Petritski guiñó el ojo, haciendo una mueca que quería decir: «Ya sabemos lo que significa ese Brianski».
—No te retardes —se limitó a decir Yashvin. Y cambiando de conversación añadió, mirando por la ventana—: Supongo que el caballo que te vendí te presta buen servicio.
En el momento en que Vronski iba a salir, Petritski lo detuvo, gritando:
—Espera, tu hermano me ha dejado una carta y un billete para ti; pero ¿dónde diablos lo he puesto? Ya no me acuerdo.
—¡Vamos, habla, no seas tonto! —dijo Vronski, sonriendo.
—Como no he encendido fuego en la chimenea, debe de estar por aquí.
—Vamos a ver si encuentras pronto esa carta.
—Te aseguro que me había olvidado de ella; tal vez lo haya soñado… Espera, y no te incomodes: si hubieras bebido tanto como yo ayer, ni siquiera sabría dónde estás ahora; ya trataré de recordar.
Petritski se dirigió hacia la cama y volvió a echarse.
—Me hallaba en esta postura —dijo— y tu hermano estaba ahí… ¡Ah!, ya me acuerdo.
E introduciendo la mano debajo del colchón, sacó una carta.
Vronski la tomó al punto y vio que la acompañaba un billete de su hermano: su madre se quejaba de que no hubiese ido a verla, y su hermano le decía que necesitaba hablarle.
—¿Y qué les importará a ellos? —murmuró, prescindiendo de lo que se trataba.
Después arrugó los dos papeles e los introdujo entre los botones de su levita con la intención de volver a leerlos más detenidamente.
En el momento de salir, Vronski encontró a dos oficiales, uno de ellos de su regimiento, la habitación del conde servía en cierto modo de punto de reunión.
—¿Adónde vas?
—A Petergof, para despachar una diligencia.
—¿Ha llegado el caballo?
—Sí, pero no lo he visto aún.
—Dicen que
Gladiátor
, de Majotin, cojea.
—¡Disparates! Pero ¿cómo os arreglaréis para correr con tanto barro?
—¡He aquí a mis salvadores! —gritó Petritski al ver entrar a los recién venidos.
El ordenanza, en pie delante de su amo, le presentaba la botella de aguardiente en una bandeja.
—Yashvin es quien me manda beber para refrescarme —dijo Petritski.
—Con vuestra serenata de ayer —dijo uno de los oficiales— no hemos podido dormir en toda la noche.
—Ya os diré cómo terminó —repuso Petritski—. Vólkov había subido al tejado, y como nos dijera desde allí que estaba triste, propuse que tocásemos una marcha fúnebre, la cual bastó para que se quedase dormido en el tejado.
—Vamos, bebe el aguardiente y después agua de Seltz con mucho limón —dijo Yashvin, estimulando a Petritski como una madre que quiere hacer beber una medicina a su hijo—. Enseguida podrás tomar media botella de champaña.
—Eso sí que estará bien. Espera un poco, Vronski, y beberás con nosotros.
—No, señores, me marcho; hoy no beberé.
—¿Temes aturdirte? Vaya, beberemos solos; que traigan el agua de Seltz y el limón.
—¡Vronski! —gritó uno cuando salía.
—¿Qué hay?
—Deberías cortarte el cabello para aligerarte un poco la cabeza.
Vronski, que comenzaba a perder el cabello, no pudo menos de sonreír cuando oyó estas palabras, y calándose más la gorra por la frente, subió al coche.
—¡A las cuadras! —gritó.
Iba a leer las cartas de nuevo; pero a fin de no pensar más que en su caballo, aplazó la lectura.
L
A
cuadra provisional, barracón de tablas, estaba cerca del campo de las carreras. Solo el picador había montado el caballo de Vronski para pasearlo, y el conde ignoraba en qué estado lo hallaría. Un muchacho que hacía las veces de
groom
reconoció desde lejos el coche, y al punto llamó al picador, un inglés de rostro enjuto, cuya barba se reducía a un mechón de pelos.
Se adelantó al ver a Vronski, contoneándose a la manera de los
jockeys
, y saludó; vestía una chaquetilla corta y calzaba botas de montar.
—¿Cómo sigue
Fru-Fru
? —preguntó Vronski en inglés.
—
All right, sir
—contestó el inglés—; pero más valdrá no entrar ahora, porque le he puesto bozal y esto lo inquieta.
—No importa; entraré para verlo.
—Pues vamos allá —replicó el inglés, siempre sin abrir la boca.
Y con largos pasos se dirigió hacia la cuadra, donde los introdujo un muchacho muy listo, con chaqueta blanca, que escoba en mano estaba allí cerca. Cinco caballos ocupaban la cuadra, cada cual en su compartimiento, figurando entre ellos el de Majotin, el competidor más temible de Vronski, de nombre
Gladiátor
, alazán de siete cuartas y cinco dedos de alzada. Vronski tenía más curiosidad por ver este caballo que el suyo propio; pero según las reglas de las carreras, no debía solicitar que se lo enseñase, ni menos hacer preguntas sobre él. Avanzando a lo largo del corredor el
groom
abrió la puerta del segundo compartimiento y Vronski pudo entrever un vigoroso alazán calzado de los pies: era
Gladiátor
. El conde lo sabía, pero se volvió al punto hacia
Fru-Fru
, como lo hubiera hecho al ver una carta abierta que no fuese para él.
—Es el caballo de Mak…, Mak —dijo el inglés, sin poder pronunciar el nombre y señalando el compartimiento de
Gladiátor
.
—De Majotin, sí; es mi único adversario formal.
—Si lo montase usted, apostaría por él.
—
Fru-Fru
es más nervioso y es más sólido —repuso Vronski por el elogio del yóquey.
—En las carreras de obstáculos, todo consiste en el arte de montar —dijo el inglés—; es lo que nosotros llamamos el
pluck
.
El
pluck
, es decir, la audacia y la sangre fría, no era cosa que le faltara a Vronski, el cual estaba firmemente persuadido de que nadie le aventajaba por tal concepto.
—¿Está usted seguro de que no será necesario una fuerte transpiración?
—Nada de eso —contestó el inglés—; pero no hable usted alto, porque la yegua se inquieta —añadió señalando el compartimiento cerrado.
Y abriendo la puerta, dejó entrar a Vronski en aquel; un caballo bayo, que tenía bozal, piafaba inquieto sobre la paja fresca.
La constitución algo defectuosa de su cuadrúpedo favorito llamó la atención de Vronski:
Fru-Fru
era de mediana talla y de osamenta estrecha, así como el pecho, aunque tuviese el pretal saliente; tenía la grupa caída y las patas, sobre todo las delanteras, algo acanilladas; los músculos parecían endebles y los costados muy anchos, a pesar de lo angosto del vientre. Por debajo de la rodilla, sus piernas, vistas de frente, parecían delgadas como alambres; y de lado, por el contrario, enormes; pero tenía un mérito que hacía olvidar estos defectos. El caballo era de «raza» o de «pura sangre»; sus músculos formaban saliente bajo una red de venas cubiertas de una piel lisa y suave como la seda; la cabeza era afilada, los ojos brillantes y animados y las narices salientes. En todo el conjunto de aquel hermoso caballo se revelaba marcada decisión y energía; era uno de esos animales en los que no parece faltar el don de la palabra sino por efecto de una constitución mecánica incompleta. Vronski pensó que el caballo comprendía por qué lo examinaba, pues lo vio aspirar el aire ruidosamente y mirar de lado, mostrando el blanco del ojo inyectado de sangre; de pronto hizo un movimiento para sacudir su bozal y se agitó como movido por un resorte.
—Ya ve usted qué agitado está —dijo el inglés.
—¡Vamos, quieto! —exclamó Vronski, acercándose para calmar al caballo, que se agitaba cada vez más, y que no se calmó hasta que su amo le hubo pasado la mano por la cabeza y el cuello.
Vronski apartó un mechón de crin de la cabeza del animal y acercó su rostro a la boca; el cuadrúpedo respiró con fuerza, enderezó las orejas e hizo ademán para coger entre los dientes la manga de su amo, pero como el bozal se lo impidiera, volvió a piafar con más inquietud que antes.
—¡Cálmate, cálmate! —le dijo Vronski, haciendo otra caricia al caballo.
Y salió al fin, convencido de que el animal estaba en buen estado.
Pero la agitación de la yegua se había comunicado a Vronski, que sentía afluir la sangre a su corazón y necesitaba movimiento; también él hubiera querido morder, y esto le perturbaba y divertía al mismo tiempo.
—Cuento con usted —le dijo al inglés—; a las seis y media estaremos en el terreno.
—Todo lo tendré al corriente; pero ¿adónde va usted, milord? —preguntó el inglés, sirviéndose de un título que no empleaba nunca.
Asombrado por aquella audacia, Vronski levantó la cabeza sorprendido y miró al inglés como él sabía hacerlo; comprendiendo al punto que el picador no le hablaba como a su amo, sino como a su jóquey, y contestó:
—Necesito ver a Brianski y volveré dentro de una hora.
«¡Cuántas veces me habrán hecho la misma pregunta hoy!», pensó, ruborizándose, lo cual le sucedía muy raras veces. El inglés lo miró fijamente, como si supiera adónde iba.
—Lo esencial es —dijo— conservar la mayor tranquilidad antes de la carrera; no se haga usted mala sangre ni se atormente con cosa alguna.
—
All right!
—contestó Vronski, sonriendo.
Y saltó a su vehículo, dando orden de que lo condujeran a Petergof.
Pocos momentos después, el cielo, que estaba nublado desde las primeras horas de la mañana, se oscureció del todo y comenzó a llover.
«Esto es enojoso —pensó Vronski, levantando la capota de su vehículo—; antes había barro y ahora tendremos un pantano.» Después, aprovechando aquel momento de soledad, tomó las cartas de su madre y de su hermano para leerlas.
Siempre se trataba de lo mismo; tanto la una como el otro creían necesario intervenir en sus amores, lo cual le irritaba hasta el punto de encolerizarse, cosa no muy común en Vronski.
«¿Qué les importa a ellos esto y por qué se creen obligados a mezclarse en mis asuntos? Será porque conocen que aquí hay alguna cosa que no pueden comprender. Si se tratara de unas relaciones vulgares me dejarían en paz; pero adivinan que esa mujer no es un juguete para mí y que la quiero más que a mi vida, lo cual les parecerá increíble y enojoso. Cualquiera que fuere nuestra suerte, a nosotros la debemos, y ninguno de los dos se arrepentirá; pero no, ellos entienden que han de enseñarnos a vivir, siendo así que no tienen la menor idea de la felicidad. No saben que sin este amor no habría para mí alegrías ni dolores en este mundo y que ni aun la vida existiría.»
Lo que más irritaba a Vronski contra los suyos en el fondo era que su conciencia le gritaba que tenía razón. Su amor a la hermosa Anna no era un capricho pasajero, que, como otras relaciones mundanas, se extingue sin dejar más que recuerdos, dulces o penosos. Vronski conocía muy bien todas las dificultades de su situación para con el mundo, al que era preciso ocultarle todo, ingeniándose en mentir, engañar e inventar mil ardides, y siendo la pasión de ambos tan violenta, que no se ocupaban de ninguna otra cosa, les era preciso pensar en los demás.
La continua necesidad de apelar al disimulo y al fingimiento había preocupado muchas veces a Vronski, pues nada era tan contrario a su carácter; y varias veces había observado lo mismo en Anna.
Desde sus relaciones con ella experimentaba a veces una extraña sensación repulsiva y de disgusto que no podía definir. ¿Quién la despertaba?… ¿Sería él mismo, Alexiéi Alexándrovich, o el mundo entero?… No lo sabía; pero en cuanto le era posible, desechaba esta impresión.
«Sí —se decía—, en otro tiempo era desgraciada, pero disfrutaba de tranquilidad, y ahora ha perdido esta última, sin esperanza de recobrarla.»
Y por primera vez cruzó por su espíritu, clara y precisa, la idea de poner término a aquella vida de disimulo; cuanto antes lo hicieran, mejor sería.
«Es preciso —pensó— que lo abandonemos todo, y que, solos con nuestro amor, vayamos a ocultarnos los dos en alguna parte.»
E
L
chaparrón duró poco, y cuando Vronski llegó, al trote de su caballo, al punto a que se dirigía, el sol brillaba de nuevo, iluminando los tejados y el follaje de los añosos tilos, cuya sombra se proyectaba desde los jardines de las inmediaciones de la calle principal. El agua corría por las fachadas de las casas y las ramas de los árboles parecían acudir alegremente las gotas de lluvia. Vronski no pensaba ya en el daño que esta última podía causar en el campo de las carreras, y regocijándose al reflexionar que, gracias al agua, «ella» estaría sola, pues sabía que Alexiéi Alexándrovich, de regreso de un viaje hacía poco, no había salido aún de San Petersburgo para ir al campo.
Vronski detuvo el coche a corta distancia de la casa, y a fin de llamar la atención lo menos posible, entró en el patio a pie, en vez de llamar a la puerta principal.
—¿Ha llegado ya el señor Karenin? —preguntó al jardinero.
—Todavía no; pero la señora está en casa. Si llama usted, le abrirán.
—No, prefiero entrar por el jardín.
Sabiendo que estaba sola, quería sorprenderla, y no habiendo anunciado su visita, no podía esperarlo a causa de las carreras. En su consecuencia, se adelantó con precaución a lo largo de los senderos orilladas de flores, levantando su sable para no hacer ruido, y al fin llegó al terrado por donde se bajaba al jardín. Ya no se acordaba de sus preocupaciones durante el camino ni de las dificultades de su situación; pensaba solamente en la dicha de «verla» y hablar con «ella». Ya franqueaba la escalera del terrado con el mayor sigilo posible, cuando recordó lo que olvidaba siempre y lo que constituía la parte más dolorosa de sus relaciones con Anna: la presencia de su hijo, de aquel niño de mirada investigadora.
Este niño era el principal obstáculo para sus entrevistas; jamás Vronski y Anna se permitían, cuando estaba presente, la menor palabra que no pudiera ser oída de todo el mundo, ni hacían la menor alusión que el niño pudiese comprender. No necesitaban ponerse de acuerdo para esto, pues cada cual hubiera creído injuriarse al pronunciar una sola palabra engañosa para el hijo de Anna. A pesar de sus precauciones, Vronski encontraba a menudo la mirada escrutadora y algo desconfiada de Serguiéi, siempre fija en él, unas veces tímida y otras cariñosa, pero rara vez la misma. Se hubiera dicho que el niño comprendía instintivamente que entre aquel hombre y su madre existía un lazo formal, cuya significación no adivinaba.