. Después condujo en dirección a la casa de Henrietta. Había empezado a soplar un viento frío cuando salió del coche. Mientras caminaba, miró hacia el lugar en que había pisado el cepo. Más allá, en uno de los caminos que serpenteaban por entre las plantaciones y campos de Escania, un hombre quemaba rastrojos junto a un coche. Las rachas de viento iban desgajando el humo de la hoguera.

Linda notó que se acercaba el otoño. Esperaba ansiosa que llegaran las heladas. Entró en el jardín y llamó a la puerta. El perro empezó a ladrar. Linda respiró hondo y estiró los brazos, como preparándose para tomar la salida en una carrera. Henrietta le abrió la puerta y la recibió con una sonrisa. Linda se puso en guardia enseguida; le dio la sensación de que estaba esperándola o de que, al menos, no se sorprendía en absoluto. Observó además que iba maquillada, como si se hubiese arreglado para recibir a alguien o que quisiera ocultar su palidez.

—¡Vaya, no me lo esperaba! —exclamó Henrietta al tiempo que se hacía a un lado para dejarla pasar.

«Seguro que sí», ironizó Linda.

—Siempre eres bienvenida a esta casa. Entra y siéntate.

El perro la olisqueó un instante y fue después a tumbarse en su cesta. Linda oyó suspirar a alguien. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie más. Los suspiros parecían atravesar los gruesos muros de piedra. Enseguida apareció Henrietta con un termo de café y dos tazas.

—¿Qué es ese ruido? —quiso saber Linda—. Parecen suspiros.

—Sí, estaba escuchando una de mis primeras composiciones. Es de 1987, un concierto para cuatro voces suspirantes y percusión. ¡Fíjate, escucha!

La mujer dejó la bandeja sobre la mesa y alzó la mano. Linda escuchaba. Era un solo de una mujer que suspiraba.

—Ésa es Anna —aclaró Henrietta—. Conseguí convencerla de que colaborase porque sus suspiros son muy melódicos. Además, transmiten dolor y fragilidad de modo muy convincente. Cuando habla, siempre lo hace con un eco de vacilación, lo que nunca le ocurre cuando suspira.

Linda seguía escuchando. La idea de grabar suspiros para después componer algo que pudiera llamarse música le resultaba espeluznante. El estruendo de un tambor interrumpió sus pensamientos. Henrietta se acercó al reproductor y lo apagó. Las dos mujeres se sentaron. El perro había empezado a roncar y aquel sonido devolvió a Linda a la realidad.

—¿Sabes dónde está Anna?

Henrietta se miró las uñas antes de alzar la vista al rostro de Linda, que atisbó cierta inseguridad en su mirada. «Lo sabe», constató Linda. «Sabe dónde está y va a negarlo.»

—Es curioso —comenzó Henrietta—. Siempre me decepcionas: creo que vienes a verme a mí y luego resulta que lo que quieres es pedirme explicaciones de dónde está mi hija.

—¿Sabes dónde está?

—No.

—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella?

—Me llamó ayer.

—¿Desde dónde?

—Desde su casa.

—¿No te llamó desde un móvil?

—No tiene móvil, supongo que ya lo sabes. Es de esa clase de personas que se resisten a la tentación de estar siempre localizables.

—Es decir, que estaba en casa, ¿no?

—¿Es esto un interrogatorio?

—Quiero saber dónde está Anna. Y quiero saber qué está haciendo.

—Pues lo siento, pero no sé dónde está mi hija. Tal vez en Lund, por sus estudios de medicina; como ya sabrás, estudia medicina.

«Me parece que no», replicó Linda para sus adentros. «Pero tal vez Henrietta no sepa que Anna ha abandonado sus estudios. Y yo podría dejarme caer con ese triunfo. Pero todavía no. Lo dejaré para más adelante.» Optó por tomar otro camino.

—Tú conoces a Zebran, ¿verdad?

—Te refieres a Zeba, ¿no?

—Bueno, nosotras la llamamos Zebran. Resulta que ha desaparecido. Igual que desapareció Anna.

Henrietta no se conmovió; su rostro, sin alterarse en absoluto, no dejó traslucir la menor emoción. Linda se sintió como si estuviese en el ring de boxeo y, de pronto, hubiese caído derribada por un golpe inesperado. Ya le había sucedido en la Escuela Superior de Policía: estaban boxeando y, de pronto, se vio en el suelo, sin saber cómo había ido a parar allí.

—Bueno, tal vez regrese, al igual que hizo Anna, ¿no crees?

En esa respuesta Linda intuyó, más que vio, una posibilidad, y la aprovechó para lanzarse con los puños en alto.

—¿Por qué no me dijiste la verdad? ¿Por qué no confesaste que sabías dónde estaba Anna?

Fue un golpe duro e hizo que pequeñas gotas de sudor surgiesen, como de la nada, de la frente de Henrietta.

—¿Estás diciendo que te mentí? Si es así, te ruego que te marches. No quiero tener en mi casa a gente así. Me envenenas; y así no podré trabajar y la música morirá.

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