Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
Es el tercer hombre, el tercer gesto; un gesto diáfano, como los dos anteriores, pero también un gesto doble, reiterado: cuando los golpistas interrumpen la sesión de investidura Carrillo desobedece la orden genérica de tumbarse y permanece en su escaño mientras los guardias civiles disparan sobre el hemiciclo, y dos minutos más tarde desobedece la orden concreta de uno de los secuestradores y permanece en su escaño mientras finge tumbarse. Como el de Suárez, como el de Gutiérrez Mellado, el de Carrillo no es un gesto azaroso ni irreflexivo: con perfecta deliberación Carrillo se niega a obedecer a los golpistas; como el de Suárez y el de Gutiérrez Mellado, el gesto de Carrillo es un gesto que contiene muchos gestos. Es un gesto de coraje, un gesto de gracia, un gesto de rebeldía, un gesto soberano de libertad. También es, como el de Suárez y el de Gutiérrez Mellado, un gesto por así decir póstumo, el gesto de un hombre que sabe que va a morir o que ya está muerto; igual que muchos diputados, en cuanto ve al teniente coronel Tejero Carrillo comprende que su entrada en el hemiciclo es el inicio de un golpe de estado, y en cuanto empiezan los disparos comprende que si sobrevive al tiroteo los golpistas lo pasarán por las armas: no ignora que, con la salvedad de Suárez y de Gutiérrez Mellado, a nadie odian tanto los militares de ultraderecha como a él, que representa a sus ojos la quintaesencia del enemigo comunista. Como el de Suárez, el gesto de Carrillo es también un gesto histriónico: Carrillo es un político puro, igual que Suárez, y por tanto un actor consumado, que elige morir de pie con un gesto elegante, fotogénico, y que siempre dijo que no se tiró bajo su escaño en la tarde del 23 de febrero por la misma razón escénica, representativa e insuficiente que Suárez siempre alegó: él era el secretario general del partido comunista y el secretario general del partido comunista no podía tirarse. Como el de Gutiérrez Mellado, el gesto de Carrillo es un gesto militar, porque Carrillo había ingresado medio siglo atrás en el partido comunista como quien ingresa en una orden militar y toda su biografía lo había preparado para un momento así: se crió en una familia de revolucionarios profesionales, desde que tenía uso de razón era un revolucionario profesional, en su juventud fue encarcelado varias veces, se enfrentó con pistoleros políticos, sobrevivió a una condena a muerte, conocía el fragor del combate, la brutalidad de tres años de guerra y el desarraigo de cuarenta de exilio y clandestinidad. Quizá haya más: quizá haya aún otra similitud entre el gesto de Carrillo y el de Gutiérrez Mellado, una similitud menos aparente pero más profunda.
Como Gutiérrez Mellado, Carrillo pertenece a la generación que hizo la guerra; como Gutiérrez Mellado, Carrillo no creyó en la democracia hasta muy avanzada su vida, aunque defendiese durante la guerra una república democrática; como Gutiérrez Mellado, Carrillo participó de joven en un levantamiento armado contra el gobierno de la república, la revuelta de Asturias, de cuyo comité revolucionario formó parte cuando apenas contaba diecinueve años; como Gutiérrez Mellado, Carrillo jamás se arrepintió públicamente de haberse rebelado contra la legalidad democrática, pero, también como Gutiérrez Mellado, al menos desde mediados de los años setenta no hizo otra cosa que arrepentirse con la práctica de haber participado en aquella rebelión. No pretendo equiparar la desesperada revuelta de proletarios que promovió Carrillo en octubre del 34 con el golpe militar de potentados que promovió Gutiérrez Mellado en julio del 36; afirmo sólo que, por muy comprensible que fuese —y sobran razones para comprenderla—, aquella revuelta fue un error y que, sobre todo a partir del momento en que se inició la transición y los comunistas empezaron a desempeñar un papel decisivo en ella, Carrillo obró como si lo hubiera sido, desactivando los mecanismos ideológicos y políticos que pudieran conducir a la repetición del error, un poco al modo en que desde su llegada al gobierno Gutiérrez Mellado se aplicó a desactivar los mecanismos ideológicos y políticos del ejército que cuarenta años atrás había provocado la guerra. No sólo eso: Carrillo y con él toda la vieja guardia del partido comunista— también renunció a ajustar cuentas con un pasado oprobioso de guerra, represión y exilio, como si considerase una forma de añadir oprobio al oprobio intentar ajustarles las cuentas a quienes habían cometido el error de ajustar cuentas durante cuarenta años, o como si hubiera leído a Max Weber y sintiese como él que no hay nada más abyecto que practicar una ética que sólo busca tener razón y que, en vez de dedicarse a construir un futuro justo y libre, obliga a ocuparse en discutir los errores de un pasado injusto y esclavo con el fin de sacar ventajas morales y materiales de la confesión de culpa ajena. Al frente de la vieja guardia comunista, durante la transición y para hacer posible la democracia Carrillo firmó con los vencedores de la guerra y administradores de la dictadura un pacto que incluía la renuncia a usar políticamente el pasado, pero no lo hizo porque hubiese olvidado la guerra y la dictadura, sino porque las recordaba muy bien y estaba dispuesto a cualquier cosa para evitar que se repitieran, siempre y cuando los vencedores de la guerra y administradores de la dictadura aceptasen terminar con ésta y sustituirla por un sistema político que acogiese a vencedores y vencidos y que fuese en lo esencial idéntico al que los derrotados habían defendido en la guerra. A cualquier cosa o casi a cualquier cosa, estuvo dispuesto Carrillo: a renunciar al mito de la revolución, al ideal igualitarista del comunismo, a la nostalgia de la república derrotada, a la propia idea de justicia histórica… Porque lo que la justicia dictaba a la muerte de Franco era el retorno de la legitimidad republicana conculcada cuarenta años atrás por un golpe de estado y la guerra subsiguiente, el juicio de los responsables del franquismo y la completa reparación de sus víctimas; Carrillo renunció a conseguir todo eso, y no sólo porque careciera de fuerza para conseguirlo, sino también porque entendía que a menudo los ideales más nobles de los hombres son incompatibles entre sí y que en aquel momento tratar de imponer en España el triunfo absoluto de la justicia era arriesgarse a provocar la absoluta derrota de la libertad, convirtiendo la justicia absoluta en la peor de las injusticias. Muchos izquierdistas, partidarios del
Fíat iustitia et pereat mundus
, le reprocharon amargamente esas renuncias, que fueron para ellos una forma de traición; no se las perdonaron, del mismo modo que muchos derechistas no les perdonaron las suyas a Suárez y a Gutiérrez Mellado: como la vieja guardia comunista, para levantar la democracia Carrillo renunció a los ideales de toda una vida y eligió la concordia y la libertad frente a la justicia y la revolución, y de ese modo se convirtió también en un profesional de la demolición y el desmontaje que alcanzó su plenitud socavándose a sí mismo, igual que un héroe de la retirada. Como los detractores de Suárez y de Gutiérrez Mellado, los detractores de Carrillo afirman que hubo en ello más cálculo de interés personal y puro afán de supervivencia política que convicción auténtica; no lo sé: lo que sí sé es que ese juicio de intenciones es políticamente irrelevante, porque olvida que, por innobles que sean, los motivos personales no anulan el error o el acierto de una decisión. Lo relevante, lo políticamente relevante, es que, dado que las decisiones que adoptó propiciaron la creación de un sistema político más justo y más libre que cualquiera de los que haya conocido España en su historia, y en lo esencial idéntico al que fue derrotado en la guerra (aunque uno fuera una república y el otro una monarquía, ambos eran democracias parlamentarias), al menos en este punto la historia le ha dado la razón a Carrillo, cuyo gesto de coraje y gracia y libertad y rebeldía frente a los golpistas en la tarde del 23 de febrero adquiere así un significado distinto: igual que el de Gutiérrez Mellado, es el gesto de un hombre que tras haber combatido a muerte la democracia la construye como quien expía un error de juventud, que la construye destruyendo sus propias ideas, que la construye negando a los suyos y negándose a sí mismo, que se apuesta entero en ella, que finalmente decide jugarse el tipo por ella.
El último gesto que yo reconozco en el gesto de Carrillo no es un gesto real; es un gesto imaginado o por lo menos un gesto que yo imagino, quizá de forma caprichosa. Pero si mi imaginación fuera veraz, entonces el gesto de Carrillo contendría un gesto de complicidad, o de emulación, y su historia sería la siguiente. Carrillo está sentado en el primer escaño de la séptima fila del ala izquierda del hemiciclo; justo enfrente y debajo de él, en el primer escaño de la primera fila del ala derecha, se sienta Adolfo Suárez. Cuando empiezan los disparos, el primer impulso de Carrillo es el que dicta el sentido común: de la misma forma que lo hacen los compañeros de la vieja guardia comunista sentados junto a él, que igual que él ingresaron en el partido como quien ingresa en una milicia de abnegación y peligro y han conocido la guerra, la cárcel y el exilio y quizá sienten también que si sobreviven al tiroteo serán pasados por las armas, instintivamente Carrillo se dispone a olvidar por un momento el coraje, la gracia, la libertad, la rebeldía y hasta su instinto de actor para obedecer las órdenes de los guardias y protegerse de las balas bajo su escaño, pero justo antes de hacerlo advierte que frente a él, debajo de él, Adolfo Suárez sigue sentado en su escaño de presidente, solo, estatuario y espectral en un desierto de escaños vacíos. Y entonces, deliberadamente, reflexivamente —como si en un solo segundo entendiera el significado completo del gesto de Suárez—, decide no tirarse.
Es un capricho, quizá no es una imaginación veraz, pero la realidad es que ambos eran mucho más que cómplices: la realidad es que en febrero de 1981 Santiago Carrillo y Adolfo Suárez llevaban cuatro años atados por una alianza que era política pero también era más que política, y que sólo la enfermedad y el extravío de Suárez acabarían rompiendo.
La historia fabrica extrañas figuras, se resigna con frecuencia al sentimentalismo y no desdeña las simetrías de la ficción, igual que si quisiera dotarse de un sentido que por sí misma no posee. ¿Quién hubiera podido prever que el cambio de la dictadura a la democracia en España no lo urdirían los partidos democráticos, sino los falangistas y los comunistas, enemigos irreconciliables de la democracia y enemigos irreconciliables entre sí durante tres años de guerra y cuarenta de posguerra? ¿Quién hubiera pronosticado que el secretario general del partido comunista en el exilio se erigiría en el aliado político más fiel del último secretario general del Movimiento, el partido único fascista? ¿Quién hubiera podido imaginar que Santiago Carrillo acabaría convertido en un valedor sin condiciones de Adolfo Suárez y en uno de sus últimos amigos y confidentes? Nadie lo hizo, pero quizá no era imposible hacerlo: por una parte, porque sólo los enemigos irreconciliables podían reconciliar la España irreconciliable de Franco; por otra, porque a diferencia de Gutiérrez Mellado y Adolfo Suárez, que eran profundamente distintos pese a sus parecidos superficiales, Santiago Carrillo y Adolfo Suárez eran profundamente parecidos pese a sus superficiales diferencias. Ambos eran dos políticos puros, más que dos profesionales de la política dos profesionales del poder, porque ninguno de los dos concebía la política sin poder o porque ambos actuaban como si la política fuera al poder lo que la gravedad a la tierra; ambos eran burócratas que habían prosperado en la inflexible jerarquía de organizaciones políticas regidas con métodos totalitarios e inspiradas por ideologías totalitarias; ambos eran demócratas conversos, tardíos y un poco a la fuerza; ambos estaban acostumbrados desde siempre a mandar: Suárez había ocupado su primer cargo político en 1955, con veintitrés años, y a partir de entonces había subido paso a paso todos los peldaños del Movimiento hasta alcanzar su cima y convertirse en presidente del gobierno; Carrillo llevaba más de tres décadas dominando el partido comunista con la autoridad del sumo sacerdote de una religión clandestina, pero antes de cumplir los veinte años dirigía las juventudes socialistas, con apenas veintiuno se había hecho cargo de la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid en uno de los momentos más apremiantes de la guerra, con veintidós se había integrado en el Buró Político del PCE y en adelante no había dejado de acaparar puestos de responsabilidad en el partido y en la Internacional Comunista. Los paralelismos no terminan ahí: ambos cultivaban una visión personalista de la política, épica y estética a la vez, como si, antes que el trabajo lento, colectivo y laborioso de doblegar la resistencia de lo real, la política fuese una aventura solitaria punteada de episodios dramáticos y decisiones intrépidas; ambos se habían educado en la calle, carecían de formación universitaria y desconfiaban de los intelectuales; ambos eran tan correosos que casi siempre se sintieron invulnerables a las inclemencias de su oficio y ambos poseían una ambición sin complejos, una ilimitada confianza en sí mismos, una cambiante falta de escrúpulos y un talento reconocido para el juego de manos político y para la conversión de sus derrotas en victorias. Breve: en el fondo parecían dos políticos gemelos. Hacia 1983, cuando tras el golpe de estado ni Carrillo ni Suárez eran ya lo que habían sido y trataban de recomponer a trompicones su carrera política, Fernando Claudín —uno de los amigos y colaboradores más estrechos de Carrillo durante casi treinta años de militancia comunista— escribió lo siguiente sobre el eterno secretario general: «Carecía de los mínimos conocimientos de derecho político y constitucional, y no hizo ningún esfuerzo por adquirir algunos. Tampoco era su fuerte la economía, la sociología u otras materias que le permitiesen opinar con conocimiento de causa en la mayor parte de los debates parlamentarios (…) Su única especialidad era "la política en general", que suele traducirse en hablar de todo un poco sin profundizar en nada, y la maquinaria del partido, en la que, desde luego, nadie podía disputarle la competencia. Como siempre le había sucedido, no era capaz de encontrar tiempo para el estudio, absorbido siempre por reuniones de partido, entrevistas, conciliábulos, actos de representación y demás actividades de análogo tipo. La férrea voluntad que mostraba para otros menesteres, en especial para conservar el poder dentro del partido y para abrirse paso hacia él en el Estado, le faltaba por desgracia para adquirir conocimientos que dieran más solidez al ejercicio de esas funciones». Políticos gemelos: si admitimos que Claudín está en lo cierto y que la cita anterior define algunas flaquezas de Santiago Carrillo, entonces basta sustituir la palabra «partido» por la palabra «Movimiento» para que defina también algunas flaquezas de Adolfo Suárez.