Antes de que hiele (23 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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—¿Qué decías? —quiso saber su padre.

—Pero si no he dicho nada.

—Murmurabas algo. Sonaba como si estuvieses blasfemando.

—Pues no me he dado cuenta.

—Vaya, tengo una hija muy especial —le dijo a Stefan Lindman—. Blasfema sin darse cuenta.

Tomaron la carretera que conducía a la casa de Henrietta.

A Linda le pareció que el recuerdo del cepo le reavivaba el dolor de la pierna. Preguntó qué le ocurriría al hombre que había puesto los cepos.

—Se puso algo pálido cuando supo que había sido un policía en prácticas quien había caído en uno de ellos. Supongo que le caerá una buena multa.

—Yo tengo un buen amigo en Östersund —intervino Stefan Lindman—. Es de la brigada judicial. Se llama Giuseppe Larsson.

—¿De dónde es?

—De Östersund. Pero su padre soñado era un italiano que se dedicaba a la canción melódica.

—¿Qué significa eso de «su padre soñado»? —preguntó Linda al tiempo que asomaba la cabeza entre los dos asientos delanteros. Entonces, sintió un deseo repentino de tocar el rostro de Stefan.

—Su madre soñaba que su padre no era su padre, sino uno que actuó una vez en el parque municipal. Era italiano. Ya ves, no sólo los hombres tienen una mujer de sus sueños.

—Vaya, me pregunto si Mona también pensaba así —comentó Kurt Wallander—. Claro que, en su caso, habría sido un padre negro, puesto que a ella le gustaba Hosh White.

—No es Hosh, sino Josh —corrigió Stefan.

Linda reflexionó, ausente, sobre lo que habría implicado tener un padre negro.

—Bueno, pues Giuseppe tiene una vieja trampa para osos colgada de la pared —continuó Stefan Lindman—. Tiene el desagradable aspecto de un instrumento de tortura medieval. Me contó que, si una persona cae en una trampa de ese tipo, los dientes le atraviesan la carne por completo. Los osos o los zorros llegan a arrancarse a mordiscos las patas, de pura desesperación.

Una vez en su destino, se detuvieron y salieron del coche. Soplaba un viento racheado mientras avanzaban hacia la casa, que tenía luz en las ventanas. Linda cojeaba a veces al apoyar el pie izquierdo. Cuando entraron en el jardín, los tres se preguntaron casi al mismo tiempo por qué no ladraba el perro. Stefan Lindman dio unos toquecitos en la puerta, pero nadie contestó; tampoco el perro reaccionó. Kurt Wallander miró por una de las ventanas. Stefan Lindman tanteó el picaporte de la puerta y comprobó que no estaba cerrada con llave.

—Bueno, siempre podemos decir que nos pareció oír «pasen» —aventuró.

Abrieron la puerta y entraron. Linda quedó de pie en el angosto recibidor, tras las espaldas de los dos hombres. Intentó ponerse de puntillas para ver algo, pero enseguida sintió un pinchazo de dolor en la pierna.

—¿Hay alguien? —preguntó Kurt Wallander en voz alta.

—No, no hay nadie —contestó Stefan Lindman.

Entraron, pues, en la casa, que tenía exactamente el mismo aspecto que la última vez que Linda estuvo allí. Partituras, papeles, periódicos, tazas de café, los cuencos del perro… Pero, tras la primera impresión superficial de dejadez y desorden, era evidente que en esa casa todo estaba organizado según las necesidades de Henrietta Westin.

—La llave no estaba echada y el perro tampoco está —observó Stefan Lindman—. Es decir, que estará fuera dando un paseo. Le concederemos un cuarto de hora. Si dejamos la puerta entreabierta, comprenderá que hay alguien dentro, ¿no?

—¿Y si llama a la policía? —aventuró Linda—. Puede que crea que somos ladrones.

—Los ladrones no dejan la puerta entreabierta —atajó su padre.

Kurt Wallander fue a sentarse en el sillón más cómodo de la habitación, entrelazó las manos sobre el pecho y cerró los ojos. Stefan Lindman colocó una bota en el claro de la puerta. Linda descubrió un álbum de fotos que Henrietta había dejado sobre el piano. Lo abrió y se puso a hojearlo. Su padre resoplaba en el sillón y Stefan Lindman tarareaba una cancioncilla junto a la puerta. Linda pasaba las hojas. Las primeras fotografías eran de los años setenta. Los colores habían empezado a palidecer, Anna aparecía sentada en el suelo, rodeada de gallinas y con un gato que bostezaba indolente. Linda recordaba lo que Anna le había contado. Los recuerdos de la comuna de las afueras de Markaryd, donde pasó con sus padres los primeros años de su vida. En otra fotografía se veía a Henrietta con Anna en brazos. Llevaba zuecos de madera, pantalones anchos y un pañuelo palestino alrededor del cuello. «¿Quién tomaría la foto?», se preguntó Linda. «Lo más probable es que fuese Erik Westin, antes de desaparecer sin dejar rastro.»

Stefan Lindman se apartó de la puerta y se le acercó. Linda le explicó lo que sabía acerca de la comuna, la oleada ecologista, el fabricante de sandalias desaparecido.

—Vaya, suena como un cuento de
Las mil y una noches
—bromeó—. «El fabricante de sandalias desaparecido»

Siguieron hojeando juntos el álbum.

—¿Hay alguna foto de él?

—Las únicas fotografías en las que salía él las vi en casa de Anna. Pero ya no están.

Stefan Lindman frunció el entrecejo.

—¿Quieres decir que se llevó las fotografías pero no el diario? ¿Tiene sentido?

—Así es. Pero no tiene sentido, claro.

Siguieron mirando fotos. La comuna, con sus gallinas y su gato perezoso, dio paso a un apartamento de Ystad. Hormigón y un parque helado. Anna, unos años mayor.

—Cuando se tomó esta fotografía, él ya llevaba varios años desaparecido —explicó Linda—. La persona que sostiene la cámara se ha colocado cerca de Anna. En las anteriores, la distancia era mayor —constató.

—Estás insinuando que el padre tomó las otras instantáneas. Y que éstas las hizo Henrietta, ¿verdad?

—Sí.

Siguieron mirando las fotos del álbum. Pero no hallaron una sola fotografía del padre de Anna. Una de las últimas era del día de la graduación de Anna. Al fondo, en una esquina, se distinguía a Zebran. Linda también había acudido a la graduación de Anna, pero no aparecía en la foto.

Estaba a punto de pasar la hoja cuando, de pronto, la luz empezó a parpadear para, finalmente, extinguirse por completo. La casa quedó sumida en una oscuridad total. Su padre se despertó de un respingo.

Todo estaba a oscuras. En el exterior se oyeron los ladridos de un perro. Linda pensó que fuera, en la noche, también debía de haber personas que no avanzaban hacia la luz para dejarse ver, sino que deseaban mantenerse ocultas, inmersas en el mundo de las sombras.

21

Donde más seguro se sentía era en las más densas tinieblas. Jamás había comprendido por qué los sacerdotes aludían en todo momento a la luz que rodeaba la gracia, la eternidad, la imagen misma de Dios. ¿Por qué los milagros no podían producirse en la oscuridad? ¿Acaso no le resultaría más difícil también al diablo y a sus demonios dar con uno en el mundo de las sombras que en un campo iluminado transitado por lentas figuras blancas que avanzan despaciosas como la espuma en la cresta de una ola? A él, en cambio, Dios siempre se le había manifestado dentro de una gran tiniebla tranquilizadora. Y así había sido también en aquel momento, cuando se detuvo ante la casa de las ventanas iluminadas. En su interior vislumbró algunas figuras que se movían. Pero después, cuando todo quedó a oscuras y la última puerta de negrura se cerró, fue como si Dios le hubiese enviado una señal. En la oscuridad había hallado él un reino mayor que el reino de la luz. «Yo soy su siervo en la oscuridad», constató. «De esta oscuridad no nace luz alguna, sino las sombras sagradas que yo envío para llenar con ellas el vacío de los hombres. El hombre no anhela lo que no ve. Les abriré los ojos y les enseñaré que la verdad está compuesta de imágenes que se ocultan en el mundo de las sombras.» Pensó en lo que decía la segunda epístola de Juan, que «muchos seductores han salido al mundo, que no quieren admitir que Jesucristo se ha revelado entre nosotros bajo una apariencia humana. Ése es el Seductor, el Anticristo». Aquélla era su más venerada clave para comprender.

Después de haber conocido a Jim Jones, y tras los terribles sucesos acontecidos en la jungla de Guyana, él sabía perfectamente qué era un traidor: un falso profeta de cabellos oscuros bien peinados que sonreía descubriendo sus cuidados dientes blancos, siempre rodeado de luz. Jim Jones temía la oscuridad. Él se había maldecido a sí mismo en un sinfín de ocasiones por no haber descubierto ya entonces al falso profeta, al que, en lugar de conducirlos por el buen camino, los haría extraviarse en una jungla en la que todos morirían. Todos menos él, que se salvó. Aquélla había sido la primera misión que Dios le había encomendado: sobrevivir para hablarle al mundo del falso profeta. Él debía predicar las enseñanzas de las tinieblas, que serían el prefacio del quinto evangelio, el que él escribiría para completar así las Sagradas Escrituras. Aquello también lo había leído en la segunda epístola de Juan, el saludo final: «Aunque tengo mucho que escribiros, prefiero no hacerlo con papel y tinta, sino que espero ir a veros y hablaros de viva voz, para que nuestro gozo sea completo».

Dios siempre estaba con él en la oscuridad. A la luz del día, en cambio, lo perdía de vista a ratos. Pero en la oscuridad lo tenía cerca en todo momento. Incluso podía sentir en su rostro el aliento de Dios. Cada noche era diferente. Le llegaba como un viento o como un perro jadeante, pero, las más de las veces, se le presentaba simplemente como el olor de una especia desconocida. Dios estaba con él en las tinieblas, y también sus recuerdos surgían en su mente intensos y claros cuando no había luz alguna que estorbase su paz.

Precisamente aquella noche, empezó a pensar en los años que habían transcurrido desde la última vez que estuvo en este lugar. Veinticuatro años, una gran parte de su vida. Cuando se marchó, aún era joven. Ahora la vejez había empezado a apoderarse de su cuerpo; notaba ya leves indicios. Cierto que él cuidaba su cuerpo, seleccionaba cuidadosamente lo que comía y lo que bebía, y siempre estaba en movimiento. Pero la vejez se acercaba implacable. «Dios nos hace envejecer para que comprendamos que estamos por completo en sus manos. Él nos ha otorgado esta vida extraordinaria. Pero la ha conformado como una tragedia para que comprendamos que sólo Él puede concedernos la gracia.»

Allí, en medio de la oscuridad, rememoró el pasado. Hasta el día en que conoció a Jim y lo siguió a la jungla de Guyana, todo había sido como él lo había soñado. Aunque añoraba a aquellos a los que había abandonado, Jim lo había convencido de que Dios consideraba que ser uno de sus seguidores era más importante que permanecer al lado de su mujer y su hija. Él había prestado oídos a las palabras de Jim, y a veces pasaba semanas sin pensar en su mujer y su hija. Pero después de la catástrofe, cuando todos estuvieron muertos y yacían en los campos medio corrompidos, ellas volvieron a su conciencia. Sin embargo, ya era tarde, y su desconcierto tan grande, tan horrendo el vacío que había dejado aquel Dios que Jim le había arrebatado, que no se sentía capaz de soportar ninguna carga salvo la que él constituía para sí mismo.

Recordaba la huida desde Caracas, donde recogió su documentación y el dinero, que un hombre le había guardado. Fue una larga huida que él esperaba que se transformase en una peregrinación, un viaje a través de parajes oscuros o quemados por el sol, en distintos autobuses, con paradas eternas en lugares desiertos cuando se averiaba un motor o se pinchaba una rueda. Recordaba vagamente los nombres de los lugares por los que pasó, las fronteras y los aeropuertos. Desde Caracas llegó a Colombia en autobús, a la ciudad de Barranquilla. Le venía a la mente la larga noche que pasó en la frontera entre Venezuela y Colombia, la ciudad de Puerto Páez, una frontera donde unos hombres armados vigilaban como halcones a cuantos la cruzaban. Precisamente aquella noche, cuando logró convencer a los suspicaces vigilantes de que él era, en verdad, aquel John Lifton que figuraba en los documentos falsos y que, además, no le quedaba ya ningún dinero, pudo dormir profundamente, apoyado en el hombro de una vieja mujer india que llevaba en el regazo una jaula con dos gallinas. No intercambiaron una palabra, tan sólo cruzaron alguna mirada, pero ella atisbó su tormento y su cansancio y le cedió su hombro y su arrugado cuello para que él descansara allí su cabeza. Esa noche, soñó con aquellos a los que había dejado. Despertó bañado en sudor. La mujer india lo miró y él volvió a reposar la cabeza sobre su hombro. Cuando despertó de nuevo, ya por la mañana, la mujer se había marchado. Tanteó con los dedos el interior del calcetín y comprobó que el grueso fajo de dólares seguía allí. Y sintió que echaba de menos a aquella anciana india. Quería volver a su lado, reposar su cabeza sobre su hombro y su cuello para el resto de su vida.

Desde Barranquilla, voló a la ciudad de México. Optó por el billete más económico, por lo que tuvo que aguardar en el sucio aeropuerto hasta que quedase un asiento libre en algún vuelo. Se lavó la cara mugrienta en unos servicios, se compró una camisa y una Biblia pequeña. Lo mareaba aquel trajín de gente apresurada, aquella vida que él había dejado atrás para seguir a Jim. Al pasar ante el quiosco de prensa, comprobó que lo sucedido en Jonestown se había convertido en una noticia en todo el mundo. Todos estaban muertos, decían los periódicos. No parecía que hubiese supervivientes. Y eso significaba que él también se contaba entre los muertos. Existía, pero no era ya un ser vivo; se suponía que estaba entre los cadáveres que fermentaban al sol de la selva, en Guyana.

La mañana del quinto día, consiguió por fin un asiento en un vuelo para la ciudad de México. Aún no tenía ningún plan. Después de haber pagado el billete de avión, le quedaban aún tres mil dólares. Si llevaba una vida austera, podría vivir con ese dinero durante bastante tiempo. Pero ¿adónde iría? ¿Dónde daría los primeros pasos para que Dios lo encontrase? ¿En qué lugar le sería dado llenar aquel insufrible vacío? Lo ignoraba. Se quedó en la ciudad de México, buscó alojamiento en una pensión y dedicó sus días a visitar iglesias. Evitaba las catedrales y los grandes templos, pues allí no estaba el dios que él buscaba, como tampoco lo hallaría en el neón de los tabernáculos dirigidos por poderosos y avariciosos sacerdotes que vendían la salvación previo pago de una limosna y que, a veces, organizaban días de mercado y de ejercicios espirituales baratos a costa de la palabra de Dios. Él acudía a las pequeñas comunidades donde se cultivaba la fe y donde el amor y la pasión imperaban, donde apenas si era posible distinguir a los sacerdotes de aquellos que acudían a escuchar sus palabras. Aquél era el camino que debía seguir.

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