—No.
«Ahora es cuando mi padre explota», se dijo Linda al tiempo que cerraba los ojos. Pero su padre se controló, tal vez porque se dio cuenta de su reacción.
—Necesitamos ponernos en contacto con Anna. Y no está en su casa. ¿Sabes tú dónde está?
—No.
—¿Hay alguien que sepa dónde está?
—Linda es una de sus amigas. ¿Le has preguntado a ella? Aunque, claro, tal vez no tenga tiempo de responder a tus preguntas, está muy ocupada espiándome a mí.
Kurt Wallander se encendió de ira. «Henrietta Westin ha sobrepasado el límite», concluyó Linda. Su padre rugió de tal modo que hasta el perro se irguió, alerta, en su cesta. «Yo lo sé todo de esa forma de gritar», siguió reflexionando Linda. «Una forma de gritar que corta mi vida en dos. Dios sabe si su ira no es el primer recuerdo que tengo en la vida.»
—Bien. A partir de ahora, contestarás a mis preguntas sin rodeos y con franqueza. Si no lo conseguimos, te llevaremos a Ystad. Necesitamos ponernos en contacto con Anna, cabe la posibilidad de que ella tenga información sobre Birgitta Medberg. —Hizo una breve pausa, antes de continuar—. Además, queremos asegurarnos de que no le ha ocurrido nada.
—¿Qué iba a sucederle? Anna estudia en Lund, Linda lo sabe. ¿Por qué no habláis con alguno de los compañeros con los que vive?
—Descuida, que lo haremos. ¿No se te ocurre otro lugar al que pueda haber ido?
—No.
—Bien, en ese caso, pasaremos a la cuestión del hombre que vino a verte.
—¿Te refieres a Peter Stigström?
—¿Podrías decirnos cómo va peinado?
—Ya lo he hecho.
—Como es natural, podemos visitar a Peter Stigström. Pero en este momento prefiero que me contestes tú.
—Tiene el pelo largo. Lleva una melena hasta los hombros. Y de color castaño oscuro, con alguna que otra cana. ¿Es suficiente?
—¿Podrías describir su nuca?
—Pero ¡por Dios! A una persona que lleva el pelo por los hombros no se le ve la nuca.
—¿Estás segura de ello?
—Por supuesto que sí.
—Bien, en ese caso, gracias.
Dicho esto, salió de la habitación y dio un fuerte puñetazo en la puerta de entrada. Stefan Lindman se apresuró a ir tras él. Linda estaba desconcertada. ¿Por qué no había puesto a Henrietta contra la espada y la pared diciéndole que ella había visto por la ventana una nuca con el pelo corto? Cuando ya se disponía a marcharse, Henrietta le cerró el paso.
—No quiero que nadie entre en mi casa cuando yo estoy fuera. No quiero tener que cerrar la puerta con llave cuando saque a pasear al perro. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo.
Henrietta le dio la espalda, antes de preguntarle:
—¿Qué tal tienes la pierna?
—Mejor.
—Quizás algún día puedas contarme qué hacías exactamente ahí fuera a medianoche.
Linda salió de la casa. Ahora ya sabía por qué Henrietta no estaba preocupada por su hija, pese a que se había cometido un asesinato brutal. La única razón verosímil era que Henrietta sabía perfectamente dónde se encontraba Anna.
Stefan Lindman y su padre la aguardaban en el coche.
—¿A qué se dedica exactamente esa mujer, con todas esas partituras? ¿Compone canciones de moda?
—Compone música que nadie quiere interpretar —respondió Kurt Wallander, y se volvió hacia Linda—: ¿Verdad?
—Sí, creo que sí.
En ese momento, sonó un móvil. Todos se llevaron la mano a su bolsillo, pero era el de Kurt Wallander el que sonaba. Escuchó con atención lo que le decían al tiempo que miraba el reloj.
—Salgo ahora mismo. —Se guardó el móvil en el bolsillo—. Tendremos que ir a Rannesholm —los informó—. Al parecer, en los últimos días han visto a algunas personas por el bosque. Antes te llevaremos a casa.
Linda le preguntó por qué no había presionado a Henrietta a propósito del pelo de Peter Stigström.
—He preferido dejarlo —repuso—. En ocasiones es conveniente dejar que una pregunta madure.
También comentaron la poca preocupación que Henrietta mostraba por su hija.
—No cabe otra explicación —resolvió Kurt Wallander—. Ella sabe dónde está Anna. Por lo tanto, cabe preguntarse por qué nos miente. Aunque tarde o temprano, si seguimos investigando, lo sabremos. Pero ésa no es, desde luego, una de nuestras prioridades en estos momentos.
En silencio, fueron acercándose a Ystad. Linda sentía curiosidad por saber qué había pasado en Rannesholm, pero intuía que no era el momento más oportuno para preguntar por ello. Al llegar a la calle de Mariagatan se detuvieron.
—Para el motor un momento —rogó su padre a Stefan, y se volvió hacia atrás—. Insisto en lo que acabo de decir. Estoy convencido de que a Anna no le ha sucedido nada. Su madre sabe dónde está y por qué se oculta. Precisamente ahora no podemos desviar hacia ahí nuestros recursos para averiguar su paradero. Pero nada te impide ir a Lund para hablar con sus amigos, siempre y cuando no te comportes como agente de policía.
Ella salió del coche y los vio alejarse. Justo cuando acababa de abrir la puerta del apartamento, se paró en seco. Era algo que Anna le había dicho. Tal vez la última vez que se vieron. Rebuscó en su memoria en un esfuerzo por encontrar el detalle, pero no lo halló.
La mañana siguiente, Linda se levantó temprano. El apartamento estaba desierto y dedujo que su padre no había estado allí en toda la noche. Poco después de las ocho, se puso en camino. El sol brillaba, no soplaba viento y hacía buena temperatura. Puesto que no tenía prisa, fue por la costa hasta Trelleborg y no giró hacia el norte en dirección a Lund hasta que no hubo llegado a Anderslöv. Escuchó las noticias de la radio. Nada sobre Birgitta Medberg. Buscó una emisora danesa de música disco, subió el volumen y aceleró. A las afueras de Staffanstorp, un coche de policía le dio el alto. Lanzó una maldición, apagó la música y bajó la ventanilla.
—Trece kilómetros por encima de la velocidad máxima permitida —anunció el policía encantado, como si acabase de presentarse con un ramo de flores.
—¡Qué va! —replicó Linda—. Si no eran más de diez.
—Te hemos pillado con el radar. Si discutes, yo también discutiré. Y saldré ganando.
Se sentó junto a ella en el asiento del acompañante y comprobó su permiso de conducir.
—¿Cómo es que tienes tanta prisa?
—Soy policía en prácticas —repuso ella y, nada más decirlo, se arrepintió.
Él la observó con atención.
—No te he preguntado cuál es tu profesión, sino por qué tenías tanta prisa —explicó el policía—. Pero, en fin, no tienes por qué contestar. De todos modos, de la multa no te libras.
Acabó de anotar los datos, salió del coche y se despidió de ella saludándola con la mano. Linda, más que estúpida, se sintió indignada por su mala suerte.
Buscó la dirección en el centro de Lund, aparcó el coche y fue a comprarse un helado. Aún estaba irritada porque le hubiesen puesto una multa por exceso de velocidad. Se sentó en un banco, al sol, e intentó olvidar el incidente. «Aún faltan nueve días para que me incorpore», recordó. «Si tenía que pasarme, tal vez haya sido mejor que me haya pasado ahora.»
En ese momento sonó el móvil en su bolsillo. Era su padre.
—¿Dónde estás?
—En Lund.
—¿La has encontrado?
—No, acabo de llegar. Por cierto, me han pillado de camino aquí.
—¿A qué te refieres?
—Exceso de velocidad.
Él se carcajeó satisfecho.
—¿Qué tal te sentó?
—¿Tú qué crees?
—Creo que te sentiste bastante estúpida.
Ella cambió de tema, enojada.
—Bueno, ¿qué querías?
—Llamaba por si te habías dormido y querías que te despertase.
—No tienes que despertarme, ya lo sabes. He visto que no has venido a casa esta noche.
—Me eché un rato en el castillo. Nos han dejado un par de habitaciones allí.
—¿Qué tal va la investigación?
—Ahora no tengo tiempo de explicártelo. Hasta luego.
Ella se guardó el teléfono en el bolsillo. ¿Por qué la habría llamado? «Seguro que quiere controlarme», concluyó al tiempo que se levantaba del banco.
Era una casa de madera de dos plantas rodeada de un pequeño jardín. La verja estaba oxidada y a punto de soltarse del muro. Llamó a la puerta, pero nadie le abrió. Volvió a llamar y prestó atención, pero no oyó ningún timbre, de modo que golpeó la puerta con el puño tan fuerte como pudo durante un buen rato. Una sombra se dejó ver al otro lado del cristal de la ventana. El chico que abrió rondaba los veinte años de edad. Tenía el rostro lleno de acné. Vestía pantalón vaquero, una camiseta y un gran albornoz de color marrón lleno de agujeros. Linda notó que olía a sudor.
—Estoy buscando a Anna Westin —dijo Linda.
—Pues no está.
—Pero vive aquí, ¿no?
El chico se hizo a un lado y la dejó pasar. Ella sintió sus ojos en la nuca.
—Su habitación está detrás de la cocina —le indicó el chico.
Linda le tendió la mano con desgana. Cuando él correspondió con un apretón de manos sudoroso y lánguido, la joven sintió un escalofrío.
—Zacharias —se presentó el muchacho—. No sé si habrá cerrado con llave.
La cocina estaba sucia; el fregadero, atestado de platos, cubiertos y cacerolas grasientas. «¿Cómo puede vivir Anna entre tanta mugre?» , se preguntó. Tanteó la puerta, que no estaba cerrada con llave. Sentía un profundo malestar. El chico la miraba con lujuria. Linda abrió la puerta y Zacharias entró en la cocina. Se puso unas gafas, como para tenerla más a mano con la mirada.
—A Anna no le gusta que entren en su habitación.
—Soy una de sus mejores amigas. Si no hubiera querido que entrase, habría cerrado con llave.
—¿Y cómo sé yo que eres su amiga?
Linda experimentaba un deseo creciente de apartar de un empujón al maloliente joven. Pero se contuvo y dejó la habitación.
—¿Cuándo fue la última vez que la viste?
Él dio un paso atrás.
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?
—En absoluto. Es que he estado intentando llamarla pero no consigo localizarla.
Él seguía clavándole aquella mirada.
—Podemos sentarnos en la sala de estar —propuso el joven.
Ella lo siguió por el pasillo hasta la sala de estar, donde había muebles de varios estilos y desvencijados. En una pared colgaba un cartel rasgado con el rostro de Che Guevara y, en otra, un tapiz que rezaba: «Hogar, dulce hogar». Zacharias se sentó ante una mesa en la que había un tablero de ajedrez. Linda se sentó al otro lado, tan lejos como pudo.
—¿Y tú qué estudias? —preguntó curiosa.
—Yo no estudio. Juego al ajedrez.
—¿Se puede vivir de eso?
—Pues no lo sé. Lo único que sé es que yo no puedo vivir sin el ajedrez.
—Pues yo ni siquiera sé cómo se mueven las piezas.
—Si quieres, puedo enseñarte.
«No, gracias», rechazó Linda mentalmente. «Lo que yo quiero es irme de aquí cuanto antes.»
—¿Cuántos vivís aquí?
—Pues eso depende. Ahora somos cuatro. Margareta Olsson, estudiante de economía; yo, que juego al ajedrez; Peter Engbom, que quiere ser físico pero que se ha atascado con la asignatura de historia de las religiones, y Anna.
—Que estudia medicina.
El gesto fue imperceptible, pero ella lo advirtió. El joven se había sorprendido. Al mismo tiempo, Linda recordó el detalle con el que no lograba dar el día anterior.
—Entonces, ¿cuándo la viste por última vez?
—Tengo mala memoria. Pudo ser ayer o hace una semana. En estos momentos estoy estudiando el más virtuoso juego final de Capablanca. A veces pienso que, si fuera posible transcribir los movimientos del ajedrez como notas de música, las partidas de Capablanca serían fugas o grandes misas.
«Vaya, otro loco de la música», sentenció Linda.
—Sí, qué interesante —dijo al tiempo que se levantaba—. ¿Hay alguien más en casa?
—No, estoy solo.
Linda volvió a la cocina y él la siguió. Ella se detuvo y lo miró a los ojos con encono.
—Digas lo que digas, pienso entrar en la habitación de Anna.
—No creo que a ella le guste.
—Pues siempre puedes tratar de impedírmelo.
El chico se quedó inmóvil en el umbral de la cocina, mirándola mientras ella abría la puerta. La habitación de Anna parecía una habitación de soltera de otra época, de dimensiones bastante reducidas y muy estrecha. Había una cama, un pequeño escritorio y una estantería. Linda se sentó en la cama y miró a su alrededor. Zacharias apareció en el umbral. Linda experimentó la repentina sensación de que iba a lanzarse sobre ella, de modo que se levantó. Entonces él dio un paso atrás, pero sin dejar de observarla. «Es como tener bichos por dentro de la ropa», se dijo Linda. Quería abrir los cajones pero, mientras él estuviera mirándola, no se atrevería. Y pensó que más le valía darse por vencida.
—¿Cuándo llegarán a casa los demás?
—No lo sé.
Linda fue a la cocina. Él no la perdía de vista. Y sonrió. Y al hacerlo mostró una hilera de dientes amarillos. Linda empezó a sentirse mareada. Necesitaba salir de aquella casa cuanto antes.
—De verdad, si quieres te enseño cómo se mueven las piezas de ajedrez —insistió el joven.
Ella abrió la puerta de entrada. Después, tomó impulso y atacó:
—Si yo estuviera en tu lugar, me metería enseguida debajo de la ducha —recomendó antes de darse la vuelta y dirigir sus pasos hacia la verja.
Oyó cómo se cerraba la puerta a sus espaldas. Su expedición había fracasado, se decía enfurecida. Lo único que había conseguido era demostrarse a sí misma sus puntos flacos. Le dio una patada a la verja, que golpeó el buzón que estaba fijado a la valla. Se dio la vuelta y comprobó que la puerta de la casa estaba cerrada y que no se entreveía ningún rostro por las ventanas. Abrió el buzón, en el que había dos cartas. Las sacó y vio que una era para Margareta Olsson, de una agencia de viajes de Gotemburgo. La otra, con el nombre del remitente escrito a mano, era para Anna. Linda vaciló un instante, pero, finalmente, se llevó la carta al coche. «He leído su diario», se recriminó, «y ahora le abro las cartas. Pero lo hago porque estoy preocupada, eso es todo.» En el sobre había un papel doblado por la mitad. Cuando lo desplegó, se estremeció sobresaltada. En su interior había una araña seca y aplastada.
El texto estaba incompleto, escrito a mano, y sin firma.