Antes de que hiele (48 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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Cuando se marchó del apartamento, estaba seguro de que ella seguiría sus pasos. Además, ella le había dado lo más importante de todo: la posibilidad de castigar a un pecador. Ya en la calle, se volvió a mirar y, al otro lado de la ventana de la cocina, vislumbró su rostro.

Torgeir lo aguardaba, tal y como habían acordado, en la oficina de Correos. Tenían la costumbre de elegir siempre para sus encuentros lugares públicos. La conversación fue breve. Antes de despedirse, Torgeir inclinó la cabeza ofreciéndole su frente. Él la rozó con la yema de sus dedos y comprobó que el pulso era normal. Aunque ya sabía que había sido un milagro de Dios, siempre se asombraba al comprobar que Torgeir había podido salvarse. El hombre tembloroso y desahuciado que había recogido de las calles de Cleveland se había convertido en su mejor organizador, en su primer discípulo.

Al atardecer de aquel mismo día volvieron a encontrarse, esta vez en el aparcamiento. Hacía una tarde apacible, pero el cielo estaba cubierto de nubes y cabía la posibilidad de que lloviese, ya entrada la noche. El camión había sido sustituido por un autobús que Torgeir había robado de una empresa de Malmö y al que había cambiado las placas de la matrícula. Pusieron rumbo al este, dejaron atrás Ystad y continuaron por carreteras comarcales en dirección a Kavestrand, ante cuya iglesia se detuvieron. El templo estaba situado en la cima de una colina y la vivienda más próxima se hallaba a cuatrocientos metros de allí, al otro lado de la carretera que conducía a Tomelilla. Nadie vería el autobús. Torgeir abrió el portón de la iglesia con la llave que tenía preparada. Tras encender las linternas, colocaron las escaleras extensibles y se subieron a ellas para cubrir con bolsas de plástico de color negro los ventanales que daban a la carretera. Después, encendieron las velas en torno al altar. Sus pasos eran quedos. El silencio, total.

Torgeir entró en la sacristía, donde él estaba preparándose, y le comunicó que todo estaba listo.

—Esta noche, los haré esperar —anunció Erik. Después le dio la soga a Torgeir—. Extiéndela rodeando el altar. La soga infunde temor, y el temor infunde fidelidad.

Torgeir lo dejó solo. Él se sentó a la mesa de la sacristía con una vela encendida ante sí. Cuando cerró los ojos, creyó estar de vuelta en la jungla. Jim Jones salía de su casa, la única en la que había instalado un generador que producía electricidad. Siempre bien peinado, los dientes blancos, la sonrisa como un corte recién practicado en su rostro… «Jim era un ángel hermoso», se decía. «Aunque un ángel caído, un ángel negro. No puedo negar que, en algunos de los momentos que compartí con él, fui totalmente feliz. Y tampoco puedo negar que lo que él me dio o, más bien, lo que yo soñé que me daría, es lo que ahora deseo dar a mis seguidores. He visto al ángel caído, y sé qué debo hacer.»

Cruzó los brazos sobre la mesa y descansó la cabeza en ellos. Los demás se irían sentando fuera; tendrían que esperarlo. La soga ante el círculo del altar era un recordatorio del temor que él les inspiraba. Si los caminos de Dios eran inescrutables, también debía serlo su maestro en la Tierra. Sabía que Torgeir no volvería a entrar. Y empezó a soñar, a caer lentamente en el sopor del sueño. Era como descender a lo más profundo, a un lugar en que el calor sofocante de la jungla atravesaba los fríos muros de piedra de la iglesia escaniana. Volvió a pensar en Maria y en la niña, y se durmió.

A las cuatro de la mañana despertó sobresaltado. Al principio, no supo dónde se encontraba. Se levantó; se notaba el cuerpo entumecido, los miembros rígidos por la incómoda postura. Tras unos minutos de espera, entró en la iglesia. Allí estaban todos, sentados en los primeros bancos, hirsutos, temerosos, expectantes. Se detuvo para observarlos un instante antes de que ellos pudiesen verlo. «Podría matarlos a todos», consideró para sí. «Podría pedirles que se cortasen las manos y que se devorasen a sí mismos. De hecho, aún tengo flaquezas. No sólo son flaquezas mis recuerdos, sino también mi incapacidad para confiar plenamente en mis seguidores. Me llenan de temor sus pensamientos, los pensamientos que no puedo controlar.» Se colocó ante el altar. Aquella noche les hablaría de las aves migratorias. Empezaría a hablarles de la gran misión que los aguardaba, el motivo por el que habían emprendido aquel largo viaje a Suecia. Aquella noche, él pronunciaría las primeras palabras de lo que se convertiría en el quinto evangelio.

Hizo un gesto de asentimiento a Torgeir para que abriese el sagrado cofre de madera y latón, que habían depositado en el suelo, junto a la soga enrollada. El cofre era antiguo y tenía las bisagras oxidadas. Torgeir fue repartiendo las máscaras de la muerte entre los presentes. Eran blancas, como las de un mimo, carentes de toda expresión de gozo o de dolor.

La idea de las máscaras se le había revelado un mediodía en que se hallaba junto a Sue-Mary, ésta ya en su lecho de muerte. Él observaba su rostro macilento. Ella dormía, la cabeza hundida en el almohadón. De repente, su rostro pareció transformarse en una máscara, un semblante blanco, petrificado. «Dios creó al hombre a su imagen y semejanza», pensó entonces, «pero nadie conoce el rostro de Dios. Nuestras vidas son su aliento, el aire que respiramos. Pero nadie conoce su semblante. De ahí que debamos llevar esta máscara blanca, para anularnos a nosotros mismos y elevarnos a Él, que nos ha creado.»

Los vio ponerse las máscaras y, como siempre que los veía ocultar sus rostros, le sobrevino una intensa sensación de fuerza, de poder. Torgeir fue el último en ponérsela. Él, el guía, era el único que no llevaba máscara.

Eso también lo había aprendido de Jim. Durante los primeros años sucedía que alguna de las mujeres que vivían con él, una de sus sirvientas, se acercaba hasta su choza a medianoche y lo despertaba para avisarle de que Jim deseaba hablar con él. Y él saltaba de la cama, medio dormido y algo atemorizado. Él le temía a Jim. Se sentía pequeño e insignificante en su presencia. Jim solía acomodarse en una hamaca que tenía en su porche, rodeada de mosquiteros. Y a su lado había una silla en la que se sentaba aquel al que llamaba. En la oscuridad, Jim empezaba a hablar de cuanto iba a ocurrir. Nadie osaba interrumpir sus monólogos, que solían prolongarse hasta el amanecer. Una de aquellas noches, al principio, cuando él aún amaba a Jim y estaba convencido de que tenía ante sí a un siervo de Dios, Jim le dijo que el maestro siempre debía estar algo apartado, y que los discípulos debían saber siempre dónde se encontraba el maestro. Y que éste era el único que no debía ocultarse.

Se colocó ante ellos. Había llegado el momento que tanto había esperado. Cruzó las manos y se presionó con el pulgar derecho las venas de la muñeca izquierda. Su pulso latía con normalidad. Todo estaba bajo control. «Llegará el día en que esta iglesia se convierta en un lugar de peregrinación», auguró para sí. «Los primeros cristianos, aquellos que murieron en las catacumbas de Roma, han regresado. La era de los ángeles caídos pertenece ya al pasado. Y ha vuelto a resucitar a la vida una religión que había estado adormecida, anestesiada por toda esa fe envenenada que se ha inyectado en las venas de la gente.»

Les habló de las aves migratorias. El hombre no tenía alas y, pese a todo, podía desplazarse recorriendo grandes distancias, como si volase. Habían permanecido apartados mucho tiempo unos de otros. Se habían visto obligados a pasar los inviernos en la gran oscuridad que se cernía sobre la Tierra. Pero la luz nunca había llegado a extinguirse por completo. Habían logrado mantener viva la llama en esa oscuridad, y allí, en el corazón más negro de la gruta, la verdad los esperaba. Ahora habían regresado. Ellos eran la primera bandada de pájaros que retornaban al hogar. Pronto los seguirían otros. El cielo se vería surcado de aves; y ya nada los detendría. El reino de Dios volvería a instaurarse en la Tierra. Tenían ante sí un tiempo de largas guerras santas. El reino de Dios había de construirse desde dentro. El primer paso consistía en desenmascarar a los traidores que se habían reunido en el templo; derribarían después todos esos templos impíos para, luego, empezar todo desde el principio. Sí, en breve se desatarían las guerras contra los falsos dioses que habitaban la Tierra. Había llegado la hora, ellos darían el primer paso, ya.

Aguardaron en la iglesia hasta el amanecer. Torgeir esperaba fuera del templo, «un solitario vigilante en aquellos últimos momentos de la vieja era», se decía él. Cuando los primeros rayos de luz despuntaron en el horizonte, Torgeir entró en la iglesia. Recogió las máscaras y volvió a colocarlas en el cofre.

El 8 de septiembre era el día que él había elegido. Y ello, también a causa de un sueño. En efecto, soñó que se encontraba en una fábrica abandonada cuyo suelo aparecía cubierto de agua de lluvia y de hojas secas. Un almanaque colgaba de una de las paredes y, cuando despertó, recordaba que la fecha que destacaba en el almanaque era el 8 de septiembre. Ese día, todo terminaría y todo comenzaría de nuevo.

A la luz del alba, observó sus semblantes pálidos, serenos. «Veo ojos que me ven», se dijo. «Y ven en mí lo que yo creí ver cuando me hallaba ante Jim Jones. La única diferencia es que yo soy, en verdad, quien digo ser. Yo soy el guía elegido.» Los escrutó, una vez más, pero no le pareció que ninguno de ellos abrigase la menor duda.

Dio un paso adelante y empezó a hablar.

—Ha llegado el momento de la ruptura. Las aves migratorias se han posado en tierra. Yo no había pensado que nos viésemos antes del día en que debéis llevar a cabo vuestra gran misión. Pero Dios me habló anoche y me dijo que era preciso realizar otro sacrificio. De modo que, la próxima vez que nos reunamos, otro pecador morirá. —Tomó la soga y la elevó sobre su cabeza—. Ya sabemos qué se nos exige —prosiguió—. Los libros antiguos nos lo han enseñado: ojo por ojo y diente por diente. Todo pecado conlleva su castigo. Aquel que mata, debe morir. No debemos albergar la menor duda. De acero es, en verdad, el aliento de Dios. Y Él reclama dureza de nosotros. Nosotros somos como las serpientes que despiertan tras el largo periodo de hibernación. Somos como las lagartijas que se apresuran entre las grietas de las rocas y cambian de color cuando sienten cerca la amenaza. Sólo con entrega, con dureza y con astucia podremos vencer el vacío que devora a los hombres. La gran oscuridad, el largo periodo de decadencia y de impotencia quedan, por fin, a nuestras espaldas.

Guardó silencio, consciente de que ellos lo comprendían. Fue caminando por delante de los bancos para pasar su mano sobre sus frentes rendidas. Con una seña, les indicó que se levantasen. Pronunciarían las palabras sagradas todos juntos. Él les había contado que le habían sido transmitidas durante una revelación. En realidad, ellos no tenían por qué conocer la verdad; él no tenía por qué contarles que se trataba de unas palabras que había leído en su juventud. ¿O tal vez las había soñado? Ya no lo sabía. Pero tampoco tenía importancia.

Y, liberados, nos elevaremos con el rumor de ingentes alas

para fundirnos con Él y llegar a ser luz de su luz sagrada.

Después, todos salieron de la iglesia, cerraron y se marcharon en el autobús. La mujer que acudía allí a limpiar por las tardes no notó que hubiese entrado nadie.

CUARTA PARTE

La decimotercera torre

41

A Linda la despertó el teléfono. Miró el despertador y comprobó que eran las seis menos cuarto.

Se oían ruidos en el cuarto de baño, de lo que dedujo que su padre ya se había levantado, pero supuso que no habría oído el teléfono, de modo que fue a la cocina y atendió ella misma la llamada, que le trajo una voz femenina que no reconocía.

—¿Es éste el número de un policía llamado Wallander?

—¿Quién pregunta?

—¿Es o no es éste su número?

La mujer hablaba con un distinguido y gutural acento escaniano. «No es una de las mujeres de la limpieza de la comisaría, desde luego», pensó Linda.

—No puede ponerse en este momento. ¿Quién lo llama?

—Soy Anita Tademan, del castillo de Rannesholm.

—¡Ah!, sí. Nos conocemos. Yo soy su hija.

—¿Cuándo podría hablar con él?

—En cuanto salga del cuarto de baño.

—Es importante.

Linda anotó su número de teléfono, colgó el auricular y fue a preparar café. Cuando su padre entró en la cocina, el agua empezaba a hervir. El hombre estaba tan absorto en sus pensamientos que ni siquiera se sorprendió al verla levantada tan temprano.

—Ha llamado Anita Tademan. Dijo que era importante.

Su padre echó un vistazo al reloj.

—Desde luego, tiene que serlo, para llamar a estas horas.

La joven marcó el número y le tendió el auricular.

Mientras hablaba con Anita Tademan, Linda rebuscó entre los armarios de la cocina hasta llegar a la conclusión de que no les quedaba ni un grano de café.

En ese momento, su padre terminó la conversación. Linda había oído que quedaban a una hora.

—¿Qué quería?

—Quiere verme.

—¿Para qué?

—Para contarme algo que le ha oído comentar a un pariente que vive en una de las fincas de Rannesholm. No quería contármelo por teléfono, prefiere que vaya al castillo. Supongo que no quería rebajarse a acudir a la comisaría. Pero le dije que no podía ser, como habrás oído.

—Pues no.

Él masculló una réplica y se puso a rebuscar en los armarios algún paquete de café.

—Se ha acabado —le adelantó Linda.

—¿Es que soy el único que tiene que pensar en si hay o no café en esta casa?

Linda se enojó.

—No tienes ni idea de lo contenta que estaré el día en que me mude de aquí. En realidad, no debería haber vuelto.

Kurt Wallander extendió los brazos a modo de disculpa.

—Sí, supongo que será lo mejor —admitió—. No es bueno que padres e hijos vivan tan cerca unos de otros. Pero ahora ni tú ni yo tenemos tiempo de discutir.

Tomaron té mientras hojeaban cada uno su parte del diario de la mañana. Ninguno de los dos podía concentrarse en la lectura.

—Quiero que vengas conmigo —aseguró el inspector—. Ve a vestirte. Quiero tenerte a mano.

Linda se dio una ducha y se vistió tan rápido como pudo, pero, cuando estuvo lista, su padre ya se había marchado y le había garabateado una nota en el periódico. Ella interpretó algo así como que tenía prisa. «Es tan impaciente como yo», se dijo.

Miró por la ventana. El termómetro indicaba aún la temperatura de la canícula, veintidós grados. Pero llovía. A buen paso, casi a la carrera, llegó a la comisaría. Pensó que era como cuando iba a la escuela: sentía la misma preocupación por no llegar tarde.

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