De repente, el silencio se quebró cuando se abrieron las puertas, alguien la sacó del coche de un tirón y empezó a conducirla por un camino, al principio de asfalto, luego de arena. La hicieron subir una escalera de piedra con cuatro peldaños de forma desigual, de lo que dedujo que se trataba de una escalera antigua. Después, quedó envuelta en un frío intenso, hueco. Comprendió enseguida que se encontraba en una iglesia. El pánico, que se había adormecido durante la larga espera, la atenazó de nuevo con toda su intensidad. Y en su mente se pintó aquello que, sin haberlo visto, le habían descrito: Harriet Bolson, estrangulada ante un altar con una soga.
Los pasos resonaban en el suelo de piedra. Una puerta se abrió y Linda tropezó con un bordillo. Entonces le quitaron la venda. La luz gris la cegó ligeramente antes de que pudiese distinguir la espalda de Torgeir Langaas, que salió y cerró la puerta tras de sí. Una lámpara iluminaba la sala, que era una sacristía en cuyas paredes colgaban óleos que retrataban a severos sacerdotes de tiempos pasados. Había ventanas, todas con los postigos cerrados. Linda echó una ojeada a su alrededor por si veía alguna puerta que diese a unos servicios, pero no era así. Su estómago y sus intestinos seguían tranquilos, pero estallaría si no podía ir a orinar pronto. Sobre una mesa había unas ánforas estrechas y alargadas. Pensó que Dios la perdonaría y utilizó una de ellas como orinal. Miró el reloj. Eran las siete menos cuarto del sábado 8 de septiembre. Sobre el tejado de la iglesia se oía el motor de un avión que iba a aterrizar en algún lugar cercano.
Se maldijo por haber perdido el móvil durante la noche. Allí, en la sacristía, no había ningún teléfono: rebuscó entre armarios y cajones, sin resultado. Después, fue comprobando las ventanas, cuyas hojas pudo abrir; no así los postigos, que estaban bien bloqueados. Volvió a rebuscar por toda la sacristía con la esperanza de encontrar alguna herramienta, pero fue en vano.
Entonces se abrió la puerta y entró un hombre. Linda lo reconoció enseguida. Estaba más delgado que en las fotografías que Anna le había mostrado, las que había guardado en sus cajones durante años. El hombre vestía de traje, con camisa azul marino abrochada hasta el cuello. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y tan largo que le cubría la nuca. Los ojos eran de color azul claro, igual que los de Anna. Ahora se veía con más claridad el gran parecido que Anna tenía con su padre. Él se detuvo en la sombra que la pared proyectaba junto a la puerta y la miró con una sonrisa.
—No has de tener miedo —aseguró amable al tiempo que se le acercaba con los brazos extendidos, como si quisiera mostrarle que no iba armado y que no pretendía agredirla.
En ese momento, al ver los brazos extendidos y las manos abiertas, una sospecha terrible cruzó la mente de Linda:
Anna llevaba un arma en el bolsillo del abrigo. Por eso fue a la comisaría. Para matarme. Pero no fue capaz
. Esta sola idea le produjo un temblor tal en las rodillas que a punto estuvo de caer. Erik Westin extendió la mano y le ayudó a sentarse.
—No has de tener miedo —reiteró el hombre—. Lamento haberte hecho esperar en el coche, y con los ojos vendados. Y también lo lamento, pero me veo obligado a retenerte aquí unas horas más; después, podrás marcharte.
—¿Dónde estoy?
—Ése es un dato que no puedo revelarte. Lo importante es que no te asustes y que respondas a una pregunta.
El tono de su voz seguía siendo afable y la sonrisa parecía sincera, lo que desconcertaba a Linda.
—Tengo que saber cuánto sabes tú —pidió Erik Westin.
—¿Sobre qué?
Él la observaba aún sonriente.
—No ha sido muy buena esa respuesta —dijo el hombre muy despacio—. Podría formular la pregunta de un modo más transparente, pero no tengo por qué, puesto que sabes perfectamente a qué me refiero. Anoche seguiste a Anna hasta una casa situada junto al mar.
Linda se decidió sobre la marcha. «La mayor parte de lo que le diga tiene que ser verdad, de lo contrario sabrá que le miento. No hay otra alternativa», se dijo mientras se sonaba la nariz para darse algo más de tiempo.
—En realidad, no llegué hasta ninguna casa. Encontré un coche aparcado en el bosque, pero es cierto que iba buscando a Anna.
Aunque el hombre parecía ausente, Linda intuyó que estaba sopesando su respuesta. Ahora reconoció su voz. Era, en efecto, el que había estado predicando ante aquella congregación invisible en la casa de la playa. Aunque su voz y todo su ser emanaban una gran paz, no debía olvidar lo que le había oído decir durante la noche.
Volvió a mirarla a los ojos.
—Así que no llegaste hasta una casa, ¿no es así?
—No.
—¿Por qué saliste tras Anna?
«No más mentiras», se advirtió Linda.
—Estoy preocupada por Zebran.
—¿Y quién es Zebran?
Ahora era él quien mentía, y ella tenía que fingir que no lo había notado.
—Es una amiga común que ha desaparecido.
—¿Y por qué había de saber Anna dónde se encuentra?
—Anna ha estado tan tensa últimamente…
Él asintió.
—Es posible que estés diciendo la verdad —admitió—. Llegado el momento, sabré si es así. —Se levantó, sin apartar sus ojos de los de ella—. ¿Tú crees en Dios?
«No», se dijo Linda, «pero yo sé la respuesta que deseas oír.»
—Creo en Dios.
—Bien. Pronto sabremos cuál es el valor de tu fe —auguró el hombre—. Tal y como dice la Biblia: «Pronto quedarán exterminados nuestros enemigos y a todos ellos los consumirá el fuego». —Se acercó a la puerta y la abrió, antes de dirigirse a Linda de nuevo—: Ya no tendrás que estar sola más tiempo.
Entonces entró Zebran y, detrás de ella, Anna. La puerta se cerró tras Erik Westin y se oyó el ruido que hizo una llave al girar en la cerradura. Linda clavó una mirada atónita en Zebran; después, miró a Anna.
—¿Qué se supone que estás haciendo?
—Lo que ha de hacerse.
La voz de Anna sonaba firme, aunque forzada y hostil.
—Está loca —sentenció Zebran, que se había dejado caer en una silla—. Totalmente loca.
—Sólo aquel que asesina a un niño inocente está loco. Es un crimen que debe castigarse.
Zebran saltó de la silla y agarró el brazo de Linda.
—Está loca —reiteró a gritos—. Dice que debo recibir un castigo porque aborté una vez.
—Déjame hablar con Anna —propuso Linda.
—¡No se puede hablar con un loco! —volvió a gritar Zebran.
—Bueno, yo no creo que esté loca —rechazó Linda tan sosegada como pudo.
Se colocó frente a Anna y la miró a los ojos al tiempo que intentaba desesperadamente ordenar sus pensamientos. ¿Por qué habría dejado Erik Westin a Anna con ellas en la misma habitación? ¿Habría un plan detrás del plan, un plan que escapaba a su entendimiento?
—No querrás decir que tienes algo que ver con todo esto, ¿verdad? —preguntó Linda.
—Mi padre ha vuelto. Y me ha infundido una esperanza que daba por perdida.
—¿Qué clase de esperanza?
—Que la vida tiene sentido, que Dios nos ha otorgado un sentido.
«Eso no es verdad», se dijo Linda, pues veía en los ojos de Anna lo mismo que en los de Zebran: el miedo. Anna se había vuelto un poco para tener la puerta a la vista. «Teme que se abra la puerta. Su padre la aterra.»
—¿Con qué te amenaza? —preguntó en voz baja, casi en un susurro.
—Él no me amenaza.
Anna también había empezado a susurrar. «Y eso sólo puede significar que me está prestando oídos», concluyó Linda, segura ya de que eso le brindaba una oportunidad.
—Mientes, Anna. Piensa que si dejas de mentir, las tres podríamos salir de ésta.
—No estoy mintiendo.
Disponían de poco tiempo, de modo que decidió no ponerse a discutir con Anna. Si su amiga se negaba a responder o si lo hacía con una mentira, no le quedaría más remedio que seguir adelante.
—Tú puedes creer en lo que quieras, pero no puedes hacerte cómplice de asesinato. ¿No te das cuenta de lo que estás haciendo?
—Mi padre ha vuelto por mí. Nos espera una gran misión.
—Ya sé cuál es la misión de la que hablas. ¿De verdad quieres que siga muriendo gente, que sigan quemando iglesias?
Linda vio que Anna estaba a punto de venirse abajo; debía aprovecharlo y continuar.
—Y si ejecutan a Zebran, la imagen del rostro de su hijo no te abandonará nunca, como una acusación de la que nunca te verás libre. ¿Es eso lo que quieres?
En ese momento, se oyó el ruido de una llave al girar en la cerradura. Linda se asustó. Ya era demasiado tarde.
Pero un segundo antes de que la puerta se abriese, Anna se metió la mano en el bolsillo y le pasó un móvil a Linda. Erik Westin apareció en la puerta.
—¿Te has despedido? —preguntó.
—Sí, me he despedido —respondió Anna.
Erik Westin le rozó la frente con la yema de sus dedos y, después, se volvió a Zebran y a Linda.
—Aún queda un rato —anunció—. Poco más de una hora.
Zebran se lanzó de repente contra la puerta. Linda la agarró, la obligó a sentarse y la mantuvo así hasta que se hubo calmado.
—Tengo un teléfono —le susurró Linda para tranquilizarla—. Saldremos de ésta, con tal de que te quedes ahí sentada y te armes de paciencia.
—Van a matarme.
Linda le cubrió la boca con la mano.
—Si quieres que lo consiga, debes ayudarme guardando silencio.
Zebran obedeció. Linda temblaba de tal manera que marcó mal el número por dos veces. La señal de llamada sonaba una y otra vez, sin que su padre contestase. A punto ya de colgar, alguien descolgó el teléfono. Era su padre, que, al oír la voz de Linda, empezó a vociferar. ¿Dónde se había metido? ¿No comprendía lo preocupados que estaban todos?
—No tenemos tiempo —musitó ella—. Escúchame.
—¿Dónde estás?
—Cállate y escucha.
Linda le contó todo lo sucedido desde que salió de la comisaría después de haberle dejado una nota sobre la mesa del escritorio. Él la interrumpió.
—Pues yo no he visto ninguna nota, y eso que he estado allí toda la noche esperando a que llamases.
—Entonces, se habrá perdido. Pero escucha, no hay tiempo.
Kurt notó que Linda estaba a punto de echarse a llorar, de modo que no volvió a interrumpirla. Ella pudo contárselo todo. Oía la pesada respiración de su padre, como si cada nuevo dato que ella le daba suscitase en él una compleja pregunta para la que debía hallar respuesta o que le obligase a tomar una decisión crucial.
—¿Es cierto todo eso? —preguntó él.
—Totalmente. Oí todo lo que decían.
—En otras palabras, que están completamente locos —concluyó enfurecido.
—No. Se trata de algo muy distinto. Creen en lo que hacen, para ellos no es una locura.
—Ya, bueno. Sea como sea, daremos la alarma en todas las sedes episcopales —replicó crispado—. Creo que tenemos quince catedrales en el país.
—Ellos hablaban de trece —advirtió Linda—. Trece torres. La decimotercera será la última, y su caída significará el comienzo del gran proceso de purificación. Pero no me preguntes qué proceso es ése.
—A ver, entonces, ¿no sabes dónde estás?
—No. Estoy casi segura de que atravesamos Ystad, por las rotondas. Y no es posible que viajásemos tanto como para llegar a Malmö.
—¿En qué dirección, pues? ¿Norte, sur…?
—No lo sé.
—¿Notaste alguna otra cosa mientras ibais en el coche?
—Los pisos de la carretera variaban: asfalto, gravilla, a veces auténticos caminos de cabras.
—¿Sabes si pasasteis algún puente?
Linda hizo memoria.
—No lo creo.
—¿Algún sonido?
Enseguida cayó en la cuenta. Los aviones. Los había oído varias veces.
—Sí, he estado oyendo motores de avión. Uno sonaba bastante cerca.
—¿A qué te refieres?
—A que sonaba como si estuviese a punto de aterrizar o como si acabase de despegar.
—Espera un instante —rogó su padre antes de gritar algo alejado del auricular.
—Vamos a mirar en un mapa —le dijo cuando regresó al teléfono—. Y ahora, ¿se oye algún avión?
—No.
—¿Dirías que sonaban como aviones grandes o pequeños?
—Sonaban como un jet. Como aviones grandes.
—Pues tiene que ser Sturup.
Linda oía papeleo y cómo su padre le pedía a alguien que llamase a la torre de control de Sturup.
—Bien, ya tenemos un mapa. ¿Oyes algo ahora?
—¿Quieres decir algún avión? No, nada.
—¿Podrías describir con más detalle en qué posición te encuentras tú en relación con el sonido de los aviones?
—Las torres, ¿están situadas al este o al oeste de las iglesias?
—¿Y cómo quieres que lo sepa yo?
El inspector llamó a Martinson, que le dio la respuesta.
—La torre está al oeste y el coro al este. Tiene algo que ver con la resurrección.
—Pues los aviones venían del sur. Si yo me sitúo mirando al este, los aviones venían desde el sur y volaban con rumbo norte. O quizá noroeste. Volaban casi justo encima de la iglesia.
Se oían rumores y crujido de papeles al otro lado de la línea telefónica. Linda sentía caer de su rostro las gotas de sudor. Zebran tenía la mirada perdida; se balanceaba apática con la cabeza entre las dos manos. Su padre volvió al auricular.
—Bien, ahora vas a hablar con un controlador aéreo de Sturup que se llama Janne Lundwall. Yo estaré escuchando vuestra conversación y es posible que os interrumpa. ¿Me has entendido?
—Sí, claro, no soy estúpida. Pero tenéis que datos prisa.
Kurt Wallander respondió con voz trémula.
—Lo sé. Pero no podemos hacer nada si no sabemos dónde estáis.
Janne Lundwall se puso al teléfono.
—Bueno, bueno. Veamos si podemos adivinar dónde estás —dijo el hombre en tono jovial—. ¿Se oye algún avión en este momento?
Linda se preguntó qué le habría dicho su padre a aquel controlador aéreo que, con aquel tono tan animado, no hacía sino acentuar su angustia.
—No oigo nada.
—Verás, esperamos la entrada de un aparato de la KLM dentro de cinco minutos. En cuanto lo oigas, avisas.
Los minutos pasaban con una parsimonia infinita pero, por fin, oyó el débil ronroneo del motor de un avión que se aproximaba.
—Ya lo oigo.
—¿Estás mirando al este?
—Sí. El avión viene por la derecha.
—Exacto. En cuanto esté justo sobre tu cabeza o exactamente delante de ti, avisas.