Olvidando todas sus esperanzas y como si se avergonzara de recordarlas, Nikolái pidió el frasco de yodo. Lievin se lo dio al punto, y su hermano lo miró con la misma expresión apasionada de esperanza con que contempló antes la imagen para que le confirmase las palabras del doctor, el cual atribuía al yodo virtudes milagrosas.
—¿No está Katia aquí? —preguntó con voz ronca cuando Lievin le hubo repetido las palabras del médico, bien a pesar suyo—. ¿No? Pues entonces puedo hablar. Todo ha sido pura comedia por mi parte; si he fingido, lo he hecho todo por amor a ella, porque es verdaderamente encantadora; pero nosotros no podemos engañarnos. He aquí lo único en que tengo fe —añadió oprimiendo el frasco entre sus manos huesosas para aspirar el yodo.
A eso de las ocho de la noche, cuando Lievin y su esposa tomaban el té en su habitación, vieron llegar a Maria Nikoláievna muy agitada, pálido el rostro y temblorosos los labios.
—¡Se muere! —balbució—. Temo que haya llegado su última hora.
Los dos corrieron al aposento de Nikolái, a quien vieron sentado en el lecho, de lado y con la cabeza inclinada.
—¿Qué tienes? —preguntó Lievin con dulzura, después de un instante de silencio.
—¡Ya me voy! —murmuró Nikolái, sacando a duras penas los sonidos de su pecho, aunque pronunciaba claramente todavía; y sin levantar la cabeza, volvió la vista hacia su hermano, cuyo semblante no podía ver, y balbució—: ¡Vete de aquí, Katia!
Lievin obligó a su esposa dulcemente a salir de la estancia.
—Me voy —repitió el moribundo.
—¿Por qué lo crees? —preguntó Lievin, por decir alguna cosa.
—Porque me voy —replicó Nikolái, como si se hubiese encariñado con estas palabras—. Esto ha concluido.
Maria Nikoláievna se acercó al lecho.
—Échese usted y estará mejor —dijo.
—Muy pronto estaré echado tranquilamente en el otro mundo —murmuró Nikolái, con una especie de ironía irritada—; pero, en fin, echadme si así lo queréis.
Lievin recostó a su hermano, se sentó junto a él y, respirando apenas, examinó su rostro. El moribundo tenía los ojos cerrados, pero los músculos de su frente se agitaban a intervalos, como si reflexionara. A pesar suyo, Lievin trató de comprender lo que el moribundo podía pensar en aquel momento; aquel rostro de expresión severa, y el movimiento de los músculos sobre las cejas parecían indicar que su hermano entreveía misterios ocultos para los vivos.
—Sí, sí… —murmuró lentamente el agonizante, haciendo largas pausas—; esperad; ¡eso es! —murmuró de pronto, como si todo se hubiese aclarado para él—. ¡Oh señor! —exclamó, suspirando profundamente.
Maria Nikoláievna puso la mano sobre los pies del moribundo.
—Ya se enfría —dijo en voz baja.
El enfermo permaneció largo tiempo inmóvil, pero vivía y suspiraba a intervalos. Lievin comenzaba a sentirse fatigado de la tensión de su espíritu; ya no tenía fuerza para pensar en la muerte; por su mente cruzaban las ideas más extrañas, y se preguntaba qué le quedaría por hacer, si sería preciso cerrar los ojos a su hermano, vestirle y encargar el ataúd. Cosa extraña, se sentía frío e indiferente; el único sentimiento que experimentaba era más bien el de la envidia, pues su hermano tendría en adelante una certeza que él, Konstantín, no podía obtener. Largo tiempo estuvo junto a Nikolái, esperando el fin, que no llegaba; la puerta se entreabrió, apareciendo Kiti en el umbral, y su esposo quiso contenerla, pero el moribundo se agitó en su lecho.
—No te vayas —murmuró, extendiendo la mano.
Lievin la cogió entre las suyas, e hizo una seña a Kiti para que se retirase.
Con la mano de Nikolái cogida, Lievin esperó media hora, una, y luego otra: había dejado de reflexionar sobre la muerte para pensar en Kiti. ¿Qué haría su esposa? ¿Quién habitaría la habitación contigua?
Al fin Lievin tuvo hambre y sueño; entonces desprendió suavemente su mano para tocar los pies del moribundo; ya estaban fríos, pero Nikolái respiraba todavía; Lievin quiso levantarse silenciosamente, mas el enfermo se agitó al punto, repitiendo:
—No te vayas…
Amaneció el día siguiente sin que la situación hubiese cambiado. Lievin se levantó poco a poco, y sin mirar al enfermo, volvió a su habitación, se acostó y muy pronto quedó profundamente dormido. Al despertar supo que Nikolái no solamente no había muerto, sino que acababa de recobrar el conocimiento; estaba sentado en la cama y pedía de comer; lejos de hablar de la muerte, expresaba la esperanza de curarse, manifestando más irritación y tristeza que de costumbre. Aquel día nadie consiguió calmarlo; acusaba a todo el mundo de sus padecimientos; quería que se llamase a un célebre médico de Moscú, y a todas las preguntas que se le dirigían sobre su estado contestaba que su padecimiento era intolerable.
Aquella irritación aumentaba por momentos; la misma Kiti no pudo dulcificarla, y Lievin echó de ver que estaba agotada física y moralmente, aunque se negase a confesarlo. La ternura producida por la aproximación de la muerte se mezclaba con otros sentimientos; todos sabían que el fin era inevitable; veían a Nikolái medio muerto ya, y llegaron a desear un pronto desenlace, lo cual no impidió que dieran al moribundo los medicamentos y se enviara a buscar al doctor. Esto era engañarse a sí mismos, y aquel disimulo era más doloroso para Lievin que para los demás, porque amaba a su hermano tiernamente y nada lo contrariaba tanto como la falta de sinceridad.
Konstantín, preocupado largo tiempo por la idea de reconciliar a sus dos hermanos, había escrito a Serguiéi Ivánovich; este le contestó, y Lievin leyó la carta al enfermo, en la cual decía aquel que no le era posible ir, pidiendo perdón a Nikolái con palabras conmovedoras.
El enfermo no dijo nada.
—¿Qué quieres que conteste? —preguntó Lievin—. Supongo que no le guardarás rencor…
—¡De ningún modo! —replicó Nikolái, con acento de enojo—. Escríbele que me envíe al doctor.
Así pasaron tres días crueles; el moribundo seguía en el mismo estado, y todos cuantos se acercaban a él no tenían más deseo que ver el fin de sus padecimientos; pero Nikolái no pensaba así; seguía incomodándose contra el médico, tomaba sus remedios y hablaba de restablecerse. En los raros momentos en que, bajo la influencia del opio, se olvidaba un instante de sí, confesaba, medio aletargado, todo cuanto lo inquietaba. ¡Ah, si esto pudiese acabar!
Aquel padecer, siempre más intenso, hacia su obra, preparando a Nikolái a morir; cada movimiento era un dolor; ni un solo miembro de aquel pobre cuerpo dejaba de producir una angustia; los recuerdos mismos, las impresiones y los pensamientos del pasado repugnaban al enfermo; las personas que veía a su alrededor, sus palabras, todo le hacía daño; de modo que nadie osaba moverse ni expresar una opinión; la vida se concentraba para todos en el sentimiento de las angustias del moribundo, y en el ardiente deseo de que llegase su fin.
El moribundo estaba en el momento supremo en que la muerte debía parecerle apetecible como la última felicidad; hasta el hambre, la fatiga y la sed, esas sensaciones que después de haber sido causa de sufrimiento o privación le producían cierto goce, no eran ya más que dolor; solo podía aspirar a verse libre del principio mismo de sus males, de su cuerpo atormentado; y sin hallar palabras para expresar este deseo, continuaba, por costumbre, reclamando lo que le satisfacía en otro tiempo. «Echadme del otro lado», murmuraba, y apenas lo hacían, manifestaba el deseo de volver a su primera posición; pedía caldo y lo rechazaba un momento después; quería que contasen alguna cosa en vez de guardar silencio; y apenas oía hablar, su expresión de fatiga, de indiferencia y disgusto reaparecía al momento.
Kiti enfermó a los diez o doce días de su llegada; tenía vómitos, dolores de cabeza, y pasó toda la mañana en la cama; el médico dijo que era por efecto de las emociones y de la fatiga, y prescribió la calma y el reposo. Sin embargo, se levantó después de comer y fue a la habitación del enfermo con su labor, según costumbre. Nikolái la miró severamente, sonriendo con desdén, cuando le dijo que había estado enferma. Durante todo aquel día se sonó con mucha frecuencia, quejándose lastimosamente.
—¿Cómo se siente usted hoy? —le preguntó Kiti.
—Peor —contestó Nikolái—; sufro mucho.
—¿Qué le duele a usted?
—Todo.
—Ya verán ustedes como esto concluye hoy —dijo Maria Nikoláievna, en voz baja.
Lievin la mandó callar, temiendo que la oyera su hermano, cuyo oído era muy fino, y se volvió hacia el moribundo; pero este, a pesar de haber oído las palabras, no manifestó la menor impresión; su mirada siempre era fija y grave.
—¿Por qué cree usted que morirá hoy? —preguntó Lievin, conduciendo a Maria Nikoláievna al corredor.
—Porque ya se está cogiendo.
—¿Cómo?
—Así —contestó Maria Nikoláievna, cogiendo los pliegues de su vestido de lana y tirando de ellos.
Lievin observó, en efecto, que durante todo el día el enfermo cogía las sábanas y su ropa entre sus dedos y tiraba de ellas como para quitárselas.
Maria Nikoláievna no se había engañado en su pronóstico.
Hacia la entrada de la noche, Nikolái no tuvo ya fuerza para levantar los brazos, y su mirada inmóvil adquirió una fijeza que no se modificó cuando Lievin y su esposa se inclinaron sobre él a fin de que pudiese verlos. Kiti envió a buscar al sacerdote para rezar las oraciones de los agonizantes.
Durante la ceremonia, el enfermo, a cuyo lado estaban Lievin, Kiti y Maria Nikoláievna, no dio ninguna señal de vida; pero antes de terminarse el rezo, exhaló un suspiro de pronto, se extendió y abrió los ojos; el sacerdote colocó la cruz sobre aquella frente helada, y cuando hubo acabado sus oraciones, permaneció en pie, silencioso, junto al lecho, tocando con sus dedos la enorme mano del moribundo.
—Todo ha concluido —dijo al fin, haciendo ademán de alejarse; pero en el mismo instante los labios de Nikolái se estremecieron, y del fondo de su pecho salieron estas palabras, resonando claramente en el silencio de la noche:
—Aún no…, muy pronto.
Un minuto después el rostro se serenó, dibujándose una sonrisa debajo del bigote; y las mujeres se dispusieron a vestir al difunto.
Todo el horror que a Lievin infundía el terrible enigma de la muerte se despertó con la misma intensidad que durante la noche en que su hermano fue a verlo, y más que nunca comprendió su incapacidad para sondear aquel misterio. La presencia de su esposa le impidió entregarse a la desesperación, pues, a pesar de sus terrores; experimentaba la necesidad de vivir y de amar. Solo el amor lo salvaba, y se hacía más fuerte y puro porque estaba amenazado. Apenas vio realizarse aquel misterio de la muerte, pudo observar a su lado otro milagro de amor y de vida, también insondable: el doctor declaró que Kiti estaba encinta.
A
PENAS
Karenin hubo comprendido, gracias a Betsi y Oblonski, que todos, y Anna la primera, esperaban que librase a esta última de su presencia, su espíritu se turbó, y no sintiéndose capaz de tomar una resolución personalmente, confió su suerte en manos de terceras personas, muy satisfechas de poder tomar cartas en el asunto, aceptando cuanto se propusiera.
Solo comprendió la realidad cuando al día siguiente de la marcha de su esposa se presentó la inglesa para preguntarle si debería comer a la mesa o en la habitación de los niños.
Lo peor era que Karenin no podía unir, conciliar su pasado con el presente. Y no porque el recuerdo de su felicidad conyugal lo turbara. El paso de la felicidad al conocimiento del adulterio de su esposa ya lo había vivido. Su estado era penoso; pero comprensible. Si en el momento de declararle su infelicidad, Anna lo hubiera abandonado, Alexiéi Alexándrovich se sentiría triste, desgraciado, pero no se encontraría en una situación sin salida, absurda, como le ocurría ahora. No podía conciliar su perdón, su enternecimiento, su amor a Anna enferma y la niña extraña, con su situación actual, cuando como compensación se encontró solo, deshonrado, ridiculizado, despreciado y olvidado por todos.
Durante los primeros días de la ausencia de Anna, Alexiéi Alexándrovich continuó sus recepciones, asistió al consejo y comió en su casa como de costumbre; todos sus esfuerzos no tenían más objeto que parecer tranquilo e indiferente, y fueron sobrehumanos los que hizo para contestar con serenidad a las preguntas de los sirvientes respecto a los cambios que se deberían introducir en la habitación de su esposa y en la marcha de la casa. Durante dos días consiguió disimular su padecimiento, pero llegado el tercero no pudo resistir, a causa de haberse presentado el dependiente de una tienda con una factura que Anna había olvidado pagar.
—Vuecencia —dijo el dependiente— dispensará si me permito pedirle las señas de la señora, si es a ella a quien debemos dirigirnos.
Alexiéi Alexándrovich pareció reflexionar, se sentó junto a la mesa y durante largo tiempo permaneció silencioso, tratando de hablar, mas sin poder conseguirlo.
Korniéi, el criado, comprendió el estado de su señor, e hizo salir al dependiente.
Una vez solo, Karenin comprendió que no tenía ya fuerza para resistir más, y mandó que desengancharan los caballos de su coche, cerró su puerta y no comió a la mesa.
El desdén y la crueldad que creyó leer en la fisonomía del dependiente, del criado y todos aquellos que encontraba, llegaron a ser al fin una cosa insoportable para Alexiéi Alexándrovich. Si hubiera merecido el desprecio público por una conducta censurable, hubiese podido abrigar la esperanza de recobrar el aprecio del mundo procediendo mejor; pero no era culpable: sí solo víctima de una desgracia vergonzosa. Y los hombres se mostrarían tanto más implacables cuanto más sufriese, acosándolo como los perros que rematan a un animal cuando aúlla de dolor. Para resistir a la hostilidad de todos, le era preciso ocultar sus heridas; pero, ¡ay!, dos días de lucha le habían agobiado ya. ¡Y no tenía a nadie a quien confiar su pena; en todo San Petersburgo no conocía un solo hombre que se interesase por él, que demostrara alguna consideración, no al personaje de importancia, sino al esposo desesperado!
Alexiéi Alexándrovich había quedado huérfano de madre a la edad de diez años, y no se acordaba de su padre; su hermano y él quedaron solos con una módica fortuna; pero su tío Karenin, hombre influyente, muy apreciado del difunto emperador, se encargó de su educación. Después de útiles estudios en la universidad, Alexiéi Alexándrovich se dio a conocer ventajosamente, gracias a dicho tío, en la carrera administrativa, y se dedicó solo a negocios. Nunca contrajo amistad con nadie; su hermano era la única persona a quien profesaba cariño; pero este, que desempeñaba un destino en el ministerio de estado, salió de Rusia para desempeñar una misión diplomática poco después del casamiento de Alexiéi Alexándrovich, y murió en el extranjero.