Anatomía de un instante (5 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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CAPÍTULO 3

Conspiran contra Suárez (o Suárez siente que conspiran contra él) los periodistas. Por supuesto, conspiran los periodistas de ultraderecha, que atacan a diario a Suárez porque juzgan que destruirlo equivale a destruir la democracia. Es cierto que no son muchos, pero son importantes porque sus periódicos y revistas —El Alcázar, El Imparcial, Heraldo Español, Fuerza Nueva, Reconquista— son casi los únicos que entran en los cuarteles, persuadiendo a los militares de que la situación es todavía peor de lo que es y de que, a menos que por irresponsabilidad, por egoísmo o por cobardía acepten ser cómplices de una clase política indigna que está conduciendo España al despeñadero, más temprano que tarde tendrán que intervenir para salvar a la patria en peligro. Las exhortaciones al golpe son constantes desde el inicio de la democracia, pero desde el verano de 1980 ya no son sibilinas: el número del 7 de agosto del semanario Heraldo Español exhibía en portada un enorme caballo encabritado y un titular a toda página: «¿Quién montará este caballo? Se busca un general»; en las páginas interiores un artículo firmado con seudónimo por el periodista Fernando Latorre proponía evitar un golpe militar duro mediante un golpe militar blando que colocara a un general en la presidencia de un gobierno de unidad, barajaba algunos nombres —entre ellos el del general Alfonso Armada— y planteaba al Rey una imperiosa disyuntiva entre los dos tipos de golpe: «o Pavía o Prim: el que pueda que elija». En el otoño y el invierno de 1980, pero sobre todo en las semanas que precedieron al 23 de febrero, estas arengas eran cotidianas, sobre todo en el diario El Alcázar, tal vez la publicación más combativa de la ultraderecha, y sin duda la más influyente: allí se publicaron entre los últimos días de diciembre y los primeros de febrero tres artículos firmados por Almendros —seudónimo que probablemente ocultaba al general en la reserva Manuel Cabeza Calahorra, quien a su vez recogía la opinión de un grupo de generales retirados—, donde se reclamaba la interrupción de la democracia por parte del ejército y el Rey, igual que la reclamaba quince días antes del golpe el general en la reserva Fernando de Santiago —que cinco años atrás había sido vicepresidente del primer gobierno de Suárez— en un artículo titulado «Situación límite»; allí, el 24 de enero, el director del periódico, Antonio Izquierdo, escribía: «Misteriosos y oficiosos emisarios, que dicen estar al corriente de todo, andan estos días comunicando a conocidos personajes del mundo de la información y del mundo de las finanzas que" el golpe está al caer, que antes de dos meses estará todo zanjado"»; y allí, a pesar del sigilo con que se urdió el golpe, la víspera del 23 de febrero algunos lectores avisados supieron que el día siguiente era el gran día: la portada con que el domingo 22 abría sus páginas El Alcázar mostraba una foto a tres columnas del hemiciclo del Congreso vacío, bajo la cual, según había hecho el periódico en otras ocasiones, una esfera roja advertía de que la portada encerraba una información convenida; la información se obtenía uniendo mediante una línea recta la punta de una gruesa flecha que señalaba el hemiciclo (en cuyo interior se leía: «Todo dispuesto para la sesión del lunes») con el texto del artículo del director que figuraba a la derecha de la foto; la frase del artículo que señalaba la línea recta daba la hora casi exacta en que el teniente coronel Tejero entraría al día siguiente en el Congreso: «Antes de que suenen las 18.30 del próximo lunes». De modo que, aunque lo más probable es que ninguno de los diputados presentes en el Congreso en la tarde del 23 de febrero supiera con antelación lo que iba a ocurrir, al menos el director de El Alcázar y alguno de sus colaboradores sí lo,sabían. Las preguntas son cuatro: ¿quién les proporcionó esa información? ¿Quién más lo sabía? ¿Quién supo interpretar esa portada? ¿A quién pretendía advertir con ella el periódico?

Pero no sólo conspiran contra Suárez —y contra la democracia— los periodistas de la ultraderecha; también conspiran contra él—. Suárez siente que conspiran contra él— periodistas demócratas. Es el sentimiento de un hombre acorralado, pero quizá no es un sentimiento inexacto. Los últimos tiempos del franquismo y los primeros de la transición habían propiciado una singular simbiosis entre periodismo y política, un compadreo entre políticos y periodistas que permitió a estos últimos sentirse protagonistas de primer orden en el cambio de la dictadura a la democracia; a la altura de 1980, sin embargo, esa complicidad se ha roto, o al menos se ha roto la complicidad entre Suárez y la prensa, que se considera ninguneada por el poder y que atribuye a ese ninguneo la responsabilidad o parte de la responsabilidad del pésimo momento del país. La crisis de orgullo que experimenta por entonces la prensa es una traducción de la crisis de orgullo que está experimentando Suárez (y también una traducción de la crisis de orgullo que está experimentando el país) y, dado que algunos periodistas relevantes se atribuyen la misión de dictar la política del gobierno y consideran a Suárez poco menos que un suplantador y en todo caso un político execrable, en muchos medios de comunicación la crítica contra Suárez es de una aspereza brutal y contribuye a espolear el golpismo, alimentando el fantasma de una situación de emergencia y dando acogida en sus páginas a constantes rumores de operaciones políticas y golpes duros o blandos en marcha que, antes que para prevenirlos, sirven para prepararles el terreno. Por lo demás, cuatro años y medio en el poder —y sobre todo cuatro años tan intensos como los vividos por Suárez— dan de sí lo suficiente para crearse muchos enemigos: hay periodistas despechados que cambian en poco tiempo la adulación por el desdén; hay periodistas críticos que se convierten en periodistas kamikazes; hay grupos editoriales —como el
Grupo 16
, propietario de
Diario 16
y de
Cambio 16
, el más importante semanario político del momento— que en el verano de 1980 inician una feroz campaña contra Suárez instigada por líderes de su propio partido; hay casos como el de Emilio Romero, sin duda el periodista más influyente del tardofranquismo, quien tras ser desposeído por Suárez de su puesto de privilegio en la prensa del Movimiento, el partido único de Franco, concibió un odio perdurable contra el presidente, y quien pocos días antes del golpe proponía en su columna de
ABC
al general Armada como candidato a presidir el gobierno tras el golpe de bisturí o de timón que debía desbancar a Suárez. El caso de Luis María Anson, un destacadísimo periodista de la democracia, es distinto y más complejo.

Anson era un veterano valedor de la causa monárquica a quien Suárez había ayudado en los años sesenta, cuando creyó que iba a ser procesado por ofensas a Franco a raíz de un artículo publicado en ABC; luego, a mediados de los setenta, fue Anson quien ayudó a Suárez: animado por el futuro Rey, el periodista azuzó la carrera política de Suárez mientras dirigía la revista Blanco y Negro, impulsó su candidatura a la presidencia del gobierno y celebró su nombramiento en Gaceta Ilustrada con un entusiasmo insólito en la prensa reformista; finalmente fue Suárez quien volvió a ayudar a Anson: apenas dos meses después de llegar a la presidencia nombró al periodista director de la agencia estatal de noticias EFE. Aunque Anson permaneció al frente de la agencia hasta 1982, este mutuo intercambio de favores se truncó pocos meses más tarde, cuando el periodista empezó a sentir que Suárez era un político débil y acomplejado por su pasado falangista y que estaba entregando el poder de la nueva democracia a la izquierda, momento a partir del cual se convirtió en un detractor implacable de la política del presidente; implacable y público: Anson reunía periódicamente en el comedor de la agencia EFE a políticos, periodistas, financieros, eclesiásticos y militares, y en esos encuentros agitó desde muy pronto el descontento contra su antiguo patrocinado; también, según Francisco Medina, discutió desde el otoño de 1977 un plan rectificador de la democracia —en realidad un golpe de estado encubierto— inspirado en los hechos que en junio de 1958 permitieron al general De Gaulle volver al poder y fundar la V República francesa: se trataba de que el ejército presionara discretamente al Rey para obtener la dimisión de Suárez y obligarlo a constituir un gobierno en teoría apolítico presidido por un técnico, un gobierno de unidad o salvación que pusiera por un tiempo entre paréntesis la legalidad constitucional a fin de restablecer el orden, cortar la sangría del terrorismo y vadear la crisis económica; con el añadido de un militar al frente del gobierno, con grandes dosis de improvisación y atolondramiento, rompiendo frontalmente con el orden constitucional, ése fue el plan que intentaron ejecutar los golpistas en la tarde del 23 de febrero. La relación de Anson con el general Armada —a quien éste considera en sus memorias «un buen amigo» con el que ha mantenido el contacto «muchos años»—, las férreas convicciones monárquicas que los unían a ambos, el hecho de que según ciertos testimonios Anson figurara como ministro en el gobierno que de acuerdo con los planes de Armada habría de resultar del golpe, la resistencia de EFE a aceptar tras el 23 de febrero el papel del general como líder de la rebelión, la beligerancia de Anson con la política de Suárez y su prestigio de conspirador perpetuo extendieron con el tiempo las sospechas sobre el periodista. Lo cierto sin embargo es que la relación de Anson con Armada no era tan estrecha como el general pretendía, que el periodista figuraba en la supuesta lista de gobierno de Armada junto a numerosos políticos demócratas ignorantes del papel que deseaba asignarles el general como avalado res del golpe, y que la resistencia de EFE a admitir que el antiguo secretario del Rey hubiera liderado la asonada militar era un reflejo de una incredulidad bastante generalizada en los días inmediatamente posteriores al 23 de febrero; en cuanto a la idea del golpe, lo más probable es que fuera el propio general-que había llegado a París como estudiante de la École de Guerre poco después de la subida de De Gaulle al poder en Francia y había vivido de cerca sus consecuencias— quien la concibió y la difundió con tanto éxito que desde el verano de 1980 circulaba con profusión por el pequeño Madrid del poder y apenas había partido político que no considerase la hipótesis de situar a un militar al frente de un gobierno de coalición o concentración o unidad como una de las formas posibles de expulsar a Suárez del poder. No existe en resumen ningún indicio serio de que Anson fuera un promotor directo de la candidatura de Armada a la presidencia de un gobierno unitario —y mucho menos de que estuviera vinculado al golpe militar—, aunque no hay que descartar que en algún momento del otoño y el invierno de 1980 juzgara razonable esa solución de urgencia, porque es seguro que el periodista animaba cualquier esfuerzo dirigido a sustituir cuanto antes a un jefe de gobierno que, en su opinión como en la de casi toda la clase dirigente, estaba conduciendo a la Corona y al país al desastre.

CAPÍTULO 4

También conspiran contra Suárez (o Suárez siente que conspiran contra él) los financieros y los empresarios y el partido de la derecha a quien jalean los financieros y los empresarios:

Alianza Popular. No siempre ha sido así: no siempre empresarios y financieros han jaleado al partido de la derecha, o no siempre lo han hecho con el mismo entusiasmo. Aunque es probable que en su fuero interno despreciaran a Suárez desde que llegó al poder (y no sólo porque lo consideraran un ignorante en asuntos de economía), el hecho es que al principio de su mandato financieros y empresarios apoyaron sin reservas al nuevo presidente del gobierno porque entendieron que apoyarlo era apoyar a la monarquía y porque la monarquía los convenció de que aquel simpático chisgarabís, que había empezado de botones en el edificio del Movimiento y lo conocía al dedillo después de haber barrido hasta su última covachuela, era el capataz ideal para dirigir la obra de demolición de una arquitectura obsoleta que durante cuarenta años les había sido de suma utilidad pero que ahora sólo entorpecía sus negocios y los avergonzaba ante sus colegas europeos. Suárez cumplió: realizó con éxito la tarea; una vez realizada, sin embargo, debía marcharse: mayoritariamente, ésa era la opinión de financieros y empresarios. Pero Suárez no se marchó; al contrario: lo que ocurrió fue que el botones ascendido a capataz se creyó arquitecto y se puso a levantar el edificio flamante de la democracia sobre el solar arrasado del edificio de la dictadura. Ahí empezó el problema: tras años de perseguir su aprobación, envalentonado por el refrendo repetido de los votos Suárez empezó a darles largas, a rechazar consejos y palmaditas en la espalda, a esquivarlos o ignorarlos o desairarlos o a hacer gestos que ellos interpretaban como desaires, y terminó por no recibirlos en la Moncloa ni ponerse al teléfono cuando lo llamaban y por no acusar recibo siquiera de las advertencias y correctivos con que intentaron devolverlo al redil. Fue así como descubrieron a su costa algo que en el fondo quizá habían sospechado desde siempre, y es que el antiguo y complaciente botones escondía a uno de esos gallitos de provincias que incuban como un rencor el sueño de plantar cara al más fuerte de la capital. Fue así como descubrieron también, a medida que notaban con preocupación que los negocios marchaban cada vez peor, la tardía o improvisada vocación socialdemócrata que aquejaba a Suárez y que indistintamente atribuyeron a su incapacidad para desembarazarse de su educación de joven falangista con la revolución pendiente, a su afán por emular a Felipe González, el joven y brillante líder socialista, y a su obsesión por ganarse las credenciales de pureza democrática que otorgaba el beneplácito del periódico
El País
. Y fue así en definitiva como a lo largo de 1980 decidieron que la política de Suárez no hacía más que empeorar la crisis económica y descuartizar el estado; igualmente decidieron que aquel plebeyo estaba ejerciendo la presidencia de forma fraudulenta, porque su poder procedía de la derecha, que era quien le votaba y quien le había sostenido durante cuatro años, pero él gobernaba para la izquierda. La conclusión no se hizo esperar: había que terminar como fuese con la presidencia equivocada del advenedizo indocumentado y respondón. De ahí que en el otoño y el invierno que precedieron al golpe financieros y empresarios fomentaran la pesadilla de un país que se precipitaba hacia la catástrofe, respaldaran cuantas operaciones políticas contra el gobierno de Suárez se armaron desde la derecha e inyectaran a diario desazón en la desazón de los sectores más conservadores del partido que sostenía al gobierno, con el fin de desmembrarlo, de unir los prófugos a la minoritaria Alianza Popular y de formar con ella un nuevo gobierno presidido por un político o por un técnico independiente o por un militar de prestigio, un gobierno de coalición o de concentración o de unidad, en todo caso un gobierno fuerte apuntalado en una nueva mayoría parlamentaria. Porque debía restablecer el orden natural de las cosas quebrantado por Suárez, a esa mayoría la llamaron mayoría natural; porque el líder natural de esa mayoría natural sólo podía ser el líder de Alianza Popular, los empresarios y financieros pasaron a convertir en su líder a Manuel Fraga.

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