—A la espera de poder ponerte el uniforme, ¿no es eso?
—Pues sí.
Henrietta colocó unas tazas y un termo de café sobre la mesa.
—La verdad es que no entiendo cómo a una chica tan joven y tan guapa como tú se le ocurre hacerse policía. Yo me figuro que los policías están en una pelea constante. Como si este país estuviese compuesto por personas enzarzadas en una interminable pelea de rateros, y los policías se vieran obligados a librar una batalla eterna para separarlas. —La mujer sirvió el café—. Claro que tú tal vez trabajes en una oficina —prosiguió.
—Pues no, iré en un coche patrulla y estaré, como tú dices, siempre dispuesta a intervenir.
Henrietta se sentó con la barbilla apoyada en una mano.
—¿Y a eso quieres dedicar tu vida?
De pronto, Linda se sintió atacada, como si Henrietta quisiese arrastrarla a su propia amargura. Y comenzó a defenderse.
—Verás, yo no me considero ni joven ni guapa. Estoy cerca de los treinta y tengo un aspecto de lo más normal. Los hombres suelen pensar que tengo la boca bonita y el pecho también. Y creo que, en eso, tienen razón. Pero en cuanto al resto, soy del montón, y te aseguro que nunca he soñado con convertirme en Miss Suecia. Por otro lado, me pregunto cómo sería este país si no hubiese policías. Mi padre es policía y no me avergüenzo de lo que hace.
Henrietta negó despacio con la cabeza.
—No pretendía ofenderte.
Linda seguía enojada. Sentía la necesidad de vengarse, pero no sabía exactamente de qué.
—Mientras esperaba que abrieras, me ha parecido oír que alguien lloraba aquí dentro.
Henrietta sonrió.
—Es una grabación que tengo en una cinta. Un esbozo de un réquiem en el que mezclo música con sonidos grabados de personas que lloran.
—La verdad, no sé qué es un réquiem.
—Una misa de difuntos. En la actualidad, apenas si compongo otra clase de música.
Henrietta se puso de pie y se dirigió al gran piano de cola situado ante una ventana que daba al campo y a las ondulantes colinas que se alzaban próximas al mar. Junto al piano, sobre una gran mesa, había un reproductor y una mesa de mezclas con varias teclas. Henrietta puso en marcha el reproductor y una mujer empezó a llorar: la misma a la que Linda había oído por la ventana. A partir de ese momento, la extravagante madre de Anna empezó a despertar en ella auténtica curiosidad.
—¿Quieres decir que has grabado a mujeres llorando?
—Bueno, este corte es de una película americana. Utilizo el llanto de películas que veo en vídeo o de programas de radio. Tengo un archivo con el llanto de cuarenta y cuatro personas de todas las edades, desde bebés hasta una anciana a la que grabé a escondidas en la unidad de enfermedades crónicas de un hospital. Si quieres, puedes dejar una prueba de llanto para mi registro.
—No, gracias.
Henrietta se sentó al piano y tocó algunas notas aisladas. Linda se colocó a su lado. La mujer alzó las manos, tocó un acorde y presionó con el pie uno de los pedales. Un poderoso sonido inundó la sala antes de debilitarse hasta desaparecer. Henrietta le indicó a Linda que se sentase, y ésta apartó un montón de partituras que había sobre un taburete mientras la mujer la observaba con mirada inquisitiva.
—¿Puedes explicarme por qué has venido aquí, en realidad? Nunca he tenido la sensación de que yo te cayese especialmente bien.
—De pequeña, cuando iba a tu casa para jugar con Anna, más bien te tenía miedo.
—¿Qué me tenías miedo? Pero si yo no doy miedo a nadie…
«Claro que sí», pensó Linda enseguida, «también Anna te temía. Y tenía pesadillas de las que tú eras protagonista.»
—Vine porque me apetecía venir. No lo tenía planeado. Sí me pregunto dónde estará Anna, pero hoy no estoy tan preocupada como ayer. Seguro que tienes razón y que está en Lund. —Linda se interrumpió, dubitativa.
Henrietta descubrió que le ocultaba algo.
—¿Qué es lo que no te atreves a decirme? ¿Acaso hay algo por lo que debería preocuparme?
—Anna me dijo que, hace unos días, le pareció ver a su padre en una calle de Malmö. Pero no debería contártelo yo, sino ella misma.
—¿Eso es todo?
—¿No te parece suficiente?
Henrietta empezó a fingir que tocaba, con gesto ausente, con los dedos a unos centímetros del teclado.
—Anna siempre cree haber visto a su padre por la calle. Le ocurre desde que era una niña.
Al instante, aquello despertó la atención de Linda. Hasta hacía poco, Anna nunca le había comentado que hubiese visto a su padre en ninguna parte. Y, de ser cierto, se lo habría contado. Durante la época en que fueron amigas íntimas, compartieron todo aquello que era importante en sus vidas. Anna era, por ejemplo, una de las pocas personas que sabían que ella había estado a punto de arrojarse desde un puente de la autovía, en Malmö. Y lo que Henrietta acababa de decirle no encajaba en absoluto.
—Anna se agarrará a ese clavo ardiendo, para no perder la confianza en que Erik volverá un día. O en que esté vivo.
Linda aguardó una continuación que, no obstante, no se produjo.
—En verdad, ¿por qué se fue?
La respuesta de Henrietta la desconcertó.
—Se fue porque estaba decepcionado.
—¿Qué lo había decepcionado?
—La vida. De joven, Erik tenía grandes aspiraciones. Y con aquellos sueños de gigante me conquistó. En mi vida he conocido a un hombre igual: su ambición atraía poderosamente. Él aspiraba a descollar en nuestro mundo y nuestro tiempo. Estaba convencido de que había nacido para llevar a cabo grandes empresas. Cuando nos conocimos, él tenía dieciséis años y yo quince. Éramos muy jóvenes, yo no había conocido a nadie como él. Simplemente, irradiaba sueños y fuerza vital. Tenía decidido, desde antes de que nos conociéramos, que buscaría su camino hasta la edad de veinte años. ¿Conmocionaría el mundo del arte, del deporte, de la política…? No lo sabía. La vida era como un laberinto de grutas por descubrir en el que él buscaba una salida. No recuerdo haberlo visto dudar de sí mismo en una sola ocasión, hasta que cumplió los veinte. Entonces, de repente, empezó a inquietarse. A impacientarse. Hasta aquel momento, había contado con todo el tiempo del mundo. Siguió buscando aquello que constituiría el auténtico sentido de su vida. Cuando empecé a exigirle que participase en el mantenimiento de la familia, sobre todo a partir del nacimiento de Anna, perdía los estribos y estallaba en ataques de ira. Jamás había hecho algo así. Fue entonces cuando empezó a confeccionar sandalias para ganar algo de dinero. Era muy habilidoso. Yo creo que decidió hacer lo que él llamaba «las sandalias de la pereza», como una especie de protesta contra el hecho de que tuviese que dedicar su valioso tiempo a realizar un trabajo por el despreciable motivo que, en su opinión, era el que le pagasen a cambio. Y fue, con toda probabilidad, en aquella época cuando empezó a planear su desaparición. O tal vez sería más exacto llamarlo huida. No huyó de mí ni de Anna, sino de sí mismo. Creía que podía huir de su decepción. Y quizá lo lograse, aunque yo jamás llegaré a saberlo. El caso es que, de pronto, se esfumó. Para mí fue una auténtica sorpresa. Yo no había sospechado nada. Y tardé en comprender hasta qué punto lo tenía todo bien planeado. Su desaparición no fue consecuencia de una decisión repentina. Y puedo perdonarle el hecho de que vendiese mi coche. Lo que nunca llegaré a comprender es cómo pudo dejar a Anna. Estaban muy unidos. Erik la adoraba. De hecho, yo nunca signifiqué tanto para él. Quizá los primeros años, cuando le demostré que era capaz de convivir con sus sueños. Pero nunca después de que naciese Anna. Y sigo sin comprender cómo pudo abandonarla. La decepción de una persona que no ha visto realizado un sueño imposible, ¿puede llegar a ser tan grande que la mueva a abandonar al ser más importante de su vida? Y tengo la certeza de que fue eso lo que lo llevó a morir, a no regresar jamás.
—Yo pensé que nadie sabía a ciencia cierta si había muerto o si aún vivía.
—Pues claro que está muerto. Lleva veinticuatro años desaparecido. ¿Dónde crees que podría estar?
—Anna creyó haberlo visto por la calle.
—Ya, bueno, Anna lo ve detrás de cada esquina. He intentado persuadirla de que acepte la verdad. Ninguna de nosotras sabe qué sucedió ni cómo procesó su decepción. Pero está claro que murió. Sus sueños eran demasiado grandes para que él pudiese soportarlos.
Henrietta guardó silencio y el perro suspiró en su cesta.
—Y tú, ¿qué crees que le sucedió? —quiso saber Linda.
—No lo sé. He intentado seguirlo en mi mente, imaginarlo allá donde se encontrase. A veces me parecía verlo por una playa, caminando bajo un sol tan ardiente que tengo que entrecerrar los ojos para distinguirlo bien. Pero, de improviso, él se detiene y se adentra en el mar hasta que sólo se le ve la cabeza. Y, después, desaparece del todo. —La mujer empezó a fingir que tocaba de nuevo, con movimientos estériles de sus dedos que apenas si rozaban las teclas—. Yo creo que capituló cuando comprendió que el sueño no era más que un sueño. Y que Anna, a la que había abandonado, era una persona real. Pero, para entonces, ya era demasiado tarde. A él siempre le remordía la conciencia, aunque hacía grandes esfuerzos por ocultarlo. —Henrietta cerró la tapa del piano de golpe y se puso en pie—. ¿Más café?
—No, gracias, ya me voy.
Henrietta parecía preocupada. Linda la observaba con atención. De repente, la mujer tomó el brazo de Linda y empezó a tararear una melodía que a ésta le resultaba familiar. Su voz subía y bajaba, oscilando entre unos tonos agudos e incontrolados y otros suaves y diáfanos.
—¿Has oído antes esta canción? —preguntó cuando hubo terminado.
—Me suena, pero no sé cuál es.
—
Buona sera
.
—¿Es española?
—No, italiana. Significa «buenas noches». Fue muy popular en la década de los cincuenta. Hoy es habitual que la gente tome prestadas o, directamente, plagie y destroce piezas de música antigua. Por ejemplo, convierten piezas de Bach en música pop. Yo hago lo contrario. En lugar de transformar las corales de Johann Sebastian Bach en música popular, convierto
Buona sera
en una pieza de música clásica.
—¿Pero eso es posible?
—Lo que hago es descomponer las notas, las estructuras, cambiar el ritmo y sustituir las guitarras por torrentes de violines. Una canción trivial que dura poco más de tres minutos se transforma en una sinfonía. Sí, la gente terminará por comprender qué he estado intentando llevar a cabo durante todos estos años.
Henrietta la acompañó fuera de la casa. El perro también las siguió. Del gato, en cambio, no había ni rastro.
—Me gustaría que volvieses por aquí.
Linda le prometió que lo haría. Subió al coche y arrancó. Gruesas nubes que presagiaban tormenta se abalanzaban sobre el mar en dirección a Bornholm. Linda se desvió hacia el arcén y, una vez allí, de tuvo el coche y salió: tenía ganas de fumar. Lo había dejado hacía ya tres años. Pero de vez en cuando, aunque cada vez con menos frecuencia, aún sentía la necesidad.
«Hay cosas que las madres siempre ignoran de sus hijas», se dijo «por ejemplo, ella no sabe lo íntimas que llegamos a ser Anna y yo. De haberlo sabido, no habría dicho que Anna cree ver a su padre por la calle a todas horas. Ella me lo habría contado. Si de algo estoy segura, es precisamente de eso.»
Contempló las nubes que se acercaban, veloces.
Sólo se le ocurría una explicación. Henrietta no le había dicho la verdad, ni sobre Anna ni sobre su padre desaparecido.
Poco después de las cinco de la mañana, subió la persiana del dormitorio. El termómetro indicaba que estaban a nueve grados. El cielo aparecía despejado y el banderín del anemómetro, en medio del jardín, colgaba inmóvil. «Un día perfecto para una expedición», se dijo. Lo había preparado todo la noche anterior. Bajó de su apartamento, en un edificio de varias viviendas situado junto a la vieja estación de ferrocarril de Skurup. En el jardín, bajo la funda que le habían confeccionado a medida, estaba su Vespa. Hacía ya cuarenta años que la tenía. Como la había cuidado muy bien, aún se encontraba en perfecto estado. Los rumores sobre la existencia de aquella antigua Vespa se habían extendido hasta alcanzar la fábrica de Italia, desde donde la habían llamado en varias ocasiones para preguntarle si podía considerar la propuesta de que la motocicleta terminase sus días en el museo de la fábrica; a cambio, ella recibiría una nueva Vespa totalmente gratis cada año, mientras viviese. Pero ella siempre rechazaba la oferta, y, a medida que pasaba el tiempo, con más acritud. La Vespa que ella había comprado cuando tenía veintidós años seguiría con ella mientras viviese. No le importaba lo más mínimo lo que ocurriese a su muerte. Tal vez le interesara a alguno de sus cuatro nietos, pero ella no tenía la menor intención de dejar escrito en su testamento cuál debía ser el destino de la motocicleta. Sujetó bien la mochila al portaequipajes, se puso el casco y pisó a fondo el pedal de arranque. La Vespa respondió en el acto.
El pueblo estaba silencioso y desierto a aquella hora tan temprana. El otoño no tardaría en llegar, pensó al dejar a su derecha las líneas férreas y el vivero, junto a la salida hacia la carretera que comunicaba Ystad y Malmö. Miró bien antes de cruzar la carretera y, después, puso rumbo al norte, hacia Rommeleåsen. Su objetivo era alcanzar la zona boscosa entre el lago Ledsjön y el castillo de Rannesholm. Era una de las mayores áreas forestales protegidas en aquella parte de Escania, un bosque en el que jamás se había talado un árbol y, en algunos lugares, prácticamente impenetrable. El propietario del castillo de Rannesholm era un agente de bolsa que había decidido que aquel bosque milenario debía permanecer intacto.
Le llevó poco más de media hora llegar a la reducida zona de aparcamiento que había junto al lago Ledsjön. Hizo rodar la Vespa hasta unos matorrales que crecían detrás de un alto roble. Un coche pasó por la carretera, que quedaba un poco más arriba; después, todo volvió a sumirse en el silencio.
Se ajustó la mochila a la espalda. Ya estaba lista para, con sólo dar unos pasos, experimentar la satisfacción de haberse hecho invisible al mundo entero. ¿Acaso existía una expresión más cabal de la independencia de una persona? Atreverse a dar el paso para cruzar un arcén, adentrarse unos metros en un bosque virgen, dejar de ser visible y, con ello, dejar de existir.