Su padre estaba hablando por teléfono y le indicó con un gesto que entrase en el despacho. Linda se sentó en la silla de las visitas. Los fragmentos de la figura de porcelana seguían sobre el escritorio. El policía colgó el auricular y se puso de pie.
—Ven.
Linda lo siguió hasta el despacho de Stefan Lindman. Ann-Britt Höglund estaba apoyada contra la pared con una taza de café en la mano. Por una vez, la mujer pareció advertir la presencia de Linda.
«Alguien ha debido de hablar con ella», concluyó Linda, «y no creo que haya sido mi padre. Tal vez Stefan Lindman.»
—¿Dónde está Martinson? —preguntó Ann-Britt Höglund.
—Acaba de llamar —respondió Kurt Wallander—. Uno de sus hijos está enfermo y llegará un poco más tarde. Pero hará algunas llamadas desde su casa para intentar averiguar algo más sobre la tal Sylvi Rasmussen.
—¿Quién? —quiso saber Ann-Britt Höglund.
—¿Por qué tenemos que estar aquí, tan apretujados? Vayamos a la sala de reuniones. Por cierto, ¿alguien sabe dónde está Nyberg?
—Sigue investigando lo de las iglesias.
—¿Y qué cree que va a encontrar allí?
Fue Ann-Britt Höglund quien hizo el último comentario. Linda intuía que ella era de los que se alegrarían el día en que Nyberg se jubilase. Se enfrascaron en una reunión en que repasaron toda la información obtenida hasta el momento. Cuando llevaban tres horas y diez minutos, alguien llamó a la puerta y anunció que Anita Tademan esperaba a Kurt Wallander. Linda se preguntó si debía tomar aquella interrupción como el fin natural de la reunión. Pero nadie se mostró descontento ni sorprendido cuando su padre se levantó. Cuando éste se marchaba, se detuvo junto a su silla.
—Ve con Anna, sigue hablando con ella, viéndola, escuchando lo que dice —le recordó.
—Es que no sé ni de qué hablar con ella. Terminará por descubrir que estoy vigilándola.
—Tú compórtate como siempre.
—¿No será mejor que vuelvas a hablar tú con ella?
—Por supuesto que sí, pero más adelante.
Linda se marchó de la comisaría. Ya en la calle, comprobó que la lluvia había remitido un poco. Un coche tocó el claxon tras ella, y tan cerca que la sobresaltó. Stefan Lindman frenó y abrió la puerta.
—Te llevo a casa, si quieres.
—Gracias.
El agente tenía música puesta. Era jazz.
—¿Te gusta la música? —preguntó Linda.
—Me encanta.
—¿El jazz?
—Lars Gullin. Saxofonista. Uno de los mejores músicos de jazz suecos de todos los tiempos. Murió muy joven.
—Jamás había oído su nombre. Además, este tipo de música no me gusta nada.
—Ya, pero en mi coche soy yo quien decide qué música suena.
Linda notó que se había sentido herido y lamentó sus palabras. «Ésa es otra herencia de mi padre», constató. «La capacidad de hacer comentarios torpes e insensibles.»
—¿Adónde vas? —preguntó con ánimo de suavizar las cosas.
Pero él contestó con parquedad, aún afectado.
—A Sjöbo. A un cerrajero.
—¿Te llevará mucho tiempo?
—No lo sé. ¿Por qué?
—Estaba pensando que podría acompañarte. Si no te importa, claro.
—Si crees que podrás soportar la música…
—A partir de este momento, adoro el jazz.
Y la tensión se disipó. Stefan Lindman se echó a reír y puso rumbo al norte. Conducía bastante deprisa. A Linda le entraron ganas de tocarlo, de pasarle la mano por el hombro o por la mejilla. Sintió un deseo que hacía tiempo no sentía. Una idea absurda le cruzó la mente: que podrían alquilar una habitación de hotel en Sjöbo. Pero lo más seguro era que allí no hubiese ningún hotel. Intentó desembarazarse de esa idea, que persistía en su cerebro. La lluvia golpeteaba el parabrisas. El saxofonista tocaba ahora unas notas chillonas y rápidas. Linda intentó percibirla melodía, pero no lo logró.
—Si vas a Sjöbo para ver a un cerrajero, tendrá algo que ver con la investigación, ¿no? Con alguna de ellas. En realidad, ¿cuántas investigaciones hay abiertas?
—Birgitta Medberg es una. Harriet Bolson, dos. La tienda de animales incendiada, tres. Y, además, están las iglesias, claro. Tu padre quiere incluirlas todas en una. Y el fiscal le ha dado el sí. Hasta nueva orden.
—¿Y el cerrajero?
—Se llama Håkan Holmberg. No creas que es un cerrajero normal y corriente, de los que se dedican a hacer copias vulgares. No, él hace llaves antiguas. Cuando oyó que la policía no sabía cómo habrían abierto las dos iglesias incendiadas, recordó que, hacía unos meses, había duplicado dos llaves que bien podían corresponder a sendos portones de iglesia. Y yo pienso averiguar qué más recuerda. Tiene el taller en el centro de Sjöbo. Martinson había oído hablar de él. Dicen que incluso ha ganado premios por la belleza de sus llaves. Además, es un hombre erudito y, al parecer, en verano imparte cursos de filosofía.
—¿En el taller?
—Bueno, creo que tiene un jardín. Martinson quería asistir a uno de esos cursos. Los alumnos pasan la mitad del tiempo en la herrería, y el resto lo dedican a discutir cuestiones filosóficas.
—Nada que me interese a mí, desde luego.
—Quizás a tu padre…
—Menos aún.
El ritmo de la música había cambiado para entonces: ahora se oía una balada lenta, y Linda reconoció enseguida la melodía que había echado en falta al principio. Mientras la escuchaba, no dejaba de pensar en el hotel en el que no se alojarían.
Ya en Sjöbo, se detuvieron ante una casa de ladrillo rojo. De una fachada lateral colgaba una gran llave, a modo de letrero.
—Tal vez sea mejor que no vaya contigo, ¿no crees?
—Si no me equivoco, tú ya has empezado a trabajar, ¿no?
De modo que entraron los dos. Un hombre los saludó con un gesto desde una fragua. Hacía calor en la herrería. El hombre sacó una pieza de hierro candente y comenzó a trabajarla.
—En cuanto termine esta llave estoy con vosotros —les aseguró—. El trabajo con una llave no puede interrumpirse bruscamente. Si se hace, se confiere al hierro una dosis de vacilación. Y la llave jamás será feliz en su cerradura.
Fascinados, contemplaron su trabajo. Finalmente, la llave estuvo lista en el yunque. Håkan Holmberg se enjugó el sudor de la frente y se lavó las manos. Después, los tres salieron a un patio interior donde había sillas y mesas, un termo y tazas de café. Se saludaron con un apretón de manos y Linda se sintió ridículamente orgullosa al oír que Stefan la presentaba como a una colega. Håkan Holmberg les sirvió café y se puso un viejo sombrero de paja sobre la cabeza. El hombre observó que Linda lanzaba una mirada curiosa al viejo sombrero.
—Es uno de los escasos robos que he cometido en mi vida —explicó—. Suelo viajar al extranjero todos los años. Hace ya algunos, viajé a Lombardía. Una tarde, me encontraba en las proximidades de Mantua, cuna del gran Virgilio y lugar donde pasé algunos días para honrar su memoria, cuando vi un espantapájaros en medio de una finca. Ignoro qué plantas o frutos se suponía que tenía que proteger de los pájaros. Me detuve y pensé que, por primera vez en mi vida, sentía deseos de cometer un delito. Sencillamente, deseaba convertirme en un cerrajero ladrón. De modo que me adentré a hurtadillas en la finca y le robé el sombrero al espantapájaros. A veces, por las noches, sueño que no era un espantapájaros, sino una persona real la que se erguía inmóvil en medio de los sembrados. Debió de apercibirse de que yo era una persona inofensiva y asustadiza que jamás volvería a robar nada en mi vida, y por eso me permitió, por compasión, que le robase el sombrero. Tal vez fuese un monje franciscano que, abandonado en aquella finca, aguardase con desesperación el momento de poder hacer una buena acción. En cualquier caso, aquel delito fue para mí una experiencia intensa y apabullante.
Linda miró de reojo a Stefan Lindman, al tiempo que se preguntaba si él sabría quién era Virgilio. En cuanto a Mantua, ¿dónde estaba? ¿Sería una región o una ciudad? Tenía que estar en Italia, se decía. Si Zebran hubiese estado con ellos, les habría dado la respuesta. Ella pasaba horas y horas delante de sus atlas.
—Háblanos de las llaves —lo animó Stefan Lindman.
—No hay mucho que contar, salvo que fue pura casualidad que yo prestase atención siquiera a las iglesias incendiadas.
—¿Y cómo no ibas a prestarles atención? —preguntó atónito Stefan Lindman—. Es un asunto que ha encabezado todas las noticias en los últimos días.
Håkan Holmberg se balanceó en su silla mientras sacaba una pipa del bolsillo superior del mono de color azul.
—Es posible, si uno no ve la televisión, ni escucha la radio, ni lee los periódicos —reveló una vez que hubo encendido la pipa—. Algunas personas se conceden unas semanas al año, semanas blancas, durante las cuales no consumen nada de alcohol. Seguro que es una costumbre sensata. Yo, por mi parte, he elegido pasar unas semanas al año, llámalas blancas o negras, en las que no dedico el menor interés a mi entorno. Después, cuando salgo de ese celibato informativo, la mayoría de las veces comprendo que no me he perdido gran cosa. Vivimos bajo un diluvio de desinformación, de rumores y de muy pocas noticias decisivas. Durante esas semanas, me dedico a buscar otro tipo de información: la que llevo en mi interior.
Linda se preguntó si Håkan Holmberg tenía intención de convertir cada respuesta suya en una clase magistral. Al mismo tiempo, no podía dejar de admitir que era un hombre que se expresaba muy bien, cosa que ella envidiaba: parecía que todas aquellas palabras surgían, con la mayor naturalidad, cuando él las necesitaba. Stefan Lindman no daba muestras de impaciencia.
—Decías que fue pura casualidad —retomó el agente.
—Así es. Uno de mis clientes vino a recoger la llave de un viejo cofre de marino que perteneció en su día a un buque del Almirantazgo británico, allá por el siglo XIX. Él me habló de los incendios y de que la policía sospechaba que se habían utilizado copias de llaves para las cerraduras de los portones. Y entonces recordé que, hacía algunos meses, yo había hecho precisamente dos copias de llaves que muy bien podían haber pertenecido a portones de iglesia. No creo poder asegurar que así fuese, pero lo sospeché.
—¿Por qué lo sospechó?
—Experiencia. No hay muchas llaves como las de las iglesias y, en la actualidad, hay pocas cerraduras y llaves de las de los antiguos maestros. Por ello decidí llamar a la policía.
—¿Quién te encargó las llaves?
—Un hombre que se presentó como Lukas.
—¿Eso es todo?
—Sí. Era muy educado. Tenía prisa y abonó por adelantado una cantidad importante.
Stefan Lindman sacó un paquete que llevaba en el bolsillo. Cuando lo abrió, dejó a la vista dos llaves. Håkan Holmberg las reconoció enseguida.
—Ésas son las llaves de las que hice copia. Después se levantó y entró en la herrería.
—Bueno, esto puede darnos alguna pista —celebró Stefan Lindman—. Es un hombre curioso, ciertamente, pero parece tener buena memoria y capacidad de observación.
Håkan Holmberg regresó con un registro de los antiguos, que hojeó hasta dar con la página que buscaba.
—El 12 de junio, sí, ese hombre llamado Lukas me dejó dos llaves. Me pidió las copias para el día 25, a más tardar. No disponía de mucho tiempo pues, en ese momento, yo tenía bastante trabajo pendiente. Pero pagaba bien. Incluso yo necesito dinero, tanto para que el negocio sea rentable como para viajar al extranjero una vez al año.
—¿Qué dirección dejó?
—Ninguna en absoluto.
—¿Y número de teléfono?
Håkan Holmberg le pasó el registro. Stefan Lindman sacó su móvil del bolsillo y marcó el número que había allí anotado. Permaneció a la escucha un instante y colgó.
—Una floristería de Bjärred —declaró—. Y podemos dar por supuesto que el tal Lukas nada tiene que ver con ella. ¿Qué ocurrió después?
Håkan Holmberg pasó algunas páginas del registro.
—Lo llevo como si de un cuaderno de bitácora se tratara —explicó—. La cerrajería no es un barco, pero el golpeteo del martillo contra el yunque recuerda al sonido de un motor. El día 25 de junio, el señor Lukas vino a recoger sus llaves y se marchó.
—¿Cómo pagó?
—Todo al contado.
—¿Le diste un recibo?
—Pues no. Pero sí anoté la cifra para mi propia contabilidad. Tengo por costumbre pagar todos mis impuestos, aunque, por supuesto, era una magnífica oportunidad para no hacerlo.
—¿Podrías describirnos a ese hombre?
—Alto, rubio, frente poco poblada. Amable, muy amable. Cuando dejó las llaves llevaba traje, al igual que cuando vino a recogerlas; aunque entonces era uno distinto.
—¿Cómo llegó hasta aquí?
—Desde el taller no veo la calle. Pero supongo que vino en coche.
Linda vio que Stefan Lindman se preparaba para la próxima pregunta. Ella intuía cuál sería.
—¿Puedes explicarnos cómo hablaba?
—Tenía acento.
—¿Qué tipo de acento?
—Escandinavo. No era finlandés y, desde luego, tampoco islandés. Es decir, o danés o noruego.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que no era islandés? Lo del finés lo entiendo, pero ¿el islandés? Yo ni siquiera sé cómo suena.
—Pero yo sí. Soy propietario de una maravillosa grabación de las sagas islandesas en lengua original, recitadas por un actor islandés, Pitur Einarson.
—¿Podrías decirnos algo más sobre ese hombre?
—Lo siento, pero creo que no.
—¿Te dijo él que eran llaves de iglesia?
—No, me dijo que eran las llaves del almacén de un castillo.
—¡Ajá! ¿De qué castillo?
Håkan Holmberg golpeó su pipa con el entrecejo fruncido.
—A decir verdad, creo que dijo el nombre, pero no lo recuerdo.
Aguardaron un instante, pero Håkan Holmberg terminó dándose por vencido.
—No sería el castillo de Rannesholm, ¿verdad? —preguntó Linda.
Una vez más, la pregunta se le escapó.
—Exacto —afirmó Håkan Holmberg—. Una vieja destilería del castillo de Rannesholm. Ahora lo recuerdo. Eso fue, exactamente, lo que dijo.
De pronto, Stefan Lindman pareció tener prisa. Apuró su taza de café y se puso de pie.
—Bien, pues muchas gracias. Ha sido una información muy valiosa.
—Cuando se trabaja con llaves, la vida se llena de sentido —aseguró Håkan Holmberg con una sonrisa—. Abrir y cerrar es la verdadera misión del hombre sobre la Tierra. Puñados de llaves tintinean a lo largo de la Historia. Y cada llave, cada cerradura, tiene también su propia historia. Ésta es una más.