Linda volvió a quedarse sola. El dolor había empezado a remitir. Entró cojeando en el dormitorio. La ventana estaba entreabierta y la cortina se mecía levemente. Repasó todo lo acontecido, sobre todo para comprender qué la había impulsado a lanzarse a merodear por la casa de Henrietta a medianoche. Pero le costaba ordenar sus pensamientos. Estaba demasiado cansada.
El timbre de la puerta la arrancó del duermevela. Al principio, pensó no ir a abrir, pero cambió de idea y salió cojeando hasta el recibidor. Stefan Lindman estaba en la puerta.
—Siento haberte despertado.
—No estaba dormida.
Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando vio su imagen en el espejo de la entrada: su cabello estaba alborotado.
—Vale, estaba dormida —admitió—. ¿Por qué iba a negarlo? Me duele la pierna.
—Necesito que me prestes las llaves del apartamento de Anna Westin —explicó el policía—. Le dijiste a tu padre que tenías un juego de repuesto.
—En ese caso, voy contigo.
—Creía que te dolía la pierna.
—Y me duele. ¿Qué quieres hacer allí?
—Intento forjarme una idea.
—Si lo que quieres es forjarte una idea sobre Anna, puedes hablar conmigo.
—Bueno, verás, prefiero darme una vuelta por allí yo solo y pensar. Después hablamos, si quieres.
Linda le señaló las llaves que había en la mesita del recibidor, en un llavero con la cabeza de un faraón.
—¿De dónde eres?
—De Kinna.
—Mi padre me dijo que eras de Skövde o de Borås.
—Bueno, estuve trabajando en Borås, pero pensé que había llegado la hora de cambiar de aires.
Linda vaciló un instante.
—¿Qué querías decir con lo del cáncer?
—Pues eso, que tuve cáncer. En la lengua, ¿te imaginas? El pronóstico era poco alentador. Pero no sólo sobreviví, sino que, además, estoy totalmente curado. —Por primera vez desde que se conocían, Stefan la miró directamente a los ojos—. Como verás, he conservado la lengua. Si no, no podría hablar. Lo del pelo es peor, claro. —Con un dedo, se dio un golpecito en la nuca—. En esta parte de la cabeza, no tardará en desaparecer del todo.
Se marchó escaleras abajo y Linda volvió a la cama.
Cáncer en la lengua
. La sola idea la hizo estremecerse. El miedo a la muerte iba y venía. En aquel momento, un fuerte apego la unía a la vida. Pero siempre tenía presente cómo se sintió el día en que, subida a la barandilla del puente, estuvo a punto de arrojarse al vacío. «La vida no se nos da porque sí. Hay agujeros negros en los que corremos el riesgo de caer, agujeros cuyo fondo está cubierto de afiladas lanzas que nos atraviesan, como en una trampa ideada por un monstruo.»
Se echó de costado e intentó conciliar el sueño. En aquel momento, no tenía fuerzas para pensar en agujeros negros. De pronto se espabiló, preocupada por algo relacionado con Stefan Lindman. Se sentó en la cama. Por fin dio con la idea que le rondaba la cabeza. Marcó un número de teléfono. Ocupado. Al tercer intento, su padre respondió.
—Hola, soy yo.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor. Verás, quería preguntarte una cosa. El hombre que estaba anoche en casa de Henrietta, el que quería que ella le compusiese algo, ¿llegó a describírtelo Henrietta?
—No sé por qué iba a preguntárselo, la verdad. Lo único que me dijo fue su nombre. Y también anoté su dirección. ¿Por qué?
—Hazme un favor, ¿quieres? Llámala y pregúntale cómo tiene el pelo.
—¿Y eso por qué?
—Porque es lo único que vi de él.
—De acuerdo. Aunque, en realidad, no tengo tiempo. Esta lluvia va a acabar con nosotros.
—¿Me llamas después?
—Si consigo hablar con ella.
Transcurridos diecinueve minutos, su padre le devolvió la llamada.
—El hombre que quiere encargarle a Henrietta una composición para sus versos sobre las cuatro estaciones suecas se llama Peter Stigström, y tiene una melena de color castaño oscuro con algunas canas. ¿Te vale eso?
—Me vale perfectamente.
—¿Vas a explicármelo ahora o cuando llegue a casa?
—Depende de cuándo llegues.
—Muy pronto. Tengo que cambiarme de ropa.
—¿Quieres que prepare algo de comer?
—La verdad es que nos han traído comida al bosque. Hay unos cuantos albaneses de Kosovo, bastante emprendedores, que montan un quiosco de comida en los escenarios de crímenes y de incendios. No tengo la menor idea de cómo se enteran de dónde estamos. Lo más probable es que alguien de la propia policía los llame para contárselo y luego se lleve un porcentaje de las ventas. Llegaré dentro de una hora.
La conversación concluyó y Linda se quedó sentada en el sillón, con el auricular en la mano. El hombre al que ella había visto por la ventana, la nuca que le presentaba, no estaba cubierta por una melena de color castaño, con algunas canas aquí y allá. Aquella nuca llevaba el pelo corto.
Kurt Wallander franqueó la puerta. Llevaba la ropa empapada, las botas cubiertas de lodo, pero llegó con la buena noticia de que el mal tiempo se acabaría: Nyberg había llamado a la torre de control del aeropuerto de Skurup y había averiguado que despejaría y que no habría precipitaciones durante las próximas cuarenta y ocho horas. Se cambió de ropa y le agradeció a Linda su preocupación, pero se preparó él mismo una tortilla en la cocina.
Ella aguardaba el momento oportuno para hablarle de las dos nucas que no encajaban. No alcanzaba a comprender por qué esperaba. ¿No sería una rémora del miedo a los cambios de humor de su padre? Lo ignoraba, pero seguía esperando. Y, sin embargo, cuando él terminó de comer y apartó el plato, y ella se dejó caer sobre la silla que había frente a él, dispuesta a hablar, fue él quien tomó la palabra.
—He estado pensando en mi padre —comentó de improviso.
—¿Y qué has pensado?
—Pues en cómo era. Y cómo no era. Yo creo que tú y yo lo conocimos de modos distintos. Como tiene que ser. Yo siempre buscaba en mí rasgos suyos, siempre angustiado por lo que pudiera encontrar. Por otro lado, creo que, cuanto más envejezco, más me parezco a él. Si llego a vivir tanto como él, seguro que acabo sentado en algún cobertizo asqueroso pintando cuadros con urogallos y puestas de sol.
—Lo dudo mucho.
—Pues no estés tan segura. El caso es que empecé a pensar en él en la cabaña ensangrentada. Pensé en mi padre y en algo que me contó, una injusticia de la que fue víctima cuando era joven. Yo siempre le decía que no era normal que todavía le diese vueltas a una historia que había sucedido hacía ya más de medio siglo, un suceso insignificante que tuvo lugar hacía más de cincuenta años. Pero él se negaba a escuchar. ¿Sabes a qué me refiero?
—No.
—A un vaso volcado que se convirtió en una queja eterna sobre las injusticias de la vida. ¿Estás segura de que nunca te lo contó?
—Pues no.
Fue a buscar un vaso de agua, que se bebió de un trago, como para reunir fuerzas.
—Verás. Mi padre fue joven una vez, aunque cueste creerlo. Joven y soltero y un salvaje que deseaba ver el mundo. Nació en Vikbolandet, a las afueras de Norrköping. Su padre le pegaba sin cesar, era mozo de cuadra de un tal conde Sigenstam y creo que tenía inquietudes religiosas porque parece que era el pecado mismo lo que quería arrancarle a mi padre con la correa de cuero que había hecho de una vieja silla de montar. Mi abuela, a la que no llegué a conocer, debió de ser una mujer asustadiza que jamás hacía otra cosa que cubrirse el rostro con las dos manos. Ya has visto la fotografía de mis abuelos, ¿no?, la que está en la estantería. Mírala bien. Parece que intenta desaparecer de ella. Mi padre se escapó de casa cuando cumplió los catorce y se hizo a la mar, primero en botes de remos y después en embarcaciones cada vez mayores. Todo ocurrió entonces, cuando tenía veinte años y bajó a tierra en una ocasión en que atracaron en Bristol.
»Por aquella época, él
bebía mucho alcohol
y lo contaba sin rubor. Mi padre bebía mucho alcohol, lo que, de alguna manera, vestía más que simplemente sentarse a tomar una cerveza. Los que bebían mucho alcohol solían experimentar una clase de borrachera distinta. No solían deambular ebrios por las calles ni verse implicados en burdas peleas. Era una especie de aristocracia marinera que bebía alcohol con sentido común y guardando la compostura. Mi padre no logró nunca explicarme aquello del todo. Cuando él y yo nos sentábamos a tomarnos un chupito, a mí me daba la sensación de que él se emborrachaba como todo hijo de vecino. Se le encendía la cara, tartamudeaba, y tendía a la irritación o al sentimentalismo, o, por lo general, a un revoltijo de todo ello. Admito que echo de menos aquellos ratos, las ocasiones en que nos emborrachábamos en la cocina de su casa y él se ponía a gritar antiguos éxitos italianos, que era lo que más le gustaba. Haber oído a mi padre aullando
Volare
es una experiencia que no se olvida jamás, te lo aseguro. Si hay cielo, él debe de estar sentado sobre una nube tirando restos de manzana sobre la basílica de San Pedro y entonando a gritos su
Volare
.
»El caso es que se sentó en un pub del puerto de Bristol y resultó que alguien que había en la barra le dio sin querer a su vaso y lo volcó. Pero aquella persona no se disculpó. Simplemente, miró el vaso y se ofreció a pagarle otro. Y mi padre no superó aquello jamás. Era capaz de ponerse a contar por enésima vez el cuento del vaso en los momentos más inesperados. En una ocasión, fuimos a la Agencia Tributaria para arreglar unos papeles y, de pronto, él se puso a contarle la historia al funcionario que, como comprenderás, lo miraba preguntándose si mi padre se había vuelto loco. Era capaz de parar toda una cola del supermercado si se le antojaba que a la joven cajera le vendría bien escuchar aquella ofensa de cincuenta años atrás. Era como si aquel vaso hubiese marcado dos etapas en su vida: la anterior a la disculpa que no le presentaron, y la posterior. Aquellas dos etapas constituían como dos épocas distintas, como si mi padre hubiese perdido su fe en la bondad humana en el momento en que un desconocido le volcó el vaso y no se excusó por ello. Como si la disculpa que no se produjo hubiese sido una humillación mayor que la que experimentaba cada vez que su propio padre lo azotaba con la correa hasta hacerlo sangrar. Yo intentaba que lo aclarase, tal vez no a mí, sino a sí mismo, que explicase por qué aquel vaso volcado y la falta de disculpa tenían que convertirse en una especie de gran demonio para toda su vida.
»A veces me contaba que se despertaba a medianoche, cubierto de un sudor frío, tras haber soñado que se encontraba junto a aquella barra con el vaso volcado y sin disculpa alguna. Aquello era el pilar fundamental del mundo, la columna sagrada que lo mantenía todo en pie. Yo creo que, de algún modo, aquel episodio hizo de él el hombre que llegó a ser. Un hombre que pintaba el mismo cuadro una y otra vez sentado en un cobertizo. No deseaba tener más relación de la necesaria con un mundo en el que la gente no pedía disculpas por haber volcado un vaso.
»Incluso cuando hicimos aquel viaje a Italia, se puso pesado con su historia. Pasamos una noche de ensueño en un restaurante cercano a Villa Borghese. Una comida excelente, buen vino, él estaba conmovido y algo sentimental, mujeres hermosas en las mesas vecinas, yo creo que incluso les hizo algún que otro gesto insinuante, hasta se había encendido un puro, y de pronto, en medio de aquel ambiente, se le ensombreció el rostro y empezó a contar cómo sintió que el mundo se le había derrumbado en Bristol. Yo intenté hacer que lo olvidase, hasta pedí
grappa
, pero él no desistió. Un vaso volcado por el que no se piden disculpas… Y esta noche he empezado a pensar en ello, como si me hubiese convertido en portador de la historia de mi padre, como si él me la hubiese legado como parte de una herencia que no me interesa en absoluto. —Kurt Wallander guardó silencio y se sirvió otro vaso de agua—. Así era mi padre —sintetizó—. Claro que tú seguro que lo veías de otro modo.
—Todos somos distintos para los demás —opinó Linda.
Su padre apartó el vaso y la miró. Sus ojos parecían ya menos cansados, como si la historia del vaso volcado hubiese renovado sus energías. «En el fondo, se trata de eso», resolvió Linda. «Las ofensas pueden torturarnos. Pero también fortalecernos.»
Se decidió a comentarle lo de las nucas que no cuadraban. Su padre la escuchó con atención. Cuando ella hubo concluido, no le preguntó si estaba segura de lo que había visto por la ventana, pues comprendió desde el principio que su hija estaba convencida de lo que decía. Se adelantó para descolgar el auricular y marcó un número de memoria; la primera vez se equivocó, pero después marcó el correcto y pudo hablar con Stefan Lindman. Linda lo oyó referir brevemente lo que ella acababa de explicarle. Y la conclusión previsible: tendrían que hacerle otra visita a Henrietta Westin.
—No tenemos tiempo para mentiras —aseguró para terminar—. Ni para mentiras, ni para verdades a medias, ni para lagunas evasivas. —Tras colgar el auricular, se dirigió a Linda—: En realidad, no es necesario. Pero me gustaría pedirte que me acompañaras, si puedes.
Linda se alegró al oírlo.
—Claro que puedo.
—¿Cómo tienes la pierna?
—Bien.
Ella adivinó que no la creía.
—¿Crees que Henrietta sabe por qué estaba yo allí anoche? Dudo mucho que se haya contentado con lo que le dijo Stefan.
—Lo único que queremos saber es quién estuvo allí. Siempre podemos decir que tenemos otro testigo que no eres tú.
Bajaron a esperar a la calle. Los de la torre de control aéreo tenían razón. El tiempo había empezado a cambiar. La lluvia había dado paso a un viento seco procedente del sur.
—¿Cuándo nevará? —preguntó Linda.
Él la miró divertido.
—Mañana no, desde luego. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque no me acuerdo. Después de todo, nací aquí y aquí he pasado la mayor parte de mi vida. Aun así, no recuerdo que hubiese mucha nieve.
—Nevará cuando tenga que nevar.
Stefan Lindman detuvo el coche ante ellos. Subieron, y Linda se acomodó en el asiento trasero. A Kurt Wallander le costó ponerse el cinturón de seguridad, que se había atascado en el asiento.
Y arrancaron en dirección a Malmö. Linda veía el resplandor del mar a su izquierda. «No quiero morir aquí», pensó. La idea surgió de improviso, y no sabía el motivo del abatimiento que la invadió. «Y no quiero vivir solamente aquí, quiero ir a otros lugares. No quiero acabar como Zebran, una madre soltera como tantas otras, para las que la vida se ha reducido a una carrera acelerada por conseguir que el dinero llegue a fin de mes y que las canguros lleguen a su hora. Y tampoco quiero llegar a ser como mi padre, que nunca encuentra la casa, ni el perro, ni a la mujer que necesita.»