Antes de que hiele (20 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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—¿Por qué tienes que hablarme como si estuvieses enojado?

—No estoy enojado. Estoy cansado. Y preocupado. No sé qué pasó en la cabaña, pero sí que fue algo horrendo. Y tampoco sé si fue el principio o el fin de algo. —Miró el reloj y se levantó—. Tengo que volver. —De pronto, se quedó de pie, indeciso—. Para serte sincero, me niego a creer que fuese pura casualidad —declaró al fin—. Me refiero a que Birgitta Medberg se topase por azar con una bruja en una cabaña hecha de dulces. Me niego a creer que se cometa un asesinato de esa naturaleza sólo porque alguien tiene la mala suerte de llamar a la puerta equivocada. En los bosques suecos no hay monstruos, ni siquiera trols. Tendría que haberse dedicado a sus mariposas —dijo mientras se encaminaba al cuarto de baño para vestirse.

Linda lo seguía. ¿Qué había dicho su padre? La puerta del cuarto de baño estaba entreabierta.

—¿Qué has dicho?

—Que no hay monstruos en los bosques suecos.

—¿Y qué más?

—No he dicho nada más.

—Sí, después de eso. Después de los monstruos y los trols. Lo último que has dicho sobre Birgitta Medberg.

—¡Ah!, pues que tendría que haberse dedicado a sus mariposas en lugar de ponerse a buscar viejos senderos de peregrinos.

—¿Qué mariposas?

—Ann-Britt ha estado hablando con la hija de Birgitta. Alguien tenía que contarle que su madre había muerto. Y la hija le contó que su madre había poseído una fabulosa colección de mariposas que vendió hace unos años, para ayudarle a ella a comprarse un apartamento. Ahora que su madre estaba muerta, Vanja tenía remordimientos, porque, según creía, su madre echaba mucho de menos sus mariposas. La gente reacciona de la manera más curiosa cuando alguien muere de repente. A mí también me pasó cuando murió mi padre. Incluso podía echarme a llorar cuando pensaba que solía ponerse calcetines de pares distintos.

Linda contuvo la respiración y él lo notó.

—¿Qué ocurre?

—Ven y verás.

Fueron a la sala de estar. Linda encendió la lámpara y señaló la pared vacía.

—Miré por todo el apartamento, fijándome en si había cambiado algo, ya te lo conté. Pero olvidé decirte que aquí faltaba algo.

—¿Qué faltaba?

—Un pequeño cuadro. Más bien, una cajita con tapa de cristal que contenía una mariposa. Estoy completamente segura. Desapareció al día siguiente de la cita a la que Anna no acudió.

Kurt Wallander frunció el entrecejo.

—¿Estás segura?

—Completamente. Es más, puedo asegurarte que la mariposa era azul.

18

Aquella noche, Linda pensó que esa mariposa azul era lo que necesitaba para que su padre empezase a tomarse en serio lo que le decía. Ya no era una niña, no era una mocosa policía en prácticas, sino una persona adulta que tenía juicio y capacidad de observación. Finalmente, había logrado derribar su idea de que ella era aún su hija y nada más.

Todo sucedió muy deprisa. Él le preguntó simplemente si estaba segura, si de verdad ese cuadro con una mariposa azul había desaparecido al día siguiente de la fallida cita con Anna. Linda no vaciló. Tenía buena memoria: lo demostraba en los juegos nocturnos con sus compañeras de la Escuela de Policía, con Lilian, que era de Arvidsjaur y que odiaba Estocolmo porque allí no había motos de nieve, y con Julia, de Lund. Solían jugar a poner a prueba su memoria y su capacidad de observación. Colocaban sobre la mesa una bandeja con una veintena de objetos y luego retiraban algunos para comprobar si quince segundos de observación eran suficientes. Linda ganaba siempre. La mayor hazaña que recordaba fue la de una vez en que, después de tan sólo diez segundos de tiempo de observación, logró detectar que habían retirado un clip de una bandeja de diecinueve objetos cuando volvieron a mostrársela.

Estaba segura. La mariposa azul que había enmarcada había desaparecido al mismo tiempo, o inmediatamente después, de la desaparición de Anna. Aquello resultó decisivo. Su padre llamó a los compañeros que seguían trabajando en el bosque y le pidió a Ann-Britt que acudiese, no sin antes preguntar si había alguna novedad. Linda oyó en primer lugar al irascible Nyberg, después a Martinson, que estornudaba tan fuerte que daba la sensación de que podría salpicar a través del auricular, y finalmente a Lisa Holgersson, la comisario jefe, que ya había llegado al lugar de los hechos. Concluida la conversación, su padre dejó el móvil sobre la mesa.

—Quiero que venga Ann-Britt —explicó—. Estoy tan cansado que no confío en mi propio juicio. ¿Me has contado todo lo importante?

—Creo que sí.

El negó con un gesto de duda.

—Todavía me cuesta creer que sea verdad. Me pregunto si no será una casualidad tan grande que, simplemente, no debiera producirse.

—Hace tan sólo unos días me dijiste que había que estar preparado para lo inesperado, ¿no?

—Sí, no dejo de decir tonterías —confesó pensativo—. ¿Habrá café?

El agua acababa de hervir cuando Ann-Britt Höglund tocó el claxon desde la calle.

—Siempre conduce a demasiada velocidad —rezongó su padre—. Y eso que tiene dos hijos. ¿Qué sucederá si se mata en un accidente? Anda, échale las llaves por la ventana.

Ann-Britt Höglund atrapó el llavero con una mano y subió enseguida. Linda seguía pensando que Ann-Britt la miraba con recelo; observó que tenía un agujero en el calcetín. Pero iba muy maquillada. ¿Cómo tenía tiempo para pintarse? ¿O acaso dormía maquillada?

—¿Quieres café?

—Sí, gracias.

Linda pensaba que su padre se lo contaría todo. Pero, cuando ella volvió de la cocina con la taza de café en la mano y la puso sobre la mesa ante la silla de Ann-Britt, le hizo un gesto para que fuese ella quien empezase a hablar.

—Mejor que sea de primera mano. Y con todo lujo de detalles, que la señora Höglund es buena a la hora de escuchar —aseguró su padre.

Linda procuró no olvidar nada, fue contándolo todo ordenadamente, y mostró el diario y la página en la que aparecía el nombre de Birgitta Medberg. Su padre no se mezcló en el asunto hasta que no llegaron al episodio de la mariposa azul. En ese punto, él tomó el relevo, pues la narración de Linda se transformaba a partir de entonces en algo que bien podría ser los preliminares de una investigación de asesinato. Se levantó del sofá y dio unos toquecitos con los nudillos sobre la porción de la pared en la que había estado colgado el cuadro de la mariposa.

—Y aquí es donde empieza a encajar algo —opinó el padre—. Dos puntos. O, más bien, tres. En primer lugar, el nombre de Birgitta Medberg aparece mencionado en el diario de Anna. Y sabemos que se intercambiaron una carta, como mínimo. Pero no tenemos la carta. Además, las mariposas parecen estar en la vida de ambas, aunque tampoco sepamos qué significa tal circunstancia. Y, finalmente, lo más importante: las dos han desaparecido.

El silencio reinaba en la habitación. Abajo, en la calle, alguien empezó a gritar, un borracho que vociferaba en polaco o en ruso.

—Todo esto es muy extraño —comentó Ann-Britt Höglund—. ¿Quién es la persona que conoce mejor a Anna?

—No lo sé.

—¿No tiene novio?

—Ahora no.

—Pero ¿lo ha tenido?

—Bueno, todo el mundo tiene novio alguna vez, ¿no? Supongo que la que mejor la conoce es su madre.

Ann-Britt Höglund bostezó y se revolvió el cabello.

—¿Qué es eso de que ha creído ver a su padre? ¿Se sabe por qué desapareció? ¿Era culpable de algo?

—Según la madre de Anna, huyó.

—¿De qué?

—De la responsabilidad.

—¿Y ahora su padre vuelve, y entonces ella desaparece y Birgitta Medberg aparece asesinada?

—No, perdona —la interrumpió Kurt Wallander—, asesinada no es la palabra. Ese término no define cabalmente lo sucedido. Fue sacrificada. Dos manos entrelazadas en oración y una cabeza cortada. Ni rastro del cuerpo. Una cabaña, como en un cuento, una casa de caramelo mortal en el fondo de un barranco del bosque de Rannesholm.

»Martinson ha estado hablando con los Tademan, el marido y la mujer. El administrador de fondos estaba muy ebrio, pese a que lo pilló durmiendo, aseguró Martinson. Interesante. Anita Tademan, a la que Linda y yo conocimos cerca del bosque, fue mucho más fácil de entrevistar, siempre según Martinson. Al parecer, no han visto a ningún individuo sospechoso en las proximidades del castillo ni en las carreteras de los alrededores y nadie sabía de la existencia de la cabaña. La mujer llamó por teléfono y despertó a un cazador que suele andar por el bosque. Curiosamente, él no había visto nunca ninguna cabaña ni ningún barranco. Así que, quienquiera que se escondiera en la cabaña, está claro que sabe cómo ocultarse, cómo permanecer invisible, aunque muy cerca de los demás. Y tengo la sensación de que esto último puede ser importante. Invisible, pero cerca.

—¿Cerca de qué?

—No lo sé.

—Bien, empezaremos por la madre —propuso Ann-Britt Höglund—. ¿La despertamos ahora?

—No, dejémoslo para mañana por la mañana —respondió Kurt Wallander tras un instante de vacilación—. Ya tenemos bastante con lo del bosque.

Linda sintió que se encendía por dentro. Se enfadó.

—¿Y si, por dejarlo, le ocurre algo a Anna?

—¿Y si a su madre se le olvida algo porque la hemos sacado de la cama a medianoche? Además, seguro que se asusta. —Su padre, antes de levantarse, añadió—: Se hará como hemos dicho. Será mejor que te vayas a dormir. Pero mañana nos acompañarás a casa de la madre.

Y allí la dejaron, abandonada a su suerte. Los dos se pusieron las botas y las cazadoras. Linda quedó junto a la ventana, viendo cómo se marchaban. El viento había arreciado y seguía soplando racheado, tanto del este como del sur. Fregó las tazas y pensó que, ciertamente, debía irse a dormir. Pero ¿cómo iba a poder dormir ahora? No había ni rastro de Anna, Henrietta mentía, el nombre de Birgitta Medberg se mencionaba en el diario… Una vez más, se puso a rebuscar por el apartamento. ¿Por qué no había encontrado la carta de Birgitta Medberg?

En esta ocasión, lo registró todo más a conciencia, retirando incluso el panel trasero de los cuadros y separando las estanterías de las paredes para ver si había algo fijado en la parte posterior. Anduvo revolviéndolo todo hasta que, de pronto, llamaron a la puerta. Era más de la una de la mañana, ¿quién podía llamar a aquellas horas? Fue a abrir y se encontró con un hombre que llevaba unas gafas de gruesos cristales y vestía una bata de color marrón. Los pies aparecían enfundados en un par de zapatillas de color rosa, bastante estropeadas. El individuo se presentó como August Brogren.

—¡Pero qué escándalo más insoportable a estas horas de la noche! —se quejó el hombre, enfurecido—. ¿No podría la señorita Westin dejar de hacer ruido?

—Lo siento —se disculpó Linda—. A partir de ahora, le aseguro que no haré el menor ruido.

August Brogren dio un paso decidido hacia delante.

—Usted no habla como la señorita Westin —aseguró—. Usted no es la señorita Westin. ¿Quién es usted?

—Su amiga.

—Cuando uno pierde la vista, aprende a reconocer a las personas por la voz —explicó August Brogren con acritud—. La señorita Westin tiene una voz suave, la suya es dura y rasposa. Es una diferencia similar a la que existe entre el pan tierno y el pan duro, no sé si me explico.

August Brogren llegó a tientas hasta la barandilla y desapareció escaleras abajo. Linda recreó en su memoria la voz de Anna y comprendió a la perfección lo que su vecino había querido decir con aquel símil. Cerró la puerta y se preparó para marcharse a casa. De repente, sintió que estaba a punto de llorar. «Anna está muerta… Anna está muerta», se repitió. Sin embargo, desechó aquel presentimiento con un gesto vehemente. No deseaba imaginarse la vida de aquel modo, sin su amiga Anna. Dejó las llaves del coche sobre la mesa de la cocina, cerró la puerta y echó a andar a través de la ciudad desierta. Una vez en el apartamento, se tumbó en la cama y se arropó con una manta.

Linda se incorporó, sobresaltada. El despertador emitía su tictac en la oscuridad. Eran las tres menos cuarto. Había dormido algo más de una hora. ¿Qué la había despertado? Se levantó y fue a mirar en el otro dormitorio, pero la cama estaba vacía. Se sentó en la sala de estar. ¿Por qué se habría despertado? Había soñado con algo, con un peligro que acechaba, que se acercaba en la penumbra, desde arriba, un ave invisible de alas silenciosas que se abalanzaba sobre su cabeza. Un pico afilado como una cuchilla. Aquel pájaro la había despertado.

Pese a haber dormido tan poco, se sentía despejada. Se preguntaba qué estaría ocurriendo en el bosque, veía ante sí los focos, las personas que se movían de un lado a otro del barranco, insectos que revoloteaban en torno a las luces, quemándose las alas. Pensó que se había despertado porque, en realidad, no tenía tiempo de dormir. ¿No sería la voz de Anna, que la llamaba? Aplicó el oído, pero inútilmente. Tal vez la había oído en el sueño del pájaro. Tal vez el ave había descendido cortando el aire, imperceptible, cada vez más veloz, contra una cabeza que no era la suya, sino la de Anna… Miró el reloj. Eran las tres menos tres minutos. «Ha sido Anna quien me ha llamado», se repitió. Y en aquel instante tomó una decisión. Se puso los zapatos, tomó la cazadora y echó a correr escaleras abajo.

Las llaves del coche seguían sobre la mesa de la cocina, donde ella las había dejado. Para no tener que forzar la puerta en lo sucesivo, se llevó un juego de llaves de repuesto que había en un cajón del vestíbulo. Tomó el coche y salió de la ciudad. Habían dado ya las tres y veinte minutos. Giró en dirección norte y aparcó en una vía de servicio que había en una hondonada, invisible desde las ventanas de la casa de Henrietta. Salió del coche y aplicó el oído antes de cerrar la puerta con suma cautela. Hacía una noche fría. Se abrigó bien con la cazadora y se irritó ante el hecho de haber olvidado llevarse una linterna. Avanzó unos pasos y miró a su alrededor. Todo estaba a oscuras, en la distancia se divisaba el reflejo de las luces de Ystad. El cielo estaba cubierto de nubes y el viento no amainaba.

Comenzó a caminar por la vía de servicio, poniendo mucho cuidado en no tropezar. Ignoraba qué había ido a hacer allí; sólo sabía que Anna le había lanzado un grito de socorro. Y uno no abandona a un amigo que reclama su ayuda. De nuevo se detuvo a escuchar. Un ave nocturna dejó escapar un graznido. Continuó hasta que llegó al sendero que conducía a la parte posterior de la casa de Henrietta. Vio luz en tres de las ventanas. «La sala de estar», observó. «Puede que Henrietta esté despierta. Pero también es posible que esté dormida y que se haya dejado la luz encendida.»

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