Diecisiete minutos más tarde atravesaba las puertas de la comisaría uno de los hombres más corpulentos que Linda había visto en su vida. Tenía unos pies enormes calzados en un par de gigantescas botas de goma. Medía cerca de dos metros de altura, la barba le llegaba al pecho y lucía un tatuaje en la calva. Cuando el hombre se sentó, Linda aprovechó para ponerse de pie y ver qué representaba el tatuaje. Comprobó que se trataba de una brújula. Christian Thomassen le sonrió.
—La aguja indica rumbo sur-sureste —explicó el hombre—. Con ese rumbo, las velas te conducen derecho a la puesta de sol. Cuando la muerte me alcance, no tendrá que dudar del rumbo.
—Ésta es mi hija —la presentó Kurt Wallander—. ¿Te acuerdas de ella?
—Quizá. La verdad es que no recuerdo a mucha gente. Aunque no me he ahogado en el alcohol, la mayoría de los recuerdos se han borrado de mi memoria.
El gigantesco marino le tendió la mano para saludarla. Linda temió que le aplastase la mano entre las suyas. No le pasó desapercibido el hecho de que el acento del hombre le recordaba, en cierto modo, al de la grabación.
—Bien, vamos allá —propuso Kurt Wallander—. Quiero que escuches una grabación.
Christian Thomassen escuchó con suma atención. Y pidió que le pasasen la cinta hasta cuatro veces. Cuando Stefan Lindman estaba a punto de rebobinar para ponerla una quinta vez, el hombre alzó la mano. Ya no hacía falta.
—Ese hombre es noruego —anunció—. No danés. Trataba de identificar la región noruega de la que proviene, pero no lo he conseguido. Lo más probable es que lleve mucho tiempo fuera del país.
—¿Quieres decir que lleva demasiado tiempo en Suecia y su acento es más sueco?
—No necesariamente.
—Pero estás seguro de que es noruego, ¿verdad?
—Sin la menor duda. Aunque llevo ya diecinueve años en Ystad y, de esos diecinueve, me he pasado borracho unos ocho, no he olvidado del todo mis orígenes.
—Bien, pues muchas gracias —concluyó Kurt Wallander—. ¿Quieres que te lleven a casa?
—No, voy en bicicleta —rechazó Christian Thomassen con una sonrisa—. Es algo que no puedo hacer cuando bebo, porque entonces me caigo y me rompo la crisma.
—Un hombre muy curioso —observó el padre de Linda cuando se hubieron quedado solos—. Christian Thomassen tiene una hermosa voz de bajo. Si no hubiera sido tan gandul y no hubiese bebido tanto, habría podido hacer carrera en la ópera. Sospecho que se habría hecho célebre como el más grande bajo del mundo. Al menos, desde el punto de vista puramente físico.
Ya en el despacho de Kurt Wallander, Stefan Lindman se quedó observando los restos de la figura de porcelana, pero no hizo ningún comentario.
—Un noruego —retomó Kurt Wallander—. En ese caso, ya sabemos que quien prendió fuego a los cisnes es el mismo sujeto que incendió la tienda de animales. Aunque, en cierto modo, ya lo sabíamos, claro. Y también fue él quien mató al ternero. La cuestión es si no será el mismo que se ocultaba en la cabaña cuando apareció Birgitta Medberg.
—¿Y la Biblia? —recordó Stefan.
Kurt Wallander negó con un gesto.
—No, la Biblia es sueca. Además, han logrado descifrar parte de lo que está escrito entre los versículos. Y todo está en sueco.
Todos guardaron silencio durante un rato. Linda aguardaba. Finalmente, Stefan Lindman movió la cabeza de un lado a otro, antes de asegurar:
—Tengo que ir a dormir algo. Ya no puedo ni pensar.
—Nos vemos mañana a las ocho —propuso Kurt Wallander.
Los pasos del agente se perdieron pasillo arriba. El padre de Linda bostezó.
—Tú también deberías dormir —afirmó Linda.
Kurt Wallander asintió al tiempo que extendía el brazo para alcanzar algunas de las piezas de la figura de porcelana.
—Tal vez lo mejor sea que se haya roto —comentó, titubeante—. Hace ya más de treinta años que la compré. Fue un verano en el que viajé a España con un amigo. Yo ya conocía a Mona y aquél fue mi último verano de libertad. Compramos un coche viejo y nos fuimos a España a la caza de hermosas Carmencitas. En realidad, habíamos pensado llegar hasta el sur del país, pero el coche se murió cerca de Barcelona. Creo que habíamos pagado por él unas quinientas coronas. Lo dejamos en un pueblo polvoriento y tomamos un autobús hasta Barcelona. De los catorce días siguientes no tengo más que vagos recuerdos. Y no creas, que le he preguntado a mi amigo, pero él se acuerda menos que yo, si cabe. Bebimos sin cesar, de la mañana a la noche. Aparte de algunas prostitutas, no recuerdo haber estado cerca de las bellas Carmencitas con las que soñábamos. Cuando el dinero empezó a agotarse, emprendimos el regreso a Suecia, en autostop. El toro lo compré justo antes de salir de España. Había pensado regalárselo a Mona cuando llegase a casa, pero estaba tan enfadada conmigo que no llegué a dárselo. Después, cuando nos separamos, lo encontré en un cajón y me lo traje al despacho. Y ahora se ha roto. Tal vez haya sido lo mejor.
Dicho esto, guardó silencio, aunque Linda tenía la sensación de que la historia no había tocado a su fin.
—El amigo con quien hice aquel viaje era Sten Widén —reveló Wallander—. El que ahora está muriéndose de cáncer. Y el toro se ha roto.
Linda no sabía qué decir, de modo que permaneció en silencio. Intentaba imaginarse a su padre con treinta años menos, justo antes de que ella naciese. «Seguro que entonces se reía más a menudo», se dijo Linda. «Gracias a Dios que yo no he salido tan lúgubre como él.»
Kurt Wallander se levantó.
—Tienes razón. Tenemos que dormir. Yo, al menos, tengo que dormir. Y ya es medianoche.
En ese momento, se oyeron unos toquecitos en la puerta. Un agente de la central de alarmas entró con un documento en la mano.
—Acaba de llegar esto —explicó al tiempo que entregaba un fax a Kurt Wallander—. Es de Copenhague, de un tal Knud Pedersen.
—Sí, lo conozco.
El policía se marchó y dejó al padre de Linda ojeando el fax. No obstante, volvió a sentarse para leerlo con más detenimiento. Linda detectó, por la expresión de su rostro, que se trataba de algo importante.
—Muy curioso —declaró al poco—. Knud Pedersen, al que conozco de hace tiempo, es un policía muy despierto. Resulta que acaba de cometerse un asesinato. Una prostituta, Sylvi Rasmussen, a la que han partido el cuello. Lo extraño es que tenía las manos entrelazadas, como si estuviese orando. No se las habían cortado. Pero Pedersen, que había leído acerca de nuestro caso, pensó que debía saberlo. —Dejó el fax sobre la mesa—. Otra vez Copenhague —señaló.
Linda estaba a punto de formular una pregunta cuando él alzó la mano para detenerla.
—Tenemos que dormir —le recordó—. Cuando los policías están cansados, suelen darles a sus perseguidos una ventaja innecesaria.
Así, abandonaron finalmente la comisaría. Kurt Wallander propuso que fueran dando un paseo.
—Hablemos de cualquier otra cosa —sugirió—. Algo que nos aclare las ideas.
Los dos caminaron en silencio, sin pronunciar una sola palabra, hasta la calle de Mariagatan.
Cada vez que veía a su hija, tenía la sensación de que, de repente, el suelo desaparecía bajo sus pies y él empezaba a caer y tardaba varios minutos en recobrar el equilibrio.
Las imágenes de su vida anterior cruzaban como rayos por su cerebro. Ya en Cleveland había considerado que su vida podía dividirse en tres fases, muy distintas entre sí. La primera fase era la vivida antes de la ruptura, cuando lo dejó todo atrás. Él solía llamar a aquella fase el periodo del Vacío, anterior a su encuentro con el ángel caído que él confundió con el mismo Dios. La segunda vida, el periodo del Ángel Caído, estaba formada por los años en que siguió a Jim Jones en su peregrinación hacia el paraíso que les aguardaba en la selva de Guyana. Fue una época en que una mentira disfrazada de verdad vino a sustituir al vacío. Después, siguió el tiempo en que ahora se encontraba, el periodo de la Verdad, que vería completado en breve. Dios lo había puesto a prueba y lo había hallado digno de restablecer la verdad.
A menudo, él se decía que los dos primeros periodos constituían una gran mentira. Se controlaba el pulso con frecuencia para comprobar que no se le alterase, con independencia de lo indignado que estuviese. «Al igual que un animal alado, tú has de poder desprender de tu cuerpo el odio, la mentira y la ira», le había dicho Dios en un sueño. Y, de hecho, tan sólo cuando veía a su hija volvía a ceder a la debilidad. Cuando la veía ante sí, veía también los demás rostros. Ante todo, el de Maria y su hija, que habían quedado allí, corrompiéndose en aquella ciénaga sofocante que el desquiciado de Jim Jones había elegido como paraíso. Sí, entonces añoraba ardientemente a los que habían muerto, además de experimentar cierto sentimiento de culpa por no haber logrado salvarlos.
«Dios exigió aquel sacrificio para probarme», se decía. En el rostro de su hija veía, asimismo, el de Sue-Mary, la mujer de Cleveland, y también el del anciano de Caracas que había guardado sus documentos. Veía las dos vidas que había dejado atrás y sólo sentía que el suelo volvía a extenderse bajo sus pies cuando todas aquellas imágenes abandonaban su mente. «Tus recuerdos serán como los trazos que deja un ave al cruzar el cielo en silencio», le había dicho Dios. «Los verás aparecer y desaparecer. Y no serán más que recuerdos.»
Se encontraba con su hija en distintos lugares y a distintas horas. Desde el día en que salió de su invisibilidad y dejó que ella lo viera, había tratado por todos los medios de que no desapareciese otra vez de su vida. A menudo, intentaba sorprenderla. En una ocasión, cuando hacía poco que se habían reencontrado, le lavó el coche. Además, le escribía a la dirección de Lund cuando quería concertar con ella una cita en el escondite que tenían detrás de la iglesia de Lestarp. A veces, iba al apartamento de su hija para hacer llamadas importantes, e incluso alguna noche se había quedado a dormir allí.
«Una vez la abandoné», se decía, «y ahora tengo que ser fuerte, para impedir que ella me abandone a mí.» Al principio contaba con la posibilidad de que ella se negase a seguirlo. De haber sido así, él habría vuelto a hacerse invisible. Pero ya después de los tres primeros encuentros, comprendió que podría convertirla en uno de los elegidos. Lo que terminó de convencerlo fue, ante todo, la extraordinaria casualidad de que su hija conociese a la mujer que Torgeir había asesinado cuando ésta descubrió uno de sus escondites. Entonces comprendió que su hija había estado esperándolo durante todos aquellos años en que él había permanecido ausente.
Ahora volvería a verla, en esta ocasión en su apartamento. Varias veces había entrado en él sin que ella lo supiese. Incluso llegó a dormir allí. Ella colocaba un macetero con flores en la ventana, como señal de que él podía entrar sin problemas. En varias ocasiones, no obstante, él simplemente había abierto la puerta con las llaves que ella le había prestado, sin molestarse en mirar si el macetero estaba o no en la ventana. Dios le avisaba de cuándo podía irrumpir en el mundo de su hija sin correr el menor riesgo. Él le había explicado lo importante que era que ella se comportase con normalidad ante sus amigas. «En la superficie, es como si nada hubiese ocurrido», le decía. «La fe irá creciendo en tu interior, hasta el día en que yo te diga que ya puedes dejarla salir de tu cuerpo.»
Siempre que se veían, él se comportaba con ella como Jim Jones le había enseñado; era lo único que, en su recuerdo, no estaba mancillado por la traición y el odio. Siempre había que prestar atención a la respiración de las personas. Ante todo, había que escuchar la de aquellos que eran nuevos y que tal vez aún no se hubiesen humillado por completo para poner su vida en manos de su guía.
Cuando entró en el apartamento, ella cayó de rodillas en el vestíbulo. Él posó la mano sobre su frente y le susurró las palabras que Dios exigía que ella escuchase. Al mismo tiempo, tanteó con la yema de los dedos hasta encontrar una vena en la que detectar el pulso de la joven: notó que estaba temblando, aunque parecía menos amedrentada que otras veces. Todo aquello que estaba cambiando la vida de su hija empezaba a convertirse en algo natural para ella. Él se arrodilló también frente a la joven.
—Estoy aquí —susurró él.
—Estoy aquí —respondió ella.
—¿Qué dice el Señor?
—El Señor exige mi presencia.
Le acarició la mejilla y, después, los dos se levantaron y fueron a la cocina. Ella había preparado el tipo de comida que él quería: ensalada, pan ácimo, dos trozos de carne. Él se puso a comer despacio, en silencio. Cuando hubo terminado, ella sacó un recipiente con agua, le lavó las manos y le sirvió una taza de té. Él la miró y le preguntó qué tal le había ido desde la última vez que hablaron. Mostraba siempre especial interés por sus amigas, sobre todo por la joven que anduvo buscándola.
No había hecho más que probar un sorbo de té y, al oír sus primeras palabras, supo enseguida que ella estaba nerviosa. La miró de nuevo, con una sonrisa, y le preguntó:
—¿Qué es lo que te atormenta?
—Nada.
Entonces, él le agarró la mano e introdujo dos de sus dedos en el té hirviendo. Ella se asustó, pero él le retuvo los dedos allí hasta que estuvo seguro de que le quedarían quemaduras. Ella empezó a llorar y, entonces, él levantó la mano.
—Dios exige la verdad —le advirtió—. Tú sabes que tengo razón cuando te digo que hay algo que te tiene preocupada. Y yo debo saber qué es.
Entonces ella le contó lo que Zebran había dicho cuando se vieron en la cafetería mientras el niño estaba jugando en el suelo.
Él notó que ella no estaba muy segura de haber hecho lo correcto, percibía aún indicios de debilidad, sus amigas seguían siendo importantes para ella. Sin embargo, se dijo que, en el fondo, aquello no tenía nada de extraordinario. Al contrario, resultaba sorprendente que le hubiese costado tan poco tiempo transformarla.
—Has hecho bien al contármelo —aseguró una vez que ella hubo concluido—. Y haces bien en mostrar que dudas. Dudar es prepararse para luchar por la verdad y no darla por supuesta. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí.
Él la observó largamente, escrutándola. «Es mi hija», se decía. «De mí ha heredado esa seriedad.»
Él se quedó un rato más, hablándole de su vida. Quería completar la gran laguna de todos aquellos años de ausencia. Jamás lograría convencerla de que lo siguiese si no conseguía que comprendiera que su desaparición se la había impuesto Dios. «Era mi desierto», le repetía una y otra vez. «Pero no fui enviado allí por treinta días, sino por veinticuatro años.»