Ana Karenina (12 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
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—Pero piensa que la besaba…

—Escucha, Dolli; yo he visto a Stiva cuando estaba enamorado de ti; recuerdo el tiempo en que iba a llorar a mi lado; sé a qué altura te colocaba, y conozco que cuanto más tiempo ha vivido contigo, más digna de admiración has sido para él. Nos burlábamos cariñosamente de Stiva, porque al hablar de ti repetía a cada instante: «¡Es una mujer extraordinaria!». Siempre fuiste y serás el ídolo de su adoración; y esto no por capricho.

—Pero ¿y si volviera a enamorarse de otra?

—Imposible.

—¿Hubieras perdonado tú?

—No sé, no puedo decirlo… Sí puedo —añadió Anna después de reflexionar un momento—; tal vez no fuera ya la misma; pero perdonaría, y de tal modo que no pensaría ya en el pasado.

—¡Oh!, por supuesto —interrumpió vivamente Dolli, como si contestara a un pensamiento secreto—; de lo contrario, no sería perdón. Vamos, ahora te conduciré a tu cuarto —añadió, levantándose y rodeando con un brazo la cintura de su cuñada—. Querida Anna, me alegro mucho de que hayas venido, porque me siento más aliviada.

XX

P
ASÓ
Anna todo el día en casa de los Oblonski, sin recibir a ninguna de las personas que, conocedoras de su llegada, se presentaron para hacer su visita. Consagró toda la mañana a Dolli y a sus hijos, y escribió dos palabras a su hermano, invitándolo a que fuera a comer a casa. «Ven. Dios es misericordioso», le decía.

Stepán Arkádich se presentó a comer; la conversación se generalizó, y Dolli tuvo a bien tutear a su esposo, cosa que no había hecho hacía tiempo; su trato fue algo frío, mas ya no habló de separación, y Stepán Arkádich vio la posibilidad de un arreglo.

Kiti llegó después de haberse terminado la comida. Apenas conocía a Anna, y se inquietaba un poco sobre el recibimiento que merecería de aquella señora de San Petersburgo, tan ensalzada por todos. Esta se conmovió un poco al ver la juventud y belleza de Kiti, quien, por su parte, quedó prendada de Anna como las niñas pueden prendarse de las mujeres de más edad. En ella no había cosa alguna que hiciera pensar en la mujer de mundo o en la madre de familia; se hubiera dicho que era una joven de veinte años, a juzgar por su esbelto talle y la frescura y animación de su rostro; pero se notaba en este cierta expresión seria, casi triste, que llamó la atención de Kiti y la sedujo. Aunque muy sencilla y sincera, Anna parecía llevar en sí un mundo superior inaccesible para una niña.

Después de comer, Anna se acercó vivamente a su hermano, que fumaba un cigarrillo, mientras que Dolli volvía a su habitación.

—¡Stiva —dijo señalando la puerta de aquella estancia—, entra y que Dios te ayude!

Stepán Arkádich comprendió, y arrojando su cigarro desapareció detrás de la puerta.

Anna se sentó en un canapé, rodeada de los niños; los dos mayores, y por imitación el menor, quizá atraídos por la actitud de su madre, quizá por el propio encanto de Anna, se habían cogido a su nueva tía aun antes de sentarse a la mesa, y se entretenía en estrechar sus manos, abrazarla, tocar sus sortijas y esconderse entre los pliegues de su vestido.

—Vamos —dijo Anna—, cada cual a su sitio.

Grisha, muy orgulloso al parecer, colocó su rubia cabecita bajo la mano de su tía, apoyándola en las rodillas.

—¿Y cuándo es el baile? —preguntó Anna a Kiti.

—La semana próxima; será un baile magnífico, uno de aquellos en que siempre se halla diversión.

—¿Conque hay bailes que siempre divierten? —dijo Anna con dulce ironía.

—Parece extraño, pero es así. En casa de los Bobríschev nadie se aburre nunca; lo mismo sucede en la de los Nikitin; pero las reuniones de los Mieshkov causan tedio invariablemente. ¿No ha observado usted nunca eso?

—No, hija mía, porque ya no hay para mi baile divertido —al pronunciar Anna estas palabras, Kiti entrevió en sus ojos algo desconocido, cerrado para ella—. Todas esas reuniones son para mí más o menos enojosas —añadió la dama.

—¿Cómo es posible que se aburra usted en un baile? —preguntó Kiti.

—¿Por qué no podría aburrirme?

La joven pensó que Anna adivinaría su contestación.

—Porque es usted la más bella siempre.

Anna se ruborizaba fácilmente, y esta vez sucedió lo mismo.

—No es así —replicó—; y aunque fuese, poco me importaría.

—¿Irá usted a ese baile? —preguntó Kiti.

—No podré dispensarme de ello, a mi modo de ver.

—Me alegraría mucho verla a usted allí.

—Ten este —dijo a Tania, la cual intentaba sacar una sortija de sus manos blancas y finas. Y continuó: Pues bien, si he de ir, me consolaré con la idea de que la complaceré a usted… Grisha —añadió—, no me despeines más —y arrolló una trenza que servía de juguete al niño—. Vamos, hijos míos, id al corredor, pues oigo a vuestra aya que os llama para tomar el té. Ya se ve —dijo a Kiti— por qué desea usted que asista yo a ese baile; me han dicho que espera usted allí un gran resultado.

—¿Lo sabe usted ya? Sí, es cierto.

—¡Qué hermosa edad la de usted! —dijo Anna—. Me hace pensar en esa nube azul semejante a las que se observan en las montañas de Suiza; todo se ve a través de ella en la edad feliz en que la infancia termina, y todo lo que la cubre es hermoso y encantador. Después aparece poco a poco un sendero que se va estrechando, y en el cual se entra con emoción, por luminoso que parezca… ¡Quién no lo ha recorrido!

Kiti escuchaba sonriendo. «¿Cómo habrá pasado ella por allí? —pensaba la joven—. ¡Cuánto daría por conocer su historia!» Y recordó la figura poco poética del esposo de Anna.

—Estoy al corriente de todo —dijo esta última— porque Stiva me lo ha dicho. Esta mañana encontré a Vronski en la estación, y me agradó mucho.

—¡Ah!, ¿conque estaba allí? —preguntó Kiti, ruborizándose—. ¿Y qué le ha contado a usted Stiva?

—Ha charlado un poco. Me alegraría mucho de que eso se realizase. Yo he viajado con la madre de Vronski y no ha dejado de hablar un momento de su querido hijo; sé que las madres no son imparciales, pero…

—¿Y qué le ha dicho la condesa?

—Muchas cosas, y en primer lugar que es su favorito; parece que tiene un carácter caballeresco; su madre me aseguró que había querido ceder toda su fortuna a un hermano, y que ya en su infancia salvó a una mujer la vida. En fin, es un héroe —añadió Anna, sonriendo al recordar el donativo de doscientos rublos que el joven hizo en la estación.

Y al pensar en este rasgo, Anna experimentó cierta inquietud, comprendiendo que Vronski había procedido así en obsequio a ella. Por eso lo ocultó a Kiti.

—La condesa —continuó Anna— ha insistido para que vaya a verla, mañana iré… Vamos, veo que Stiva permanece mucho tiempo con Dolli —añadió, levantándose con cierto enojo.

—¡Yo quiero ser primero! —gritaban todos los niños, que acababan de tomar su té en el salón, corriendo hacia su tía.

—¡Todos juntos! —dijo Anna, saliéndoles al encuentro; y cogiéndolos en sus brazos, los echó en un diván, riendo de la mejor gana al oír sus gritos de alegría.

XXI

D
OLLI
salió de su cuarto a la hora de tomar el té; Stepán Arkádich lo había hecho antes por otra puerta.

—Temo que tengas frío allá arriba —dijo Dolli, dirigiéndose a Anna—, y quisiera hacerte bajar para que estuviéramos más cerca.

—No te inquietes por mí —replicó Anna, tratando de adivinar por el semblante de Dolli si se había efectuado la reconciliación.

—Tal vez haya demasiada claridad.

—Te aseguro que duermo bien en todas partes, y siempre profundamente.

—¿De qué se trata? —preguntó Stepán Arkádich, entrando en el salón y dirigiéndose a su esposa.

El tono de la voz indicó ya por sí solo a Anna y Kiti que los cónyuges se habían reconciliado.

—Quisiera instalar a Anna aquí —contestó Dolli—; pero se deberían bajar las cortinas, y nadie sabrá hacerlo, sino yo.

«¡Sabe Dios si la reconciliación habrá sido completa!», pensó Anna, al notar el tono frío y tranquilo de Dolli.

—No compliques las cosas, querida —dijo el esposo—; si quieres, yo lo arreglaré.

«Se han reconciliado», pensó Anna.

—Ya sé cómo te arreglarás —contestó Dolli, con burlona sonrisa—; darás a Matviéi una orden que él no entenderá; después te irás a la calle, y se enredará todo.

«A Dios gracias —pensó Anna—, han hecho las paces del todo.» Y muy satisfecha de haber conseguido su objeto, se acercó a Dolli y la besó.

—No sé por qué nos desprecias tanto a Matviéi y a mí —dijo Stepán Arkádich a su esposa, sonriendo ligeramente.

Durante aquella noche, Dolli se mostró un poco irónica con su marido, manifestándose este contento, aunque en una justa medida, cual si hubiese querido dar a entender que el perdón no le hacía olvidar sus errores.

A eso de las nueve y media se había entablado una conversación muy viva y animada alrededor de la mesa, mientras se tomaba el té, cuando sobrevino un incidente, harto común al parecer, pero que se consideró extraño.

Se hablaba de un amigo de San Petersburgo, y Anna se levantó de improviso, diciendo:

—Tengo su retrato en mi álbum; voy a buscarlo, y os enseñaré a la vez el de mi pequeño Seriozha.

Por lo regular, solía dar las buenas noches a su hijo cuando este debía acostarse, a eso de las diez; y con frecuencia lo dejaba en su lecho antes de irse al baile. En el instante de recordar esto, la sobrecogió una profunda tristeza por hallarse tan lejos de él; y por más que hablase de otra cosa, su pensamiento volvía al niño, con sus rosadas mejillas y su cabello rizado. Por esto sintió el deseo de ir a mirar su retrato, para decirle una palabra desde lejos.

Salió del salón con el paso ligero que le era peculiar, y se acercaba ya a la escalera que conducía a su cuarto, y que daba sobre el vestíbulo de la entrada principal, cuando sonó un campanillazo.

—¿Quién puede ser? —dijo Dolli.

—Es demasiado pronto para que vengan a buscarme —observó Kiti—, y muy tarde para una visita.

—Sin duda traen papeles para mí —dijo Stepán Arkádich.

Anna vio al criado correr para anunciar al visitante; mientras que este esperaba, iluminado por la lámpara del vestíbulo.

Se inclinó sobre la rampa para mirar, y reconoció al punto a Vronski; su presencia le produjo una extraña impresión de alegría y de temor; estaba en pie, sin quitarse el abrigo, y buscaba una cosa en el bolsillo. Cuando Anna llegaba a la mitad de la escalera, el joven levantó los ojos, y al verla, se pintó en su rostro una extraña expresión de vergüenza y timidez.

Anna lo saludó con un movimiento de cabeza, y pudo oír a Stepán Arkádich llamar a Vronski ruidosamente, mientras que el joven rehusaba entrar.

Cuando Anna bajó con su álbum, Vronski se había marchado ya, y Stepán Arkádich estaba diciendo que solo se había presentado para preguntar la hora de una comida que debía darse al día siguiente en honor de un ilustre viajero.

—Nunca quiere entrar —añadió Oblonski—. ¡Qué hombre tan extraño!

Kiti se ruborizó; creía ser la única que comprendiese por qué Vronski había venido y por qué rehusó penetrar en el salón.

«Habrá ido a casa —pensó—, y no habiendo encontrado a nadie, ha supuesto sin duda que yo estaba aquí; seguramente no ha subido por hallarse aquí Anna y porque es tarde.»

Todos se miraron sin hablar y se examinó el álbum de Anna.

Nada tenía de extraordinario que Vronski se presentase a las nueve y media de la noche para hacer una pregunta a un amigo, rehusando entrar en el salón; pero todos quedaron sorprendidos, y Anna más que nadie, no pareciéndole aquello del todo bien.

XXII

A
PENAS
comenzaba el baile cuando Kiti y su madre franquearon la escalera principal, brillantemente iluminada y llena de flores; en toda su longitud se veían lacayos muy empolvados, con librea roja; y desde el vestíbulo, donde madre e hija se detuvieron para arreglar su traje y tocado, se oía un rumor semejante al de una colmena; los músicos preparaban sus instrumentos para tocar el primer vals.

Un anciano de escasa estatura, que se atusaba su escaso cabello blanco ante un espejo, esparciendo a su alrededor penetrantes perfumes, miró a Kiti con admiración; la había encontrado en la escalera y se apartó para dejarla pasar. Un joven imberbe, de aquellos a quienes el anciano príncipe Scherbatski llamaba pisaverdes, con chaleco en forma de corazón y corbata blanca, saludó a las dos damas al paso, y después se acercó a Kiti, solicitando una cuadrilla. La primera estaba comprometida a Vronski, pero accedió a bailar la segunda con el joven. Un militar, que se abotonaba los guantes a la puerta del salón, pareció admirar la belleza de Kiti y se retorció el bigote.

El traje, el tocado y todos los preparativos necesarios para aquel baile habían sido asunto de muchas preocupaciones para Kiti; pero nadie lo hubiera sospechado al verla entrar, tanta era la sencillez y naturalidad con que lucía sus galas; solo una rosa adornaba su linda cabeza. Kiti estaba realmente bella y satisfecha de sí misma; su vestido, sus zapatos y guantes; le parecían bien; pero lo que más le agradaba era la estrecha cinta de terciopelo que hacía las veces de collar. A su modo de ver, esto era lo más característico; tal vez se pudiese criticar todo lo demás, pero nunca aquella cinta. Los ojos de Kiti brillaban de contento, sus carmíneos labios sonreían involuntariamente, y, en fin, la joven tenía la persuasión de estar en aquel momento encantadora.

Apenas hubo entrado en el salón, y cuando estuvo cerca del grupo de damas cubiertas de tul, de flores y de cintas, que esperaban a los jóvenes bailarines, Kiti fue invitada para el primer vals por el principal caballero según la jerarquía del baile, el célebre director de cotillones, el elegante Yegórushka Korsunski, hombre ya casado. Acababa de separarse de la condesa Bánina, con la cual abrió el baile, y al ver a Kiti, se dirigió hacia ella con la desenvoltura especial que le era propia, y sin preguntarle si deseaba bailar rodeó con su brazo el flexible talle de la joven. Kiti miró a su alrededor buscando con sus ojos a quien dejar el abanico. La dueña de la casa lo tomó sonriente.

—Bien ha hecho usted en venir temprano —dijo Korsunski—, pues no comprendo eso de llegar a medio baile.

Kiti apoyó el brazo izquierdo en el hombro de su pareja, y sus graciosos pies, calzados con botinas de color de rosa, se deslizaron sobre el piso encerado al compás de la música.

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