Anatomía de un instante (12 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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Fue la primera vez que lo llamaron traidor. La segunda ocurrió siete meses más tarde, cuando su gobierno legalizó el partido comunista, pero entonces ya no fue únicamente una minoría del ejército quien recurrió al dicterio. Para los historiadores el episodio es central en el cambio de la dictadura a la democracia; para los investigadores del 23 de febrero es uno de los orígenes remotos del golpe; para el general Gutiérrez Mellado fue otra cosa: el cruce de una línea sin retorno en su vida personal y política. El partido comunista había sido durante cuarenta años la bestia negra del franquismo; también de los militares, que consideraban que cuarenta años atrás lo habían derrotado en el campo de batalla y que en modo alguno estaban dispuestos a permitir su retorno a la vida política. Es probable que, cuando llegó al poder enjulio de 1976, Suárez no tuviera intención de legalizar a los comunistas, pero no que ignorara que su legalización podía constituir la piedra de toque de su reforma, porque los comunistas habían sido la principal y casi única oposición al franquismo y porque una democracia sin comunistas sería una democracia recortada, tal vez internacionalmente aceptable, pero nacionalmente insuficiente. Eso es en todo caso lo que Suárez comprendió poco a poco durante sus primeros meses de gobierno y lo que, después de superar muchas dudas, le convenció de que debía tomar la decisión de legalizar el partido comunista incluso con la oposición de los militares. Fue el 9 de abril de 1977 y fue una sacudida histórica. En los días siguientes, mientras el país empezaba a emerger de la incredulidad, el ejército estuvo al borde del golpe de estado: salvo Gutiérrez Mellado, los ministros militares del gobierno dijeron haber conocido la noticia por la prensa, el de Marina, almirante Pita Da Veiga, dimitió de su cargo, y el del Ejército, general Álvarez Arenas, convocó una reunión del Consejo Superior del Ejército en la que se oyeron insultos al gobierno y se amenazó con sacar las tropas a la calle, y de la que salió un duro comunicado de rechazo a la decisión gubernamental; toda la cólera de los militares convergió sobre el presidente (y, por defecto, sobre su vicepresidente): se repitieron amplificadas las acusaciones de perjuro y de traidor; se añadió la acusación de que los había engañado. Ninguna de las acusaciones carecía de base: no hay duda de que, al legalizar el partido comunista, Suárez violaba los principios del Movimiento que había jurado defender; además, es verdad que en cierto sentido engañó al ejército.

Ocho meses atrás, el 8 de septiembre de 1976, Suárez había convocado una reunión de altos mandos militares en la sede de la presidencia del gobierno para explicarles personalmente la naturaleza y el alcance de los cambios políticos que proyectaba. Al encuentro asistieron los integrantes de los consejos superiores de los tres ejércitos —más de treinta generales y almirantes en total, entre ellos Gutiérrez Mellado— y en él, a lo largo de tres horas de charla ininterrumpida, Suárez desplegó toda su habilidad dialéctica y todas sus artes de seductor para convencer a los presentes de que nada debían temer de unas reformas que, como había dicho meses atrás ante las Cortes franquistas, iban a limitarse a «elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de la calle es simplemente normal», y que, según entendieron quienes lo escuchaban (y Suárez no hizo nada para que no lo entendiesen), en definitiva equivalían a una sofisticada reformulación del franquismo, o a su prolongación disfrazada. Ése fue el meollo del discurso de Suárez; pero el momento crucial del encuentro (o el que el tiempo acabó convirtiendo en el momento crucial del encuentro) no se produjo mientras Suárez disertaba, sino mientras prodigaba bromas, abrazos y sonrisas entre los corrillos que se formaron cuando terminó de hacerlo. En uno de ellos alguien le preguntó qué ocurriría con el partido comunista; la respuesta del presidente fue cuidadosa pero terminante:

Mientras tenga sus actuales estatutos, no se legalizará. Poco después se disolvió la reunión entre el entusiasmo y los vítores de los generales («Presidente, ¡viva la madre que te parió!», gritó el general Mateo Prada Canillas), que salieron de la sede de presidencia del gobierno convencidos de que el partido comunista no volvería a ser legal en España y de que Adolfo Suárez era una bendición para el país. Ocho meses más tarde la realidad les demostró su error. No puede decirse sin embargo que aquella mañana Suárez mintiera a los militares: por un lado, la salvedad que contenía su respuesta a la pregunta clave («Mientras tenga sus actuales estatutos») era una forma de parapetarse contra el futuro, y lo cierto es que antes de legalizar el partido Suárez tuvo la astucia y la prudencia de acogerse a ella consiguiendo que el PCE modificara ciertos aspectos de sus estatutos; por otro lado, Suárez seguía sin saber en septiembre del 76 si legalizaría a los comunistas: no lo sabía en septiembre, ni en octubre, ni en noviembre, ni en diciembre, ni siquiera en enero, porque la transición no fue un proceso diseñado de antemano, sino una continua improvisación que adentró a Suárez en territorios que pocos meses antes ni siquiera imaginaba que pisaría. Pero sí puede decirse que Suárez embaucó a los militares dejándoles creer hasta el último momento que no legalizaría a los comunistas, aunque sólo a condición de que se añada en seguida que también embaucó a medio mundo, incluidos los propios comunistas, probablemente incluido él mismo. Con frecuencia algunos militares y políticos demócratas han reprochado a Suárez esta forma de proceder: para ellos, si el presidente les hubiese advertido con tiempo los militares hubiesen acatado su decisión sin escándalos ni amagos de rebeldía (y en consecuencia no hubiesen iniciado una conspiración permanente que culminó el 23 de febrero); el argumento me parece endeble, si no falaz: la prueba es que convencer a un ejército sólidamente anticomunista de la legitimidad del partido comunista acabó siendo una tarea de años, incompatible en cualquier caso con la velocidad que Suárez imprimió a sus reformas y que fue en definitiva una de las razones fundamentales de su éxito. Sea como sea, fuera o no fuera necesario embaucar al ejército y con él a medio mundo, el hecho es que en cuanto supieron que Suárez había legalizado a su enemigo de siempre ignorando u olvidando lo que les había prometido o lo que ellos creían que les había prometido, los generales cambiaron el entusiasmo y los vítores con que meses atrás lo aclamaran por la indignación virtuosa de quien se siente víctima de la fechoría de un renegado.

Nunca volvieron a fiarse de Suárez. Ni de Suárez ni del general Gutiérrez Mellado, quien no sólo acató la decisión de su presidente sino que, una vez legalizados los comunistas y celebradas las primeras elecciones democráticas en junio del 77, permaneció como único militar en el gobierno de Suárez, y que a partir de aquel momento pasó a convertirse en el objetivo predilecto de unos ataques que en el fondo no estaban dirigidos contra él, sino contra Suárez. Fue una campaña de años, feroz e inflexible, que supuso ataques diarios en la prensa, insultos personales, calumnias retrospectivas y motines periódicos, y que no eximió de su virulencia inusitada a quienes de cerca o de lejos trabajaron con él. Gutiérrez Mellado sobrevivió como pudo a ella, pero no todos sus colaboradores tuvieron la misma suerte o la misma entereza: incapaz de oírse llamar por más tiempo traidor de mierda y debelador del ejército, poco después del golpe de estado el general Marcelo Aramendi terminó con su vida de un pistoletazo en su despacho del Cuartel General del ejército. Las agresiones que encajó Gutiérrez Mellado no fueron menos crueles que las que quebrantaron la resistencia del general Aramendi, pero sí incomparablemente más asiduas y más publicitadas. Lo acusaron de cobardía y de doblez porque no había hecho la guerra en el frente y porque había desarrollado gran parte de su carrera en los servicios de inteligencia, una doble acusación quizá previsible en un ejército como el franquista, en el que la valentía, antes que una virtud, era una retórica de taberna, y en el que la pésima reputación de los servicios de inteligencia había sido consagrada por una frase atribuida a Franco, una frase a la que, como supo de primera mano el propio Gutiérrez Mellado, el franquismo procuró atenerse: A los espías se les paga, no se les condecora; además de previsible y estúpida, la acusación era falsa: aunque era cierto que casi desde el principio su carrera militar había estado vinculada al espionaje, Gutiérrez Mellado no sólo había combatido ametralladora en mano durante la sublevación del 18 de julio, sino que, convertido más tarde en uno de los jefes de la quinta columna madrileña, a lo largo de tres años se había jugado la vida en la oscuridad de la retaguardia republicana mucho más a menudo que la mayoría de los valentones que le recriminaban haber terminado la guerra sin pegar un solo tiro. Lo acusaron de liderar la UMD —una exigua asociación militar clandestina que en el ocaso del franquismo intentó promover la creación de un régimen democrático—, cuando la realidad es que, pese a estar personal e ideológicamente próximo a algunos de los oficiales integrados. en ella, la combatió sin titubeos porque a su juicio resquebrajaba la disciplina de las Fuerzas Armadas y ponía en peligro su unidad, y que, una vez que sus miembros fueron juzgados y expulsados del ejército, se opuso a que fueran readmitidos en sus empleos, lo que no le impidió interceder a menudo para que cesara la persecución que sus compañeros de armas habían desencadenado contra ellos (y no, en cambio, contra los miembros de otras asociaciones también clandestinas, como la Unión Militar Patriótica, que abogaban por la perduración del franquismo y que por entonces campaban a sus anchas en el ejército). Lo acusaron de querer desmilitarizar la guardia civil-cosa que originó una campaña de artículos periodísticos, recogidas de firmas y festivales públicos en la que tuvo una briosa participación el teniente coronel Tejero—, cuando la realidad es que sólo pretendía que, sin dejar de ser militar, el cuerpo mejorara su eficacia pasando a depender del Ministerio del Interior en las funciones relativas al orden y la seguridad pública. Lo acusaron de querer pervertir, derogar o aplastar la ética del ejército con su reforma de las Reales Ordenanzas de Carlos III —el código que regía la moral militar desde que fuera promulgado en 1787 por el conde de Aranda—, cuando la realidad es que apenas pretendía adaptar la ética ultraconservadora de la institución a la ética del siglo XX, permeándola de los valores laicos y liberales de la sociedad democrática. Lo acusaron de todas las infamias posibles, y exploraron con microscopio su biografía en busca de basura con que ensuciar su reputación: desenterraron un episodio ocurrido cuarenta años atrás, durante la caza de brujas contra la masonería desatada por las autoridades franquistas al terminar la guerra, para asegurar que había sido cómplice o autor o inductor de un asesinato, el del comandante Isaac Gabaldón, acribillado a balazos una noche de julio de 1939 mientras, según ciertos testimonios, llevaba una carpeta con documentos que acusaban de pertenencia a la masonería a algunos de sus compañeros del SIMP, el servicio de inteligencia de Franco; Gutiérrez Mellado era uno de los integrantes del SIMP y, aunque el juez que instruyó la causa sentenció que el comandante había sido asesinado por partisanos de la república y absolvió a Gutiérrez Mellado y a los demás miembros del SIMP de todos los cargos que se les imputaban, el incidente ensombreció el principio de su carrera militar y fue usado al final para sembrar nuevas dudas sobre su lealtad al ejército y su honestidad personal.

La honestidad personal y la lealtad al ejército de Gutiérrez Mellado fueron, por lo que sabemos, incuestionables; por lo que sabemos, el general fue un hombre decente, congénitamente incapacitado para la astucia y el engaño, y quizá mal dotado por ello para el ejercicio de la política, o al menos para el ejercicio de la política en tiempos convulsos. Esto no significa por supuesto que puedan calificarse de falsas o injustas todas las acusaciones que se vertieron contra él. No todo en la política militar del general fueron aciertos; pero, dadas las circunstancias excepcionales con que tuvo que lidiar, muchas de las equivocaciones que cometió eran difícilmente evitables, si no directamente inevitables. Ocurrió por ejemplo con la política de ascensos, el mejor instrumento de que disponía el gobierno para purgar a las Fuerzas Armadas de su plomiza rémora franquista. Puesto que el escalafón era intocable en el ejército, en este asunto como en casi todos Gutiérrez Mellado se movió casi siempre entre dos fuegos: o respetaba el escalafón permitiendo que la vieja guardia radical copase los primeros escalones de mando y amenazase el decurso de la democracia, o se saltaba el escalafón ascendiendo a militares seguros a cambio de enfurecer a los militares postergados y de entregar argumentos a los partidarios del cuartelazo. Gutiérrez Mellado se enfrentó en no pocas ocasiones a esa disyuntiva irresoluble; la más conocida, la más ilustrativa también, tuvo lugar en mayo de 1979, cuando se produjo el nombramiento del nuevo jefe del Estado Mayor del ejército tras el pase a la reserva del general De Liniers. Los candidatos a sustituirlo eran el general Milans del Bosch, a la sazón capitán general de Valencia, y el general González del Yerro, a la sazón capitán general de Canarias; Gutiérrez Mellado no se fiaba de ninguno de los dos, así que hizo nombrar al general Gabeiras —un militar que carecía de crédito entre sus compañeros pero que gozaba de toda la confianza del vicepresidente—, para lo cual se vio obligado no sólo a ascenderle de forma artificiosa y precipitada, sino también a ascender con él a los generales que lo precedían en el escalafón con el fin de evitar acusaciones de amiguismo y de hacer mangas y capirotes con la normativa militar. La estratagema fue inútil, y el escándalo en los cuarteles monumental, por no hablar de la indignación de Milans y de González del Yerro. ¿Hubieran podido evitarse ambas cosas gestionando de otro modo el cambio en la cúpula del ejército? Tal vez, pero no es fácil imaginar de qué forma; lo que es fácil imaginar es qué hubiera sucedido si el 23 de febrero Milans se hubiese encontrado en Madrid al mando del Estado Mayor del ejército en vez de encontrarse en Valencia al mando de una región militar secundaria 00 mismo o casi lo mismo vale para González del Yerro, quien durante el 23 de febrero adoptó una actitud peligrosamente equívoca): con toda seguridad hubiese sido muchísimo más difícil que el golpe fracasara. En cambio, el 23 de febrero Gabeiras demostró ser, si no el jefe contundente que un ejército democrático hubiera necesitado para afrontar el golpe, sí al menos un militar leal, y en cualquier caso el episodio de su nombramiento fue sólo uno más de los muchos que enconaron la relación entre el gobierno y las Fuerzas Armadas y permitieron a la ultraderecha mantener los cuarteles en continuo pie de guerra contra el gobierno, propagando la especie de que la política militar de Gutiérrez Mellado era una suma de arbitrariedades caciquiles con que la democracia pretendía castigar al ejército, desmoralizándolo y eliminando cualquier rastro de su antiguo prestigio.

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