—Dios —contestó Anna.
—Confío en ti —insistió Erik—. El amor de Dios y el mío son una misma cosa. Vivimos en una época en la que está naciendo un mundo nuevo. ¿Entiendes lo que te digo?
—Lo entiendo.
Su padre la miró fijamente, a lo más profundo de sus ojos. Aún no estaba totalmente seguro, pero se veía obligado a creer que estaba haciendo lo correcto.
Después, la acompañó hasta la puerta.
—Anna se marcha —le dijo a Torgeir.
Subieron a uno de los coches que había en el jardín. El propio Erik le puso la venda y comprobó que con ella no veía nada. Hecho esto, le colocó los tapones en los oídos.
—Da un rodeo —le susurró a Torgeir— para que no pueda calcular la distancia.
El coche se detuvo a las cinco y media. Torgeir le quitó los tapones y le dijo que, cuando él le quitase la venda, siguiese con los ojos cerrados y contase hasta cincuenta.
—Dios te ve —le advirtió—. Y no le gustaría nada que desobedecieras.
Después, le ayudó a bajar del coche. Anna contó hasta cincuenta y abrió los ojos. En un primer momento, no supo decir dónde estaba. Después cayó en la cuenta de que se encontraba en la calle de Mariagatan, ante el portal de Linda.
La tarde y la noche del 7 de septiembre, Linda vio, una vez más, cómo su padre intentaba reunir y ordenar todas las pistas para que cobraran cierta coherencia, a fin de diseñar un plan de actuación y, tal vez, salir del punto muerto en que se encontraban. Durante aquellas horas, llegó al convencimiento de que los elogios que su padre recibía de sus colegas y, de vez en cuando, también de los medios de comunicación —cuando no lo atacaban duramente por la actitud reacia que solía adoptar en las conferencias de prensa—, no eran en absoluto desmedidos. Comprendió que su padre no sólo había acumulado conocimiento y experiencia, sino que, además, poseía una gran fuerza de voluntad y la capacidad de inspirar y entusiasmar a sus colegas. Recordó algo acaecido en la Escuela Superior de Policía. El padre de uno de sus compañeros era entrenador del segundo equipo en la primera división de hockey sobre hielo. Linda acudió a un partido con su compañero y les permitieron entrar en los vestuarios antes del encuentro, durante las pausas y al finalizar el partido. El entrenador poseía esa cualidad que acababa de descubrir en su padre: sabía entusiasmar al equipo. Tras los dos primeros tiempos, el equipo iba perdiendo por cuatro goles, pero el entrenador los animó: no debían rendirse, no había que desmoralizarse…, hasta que, en el último tiempo, casi lograron darle la vuelta al marcador.
«¿Será capaz mi padre de darle la vuelta al marcador de este partido?», se preguntó. «¿Logrará encontrar a Zebran antes de que ocurra algo?» A lo largo de aquel día, se vio obligada, en varias ocasiones, a abandonar una reunión o una conferencia de prensa, a las que asistía como insignificante espectadora, para precipitarse a los servicios más próximos. El estómago siempre era su punto débil. El miedo le provocaba diarrea. Su padre, en cambio, tenía el estómago de acero. De hecho, en ocasiones, bromeaba asegurando que su estómago segregaba ácidos similares a los de la hiena, los más corrosivos del reino animal, que, no obstante, no le provocaban el menor malestar. El punto débil de su padre era, en cambio, la cabeza; si se veía sometido a una fuerte presión, la cefalea podía afectarle durante varios días y no desaparecía más que con ayuda de fuertes analgésicos que sólo se vendían con receta médica.
Linda tenía miedo, y era consciente de no ser la única. La calma y la concentración que imperaban en la comisaría tenían algo de irreal. Le habría gustado poder penetrar las mentes de los policías y de los técnicos que la rodeaban, pero no logró descubrir más que concentración y conciencia del objetivo que perseguían. Además, comprendió algo que nadie le había enseñado en la Escuela Superior de Policía: en ciertas situaciones, el principal cometido de un agente consistía en mantener su miedo bajo control. Si daba rienda suelta a este miedo, la concentración y sus empeños se transformaban en un caos.
Poco después de las cuatro, Linda vio a su padre ir y venir por el pasillo como un animal enjaulado, justo antes de una conferencia de prensa. Ordenaba a Martinson que se asomase constantemente a la sala para ver cuántos periodistas habían acudido y cuántas cámaras de televisión habían instalado. De vez en cuando, le pedía al colega que comprobase si este o aquel periodista en concreto se había presentado en la sala. Por su tono de voz, Linda adivinó que deseaba con todas sus fuerzas que no fuese así. Y, en efecto, iba y venía como un animal a la espera de que lo dejasen salir a la arena. Cuando Lisa Holgersson apareció y anunció que ya era hora de empezar, él se precipitó al interior de la sala: sólo le faltó rugir.
Linda siguió la conferencia de prensa, que duró media hora exacta, desde un lugar discreto junto a la puerta. En la pequeña tarima que había en uno de los extremos de la sala, estaban sentados Lisa Holgersson, Svartman y su padre, que estaba tan tenso que Linda temía que estallase en un ataque de ira si le hacían alguna de las preguntas a las que él no quería responder. Linda sabía por qué estaba tan nervioso: en opinión de su padre, podrían invertir el tiempo de la conferencia de prensa en algo más útil. Sin embargo Martinson, que estaba de pie junto a ella, le aseguró que las conferencias de prensa podían ser, pese a todo, de gran ayuda en una investigación. Lo que se difundía a través de los medios de comunicación podía dar pie a lo que, en muchos casos, resultaba lo más provechoso: información por parte del público.
Pero Linda se libró de ver a su padre perder el control. Dirigió la conferencia de prensa con una especie de «apagada» presencia; no era capaz de describir mejor la actitud que su padre adoptó sobre el pequeño estrado: una apagada gravedad a la que nadie osaba oponerse.
Sólo habló de Zebran. Distribuyeron fotografías de la joven y proyectaron una imagen de ella en la pared. ¿Dónde estaba? ¿Alguien la había visto? Aquello era lo más importante. El inspector evitó con gran habilidad verse arrastrado a dar largas y detalladas aclaraciones. Sus respuestas fueron concisas, rechazó las preguntas a las que no quería responder y se ciñó a lo estrictamente necesario.
—Hay circunstancias que aún no alcanzamos a entender —admitió para concluir—: las iglesias incendiadas, las dos mujeres asesinadas, los animales carbonizados… Ni siquiera sabemos si existe alguna relación entre estos hechos, pero no cabe duda de que la joven a la que buscamos corre peligro.
¿Peligro? ¿Qué clase de peligro? ¿Y de dónde, de quién provenía ese peligro? Sin duda, la policía podía ofrecerles algún dato más. Las preguntas insatisfechas de los periodistas cruzaban la sala como un zumbido. Linda vio cómo su padre alzaba ante sí un escudo invisible que le permitía rechazar las preguntas y hacerlas rebotar, sin respuesta, a los que las formulaban. Lisa Holgersson sólo intervino para moderar y dar el turno de palabra. Svartman le iba soplando a su padre los detalles que él, en ese momento, no recordaba con exactitud.
De repente, todo había terminado. Su padre se levantó, como si ya no lo aguantase más, asintió a modo de despedida y salió de la sala. Los periodistas siguieron lanzándole preguntas que él, simplemente, ignoró. Después, abandonó la comisaría sin decir una palabra.
—Es lo que suele hacer —explicó Martinson—. Sale a tomar el aire y a darse un paseo, como si fuese su propio perro. Se dará una vuelta y no tardará en regresar.
Veinte minutos más tarde, entraba por el pasillo como un tornado. En la mesa de la sala de reuniones había unas pizzas que habían encargado. Wallander acuciaba a todo el mundo para que se apresurasen a entrar, recriminó a voces a una secretaria por no haberle llevado los documentos que había pedido y cerró de un portazo. Stefan Lindman estaba sentado junto a Linda. El agente se inclinó para susurrarle al oído:
—Un buen día, créeme, echará la llave y la tirará. Y nosotros nos convertiremos en monolitos y, dentro de mil años, nos desenterrarán a todos.
Ann-Britt Höglund entró, sin resuello, después de su viaje relámpago a Copenhague.
—Estuve hablando con Ulrik Larsen —dijo al tiempo que le tendía a Linda una fotografía.
Ella reconoció enseguida al hombre que le había prohibido seguir buscando a Torgeir Langaas y que la había golpeado.
—El caso es que el sujeto se ha retractado de su primera versión —continuó—. Ahora ya no admite en absoluto haber tenido intención de cometer ningún robo. Además, niega rotundamente haber amenazado a Linda. Sin embargo, se resiste a dar una explicación. Al parecer, es un pastor bastante polémico. Sus sermones han ido adoptando un tono cada vez más sulfuroso últimamente.
Linda vio que su padre extendía el brazo para interrumpir a la colega:
—Eso es importante. ¿Cómo que «sulfuroso»? ¿Qué quiere decir «últimamente»?
Ann-Britt Höglund hojeó su bloc de notas.
—«Últimamente» lo entendí yo como este año. «Sulfuroso» quiere decir que empezó a hablar del Juicio Final, la decadencia de la cristiandad, la impiedad y el castigo que sufrirán los pecadores. Le han llamado la atención tanto desde su diócesis de Gentofte como desde el obispado, pero él se niega a suavizar el tono.
—Doy por sentado que le formulaste la más importante de todas las preguntas, ¿no?
Linda ignoraba cuál sería. Cuando oyó la respuesta de Ann-Britt Höglund, se sintió estúpida.
—¿Qué opina sobre el aborto? Pues lo cierto es que tuve la oportunidad de preguntársela a él directamente.
—¿Y la respuesta fue…?
—No hubo respuesta. Se negó a hablar de eso. Sin embargo, según pude averiguar, en algunos de sus sermones ha asegurado que el aborto es un crimen vergonzoso que merece el más duro castigo.
Cuando la agente hizo una síntesis de su visita, todos concluyeron que el pastor Ulrik Larsen tenía que estar implicado en el caso, pero ¿de qué modo?, ¿y en qué, concretamente? Aún era demasiado pronto para responder a estas cuestiones.
Cuando la colega se sentó, Nyberg abrió la puerta.
—Ha llegado el teólogo.
Linda echó una ojeada a su alrededor y comprendió en el acto que sólo su padre sabía a quién se refería Nyberg.
—Dile que pase.
Nyberg se marchó y Kurt Wallander pasó a hablarles de la persona a la que esperaban.
—Nyberg y yo nos hemos ocupado de aquella Biblia que dejaron en la cabaña donde fue asesinada Birgitta Medberg. Alguien se dedicó a hacer ciertas correcciones en los textos sagrados, particularmente en los Hechos de los Apóstoles, la Epístola a los Romanos, y en varios libros del Antiguo Testamento. Pero ¿cuál es la naturaleza de esas anotaciones?, ¿tienen alguna coherencia, apuntan todas a algo concreto? Hablamos con la brigada judicial de Estocolmo, pero ellos no contaban con ningún experto que pudiese ayudarnos, de modo que nos pusimos en contacto con el Departamento de Teología de la Universidad de Lund, y se ofreció a ayudarnos un profesor agregado llamado Hanke. Ésa es la persona a la que esperamos.
El agregado Hanke resultó ser, para sorpresa general, una joven de larga melena rubia y un rostro bastante atractivo que vestía pantalón negro de cuero y una camisa de escote generoso. Linda vio que su padre quedaba desconcertado. La joven rodeó la mesa, le estrechó la mano y fue a sentarse en una silla que habían colocado junto a la de Lisa Holgersson.
—Hola, soy Sofía Hanke —se presentó—. Soy profesora agregada y me doctoré en teología con una tesis sobre el cambio del paradigma cristiano en Suecia después de la segunda guerra mundial. —Abrió entonces un maletín que traía consigo y sacó la Biblia encontrada en la cabaña—. Ha sido una lectura fascinante —prosiguió—. He estado pegada durante horas a este volumen, provista de una buena lupa, hasta que he conseguido descifrar lo que hay escrito entre los renglones. Lo primero que quisiera decir es que estos añadidos manuscritos son obra de una sola persona. Y no porque la caligrafía, si es que puede hablarse de tal cosa con una letra minúscula, sea la misma, que lo es, sino más bien por el contenido. Desde luego, no sabría decir ni quién ni por qué lo escribió. Pero en todo ello subyace una lógica. —La joven doctora abrió un bloc de notas antes de proseguir—: Para ilustrar lo que acabo de decir y de qué trata todo esto, en mi opinión, he seleccionado un ejemplo del capítulo siete de la Epístola a los Romanos. —En este punto, se interrumpió y miró a su alrededor—. ¿Cuántos de vosotros conocéis los textos bíblicos? Tal vez no estén incluidos en la formación general del Cuerpo de Policía, ¿no?
La respuesta negativa fue general, a excepción de Nyberg, que los sorprendió a todos con su confesión:
—Yo leo un pasaje de la Biblia cada noche. Es un método infalible para dormirse enseguida.
Sus palabras fueron acogidas por los agentes con cierto regocijo, y, curiosamente, también Sofía Hanke apreció su comentario.
—Sí, te entiendo —aceptó—. Lo cierto es que preguntaba por curiosidad. En el capítulo siete de la Epístola a los Romanos, que trata sobre la inclinación pecaminosa del ser humano, se dice que «… no hago el bien que quiero, pero sí el mal que no quiero» y, entre las líneas impresas, corrigiendo el texto, entre otras cosas ha cambiado «el mal» por «el bien», con lo que su versión rezaría: «… hago el mal que quiero y no hago el bien que no quiero». Evidentemente, es una tergiversación significativa. En efecto, una de las tesis fundamentales del cristianismo es precisamente que el ser humano desea hacer el bien, aunque siempre halla motivos para hacer el mal. Sin embargo, la versión corregida sostiene que el ser humano ni siquiera desea hacer el bien. Y ése es el espíritu que predomina en todas las enmiendas de los textos bíblicos. Quien los corrige intenta invertir los términos y buscar un nuevo significado. No cabe duda de que es fácil pensar que esto es obra de un desquiciado. Existen historias, probablemente ciertas, de personas que han estado internadas en hospitales psiquiátricos durante largos periodos estudiando y reescribiendo textos bíblicos. Sin embargo, yo no creo que esto lo haya escrito un loco. Se percibe una suerte de esforzada lógica en todas sus modificaciones. Podría decirse que quien ha añadido estos textos entre los renglones va en pos de una verdad oculta en la Biblia, una verdad que no es interpretable de forma inmediata por las palabras que, de hecho, la configuran. Pretende leer entre líneas. Al menos, así lo interpreto yo. —Sofía guardó silencio y miró a su alrededor—. Podría seguir hablando, pero tengo entendido que andáis cortos de tiempo, así que será mejor que vosotros mismos me hagáis preguntas.