Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
No. La respuesta es no: no hay nadie más que esté con ellos. O ésa es al menos la respuesta autocompasiva que en aquella ocasión se dio sin duda a sí mismo Adolfo Suárez y la respuesta vindicativa que continuaba dándose años más tarde, cuando contaba la anécdota de su amigo muerto (y tal vez por eso la contaba). Pero, aunque fuera autocompasiva y vindicativa, la respuesta no era falsa.
La imagen de Adolfo Suárez sentado a solas en el hemiciclo del Congreso durante la tarde del 23 de febrero es también un emblema de otra cosa: un emblema de su soledad casi absoluta en los meses que precedieron al golpe. Curiosamente, año y medio antes de esa fecha una fotógrafa captó en el mismo lugar una imagen parecida: sentado en su escaño de presidente, Suárez viste igual que el 23 de febrero —chaqueta oscura, corbata oscura, camisa blanca y, aunque su postura sea un poco distinta a la que adoptó durante el tiroteo del 23 de febrero, a su derecha se extiende la misma desolación de escaños vacíos. Como en la imagen del 23 de febrero, Suárez está posando; como en la imagen del 23 de febrero, Suárez no parece estar posando (Suárez siempre posaba en público: ésa era su fortaleza; a menudo posaba en privado: ésa era su debilidad). La imagen es del 25 de septiembre de 1979, pero, de no mediar ciertas diferencias de color y de encuadre, podría confundirse con la del 23 de febrero de 1981, como si, más que fotografiar a Suárez, la fotógrafa hubiera fotografiado el futuro.
Aunque el secreto no se hizo público hasta un año después, en septiembre de 1979, cuando estaba en la cima de su poder y su prestigio, Suárez era ya íntimamente un político acabado. Antes apunté una razón de su súbito hundimiento:
Suárez, que había sabido hacer lo más difícil —desmontar el franquismo y construir una democracia—, era incapaz de hacer lo más fácil —administrar la democracia que había construido—; matizo ahora: para Suárez lo más difícil era lo más fácil y lo más fácil era lo más difícil. No es sólo un juego de palabras: aunque no había creado el franquismo, Suárez había crecido en él, conocía a la perfección sus reglas y las manejaba con maestría (por eso pudo terminar con el franquismo fingiendo que solo cambiaba sus reglas); en cambio, aunque había creado la democracia y establecido sus reglas, Suárez se manejaba en ella con dificultad, porque sus hábitos, su talento y su temperamento no estaban hechos para lo que había construido, sino para lo que había destruido. Ésa fue al mismo tiempo su tragedia y su grandeza: la de un hombre que consciente o inconscientemente trabaja no para fortalecer sus posiciones, sino, por recurrir de nuevo al término de Enzensberger, para socavarlas. Como no sabía usar las reglas de la democracia y sólo sabía ejercer el poder como se ejerce en una dictadura, ignoraba al Parlamento, ignoraba a sus ministros, ignoraba a su partido. En el nuevo juego que había creado sus virtudes se convirtieron rápidamente en defectos —su desparpajo se convirtió en ignorancia, su osadía en temeridad, su aplomo en frialdad—, y el resultado fue que en muy poco tiempo Suárez dejó de ser el político brillante y resuelto que había sido durante sus prime ros años de gobierno —cuando todo en su mente parecía conectar con todo, igual que si guardara en su interior un imán que atraía y ordenaba los fragmentos más insignificantes de la realidad y le permitía operar sobre ella sin temor, porque a cada momento tenía la certeza de conocer el fruto más remoto de cada acción y la causa más íntima de cada efecto— para convertirse en un político torpe, opaco y dubitativo, extraviado en una realidad que no entendía e incapacitado para manejar una crisis que su mal gobierno no hacía más que ahondar. Unidas a los celos, las rencillas y la avaricia de poder de la clase dirigente, estas carencias desataron desde el verano de 1980 la conspiración generalizada contra él que acabó propiciando el golpe; unidas al agotamiento producido por cuatro años durísimos en la presidencia del gobierno y a un carácter más complejo y más frágil de lo que sospechaban quienes sólo lo conocían de superficie, ellas desataron también su hundimiento personal.
Desde el verano de 1980 Suárez vivió prácticamente enclaustrado en la Moncloa, protegido por su familia y por un exiguo puñado de colaboradores. Parecía afectado por una extraña parálisis, o por una forma difusa de miedo, o quizá era vértigo, como si en algún momento de lucidez masoquista hubiese comprendido que no era más que un farsante y se hubiese propuesto a toda costa evitar el contacto social por temor a que lo desenmascarasen, y a la vez como si temiera que un oscuro anhelo de inmolación le estuviera impulsando a terminar él mismo con la farsa. Se pasaba horas y horas encerrado en su despacho leyendo informes relativos al terrorismo, al ejército, a la política económica o internacional, pero luego era incapaz de tomar decisiones sobre esos asuntos o simplemente de reunirse con los ministros que debían tomarlas. No acudía al Parlamento, no concedía entrevistas, apenas se dejaba ver en público y más de una vez no quiso o no pudo presidir de principio a fin las reuniones del consejo de ministros; ni siquiera encontró ánimos para asistir a los funerales de tres miembros vascos de su partido asesinados por ETA, ni a los de cuarenta y ocho niños y tres adultos que a finales de octubre murieron a causa de una explosión accidental de gas propano en un colegio del País Vasco. Su salud física no era mala, pero sí su salud anímica. No hay duda de que en torno a él sólo veía una oscuridad de ingratitudes, traiciones y desprecios, y de que interpretaba cualquier ataque a su trabajo como un ataque a su persona, cosa que quizá quepa atribuir de nuevo a sus dificultades para adaptarse a la democracia. Nunca acabó de entender que en la política de una democracia nada es personal, dado que en democracia la política es un teatro y nadie puede actuar en un teatro sin fingir lo que no siente; por supuesto, él era un político puro y, como tal, un actor consumado, pero su problema era que fingía con tanta convicción que acababa sintiendo lo que fingía, lo que le llevaba a confundir la realidad con su representación y las críticas políticas con las personales. Es verdad que en la cacería desatada contra él a lo largo de 1980 muchas de las críticas que recibía eran, antes que políticas, personales, pero no es menos verdad que cuando llegó al gobierno también había sido objeto de críticas personales, sólo que entonces el presidente estaba todavía acorazado por los privilegios de un sistema autoritario y que su entusiasmo de neófito las convertía en acicates de su voluntad y su fortaleza mental las neutralizaba, atribuyéndolas a las flaquezas de sus autores —a sus errores de juicio, a sus ambiciones frustradas, a su vanidad insatisfecha, a su rencor—; ahora, en cambio, desprotegido por la libertad, sometido a unas exigencias acuciantes y con las defensas diezmadas por la usura de casi un lustro de mandato en condiciones muchas veces extremas, tales críticas eran un instrumento cotidiano de martirio, sin duda porque se las repetía a sí mismo, y contra uno mismo no hay protección posible. Como todo político puro, Suárez sentía además una necesidad apremiante de ser admirado y querido y, como todo el mundo en el pequeño Madrid del poder franquista, había forjado en gran parte su carrera política a base de adulación, hechizando a sus interlocutores con su simpatía, sus ganas insaciables de agradar y su repertorio arborescente de anécdotas hasta convencerlos no sólo de que él era un ser extraordinario sino de que ellos eran todavía más extraordinarios que él, y de que por tanto iba a hacerles objeto de toda su confianza, su atención y su afecto. Para un hombre así, pura exterioridad, cuya auto estima dependía casi por completo de la aprobación de los otros, debió de ser una experiencia devastadora notar que sus trucos de prestidigitación ya no surtían efecto, que la clase dirigente del país le había tomado la medida y que el brillo de su seducción se había apagado, que nadie reía sus bromas ni se embelesaba con sus opiniones, que nadie sentía el embrujo de sus historias ni el privilegio de su compañía, que nadie se creía ya sus promesas ni aceptaba sus declaraciones de amistad eterna, que quienes lo habían admirado y lisonjeado lo despreciaban, que quienes le debían su carrera política y le habían entregado su lealtad lo traicionaban, que el mejor sentimiento que podía ya suscitar entre sus iguales era una mezcla de hastío y de desconfianza y que, como se encargaban de demostrarle a diario las encuestas desde el verano de 1980, el país entero estaba harto de él.
Políticamente solo y exhausto, personalmente perdido en un laberinto de autocompasión, de hartazgo y de desengaño, hacia noviembre de 1980 Suárez empezó a pensar en dimitir. Si no lo hacía era porque lo arrastraba la inercia o el instinto del poder y porque era un político puro y un político puro no abandona el poder: lo echan; también, quizá, porque en los momentos de euforia que punteaban su abatimiento un resto de coraje y de orgullo le persuadía de que, aunque nada de lo que hiciera en adelante podría superar lo que ya había hecho, sólo él podía arreglar lo que él mismo había malogrado. En aquellos días buscaba alivio y estímulo en los viajes al extranjero, donde su predicamento de hacedor de la democracia española continuaba todavía intacto; en el curso de uno de ellos, tras asistir a la toma de posesión del primer ministro peruano Belaúnde Terry en Lima, Suárez concedió a la periodista Josefina Martínez una de sus últimas entrevistas como presidente, y el resultado de esa charla fue un texto tan negro, tan amargo y tan sincero —tan lleno de lamentos por la ingratitud, la incomprensión y las ofensas e insultos personales de que se sentía objeto— que sus asesores impidieron que se publicara. «Yo suelo decir que me he empeñado en un combate de boxeo en el que no estoy dispuesto a pegar un solo golpe —le dijo Suárez a la periodista aquel día—. Quiero ganar el combate en el quince round por agotamiento del contrario… ¡Así que debo tener una gran capacidad de aguante!» Es falso que no diera un solo golpe (los dio, sólo que ya no tenía fuerzas para seguir dándolos), pero es verdad que tenía una gran capacidad de aguante, y sobre todo es verdad que así es como él se vio muchas veces en el otoño y el invierno de 1980: en el centro del ring, tambaleándose y ciego de sangre, de sudor y de párpados hinchados, con los brazos muertos a lo largo del cuerpo, resollando entre el griterío del público y el calor de los focos, anhelando en secreto el golpe definitivo.
El golpe definitivo se lo dio el Rey. Quizá era el único que podía dárselo: el Rey le había entregado el poder a Suárez y quizá sólo el Rey se lo podía arrebatar; lo hizo: le arrebató el poder, o como mínimo no escatimó esfuerzos para que Suárez lo entregara. Esto significa que, igual que gran parte de la clase política española, en el otoño y el invierno de 1980 el Rey también conspiraba a su modo contra el presidente del gobierno; esto significa que Gutiérrez Mellado se equivocaba: el Rey tampoco estaba con ellos.
El Rey había conocido a Suárez en enero de 1969, durante un viaje de vacaciones a Segovia en compañía de un cortejo que incluía a su secretario personal y líder futuro del 23 de febrero: el general Armada. Por entonces Suárez era gobernador civil de la provincia y el Rey un príncipe en precario a quien todavía faltaban unos meses para jurar ante las Cortes franquistas como sucesor de Franco, pero cuyo futuro de Rey ni siquiera estaba del todo claro para el propio Franco, porque pendía de una delicada telaraña de equilibrios que podía romperse después de su muerte. Los dos hombres simpatizaron en seguida; en seguida intuyeron que se necesitaban mutuamente: Suárez no era monárquico, pero se hizo de inmediato monárquico, sin duda porque sabía que, pese a los equilibrios y las incertidumbres, el futuro más verosímil de España era la monarquía y él no quería por nada del mundo perderse el futuro; en cuanto al Rey, hostigado y ninguneado por sectores muy influyentes del franquismo —empezando por la propia familia Franco—, necesitaba con urgencia aliados, y aquel joven sólo seis años mayor que él, discreto, prometedor, diligente, servicial y dicharachero, tuvo que parecerle a simple vista un buen aliado. El primer día Suárez se limitó a comer con la familia real en un restaurante de la ciudad, pero durante los meses siguientes el Rey volvió varias veces a una finca de la provincia, en la sierra de Guadarrama, y allí se anudó entre los dos hombres una complicidad de fines de semana que posiblemente acabó de convencer al futuro monarca de que, si sabía usar sus ganas de complacer, su ambición y su inteligencia rápida y práctica, Suárez podía llegar a ser para él mucho más que una compañía divertida. No es probable que al principio hablaran mucho de política, aunque es casi seguro que el Rey comprendió muy pronto que Suárez no tenía el cerebro fosilizado por el franquismo, que sabía mandar y que carecía de ideas políticas elaboradas; tampoco es probable que no sospechara que su principal idea política consistía en prosperar políticamente, y que por lo tanto su apego monárquico dependía en exclusiva de la capacidad de satisfacer sus aspiraciones que demostrara la Corona.
A partir de ese momento el Rey hizo cuanto pudo por promover la carrera política de Suárez. En noviembre de aquel mismo año medió para que el almirante Carrero Blanco lo nombrara director de Televisión Española, y Suárez tardó más tiempo en tomar posesión del cargo que en demostrarle al monarca que no se había equivocado apostando por él. Durante los cuatro años en que dirigió la única televisión del país orquestó una campaña de imagen que introdujo en todos los hogares la figura hasta entonces fugaz y desvaída del Príncipe: no dejó de registrar ni uno solo de sus viajes, ni uno solo de sus actos oficiales, ni una sola de sus apariciones públicas; su recién estrenada vocación monárquica (o su celo de converso) le llevó a enfrentarse en varias ocasiones con su ministro, sobre todo cuando se negó a transmitir en directo y por la primera cadena la boda de la nieta de Franco con Alfonso de Borbón, primo del príncipe y aspirante al trono, cuyo matrimonio alentaba en el círculo más íntimo del general el sueño de ver perpetuada en el poder a la familia Franco. Para aquella época, a principios de los años setenta, Suárez ya había empezado a postularse como ministro, pero no obtuvo el cargo hasta que a la muerte de Franco se formó el primer gobierno de la monarquía y el Rey, que careció de fuerza para imponer un presidente de su gusto y se vio obligado a heredar a Arias Navarro —una momia dubitativa e incapaz de finiquitar sus hipotecas franquistas—, tuvo la suficiente para imponer a Suárez, a quien Arias Navarro asignó la Secretaría General del Movimiento después de que lo convenciera Torcuato Fernández Miranda, por entonces principal consejero político del Rey y presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, dos de los principales bastiones de poder de la dictadura. Sólo seis meses más tarde el Rey consiguió desembarazarse de Arias Navarro y, tras una serie de tejemanejes de Fernández Miranda en el Consejo del Reino —el organismo encargado de presentarle al monarca un trío de candidatos a la presidencia—, elegir como jefe del gobierno a Adolfo Suárez.