—¿Dónde está Kord? —preguntó al palafrenero.
—En la cuadra; ahora ensillan.
Fru-Fru
estaba ya preparado e iba a salir.
—¿No me he retardado? —preguntó Vronski.
—
All right, all right
—contestó el inglés—; no se inquiete usted por nada.
Vronski contempló las bellas formas de su yegua y se separó de ella con sentimiento, pues la veía temblar como una azogada. El momento era propicio para acercarse a las tribunas sin ser observado, porque la carrera terminaba y todas las miradas se fijaban en un oficial de la guardia y un húsar que iba detrás, hallándose ya los dos próximos a la meta. Todos corrían hacia aquel punto y un grupo de soldados y oficiales de la guardia saludaban con gritos de alegría a su compañero.
Vronski se confundió con la multitud en el momento que la campana anunciaba el fin de la carrera, mientras que el vencedor, cubierto de barro, se inclinaba sobre la silla, dejando caer la brida, sin aliento y bañado de sudor.
El caballo, recogiendo penosamente los cuartos traseros, contuvo con dificultad su rápida carrera, mientras que el oficial miraba a su alrededor cual si despertara de un sueño, sonriendo con trabajo y rodeado de una multitud de amigos y curiosos.
Vronski evitaba expresamente el encuentro con la sociedad elegante que por allí circulaba alrededor de las tribunas; había visto a Betsi, a Anna y a la esposa de su hermano y no quería acercarse a ellas para evitar toda distracción; pero a cada paso encontraba personas conocidas que le daban algunos detalles sobre la última carrera o le preguntaban por qué se había retrasado.
Mientras se distribuían los premios en el pabellón, hacia el cual se encaminaba la gente, Vronski vio a su hermano Alexandr, que se acercaba, así como él, era hombre de mediana estatura y un poco fornido, pero más gallardo, aunque tenía las mejillas y la nariz muy coloradas por efecto del vicio de la bebida. Vestía el uniforme de coronel con los cordones.
—¿Has recibido una carta mía? —preguntó a su hermano—. Nunca se te encuentra en casa.
Alexandr Vronski, a pesar de su vida de libertino y de su afición a la embriaguez, frecuentaba exclusivamente la sociedad de la corte; y mientras hablaba con su hermano de un asunto enojoso, sabía conservar el semblante risueño del hombre que se chancea de una manera inofensiva, porque observaba que todas las miradas se habían fijado en ellos.
—La he recibido —contestó Alexiéi—, y no me explico por qué te inquietas.
—Me inquieto porque me han hecho notar hace poco tu ausencia, diciéndome que estabas en Petergof.
—Hay cosas que solo pueden ser juzgadas por aquellos a quienes interesan directamente; y el asunto de que te preocupas es tal…
—Sí, pero entonces no se debe permanecer en el servicio, no sé…
—Tú no tienes nada que ver con esto, y te agradeceré que no te mezcles en mis asuntos.
Al decir esto, Alexiéi Vronski palideció, y las fibras de su rostro se estremecieron; rara vez se encolerizaba, pero cuando esto sucedía su barba parecía moverse y se hacía peligroso. Alexandr, sabiéndolo muy bien, sonrió alegremente.
—Solo he querido entregarte la carta de nuestra madre —replicó—; contéstale y no te incomodes antes de la carrera.
Bonne chance
—añadió en francés, alejándose.
Apenas hubo marchado, se acercó a Vronski otra persona, diciéndole con acento cariñoso:
—Ya no conoces a tus amigos. ¡Buenas tardes, querido Alexiéi!
Era Stepán Arkádich, con el rostro animado y las patillas muy bien peinadas, tan brillante en la buena sociedad de San Petersburgo como en la de Moscú.
—He llegado ayer, y me alegro mucho de hallarme aquí a tiempo para presenciar tu victoria. ¿Cuándo volveremos a vernos?
—Entra mañana en el casino —contestó Vronski.
Y excusándose por su pronta separación, estrechó la mano de su amigo para dirigirse al lugar donde estaban los caballos destinados a la carrera de obstáculos.
Los palafreneros traían ya los que habían tomado parte en la última carrera, todos ellos rendidos, y por otro lado llegaban los que estaban inscritos para la siguiente: en su mayoría de raza inglesa, muy bien arreglados y cubiertos; de modo que parecían aves gigantescas.
Fru-Fru
, hermoso a pesar de su flacura, se acercaba con paso ligero y elástico, y no lejos de allí despojaban de su manta a
Gladiátor
, cuyas formas soberbias, regulares y robustas, con su magnífica grupa y sus pies admirablemente formados, llamaron la atención de Vronski.
—Por ahí anda Karenin buscando a su señora, que está en el pabellón. ¿La ha visto usted?
—No —contestó Vronski, sin volver la cabeza hacia el punto que le indicaban, y acercándose a su caballo.
Apenas hubo tenido tiempo de examinar alguna cosa, que era preciso corregir en la silla, cuando llamaron a los que debían correr para distribuirles el número de orden: se acercaron todos, muy graves, casi solemnes, y varios de ellos en extremo pálidos. A Vronski le correspondió el número siete.
—¡A caballo! —gritó una voz.
Vronski se acercó al suyo, comprendiendo, como sus compañeros, que era el blanco de todas las miradas, y por lo mismo sus movimientos, como sucedía con él en semejantes ocasiones, eran lentos y seguros.
Kord se había puesto su traje de gala en honor de las carreras; llevaba un levitón negro abotonado hasta el cuello, camisa muy blanca y bien planchada, botas de montar y sombrero de ala redonda. Sereno y dándose importancia, según su costumbre, permanecía en pie a la cabeza del animal, sujetando él mismo la brida; mientras que
Fru-Fru
temblaba cual si estuviese acometida por un acceso de fiebre, y sus ojos, llenos de fuego, miraban oblicuamente a Vronski. Este último pasó el dedo por debajo de la cincha de la silla; la yegua retrocedió, enderezando las orejas, y el inglés sonrió con cierto desdén, al pensar que pudiera dudarse de sus conocimientos para ensillar un caballo.
—Monte usted y no estará tan agitado —dijo.
Vronski dirigió la última mirada a sus competidores, sabiendo que no los vería más durante la carrera: dos de ellos se dirigían ya hacia el punto de partida; Galtsin, amigo suyo y uno de los más notables jinetes, daba vueltas alrededor de su caballo sin poder montarlo; un húsar de la guardia, doblado sobre su cuadrúpedo para imitar a los ingleses, hacía un tiempo de galope; y el príncipe Kúzovlev, blanco como una sábana, montaba una yegua pura sangre que un inglés conducía por la brida. Vronski, así como todos sus compañeros, conocía el amor propio feroz de Kúzovlev, y también la «debilidad» de sus nervios; sabido era que tenía miedo de todo, pero a causa de esto mismo, y porque estaba convencido de que se exponía a romperse el cuello, puesto que junto a cada obstáculo había un cirujano con unas angarillas, se resolvió a correr.
Vronski lo saludó con una sonrisa de aprobación: Majotin, con
Gladiátor
, el rival más temible entre todos, no estaba allí.
—No se apresure usted —decía Kord a Vronski—, y no olvide una cosa importante: ante el obstáculo no se ha de retener ni lanzar el caballo, sino dejar seguir su impulso.
—Bien, bien —contestó Vronski, cogiendo las bridas.
—Sostenga usted la carrera, si es posible, y, en todo caso, no se desanime.
Sin dejar a su caballo tiempo para hacer el menor movimiento, Vronski se lanzó ligeramente sobre la silla, igualó las riendas dobles entre sus dedos y Kord soltó el cuadrúpedo.
Fru-Fru
alargó el cuello, como si preguntara qué pie debía mover, balanceando a su jinete sobre su flexible lomo, y avanzando con ligero paso; Kord lo seguía de cerca. La yegua, muy inquieta, se esforzaba por engañar a su jinete, tirando tan pronto a derecha como a izquierda, y en vano Vronski procuraba tranquilizarla con la voz y el ademán.
Se acercaban ya al río, por la parte donde estaba el punto de partida, cuando Vronski, precedido de unos y seguido de otros, oyó detrás el galope de un caballo: era
Gladiátor
, montado por Majotin; este último sonrió al pasar, mostrando sus largos dientes, pero Vronski le contestó solo con una mirada de enojo; no le agradaba aquel hombre, y su manera de galopar cerca de él para inquietar a su caballo lo disgustó mucho, tanto más cuanto que veía en él un adversario muy temible.
Fru-Fru
partió al fin al galope con el pie izquierdo, dio dos saltos y, enojada al sentir la presión de la brida, cambió de aire, tomando un trote que sacudió con fuerza al jinete. Kord, muy descontento, corría casi tanto como la yegua junto a Vronski.
E
L
campo de las carreras, una elipse de cuatro verstas, se extendía ante el pabellón principal, presentando nueve obstáculos: el río; una gran barrera, bastante alta, frente al pabellón; un foso en seco; otro lleno de agua; una rápida pendiente; una banqueta irlandesa (el obstáculo más difícil), es decir, una valla cubierta de hierba, detrás de la cual un segundo foso invisible obligaba al jinete a saltar dos obstáculos a la vez, a riesgo de matarse; además de la banqueta, se contaban otros tres fosos, dos de ellos llenos de agua, y, por último, la meta, delante del pabellón. No era en el recinto mismo del círculo donde comenzaba la carrera, sino; a un centenar de
sazhens
[27]
más allá, y en este espacio se hallaba el primer obstáculo, el río de tres
arshin
[28]
de anchura, que se podía saltar o vadear, según se quisiera.
Los jinetes se alinearon para la señal, pero tres veces seguidas salieron en falso y fue preciso comenzar de nuevo.
El coronel que dirigía la carrera comenzaba a impacientarse cuando al fin los jinetes partieron a la cuarta orden.
Todas las miradas, todos los gemelos se fijaban en aquellos hombres.
—¡Ya han partido, ya están ahí! —gritaban por todas partes.
Y para verlos mejor, los espectadores se precipitaron aisladamente por grupos hacia el punto mejor situado. Los jinetes se dispersaron al principio; desde lejos se hubiera dicho que corrían juntos, pero los espacios que los separaban tenían su importancia.
Fru-Fru
, agitada y demasiado nerviosa, comenzó por perder terreno, pero Vronski, aunque reteniéndola, tomó fácilmente la delantera a dos o tres caballos, y al fin solamente lo precedieron
Gladiátor
, que lo aventajaba por todo el largo del cuerpo, y la graciosa
Diana
, que, a la cabeza de todos, llevaba al desgraciado príncipe Kúzovlev, medio muerto de emoción.
Durante los primeros minutos, Vronski no era ya dueño de dominar su caballo, ni tampoco a sí mismo.
Gladiátor
y
Diana
se aproximaron y franquearon el río de un salto, casi al mismo tiempo:
Fru-Fru
se lanzó ligeramente detrás de ellos, como si volara; en el momento en que Vronski cruzaba el aire, vio bajo los pies de su caballo a Kúzovlev, agitándose con
Diana
(había soltado las riendas después de saltar, y el caballo cayó sin jinete); Vronski no supo estos detalles hasta más tarde, y entonces solo vio una cosa: es decir, que
Fru-Fru
estaba a punto de aterrizar sobre el pie o la cabeza de
Diana
y que, semejante a un gato al caer, hacía un esfuerzo con el lomo y las patas y saltaba más allá del caballo caído.
Pasado el río, Vronski pudo ya dominar su caballo, y hasta lo retuvo un poco, con intención de saltar la barrera grande detrás de Majotin, al que no esperaba adelantarse hasta llegar al espacio libre de obstáculos. Dicha barrera se elevaba precisamente frente al pabellón imperial, donde el mismo emperador, la corte y una inmensa multitud los miraba al acercarse.
Vronski conoció que todos tenían la atención fija en él, pero solo veía las orejas de su caballo; la tierra desaparecía ante él, y
Gladiátor
batía el suelo con sus blancos pies, conservando siempre la misma ventaja sobre
Fru-Fru. Gladiátor
se lanzó al fin contra la barrera, agitó su corta cola y desapareció a los ojos de Vronski sin chocar con el obstáculo.
—¡Bravo! —gritó una voz.
En el mismo instante, sintió Vronski que las tablas de la barrera pasaban como un relámpago; su caballo saltó sin cambiar de aire, pero oyó tras sí un crujido:
Fru-Fru
, animándose al ver a
Gladiátor
, había saltado demasiado pronto, tocando la barrera con sus cascos posteriores; pero Vronski, que tenía el rostro lleno de barro, reconoció muy pronto que no había perdido ventaja al ver delante de sí la grupa de
Gladiátor
.
Fru-Fru
hizo, al parecer, la misma reflexión que su amo, pues sin excitación alguna se aumentó marcadamente su velocidad y se acercó a Majotin, girando hacia la cuerda. Vronski se preguntaba si no podría tomarle ventaja al otro lado de la pista, cuando
Fru-Fru
, cambiando de pie, tomó por sí mismo la dirección. Su caballo, bañado en sudor, se acercó a la grupa de su rival; durante algunos segundos corrieron uno junto a otro; mas para acercarse a la cuerda, Vronski excitó a su caballo, y en el descenso se adelantó a Majotin, que, con la cara cubierta de lodo, sonreía irónicamente. Aunque lo precediera, Vronski oía siempre a su lado el mismo galope regular y la respiración precipitada, pero no fatigosa, de
Gladiátor
.
Los dos obstáculos siguientes, fueron franqueados sin dificultad; pero el golpe y el resoplido del caballo de Majotin se acercaban más y más. Vronski forzó el tranqueo de
Fru-Fru
y observó con alegría que aumentaba fácilmente su celeridad: ya no se oían tan cerca los cascos de
Gladiátor
.
El conde sostenía ahora la carrera como la deseaba, y según se lo recordara Kord: de modo que se creía seguro de la victoria. Su emoción y alegría y su cariño a
Fru-Fru
iban siempre en aumento; hubiera querido volverse, mas no se atrevía a mirar hacia atrás; procuraba calmarse y no abusar de su caballo. Solo faltaba un grave obstáculo que franquear, la banqueta irlandesa; y si después del salto se mantenía siempre a la cabeza su triunfo sería infalible. Así él como
Fru-Fru
vieron la banqueta desde lejos, y los dos, el jinete y el caballo, vacilaron un momento. Vronski lo observó en el cuadrúpedo por sus orejas, y ya levantaba el látigo cuando comprendió a tiempo que ya sabría
Fru-Fru
lo que debía hacer. El noble animal tomó su impulso y, según lo preveía Vronski, conservó la rapidez adquirida, que lo transportó mucho más allá del foso, continuando después el caballo su carrera sin esfuerzo y sin cambiar de pie.