—Se descansa bailando con usted —dijo Korsunski, disminuyendo un poco su rapidez antes de lanzarse en el torbellino del vals—. ¡Qué ligereza, qué precisión; esto es delicioso!
Lo mismo decía Korsunski a todas sus parejas.
Kiti sonrió por el elogio, y siguió examinando el salón por encima del hombro de su caballero; comenzaba a conocer la sociedad, y ya no confundía a todos los asistentes en la embriaguez de sus primeras impresiones. Pero tampoco era la muchacha, harta de ver siempre los mismos rostros aburridos. Estaba excitada, pero no había perdido el dominio de sí misma. Observó, pues, el grupo que se había formado junto al ángulo izquierdo del salón; allí se reunía lo más escogido de la sociedad: la hermosa Lidia, la esposa de Korsunski, descaradamente escotada; la dueña de la casa y el calvo Krivin, a quien se veía siempre con las personas más notables. Kiti vio muy pronto a Stepán Arkádich, después, a la elegante Anna, y también él se hallaba allí, no había vuelto a verlo desde la noche de la declaración de Lievin, y en aquel momento notó que él también la miraba.
—Daremos otra vuelta, si no está usted cansada —dijo Korsunski, ligeramente sofocado.
—No, gracias. Me parece que la señora Karénina está allí; me reuniré con ella.
—Como usted guste.
Y Korsunski, disminuyendo la rapidez del paso, pero valsando siempre, se dirigió hacia el grupo de la izquierda.
Cuando hubo llegado, ofreció su brazo a Kiti, que estaba algo aturdida y luego se volvió para buscar a la señora Karénina.
Esta última llevaba un vestido de terciopelo negro, escotado, que dejaba ver sus hombros esculturales y sus hermosos brazos, reduciéndose el adorno de la falda a un rico encaje de Venecia; una guirnalda de «pensamientos» hacía resaltar el brillo de su cabello negro, y en el lazo negro que rodeaba su cintura entre el encaje blanco llevaba un ramo de las mismas flores; su tocado, muy sencillo, solo tenía de notables unos pequeños rizos naturales que caían sobre las sienes, y la parte posterior del cuello, terso y blanco como el marfil, y engalanado con un hilo de perlas muy finas.
Kiti veía diariamente a la bella Anna, casi se enamoró de ella, y se la imaginaba siempre solo con los colores lila. Pero ahora al verla en negro, de pronto sintió que nunca había comprendido su belleza. La veía absolutamente distinta e inesperadamente desconocida. Entonces comprendió que no podía llevar lila; que su mayor encanto consistía en ella misma, y no en el traje que llevaba puesto. El vestido negro con encaje abundante casi ni se notaba, solo era un marco para ella, muy sencilla, natural, elegante y, al mismo tiempo, animada y alegre.
Cuando Kiti llegó hasta el grupo en que Anna hablaba con el dueño de la casa, lo oyó decir:
—No, yo no tiraré la primera piedra, aunque no apruebe.
Y al ver a Kiti, la acogió con una sonrisa cariñosa y protectora. Una rápida ojeada le bastó para juzgar el traje de la joven, e hizo una ligera señal de aprobación que Kiti comprendió al punto.
—Ha hecho usted su entrada bailando —le dijo.
—Es una de mis fieles ayudantes. La princesa me ayuda a que el baile sea divertido y maravilloso. ¿Me concederá usted una vuelta de vals… Anna Arkádievna? —preguntó Korsunski, inclinándose.
—¿Se conocían ustedes? —preguntó el dueño de la casa.
—¿A quién no conocemos mi esposa y yo? —replicó Korsunski—. Somos como el lobo blanco. ¿Accede usted, Anna Arkádievna?
—No bailo cuando me es posible excusarme de ello.
—Esta noche no puede ser.
En aquel instante se acercó Vronski.
—En ese caso, bailemos —contestó, cogiendo vivamente el brazo de Korsunski, sin hacer aprecio del saludo de Vronski.
«¿Por qué le tendrá mala voluntad?», pensó Kiti, al observar que Anna se había abstenido intencionadamente de contestar al saludo de Vronski.
Este último se acercó a Kiti para recordarle la primera cuadrilla, manifestando que sentía no haberla visto hacía algún tiempo. La joven contemplaba a Anna, que había comenzado a bailar, y la admiraba, escuchando al mismo tiempo a Vronski. Esperaba que este la invitaría para el vals; pero como no dijese nada, lo miró con aire de asombro.
Vronski se ruborizó, e invitó a Kiti apresuradamente; mas apenas dieron los primeros pasos, la música cesó. La joven miró a su caballero, cuyo rostro estaba muy cerca del suyo… Durante largo tiempo, muchos años después, no pudo recordar sin un sentimiento de vergüenza que laceraba su corazón la mirada amorosa que había fijado en Vronski, y a la cual este no contestó.
—¡Vals, vals! —gritaba Korsunski en el otro lado de la sala, apoderándose de la primera pareja que encontró, para ir a perderse con ella entre el torbellino de los danzantes.
V
RONSKI
dio algunas vueltas de vals con Kiti, y esta fue después a reunirse con su madre; mas apenas hubo tenido tiempo de cambiar algunas palabras con la condesa de Nordston, cuando el joven conde se presentó de nuevo solicitándola para bailar la contradanza. Entonces hablaron a intervalos de Korsunski y de su esposa, a quienes Vronski calificaba de amables muchachos de cuarenta años; y de un teatro de sociedad que se organizaba. En un momento dado, no obstante, Vronski produjo cierta emoción en su pareja al preguntarle si Lievin estaba todavía en Moscú, y añadiendo que le agradaba mucho su persona. Kiti no había contado con la contradanza; lo que ella esperaba con ansiedad era mazurca, pues le parecía que durante la misma se debía resolver todo. Aunque Vronski no la hubiese invitado para bailar al terminar la contradanza, estaba segura de ser su pareja, como en todos los bailes anteriores, y tanto era así, que había rehusado cinco invitaciones, contestando que estaba comprometida.
Todo aquel baile, hasta el último rigodón, fue para Kiti como un sueño delicioso, lleno de flores, de alegres sonidos y de movimiento; no dejaba de bailar sino cuando le faltaban fuerzas, y entonces pedía un momento de reposo; pero en el último rigodón, siendo su pareja uno de esos jóvenes presumidos y petulantes que causan enojo, se halló frente a frente de Vronski y de Anna. Esta última, a la cual no se había acercado desde su entrada en el baile, se le apareció esta vez bajo un aspecto nuevo e inesperado, y Kiti creyó reconocer en ella los síntomas de una sobreexcitación que conocía por experiencia, pues era la del triunfo. Se hubiera dicho que Anna se había embriagado; Kiti sabía a qué atribuir aquella mirada brillante y animada, aquella sonrisa de felicidad, aquellos labios entreabiertos y los graciosos movimientos de Anna, llenos de encanto.
«¿Cuál es la causa, todos o solo uno?» Sin hacer caso alguno de su acompañante, le dejó que tratara inútilmente de reanudar el hilo de una conversación interrumpida; y sometiéndose de buen grado al parecer, a las ruidosas órdenes de Korsunski, que con sus señales indicaba cuándo se debía hacer el círculo y la cadena, observaba a Vronski y su pareja, y su corazón se oprimía cada vez más.
—«No —se decía—, no es la admiración de la multitud lo que la embriaga así, es la de una persona sola. ¿Quién puede ser? ¿Será él?»
Cada vez que Vronski dirigía la palabra a Anna, los ojos de esta parecían iluminarse y una sonrisa de felicidad entreabría sus sonrosados labios; se hubiera dicho que trataba de disimular su alegría, pero en su rostro se revelaba la dicha.
«¿Y él?», pensó Kiti. Al mirar a Vronski, tembló, pues la impresión que se reflejaba como en un espejo en el semblante de Anna era también visible en el suyo. ¿Dónde estaba esa sangre fría, ese aspecto de calma y ese rostro siempre sereno? Al hablar con Anna inclinaba la cabeza, como si hubiera querido prosternarse, y en sus ojos se leía una expresión a la vez humilde y tímida.
«No quiero ofenderla —decía su mirada—; pero desearía salvar mi corazón y no sé cómo.»
El diálogo versaba sobre las amistades en común, sobre nada en especial y, sin embargo, a cada palabra le parecía a Kiti que su suerte se decidía. Para ellos también, aunque hablaban del ridículo francés de Iván Ivánovich, y del casamiento de la señorita Yelétskaia, cada frase adquiría un valor particular, cuyo alcance comprendían tan bien como Kiti.
En el alma de la pobre niña se confundía todo como una bruma: el baile, la gente, la música y el movimiento; solamente se sostuvo por la fuerza de la educación, que la ayudó a cumplir con su deber, es decir, a bailar, a contestar a las preguntas que le dirigían, y aun a sonreírse; pero en el momento de organizarse la mazurca, y cuando se comenzó a colocar las sillas, mientras que todos salían de los salones pequeños para reunirse en el grande, Kiti se sintió acometida de un acceso de desesperación y de terror. Había rehusado la petición de cinco bailarines y no tenía pareja, ni era probable que la tuviese ya, porque sus triunfos en el mundo alejaban la idea de que no tuviese caballero. Hubiera debido decir a su madre que estaba indispuesta para salir del salón; mas no tuvo fuerza suficiente para ello, se sentía aniquilada.
Sin embargo, se trasladó a un saloncito y se dejó caer en un sofá; los pliegues vaporosos de su falda rodeaban como una nube su frágil talle; uno de los delicados brazos pendía sin fuerza, en parte oculto por los pliegues del vestido y la mano del otro agitaba nerviosamente un abanico para refrescar el rostro enardecido; pero aunque pareciese una linda mariposa posada en la flor y dispuesta a desplegar sus alas, la más espantosa desesperación martirizaba su alma.
«¡Tal vez me engañe y no exista todo eso!», se decía Kiti pensando en lo que había visto.
—¿Qué tienes, hija mía? —dijo la condesa de Nordston, que se había acercado sin que se oyeran sus pasos sobre la alfombra.
Los labios de Kiti se estremecieron y se levantó vivamente.
—¿No bailas la mazurca?
—No, no —contestó con voz temblorosa.
—La ha invitado delante de mí —dijo la condesa, sabiendo bien que Kiti comprendía de qué se trataba—; y Anna le preguntó que si no bailaba con la princesa Scherbátskaia.
—¡Todo me es igual! —contestó Kiti.
Solo ella sabía que la víspera un hombre a quien probablemente amaba había sido sacrificado por ella al ingrato Vronski.
La condesa fue a buscar a Korsunski, con quien había bailado la mazurca, y le recomendó que invitase a Kiti.
Por fortuna para la joven, no le fue preciso hablar, pues su caballero, en calidad de director, pasaba el tiempo corriendo de una parte a otra para arreglar las figuras. Vronski y Anna bailaban casi frente a ellos; Kiti los veía tan pronto de lejos como de cerca, cuando le llegaba su vez de bailar, y cuanto más los miraba, más se persuadía de su desgracia. Estaban solos a pesar de la multitud, y en el semblante de Vronski, por lo regular tan impasible, Kiti observó esa expresión singular de humildad y de temor que recuerda al perro inteligente cuando se cree culpable.
Anna sonreía, y el joven la imitaba; si reflexionaba al parecer, sus facciones tomaban una expresión seria. Una fuerza casi sobrenatural atraía las miradas de Kiti sobre Anna, que estaba deslumbradora con su vestido negro, sus hermosos brazos cubiertos de brazaletes, su bien torneado cuello adornado de perlas y su cabello negro rizado, seductor en su desorden. Los movimientos ligeros y graciosos de sus diminutos pies, su rostro lleno de animación; todo en ella, en fin, atraía las miradas; pero aquel encanto tenía algo de terrible y de cruel.
Kiti la admiraba más aún que antes, aunque su pena se acrecentaba; el dolor se retrataba en su rostro, y de tal manera se habían alterado sus facciones, que una vez, al pasar Vronski por su lado, no la reconoció al punto.
—¡Qué hermoso baile! —murmuró él, por decir alguna cosa.
—Sí —contestó Kiti.
A la mitad de la mazurca, en un paso inventado últimamente por Korsunski, Anna, saliendo del círculo, hubo de llamar a «dos caballeros y dos damas»; una de estas fue Kiti, que se acercó con cierta turbación; Anna, cerrando a medias los ojos, la miró y le estrechó la mano con una sonrisa; pero como observó al punto la expresión de triste sorpresa y desesperación con que Kiti contestaba, se volvió hacia la otra dama y le habló con tono animado.
«Sí —pensó Kiti—, hay en ella una seducción extraña, casi infernal.»
Anna no quería quedarse a cenar, y el dueño de la casa insistió.
—Quédese usted, Anna Arkádievna —le dijo Korsunski, cogiéndola del brazo. ¿No le agrada a usted el cotillón inventado por mí?
¡Un bijou!
Y trató de llevarla consigo, al ver que el dueño de la casa le incitaba con una sonrisa.
—No puedo permanecer aquí más tiempo —contestó Anna, sonriendo también; pero los dos hombres comprendieron por su tono que estaba resuelta a marcharse—. No —añadió—, porque he bailado esta noche más que durante todo el invierno en San Petersburgo.
Después se volvió hacia Vronski, que estaba a su lado, y le dijo:
—Es preciso descansar antes del viaje.
—¿Decididamente marchará usted mañana? —preguntó el joven.
—Pienso que sí —contestó Anna, como admirando el atrevimiento de aquella pregunta.
Mientras hablaba, el brillo de sus ojos y su sonrisa abrasaba el corazón de Vronski.
Anna marchó sin asistir a la cena.
«D
EBE
de haber en mí algo repulsivo —pensaba Lievin al salir del palacio de los Scherbatski para volver a casa de su hermano—. No soy simpático a los demás hombres; dicen que tengo orgullo, y carezco de él completamente. ¿Me habría colocado yo en semejante situación si no fuera así?» Se figuraba a Vronski feliz, amable, tranquilo, dotado de talento, y sin imaginarse siquiera una posición semejante a la suya. «Ella debía elegir —pensaba—; es muy natural, y yo no debo quejarme de nada ni de nadie; el único culpable soy yo. ¿Qué derecho tengo para suponer que ella consentiría en ser mi esposa? ¿Qué soy yo? Un hombre inútil para mí mismo y para los otros.»
De pronto pensó en su hermano Nikolái, y este pensamiento alegró su corazón. «¿No tiene él razón cuando dice que todo es malo y detestable en este mundo? ¿Hemos sido justos alguna vez al juzgar a Nikolái? Ciertamente, a los ojos de Prokofi, que lo encontró embriagado y con la pelliza desgarrada, es un ser despreciable; pero mi punto de vista es distinto; conozco su corazón y sé que nos parecemos. ¡Y yo que en vez de ir a buscarlo he venido aquí!»
Lievin se acercó a un reverbero para descifrar las señas de su hermano, y alquiló un coche. Durante el trayecto, que fue largo, Lievin recordó uno por uno los incidentes de la vida de Nikolái: recordó que en la universidad, y un año después de haberse separado de él, su hermano vivió como un monje, sin hacer caso de las bromas de sus compañeros, cumpliendo rigurosamente con todas las prescripciones de la religión, huyendo de todos los placeres y, sobre todo, del sexo femenino; más tarde se había relacionado con hombres de la peor especie, para entregarse al libertinaje; y cierto día adoptó un muchacho campesino para educarlo; pero lo maltrataba de tal modo durante los accesos de cólera, que se le formó causa y faltó poco para que se lo condenara por delito de mutilación. Lievin recordó también la historia de Nikolái con un estafador, a quien dio una letra de cambio para pagar una deuda de juego, citándolo después ante un tribunal por haberse engañado. Precisamente era la letra de cambio que Serguiéi Ivánovich acababa de pagar. Tenía muy presente la noche en que Nikolái fue detenido por desórdenes nocturnos, y el proceso escandaloso entablado por él contra su hermano Serguiéi cuando acusó a este de no querer pagarle la parte de herencia de su madre; y, por último, recordaba su última aventura, cuando se le citó a juicio por golpes inferidos a un brigada. Todo esto parecía odioso; mas para Lievin la impresión no era tan mala como para aquellos que no conocían a Nikolái, porque se imaginaba conocer el fondo de aquel corazón y su verdadera historia.