Anatomía de un instante (9 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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CAPÍTULO 11

23 de febrero

Fue un lunes. El día amaneció soleado en Madrid; hacia la una y media de la tarde el sol dejó de brillar y rachas de viento invernal barrían las calles del centro; hacia las seis y media ya estaba oscureciendo. Justo a esa hora —más precisamente: a las seis y veintitrés minutos— el teniente coronel Tejero entraba en el Congreso de los Diputados al mando de una tropa de aluvión integrada por dieciséis oficiales y ciento setenta suboficiales y clases de tropa reclutados en el Parque de Automovilismo de la Guardia Civil, en la calle Príncipe de Vergara. Era el principio del golpe. Un golpe cuyo diseño elemental no respondía al diseño de un golpe duro sino al de un golpe blando, es decir al diseño de un golpe sin sangre que sólo debía esgrimir la amenaza de las armas lo suficiente para que el Rey, la clase política y la ciudadanía se plegasen a las pretensiones de los golpistas: tras la toma del Congreso, el capitán general de Valencia, general Milans del Bosch, sublevaba su región y tomaba la capital, el coronel San Martín y algunos oficiales de la División Acorazada Brunete sublevaban su unidad y tomaban con ella Madrid, y el general Armada acudía a la Zarzuela y convencía al Rey de que, con el fin de solucionar el problema creado por los militares rebeldes, le permitiera presentarse en su nombre en el Congreso para liberar a los parlamentarios secuestrados y a cambio de ello formar con los principales partidos políticos un gobierno de coalición o de concentración o de unidad bajo su presidencia. Esos cuatro movimientos tácticos correspondían en cierto modo a las cuatro operaciones militares anunciadas en noviembre por el informe de Fernández-Monzón: la toma del Congreso, que era el movimiento más complejo (y el detonante), correspondía a la operación de los espontáneos; la toma de Valencia, que era el movimiento más preparado, correspondía a la operación de los tenientes generales; la toma de Madrid, que era el movimiento más improvisado, correspondía a la operación de los coroneles; y la toma de la Zarzuela, que era el movimiento más simple (y el esencial), correspondía a la operación cívico-militar. Había no obstante una diferencia importantísima entre el golpe tal y como lo preveía el informe de Fernández-Monzón y el golpe tal y como se produjo en realidad: mientras que en el primer caso la operación cívico-militar funcionaba como un recurso político destinado a impedir las tres operaciones militares, en el segundo caso las tres operaciones militares funcionaban como un recurso de fuerza destinado a imponer la operación cívico-militar. Por lo demás, aunque el diseño del golpe fuera sencillo no lo era su ejecución o ciertos aspectos de su ejecución, pero en la mañana del 23 de febrero pocos golpistas albergaban dudas sobre su éxito: todos o casi todos pensaban que no sólo el ejército sino el Rey, la clase política y gran parte de la ciudadanía estaban predispuestos a aceptar la victoria del golpe; todos o casi todos pensaban que el país entero acogería el golpe con más alivio que resignación, si no con fervor. Avanzo un dato: en dos de los cuatro movimientos del golpe intervinieron agentes del CESID; avanzo otro: al menos en uno de esos movimientos su intervención no fue anecdótica.

Así es: a las cinco de la tarde de aquel día el capitán Gómez Iglesias, subordinado del comandante Cortina en el CESID, despejaba en el Parque de Automovilismo de la Guardia Civil las últimas dudas de los oficiales que debían acompañar al teniente coronel Tejero en el asalto al Congreso. Gómez Iglesias era amigo del teniente coronel desde que ambos habían coincidido años atrás en la comandancia de la guardia civil de San Sebastián, posiblemente llevaba meses vigilando a Tejero por orden del comandante Cortina, conocía a la perfección los planes de su amigo y en los últimos días le estaba ayudando a materializarlos. La ayuda que le prestó en aquel momento y en aquel lugar —hora y media antes del asalto al Congreso y en el despacho del coronel Miguel Manchado, jefe del Parque de Automovilismo— fue vital. Desde minutos antes de la llegada de Gómez Iglesias al despacho del coronel Manchado, el teniente coronel intentaba atropelladamente convencer a los oficiales reunidos allí de que acudieran con él al Congreso para llevar a cabo una operación de orden público de gran alcance nacional-ésa era la fórmula que empleaba una y otra vez—, una operación realizada por orden del Rey bajo el mando del general Armada, que en aquellos momentos debía de encontrarse ya en la Zarzuela, y del general Milans del Bosch, que iba a decretar el estado de excepción en Valencia. Ninguno de los oficiales que lo escuchaba desconocía el historial rebelde y las proclividades golpistas del teniente coronel y, aunque la mayor parte de ellos estaba desde días u horas atrás en el secreto de su proyecto y lo aprobaba, quienes no lo estaban mostraban sus dudas, sobre todo el capitán Abad, un oficial muy competente que mandaba un grupo muy competente y bien adiestrado de guardias civiles imprescindible para, una vez tomado el Congreso, montar un dispositivo de cierre y controlarlo; la entrada en el despacho de Gómez Iglesias, que por aquellas fechas realizaba un cursillo en el Parque de Automovilismo, lo cambió todo: las reticencias de Abad y los escrúpulos que aún pudiera albergar alguno de los demás oficiales desaparecieron en cuanto el capitán aseguró con su autoridad incontestable de agente del CESID que lo que había contado Tejero era cierto, y todos los reunidos se pusieron a la tarea de inmediato, llenando de tropa los seis autobuses que facilitó el coronel Manchado y organizando la partida hacia el Congreso, donde según el plan del teniente coronel el grupo debería reunirse con otro autobús que a aquella misma hora, en el otro extremo de Madrid, el capitán Jesús Muñecas estaba llenando de guardias civiles pertenecientes al Escuadrón de la Primera Comandancia Móvil de Valdemoro. De esa forma arrancó el movimiento inicial del golpe, y ésos fueron los hombres que lo dirigieron. Muchos investigadores del 23 de febrero sostienen sin embargo que, además del capitán Gómez Iglesias, varios agentes del CESID colaboraron en este punto con el teniente coronel golpista; según ellos, la columna de Tejero y la columna de Muñecas estuvieron coordinadas o enlazadas por vehículos conducidos por hombres del comandante Cortina —el sargento Miguel Sales, los cabos Rafael Monge y José Moya— y provistos con matrículas falsas, emisores de frecuencia baja y transmisores de mano. A mi juicio, esto sólo puede ser en parte cierto: es casi imposible que ambas columnas estuvieran enlazadas por el CESID, entre otras razones porque los emisores de frecuencia que usaban sus agentes tenían en la época un alcance de apenas un kilómetro y los radiotransmisores de quinientos metros (además, si hubieran estado enlazadas hubieran llegado al Congreso a la vez, como sin duda era su propósito, y no una columna mucho después de la otra, como realmente ocurrió); es posible en cambio que alguno de los vehículos del CESID escoltara a las columnas, no con el propósito de conducirlas hasta el Congreso (lo que sería absurdo: ningún habitante de Madrid necesita que le guíen hasta allí), sino con el de desbrozar su camino previniéndolas de los obstáculos que pudieran surgir a su paso. Sea o no cierto lo anterior —y habrá que volver sobre ello—, hay una cosa segura: como mínimo un agente del CESID subordinado al comandante Cortina prestó una ayuda decisiva al teniente coronel Tejero para que el asalto al Congreso fuera un éxito.

También fue un éxito el segundo movimiento del golpe: la ocupación de Valencia. A las cinco y media de aquella tarde, tras una mañana de desusado ajetreo en el edificio de la capitanía general, Milans del Bosch había reunido en su despacho a los generales que se hallaban bajo sus órdenes en la ciudad y estaba informándoles de lo que iba a ocurrir una hora después: habló del asalto al Congreso, de la toma de Madrid por la Acorazada Brunete, de la publicación de un bando en que declaraba el estado de excepción en la región de Valencia y de que todo ello contaba con la anuencia del Rey, quien estaría acompañado en la Zarzuela por el general Armada, responsable último del operativo y futuro presidente de un gobierno que lo nombraría a él jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor, el máximo organismo del ejército. Secundado por su segundo jefe de Estado Mayor, el coronel Ibáñez Inglés, y por su ayudante, el teniente coronel Mas Oliver, el general Milans —uno de los militares más prestigiosos del ejército español, uno de los más fervientemente franquistas, uno de los más declaradamente monárquicos— había sido el alma o una de las almas de la conjura: el golpe se había incubado en Valencia, allí se había dado alas a la compulsión golpista de Tejero, allí había concertado Milans sus planes con los de Armada, desde allí había conseguido para el golpe el apoyo o la benévola neutralidad de cinco de las once capitanías generales en que estaba dividida la geografía militar española (la II, con sede en Sevilla; la V, con sede en Zaragoza; la VII, con sede en Valladolid; la VIII, con sede en La Coruña; la X, con sede en las Baleares), desde allí había activado el día anterior la sublevación de la Acorazada Brunete en Madrid, desde allí se había erigido en el líder militar de los rebeldes. En vísperas del golpe Milans procuró cuidar los detalles: varios días atrás había: hecho remitir a capitanía, desde la delegación valenciana del CESID, dos notas confidenciales —una, sobre un posible atentado terrorista de ETA; la otra, sobre posibles actos violentos protagonizados por militantes de sindicatos de izquierda— que, aunque calificadas con el mínimo índice de fiabilidad y basadas en informaciones falsas, debían servirle como cobertura adicional para el acuartelamiento de las unidades y la aplicación del estado de excepción previsto por el bando que en la mañana del 23 de febrero redactó a instancias suyas el coronel Ibáñez Inglés; también procuró cuidar los detalles el día del golpe: las dos notas del CESID habían sido elaboradas por algún miembro del servicio de inteligencia, pero Milans consideraba a ese organismo no un aliado sino un potencial enemigo del golpe, y una de las primeras medidas que adoptó tras declarar el estado de excepción fue retener al jefe del CESID en Valencia e impedir las actuaciones del organismo enviando a sus oficinas en la ciudad un destacamento compuesto por un comandante y varios soldados. Por lo menos en su territorio Milans tenía o creía tener bajo control todos los elementos necesarios para el golpe: aquella mañana había enviado a los jefes militares de la región órdenes encerradas en sobres lacrados que sólo debían abrir una vez que recibieran por teletipo una palabra clave («Miguelete») y, cuando a las seis de la tarde disolvió la reunión de generales que había convocado en capitanía y los envió a sus puestos de mando para dar inicio a las operaciones, nada parecía presagiar en Valencia el fracaso del golpe.

Nada lo presagiaba tampoco en El Pardo, a escasos kilómetros de Madrid, donde se hallaba el cuartel general de la División Acorazada Brunete, la unidad más potente, moderna y aguerrida del ejército, y también la más próxima a la capital. Nada lo presagiaba en todo caso hacia las cinco de la tarde, en el momento en que, casi al mismo tiempo que el teniente coronel Tejero vencía con la ayuda del capitán Gómez Iglesias los recelos de los oficiales captados para acompañarlo al Congreso y que el general Milans informaba a sus subordinados de la inminencia del golpe, tenía lugar una anómala reunión en el despacho del jefe de la división, el general José Juste. La reunión era anómala por varios motivos, el principal de los cuales es que había sido convocada a toda prisa por un simple comandante, Ricardo Pardo Zancada, a quien el día anterior el general Milans había hecho el encargo de sublevar la Brunete y tomar con ella Madrid. Pardo Zancada era por entonces un prestigioso jefe de Estado Mayor que había participado en alborotos contra el gobierno y estaba próximo a la conspiración de los coroneles o mantenía relaciones estrechas con algunos de ellos, en especial con el coronel San Martín, su superior inmediato y jefe de Estado Mayor de la división; también era estrecho el vínculo ideológico y personal que le unía a Milans desde que el general mandara la Brunete en la segunda mitad de los años setenta. Esto último explica que el domingo por la mañana Milans le hiciese llamar de urgencia y que, sin pedir aclaraciones ni dudarlo un instante, tras dar cuenta al coronel San Martín de aquella llamada intempestiva Pardo Zancada tomase el coche y partiese hacia Valencia. A la llegada del comandante a la ciudad después de un viaje de casi cuatro horas, Milans le refirió el plan del día siguiente tal y como al día siguiente se lo refirió a sus generales, y le encomendó la misión de sublevar su unidad con la ayuda de San Martín y de Luis Torres Rojas, un general que había tomado parte en reuniones preparatorias del golpe y había ostentado la jefatura de la Brunete antes de ser destituido de su cargo por un amago de rebelión y destinado al gobierno militar de La Coruña; aunque confiaba en que para levantar la división bastarían la aureola de guerrero invicto que lo rodeaba y la atmósfera insurreccional que, como en casi todas las unidades del ejército, se respiraba en ella, Milans hizo también que Pardo Zancada escuchara una conversación telefónica con el general Armada de la que el comandante dedujo que el Rey estaba al corriente del golpe. Pardo Zancada atendió a todo con sus cinco sentidos y, pese a la incertidumbre en que le sumieron las palabras de Milans y el diálogo entre Milans y Armada —el plan le parecía pobre, deshilvanado e inmaduro—, aceptó con entusiasmo el encargo; no se despejaron sus interrogantes cuando aquella medianoche, de regreso en Madrid, informó a San Martín, pero tampoco decreció su entusiasmo: ambos llevaban años esperando ese momento, y ambos convinieron en que la torpeza y la improvisación con que parecía haber sido preparado el golpe no les autorizaban a echarse atrás e impedir un triunfo que juzgaban sin duda seguro.

La mañana siguiente fue la más frenética de la vida del comandante Pardo Zancada: casi solo, sin la ayuda de Torres Rojas —a quien una y otra vez llamaba en vano a su despacho del gobierno militar de La Coruña—, sin la ayuda de San Martín —quien había partido a primera hora hacia un campo de maniobras cercano a Zaragoza para supervisar unos ejercicios tácticos en compañía del general Juste—, Pardo Zancada preparó a la Brunete para una misión que ésta aún desconocía y esbozó el programa de operaciones que debía desarrollar cada una de sus unidades: la toma de emisoras de radio y televisión, la toma de posiciones de espera en lugares estratégicos de Madrid —en el Campo del Moro, en el Retiro, en la Casa de Campo y en el parque del Oeste—, su despliegue posterior en la ciudad. A media mañana consiguió por fin hablar por teléfono con Torres Rojas, que se apresuró a tomar un vuelo regular hasta Madrid vestido con su uniforme de combate y su gorra de tanquista, dispuesto a rebelar a su antigua unidad con el prestigio de jefe duro y leal a sus oficiales que se había labrado en ella durante sus años recientes de mando. Pardo Zancada recogió a Torres Rojas en el aeropuerto de Barajas pasadas las dos de la tarde, y poco después almorzó con él en el comedor del Cuartel General en compañía de otros jefes y oficiales sorprendidos por la inesperada visita del antiguo general en jefe, al mismo tiempo que, en el parador de Santa María de la Huerta, donde estaba almorzando con el general Juste de camino a Zaragoza, el coronel San Martín recibía un aviso convenido de Pardo Zancada según el cual todo estaba dispuesto en la división para el golpe. En ese momento San Martín debió de vacilar: volver con Juste al Cuartel General suponía arriesgarse a que el jefe de la Brunete abortase el complot; no volver suponía tal vez excluirse de la gloria y los réditos del triunfo: la ambición de disfrutar de ellos, aliada con su soberbia de jefe todopoderoso de los servicios de inteligencia franquistas y con el conocimiento de las dificultades que entraña mover una división sin que quien lo haga sea su j efe natural, le convenció de que podría dominar a Juste y de que debía volver a su puesto de mando en El Pardo, lo que acabaría convirtiéndose en una de las causas del fracaso del golpe. Así es como a las cuatro y media de la tarde Juste y San Martín reaparecen por sorpresa en el Cuartel General y así es como unos minutos antes de las cinco, después de que se haya ordenado el acuartelamiento de las tropas, el comandante Pardo Zancada toma por fin la palabra para dirigirse a los jefes y oficiales de todas las graduaciones que él mismo ha convocado a aquella anómala reunión y que ahora abarrotan el despacho de Juste. El discurso de Pardo Zancada es breve: el comandante anuncia que en cuestión de minutos ocurrirá un hecho de gran trascendencia en Madrid; explica que a ese hecho le seguirá la toma de Valencia por el general Milans; también explica que Milans cuenta con que la Brunete ocupe la capital; también, que el operativo está dirigido desde la Zarzuela por el general Armada con el consentimiento del Rey. La reacción mayoritaria de la asamblea a las palabras de Pardo Zancada oscila entre la alegría reprimida y la seriedad expectante, pero no disconforme; los jefes y oficiales aguardan el veredicto de Juste, a quien Torres Rojas y San Martín tratan de ganar para la causa del golpe con palabras tranquilizadoras y con apelaciones al Rey, a Armada y a Milans, y a quien San Martín convence de que no llame a su superior inmediato, el general Quintana Lacaci, capitán general de Madrid, que no está al corriente de nada. Tras unos minutos de titubeos angustiosos, durante los cuales pasa por la cabeza de Juste la sublevación de 1936 y la posibilidad de que, si se opone al golpe, sus oficiales puedan arrebatarle el mando de la división y ejecutarlo en el acto, a las cinco y diez minutos de la tarde el jefe de la Acorazada Brunete hace un gesto anodino —algunos de los presentes lo interpretan como un intento frustrado de ajustarse las gafas de concha o de atusarse el bigote exiguo y canoso, otros como un ademán de asentimiento o resignación—, acerca su butaca a la mesa del despacho y pronuncia tres palabras que parecen el penúltimo signo de que el golpe triunfará: «Bueno, pues adelante».

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