Serguiéi, efectivamente, se esforzaba en vano para comprender cómo debía conducirse con aquel caballero; había adivinado, con la intuición propia de la infancia, que su padre, su aya y la criada lo miraban con aversión, mientras que su madre lo trataba como a su mejor amigo.
«¿Qué significa esto, quién es ese caballero? —se preguntaba el niño—. ¿Cómo debería amarlo? ¿Si no lo entiendo, será porque es culpa mía y soy un niño malo y tonto?»
De aquí resultaba su timidez y su expresión curiosa y desconfiada, así como la volubilidad que tanto molestaba a Vronski, a quien la presencia del niño producía también esa impresión repulsiva, sin causa aparente, que lo acosaba hacía algún tiempo. Vronski y Anna se semejaban en cierto modo a unos navegantes a quienes la brújula demostrase que derivaban, sin que les fuera posible detenerse en su curso, aunque a cada momento se alejasen de la vía recta y reconociesen que esto los arrastraba a su pérdida. El niño, con su cándida mirada, era esa implacable brújula, y ambos lo comprendían sin querer convenir en ello.
Aquel día Seriozha
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había salido y Anna estaba sola en el terrado, esperando la vuelta de su hijo, tal vez sorprendido por la lluvia en el paseo; la doncella y un criado habían ido en su busca. Vestida con traje blanco, estaba sentada en un ángulo del terrado, en parte oculta por varias plantas y flores, y no oyó los pasos de Vronski. Con la cabeza inclinada, apoyaba su frente sobre una regadera, la cual atraía hacia sí con sus delicadas manos, cargadas de preciosos anillos. La hermosura de aquella cabeza, con su cabello negro y rizado, de aquellos brazos admirables y, en fin, de todo el conjunto de su persona, producía siempre profunda impresión en Vronski y lo sorprendía cuando la contemplaba. Se detuvo y la miró con amor, mientras que ella, conociendo instintivamente su aproximación, rechazaba la regadera, para mirar al conde.
—¿Ha estado enferma? —preguntó Vronski en francés, acercándose a Anna.
Hubiera querido correr hacia ella, pero temiendo que lo vieran, dirigió una mirada hacia la puerta del terrado, ruborizándose, como siempre que se trataba de disimular.
—No, estoy buena —dijo Anna, levantándose y estrechando vivamente la mano de Vronski—. No te esperaba. Me has atemorizado; estoy sola y espero a Serguiéi, que ha ido a pasear; deben pasar por aquí.
A pesar de la calma que fingía, sus labios temblaban.
—Dispénseme usted por haber venido —repuso Vronski—; pero no podía pasar el día sin verla —dijo en francés, evitando así el «usted», ya imposible entre ellos, y el «tú», tan peligroso en ruso.
—Nada tengo que dispensar; soy demasiado feliz.
—Pero está usted enferma o triste —añadió, inclinándose hacia Anna sin dejar su mano—. ¿En qué piensa usted?
—Siempre en la misma cosa—contestó Anna, sonriendo.
Y decía verdad: a cualquier hora del día que le hubieran preguntado, habría respondido inevitablemente que pensaba en su felicidad; y en el momento de entrar Vronski se preguntaba por qué algunos, como por ejemplo Betsi, cuyas relaciones con Tushkiévich conocía, tomaban a la ligera lo que para ella era tan cruel. Este pensamiento la había martirizado aquel día particularmente. Habló de las carreras, y Vronski refirió a fin de distraer a Anna de su preocupación, los preparativos que se hacían. Su tono era de todo tranquilo.
«¿Se lo diré o no se lo diré? —pensaba Anna, mirando aquellos ojos tranquilos y cariñosos—. Parece tan feliz y de tal modo le divierten las futuras carreras, que tal vez no comprenda la importancia de lo que nos sucede.»
—No me ha dicho usted en qué pensaba cuando entré —dijo Vronski, interrumpiendo su relato—. ¿No podré saberlo?
Anna no contestó; con la cabeza inclinada fijaba en el conde la mirada cariñosa de sus hermosos ojos, mientras que sus dedos oprimían una hoja desprendida. La fisonomía de Vronski tomó al punto esa expresión de amor humilde y de abnegación absoluta que le era peculiar cuando hablaba con Anna.
—Comprendo —dijo— que ha sucedido alguna cosa, y no puedo estar tranquilo un solo instante cuando sé que tiene usted un pesar del que yo no participo. En nombre de Dios —añadió con tono suplicante—, hable usted.
«Si no comprende toda la importancia de lo que debo decirle —pensó Anna—, sé que no lo perdonaré nunca, y por tanto, vale más callar que ponerlo a prueba.»
—¡Pero Dios mío! ¿Qué hay? —preguntó Vronski, tomando su mano.
—¿Deberé decirlo?
—Sí, sí.
—Pues has de saber que estoy encinta —murmuró Anna lentamente.
La hoja que tenía entre los dedos se agitó más aún, pero Anna no separaba la vista de Vronski y trataba de leer en sus ojos el efecto que le produciría aquella confesión.
El conde palideció y quiso hablar; pero se detuvo e inclinó la cabeza, soltando la mano que tenía entre las suyas.
«Sí, comprende todo el alcance de lo que ha sucedido», pensó Anna, cogiendo agradecida la mano de Vronski.
Pero se equivocaba al creer que pensaba como ella. Al oír aquellas palabras, la impresión de aborrecimiento que lo perseguía lo sobrecogió más vivamente que nunca y comprendió que había llegado la crisis que deseaba. En adelante no se podía ya disimular nada a los ojos del marido, y era forzoso salir cuanto antes a todo trance de aquella situación odiosa e insostenible. La turbación de Anna se le había comunicado; fijó en su amante una mirada humilde, besó la mano, se levantó y comenzó a pasear por el terrado sin decir palabra.
Después se acercó a Anna y le dijo con tono resuelto:
—Ni usted ni yo hemos considerado nuestras relaciones como una dicha pasajera; ahora está ya echada nuestra suerte; es preciso de todo punto poner término al engaño en que vivimos.
—¿Y cómo hemos de poner término, Alexiéi? —preguntó Anna con dulzura, tranquila y serena.
—Es preciso la separación con tu esposo para que unamos nuestras existencias.
—¿No están unidas ya?—preguntó Anna a media voz.
—No del todo.
—Pero ¿cómo lo haremos, Alexiéi? Explícamelo —añadió con triste ironía, pensando en lo excepcional de su situación—. ¿Existe acaso una salida? ¿No soy la mujer de mi marido?
—Por difícil que sea una situación, siempre tiene alguna salida, y ahora se trata solo de tomar un partido… Cualquier cosa será mejor que tu vida presente. ¿Crees que no veo cuánto ha cambiado todo para ti…, tu esposo, tu hijo, el mundo y todo?
—De mi esposo no hay que hablar —repuso Anna sonriendo con sencillez—, pues no lo conozco ni pienso en él, ni siquiera sé que existe.
—No eres sincera; te conozco bien y sé que te atormentas así a causa de él.
—Pero si no sabe nada… —repuso Anna ruborizándose, no solo en las mejillas y en la frente, sino hasta en el cuello, mientras que las lágrimas se agolpaban a sus ojos—. No hablemos de él.
N
O
era aquella la primera vez que Vronski trataba de hacer comprender a Anna su posición, pero nunca se había expresado con tanta energía, pues tropezaba siempre con las mismas apreciaciones superficiales y casi fútiles. Le parecía que la esposa de Karenin se hallaba entonces bajo el imperio de sentimientos que no quería o no podía profundizar, y al reflexionar esto, la verdadera Anna desaparecía, remplazándola un ser extraño y enigmático que no podía comprender y que era casi repulsivo. Esta vez, sin embargo, quiso explicarse hasta el fin.
—Que lo sepa o no —dijo con tono tranquilo, pero resuelto— poco importa. No podemos, o «usted» no puede permanecer en esta situación, sobre todo ahora.
—¿Pues qué convendrá hacer en su concepto? —preguntó Anna con la misma ironía burlona.
Ella, que había temido tanto ver acogida con ligereza su revelación, llevaba a mal ahora que Vronski dedujese la necesidad absoluta de adoptar una resolución enérgica.
—Confiésalo todo y sepárate de él.
—Supongamos que lo haga. ¿Sabes cuál sería el resultado? Voy a decírtelo —y sus ojos tomaron una expresión maligna que antes era de ternura—. «¡Ah! Usted ama a otro y mantiene relaciones criminales —dijo Anna, imitando el tono de su marido y recargando la palabra “criminal” como él lo hubiera hecho—. Ya estaba usted advertida de las consecuencias que iban a resultar desde el punto de vista religioso, de la sociedad y de la familia; no quiso usted escucharme, y ahora no puedo entregar a la vergüenza pública mi nombre y…» —iba a decir «mi hijo», pero se detuvo, porque no le era dado chancearse sobre este punto—. En una palabra, me dirá claramente, en el mismo tono que discute los asuntos de estado, que no puede devolverme la libertad, pero que adoptará medidas para evitar el escándalo. Esto es lo que sucederá, porque mi esposo no es un hombre, sino una máquina, y cuando se incomoda, una máquina muy mala.
Y recordó los menores detalles del lenguaje y de la fisonomía de su esposo, dispuesta a censurar todo lo que pudiese reconocer en él de malo, con tanta menos indulgencia cuanto más culpable se juzgaba ella.
—Pero Anna —dijo Vronski con dulzura, esperando convencerla y calmarla—, lo que importa ahora es confesarlo todo y después obraremos según lo que él haga.
—Entonces será preciso huir…
—¿Por qué no? No veo la posibilidad de seguir así; ahora no se trata de mí, sino de ti, que eres la que sufres…
—¡Huir para publicar que soy la querida de usted! —exclamó Anna con maligna intención.
—¡Anna! —exclamó Vronski con acento dolorido.
—Sí, la querida de usted, y perderlo todo…
Y quiso volver a decir «mi hijo», pero no pudo pronunciar esta palabra.
Vronski no podía explicarse que aquella naturaleza enérgica y leal aceptase la falsa situación en que se hallaba sin tratar de salir de ella, pues no comprendía que el obstáculo era la palabra «hijo», que no podía resolverse a pronunciar.
Cuando Anna se representaba la vida de aquel niño con el padre cuando lo hubiera abandonado le parecía tan horrible su falta que, como verdadera mujer, no se hallaba en estado de razonar y se empeñaba en persuadirse de que todo podría continuar como antes; era preciso a toda costa desechar este horrible pensamiento: «¿qué será de mi hijo?».
—Te suplico encarecidamente —dijo de pronto, con un acento totalmente distinto, lleno de ternura y sinceridad —que no me hables nunca más de eso.
—¡Pero Anna!
—Jamás, jamás. Déjame seguir siendo juez de la situación; comprendo la bajeza y el horror; pero no es tan fácil como tú crees cambiar nada. Ten confianza en mí y no me hables nunca de eso. ¿Me lo prometes?
—Prometo todo; pero ¿cómo quieres que esté tranquilo después de lo que acabas de confesarme? ¿Puedo tener calma cuando a ti te falta?
—¡A mí! A decir verdad, esto me mortifica; pero ya pasará si no me hablas de nada.
—No comprendo…
—Ya sé —interrumpió Anna— que con tu carácter leal te es insufrible mentir; te compadezco de veras, y muy a menudo pienso que has sacrificado tu vida por mí.
—Eso es lo que yo digo precisamente de ti; y hasta me preguntaba hace poco cómo podías haberte inmolado por mi causa. No me perdonaré nunca haberte hecho desgraciada.
—¡Desgraciada yo! —exclamó Anna acercándose a Vronski y mirándolo con una sonrisa llena de amor—. ¡Yo me parezco a una persona que se muere de hambre y a la que dan de comer, lo cual hace olvidar el frío y los andrajos que cubren su cuerpo! ¡No soy desgraciada, no; he ahí mi felicidad!
En aquel momento se oyó la voz de Seriozha: Anna dirigió una mirada a su alrededor, se levantó vivamente, y alargando sus brazos hacia Vronski, le cogió la cabeza, fijó en él una larga mirada, acercó su rostro al de él, lo besó en los labios y los ojos y después quiso rechazarlo, pero el joven la contuvo.
—¿Cuándo? —murmuró Vronski, mirándola con ternura.
—Hoy a la una —contestó Anna en voz baja, suspirando.
Y corrió al encuentro de Seriozha, que sorprendido por la lluvia en el parque, se había refugiado en un pabellón con la criada.
—Pues hasta la vista —dijo Anna—. Voy a prepararme ahora para ir a las carreras. Betsi me ha prometido venir a buscarme.
El conde miró su reloj y salió precipitadamente.
V
RONSKI
estaba tan conmovido y preocupado que al mirar el reloj no vio la hora que era.
Pensando solo en Anna, llegó al sitio donde lo esperaba su coche, avanzando con precaución por el camino fangoso. Su memoria no era más que instintiva y recordaba solamente lo que había resuelto hacer sin que la reflexión interviniera. Se acercó a su cochero, dormido en el pescante, lo despertó maquinalmente, observó la nube de moscas que se elevaba sobre sus caballos bañados de sudor y saltó a su asiento. Se proponía ir a casa de Brianski, y había recorrido ya una regular distancia, cuando de pronto recobró su presencia de ánimo y vio que se retardaría mucho: su reloj marcaba las cinco y media.
Aquel día debían efectuarse varias carreras; primeramente las de los caballos de tiro y después las de oficiales: de dos
verstás
[26]
, de cuatro, y la última en la que debía correr él, y en rigor podía llegar a tiempo, sacrificando a Brianski, de lo contrario se exponía a no hallarse en el terreno hasta que la corte hubiese llegado, lo cual no era conveniente. Por desgracia había dado su palabra a Brianski y, por tanto, continuó su camino, recomendando al cochero que castigara a los caballos. Después de estar solo cinco minutos en casa de Brianski, emprendió la vuelta al galope de sus cuadrúpedos; este rápido movimiento hizo bien y poco a poco olvidó sus cuidados. Había olvidado todo lo desagradable en sus relaciones con Anna; pensaba con placer en las carreras, en que a pesar de todo llegaría a tiempo, y de cuando en cuando, la idea de su cita con Anna aquella noche se encendía como un rayo de luz en su imaginación.
A medida en que, adelantando a los coches que encontraba por el camino, Vronski se acercaba al hipódromo, la atmósfera de las carreras lo envolvía más y más, apoderándose de todo su ser.
En su casa no encontró más que al criado, que lo esperaba a la puerta; todos se habían ido ya.
Mientras cambiaba de traje, el criado tuvo tiempo para indicarle que la segunda carrera había comenzado ya y que varias personas preguntaban por él.
Vronski se vistió sin apresuramiento, pues sabía conservar su calma, y mandó conducir el vehículo a las cocheras, desde las cuales se veía una infinidad de trenes de varias clases, peatones, soldados y todas las tribunas llenas de espectadores. La segunda carrera iba a comenzar, en efecto, pues se oyó una campanada, cerca de la cuadra había encontrado el alazán de Majotin,
Gladiátor
, que conducían cubierto con una manta amarilla y azul de enormes orejeras.