Ana Karenina (74 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
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—No hay contestación —dijo al criado, y abriendo al punto su pupitre, escribió a Alexiéi Alexándrovich, diciéndole que esperaba encontrarlo a la una en el palacio; era día de fiesta y se trataba de felicitar a la familia imperial.

«Necesito hablarle —decía— sobre un asunto de gravedad y algo triste; en palacio convendremos sobre el sitio y la hora, aunque me parece que lo mejor será en mi casa, donde le tendré preparado el té. Es indispensable. Él nos impone su cruz, pero él nos da también la fuerza para llevarla», añadía, como para preparar el terreno.

La condesa escribía dos o tres cartas diarias a Alexiéi Alexándrovich; le agradaba este medio, a la vez elegante y misterioso, para mantener con él relaciones que la vida habitual simplificaba demasiado.

XXIV

T
ERMINADAS
las felicitaciones, todos se retiraron, hablando de las últimas noticias de las recompensas obtenidas aquel día, y de los cambios de algunos altos funcionarios públicos.

—¿Qué pensaría usted si se concediese a la condesa Maria Borísovna un cargo en el ministerio de la Guerra, y se nombrara a la princesa Vatkóvskaia jefe de estado mayor? —decía un viejecillo que ostentaba orgulloso su uniforme lleno de bordados, a una hermosa camarista, la cual le había hecho preguntas sobre los cambios ocurridos.

—Pues en ese caso —contestó la dama, sonriendo— a mí se me debe nombrar ayudante de campo.

—El puesto de usted se halla indicado ya —replicó el vejete—; usted forma parte del departamento de cultos y tiene por ayudante a Karenin.

—Buenos días, príncipe —añadió el viejecillo, estrechando la mano a un personaje que se acercaba.

—¿Habla usted de Karenin? —preguntó el príncipe.

—Alexiéi Alexándrovich y Putiátov han sido condecorados con Alexandr Nevski
[51]
.

—Creí que ya la tenía.

—No. Mírelo usted —repuso el viejecillo, señalando con su tricornio bordado a Karenin, que, en pie en el umbral de una puerta, hablaba con uno de los hombres influyentes del consejo del imperio, ostentando en su uniforme de corte el nuevo cordón rojo—. Mire usted —repitió el viejecillo—, está contento como un niño con zapatos nuevos.

—Ha envejecido —dijo un chambelán que se acercó a su vez para estrechar la mano al que hablaba.

—Es porque tiene muchas cavilaciones. Pasa la vida escribiendo proyectos, y aun en este instante no dejará a su desgraciado interlocutor sin explicarle todo punto por punto.

—¿Quién dice que ha envejecido? Yo sé que inspira pasiones, y que la condesa Lidia debe estar celosa de su mujer.

—Ruego a usted que no hable de la condesa Lidia.

—¿Es algún mal que se enamore de Karenin?

—¿Es verdad que la señora de Karenin ha llegado?

—Sí, pero está en San Petersburgo, no en el palacio; la encontré ayer, cogida del brazo de Vronski, en el paseo de la Morskaia.


C’est un homme qui n’a pas
… —comenzó a decir el chambelán, pero se interrumpió para saludar al paso a un individuo de la familia imperial.

Mientras se criticaba y ridiculizaba a Karenin, este último saludaba a un individuo del consejo del imperio, y sin moverse de su sitio, le explicaba todo un largo proyecto financiero.

Casi al mismo tiempo de verse abandonado por su mujer, Alexiéi Alexándrovich se halló en la penosa situación del funcionario público a quien cierran el paso en la marcha ascendente de su carrera; y tal vez é1 era el único que no echaba de ver que esta había terminado. Su posición era importante aún; seguía formando parte de muchas sociedades y comisiones, mas parecía ser uno de aquellos de quienes ya no se espera nada: había concluido su tiempo. Todo cuanto proponía parecía viejo, gastado, inútil; pero, lejos de juzgarlo así, Karenin creía, por el contrario, apreciar los actos del gobierno con más exactitud desde que dejara de formar directamente parte de él, y juzgaba deber suyo indicar ciertas reformas. Escribió un folleto poco después de la marcha de su esposa; se refería a los nuevos tribunales, y era el primero de los que debía publicar, relativos a los diversos ramos de la administración. No pocas veces, satisfecho de sí mismo y de su actividad, pensó en el texto de San Pablo: «Aquel que tiene mujer, piensa en los bienes terrenales; el que carece de ella solo se ocupa en el servicio del señor».

La marcada impaciencia del individuo del consejo no inquietó en nada a Karenin, pero se interrumpió en el momento en que un príncipe de familia imperial acertó a pasar, y su interlocutor se aprovechó para esquivarse.

Una vez solo, Alexiéi Alexándrovich inclinó la cabeza, trató de coordinar sus ideas y dirigiendo una mirada distraída a su alrededor, se encaminó hacia la puerta, donde pensaba encontrar a la condesa.

«¡Qué rozagantes y robustos están —se dijo, mirando al paso el cuello vigoroso del príncipe, estrechado en su uniforme, y al apuesto chambelán de perfumadas patillas—. Demasiado verdad es que todo va mal en este mundo.»

—¡Alexiéi Alexándrovich! —gritó el viejecillo, cuyos ojos brillaron con expresión maligna, mientras Karenin pasaba saludando fríamente—. Aún no lo he felicitado a usted.

Y señaló la condecoración.

—Muchas gracias; este ha sido un buen día —contestó Karenin, recalcando, según su costumbre, las palabras «buen día».

No se le ocultaba que aquellos señores se burlaban de él; mas como no podía esperar de ellos sino sentimientos hostiles, se mostraba indiferente.

Los amarillentos hombros de la condesa y sus hermosos ojos de expresión pensativa atrajeron muy pronto a Karenin a otra parte, y se dirigió a la dama, sonriendo.

El tocado de Lidia Ivánovna había costado muchos esfuerzos de imaginación, como todos los que confeccionaba hacía algún tiempo, pues tenía empeño en llevar adelante un plan muy distinto del que se propuso treinta años antes. Entonces lo que quería era adornarse con lo que fuera y cuanto más mejor. Ahora, por el contrario, había de adornarse forzosamente de modo que no correspondía a sus años y aspecto, y debía, por tanto, preocuparse de que el contraste de su atavío con su apariencia no fuera demasiado ostensible. En lo que afectaba a Karenin lo había conseguido; él no solo no lo notaba, sino que le parecía encantadora. La simpatía y la ternura de aquella mujer eran para él un refugio único contra la animosidad general; y en medio de aquella multitud hostil se sentía atraído hacia la condesa como una planta por la luz.

—Lo felicito a usted —dijo Lidia, fijando su mirada en la condecoración.

Karenin se encogió de hombros, cerrando los ojos a medias y conteniendo la sonrisa de alegría.

La condesa sabía que aquellas distinciones eran la más viva satisfacción de Alexiéi Alexándrovich, aunque no quisiese convenir en ello.

—¿Qué hace nuestro ángel? —preguntó, aludiendo a Seriozha.

—No puedo decir qué esté muy satisfecho —contestó Karenin, elevando las cejas y abriendo los ojos—; y Sítnikov no lo está más —era el pedagogo encargado del niño—. Según le dije a usted, observo en él cierta frialdad para las cosas esenciales que deben interesar a toda alma humana, hasta la de un niño.

Y Karenin se extendió sobre el asunto que, después de las cuestiones administrativas, le preocupaba más: la educación de su hijo. Hasta entonces no le había interesado el asunto; pero comprendiendo después la necesidad de instruirlo, consagró algún tiempo a estudiar libros de antropología, de pedagogía y obras didácticas a fin de formar un plan de estudios que el mejor maestro de la ciudad se encargó después de poner en práctica con arreglo a las instrucciones recibidas.

—Pero ¿y el corazón? —dijo la condesa, con expresión sentimental—. A mí me parece que ese niño tiene el de su padre, y con el corazón tan grande no puede ser malo —añadió con admiración.

—Tal vez… En cuanto a mí, cumplo con mi deber, y esto es todo lo que puedo hacer.

—¿Vendrá usted a mi casa?—preguntó la condesa, después de un instante de silencio—. Hemos de hablar de un asunto triste para usted, y la verdad, yo hubiera dado cuanto hay en el mundo para que no evocase ciertos recuerdos; pero otros no piensan así. He recibido una carta de ella; está aquí, en San Petersburgo.

Alexiéi Alexándrovich se estremeció, pero su rostro recobró al punto la expresión de mortal inmovilidad que indicaba su impotencia para tratar semejante asunto.

—Ya lo esperaba —dijo.

La condesa lo miró con entusiasmo, y ante aquella grandeza de alma, algunas lágrimas de admiración brotaron de sus ojos.

XXV

C
UANDO
Alexiéi Alexándrovich entró en el gabinete de la condesa Lidia, adornado con retratos y porcelanas de mérito, no encontró allí a su amiga, porque se estaba cambiando de traje.

En un velador cubierto con un mantel se veía el servicio de té de porcelana china y una tetera de plata con el calentador de alcohol.

Alexiéi Alexándrovich, repasando las innumerables pinturas del gabinete, se sentó y tomó un evangelio.

El roce de un vestido de seda llamó de pronto su atención.

—Por fin vamos a estar tranquilos —dijo la condesa, deslizándose con una sonrisa entre la mesa y el diván—; ahora podemos hablar tomando el té.

Después de cambiar algunas palabras, a fin de preparar el terreno, ruborizándose un poco, entregó la carta de Anna a Karenin.

La leyó Alexiéi Alexándrovich, y permaneció silencioso largo tiempo.

—No me creo con derecho para rehusar —dijo al fin, levantando la vista con cierto temor.

—¡Amigo mío, usted no ve el mal en ninguna parte!

—Creo, por el contrario, que está en todas; pero ¿sería justo…?

Su rostro expresaba la indecisión, el deseo de un consejo, de un apoyo, de un guía en cuestión tan espinosa.

—No —interrumpió Lidia—, todo tiene sus límites. Comprendo la inmoralidad —esto no era exacto, puesto que ignoraba por qué las mujeres podían ser inmorales—, pero no la crueldad, y mucho menos con usted. ¿Cómo puede ella permanecer en la misma ciudad donde su esposo se halla? Nadie es nunca demasiado viejo para aprender, y yo, yo voy comprendiendo cada día mejor la grandeza de usted y la bajeza de ella.

—¿Cuál de nosotros tirará la primera piedra? —replicó Karenin, evidentemente satisfecho del papel que desempeñaba—. Después de haber perdonado todo, ¿puedo yo privarla de lo que es una necesidad de su corazón, de su amor al hijo?…

—¿Y es eso verdadero amor, amor sincero? Usted ha perdonado, y perdona aún; está muy bien, pero ¿tenemos nosotros derecho para turbar el alma de ese pequeño ángel? Seriozha la cree muerta, ruega a Dios por su alma y pide el perdón de sus pecados. ¿Qué pensaría si la viese?

—No había pensado en eso —contestó Alexiéi Alexándrovich, reconociendo la fuerza de este razonamiento.

La condesa, ocultando el rostro entre las manos, permaneció silenciosa. Lidia Ivánovna rezaba.

—Si quiere usted saber mi opinión —replicó al fin—, le diré que yo no concedería ese permiso. Harta veo cuánto sufre usted, cómo se han abierto sus heridas. Aun suponiendo que prescindiera de sí mismo, ¿a qué lo conduciría esto? Así se prepararía usted a otros padecimientos y una nueva perturbación para el niño. Si ella fuese aún capaz de experimentar sentimientos humanos, sería la primera en comprender esto. No, yo no vacilaría, y si usted me autoriza, contestaré.

Alexiéi Alexándrovich consintió, y la condesa escribió al punto en francés la carta siguiente:

Señora:

El recuerdo de usted daría pie, por parte de su hijo, a varias preguntas a las que no se podría responder sin obligarse a juzgar lo que debe ser sagrado para él.

Comprenderá usted, pues, muy bien la negativa de su esposo, que procede así guiado por un espíritu de caridad cristiana. Entretanto, ruego al señor que sea misericordioso con usted.

Condesa Lidia

Esta carta llenaba el fin secreto que la condesa se ocultaba a sí misma, y resintió a Anna hasta lo más profundo de su corazón. Karenin, por su parte, volvió perturbado a su domicilio; no le fue posible dedicarse a sus ocupaciones habituales, y tampoco halló la tranquilidad de un hombre que está en gracia y se cree elegido.

El recuerdo de aquella mujer tan culpable para con él y a la que había tratado como un santo, al decir de la condesa, no hubiera debido perturbar su espíritu, y, sin embargo, no estaba tranquilo; no sabía lo que hacía, y le era imposible desechar las crueles reminiscencias del pasado. Al recordar la confesión de Anna al volver de las carreras, sentía como un remordimiento. ¿Por qué exigió solo de ella entonces el respeto a las conveniencias? ¿Por qué no provocó a Vronski en duelo? Esto era lo que más lo turbaba; y al pensar en la carta escrita a su esposa, en su inútil perdón, y en las atenciones prodigadas a la niña de otro, la vergüenza y la confusión lo abrasaban.

«Pero ¿en qué soy yo culpable? —se preguntaba—. ¿Cómo aman y se casan los hombres del temple de los Vronski, de los Oblonski y de los chambelanes de gallarda presencia?»

Y Karenin pensaba en otros muchos de esos seres vigorosos, seguros de sí mismos y fuertes, que siempre hablan excitado su curiosidad y su atención.

Por más que se esforzase en desechar semejantes pensamientos, recordando que si el objeto de su existencia no era este mundo mortal, solo la paz y la caridad debían llenar su alma, sufría por haber cometido algunos errores sin importancia, como le parecía, en este mundo mortal, temporal y miserable, sufría como si la salvación eterna no hubiera sido más que una quimera. Por fortuna, la tentación no fue larga, y Alexiéi Alexándrovich recobró muy pronto la seguridad y la elevación de espíritu, gracias a las cuales conseguía dar al olvido cuanto quería alejar de su pensamiento.

XXVI

¿Q

tal, Kapitónych? —dijo Seriozha, al volver sonrosado y fresco del paseo, en la víspera del día de su cumpleaños, mientras el anciano conserje le despojaba de su capote, sonriendo de satisfacción—. ¿Ha venido el pretendiente de la venda? ¿Lo ha recibido papá?

—Sí, apenas llegó el jefe de sección, se presentó él —contestó el conserje alegremente—. Permítame usted quitarle el abrigo.

—¡Seriozha! —gritó el preceptor, que estaba delante de la puerta por donde se entraba en las habitaciones interiores—. Usted mismo se puede quitar la ropa.

Pero Seriozha, sin escuchar la voz áspera de su preceptor, permanecía en pie junto al conserje, a quien había cogido por la casaca y le miraba a la cara.

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