Ana Karenina (8 page)

Read Ana Karenina Online

Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
6.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

Vronski, por el contrario, llenaba todos sus deseos: era rico, inteligente y de noble alcurnia; tenía una brillante carrera y además se distinguía por su físico. ¿Qué más se podía ambicionar? Hacía la corte a Kiti, bailaba con ella y se había hecho presentar a los padres. ¿Cómo dudar de sus intenciones? Y, sin embargo, la pobre madre pasaba el invierno muy inquieta.

Cuando la princesa se casó, hacía unos treinta años, se había arreglado su matrimonio por mediación de una tía. El novio, de quién se sabía todo ya algún tiempo antes, fue a verla y a dejarse ver; la entrevista resultó favorable; y la tía, encargada del asunto, había dado cuenta al uno y a la otra de la impresión producida; después se hizo a los padres la demanda oficial en el día indicado, y una vez admitida, todo ocurrió sencilla y naturalmente. La princesa recordaba esto; pero cuando se trataba de casar a sus hijas, aprendió por experiencia hasta qué punto esta cuestión, tan sencilla al parecer, era en realidad difícil y complicada.

¡Cuántas inquietudes y preocupaciones, cuánto dinero gastado y cuántas luchas con su esposo cuando fue preciso casar a Daria y a Natalia! Ahora debía pasar por las mismas inquietudes y discusiones, más penosas aún. El anciano príncipe, como todos los padres, era comúnmente quisquilloso en todo lo referente al honor y a la pureza de sus hijas, y miraba sobre todo por Kiti, su favorita. A cada instante promovía altercados con la princesa, acusándola de comprometer a la niña. La madre, acostumbrada a esas escenas desde antes de casar a sus hijas mayores, se confesaba ahora que la susceptibilidad exagerada de su marido tenía su razón de ser. Muchas cosas habían cambiado en las costumbres de la sociedad, y los deberes de una madre iban siendo cada vez más difíciles. Muchachas de la edad de Kiti se reunían libremente, asistían a diversos cursos, eran muy desenvueltas en sus costumbres con los hombres, se paseaban solas en coche, muchas de ellas no hacían ya reverencia a los mayores, y lo más grave de todo era que cada cual se creía íntimamente convencida de que la elección de esposo le correspondía a ella solo y no a los padres. «Ahora no se casa nadie como antes», pensaban y decían las jóvenes, y hasta las viejas. «¿Pues cómo se casan ahora?», preguntaba la princesa. Nadie la informaba sobre este punto. La costumbre francesa, que concede a los padres el derecho de resolver la suerte de sus hijos, no se aceptaba, y hasta se criticaba vivamente; la costumbre inglesa, que deja en completa libertad a las hijas, no se juzgaba admisible, y la costumbre rusa, que consiste en casar por mediación de un tercero se consideraba como un resto de barbarie. Pues ¿cómo arreglarse para proceder bien? Nadie sabía nada. Todos aquellos con quienes la princesa había hablado le contestaban la misma cosa: «Ya es tiempo —decían— de renunciar a esas antiguas ideas; los jóvenes son los que se casan, y no los padres; de modo que ellos son los que se han de arreglar como lo entiendan». Razonamiento muy cómodo para aquellos que no tienen hijas. La princesa comprendía que al permitir a Kiti tratar con jóvenes, se exponía al verla enamorada de alguno que no quisiera casarse o que no fuera un buen esposo; y, por más que le dijeran que en nuestro tiempo los jóvenes deben decidir su suerte ellos mismos, aquellas razones no podían convencerla, como no la hubiesen convencido si le afirmaran que un arma cargada es el mejor juguete para un niño de cinco años. He aquí por qué Kiti constituía para ella la máxima preocupación.

En aquel instante temía, sobre todo, que Vronski no se limitase solo a cortejarla; Kiti estaba enamorada, lo comprendía muy bien, y solo podía tranquilizarles al pensar que Vronski era un caballero; pero con la libertad de relaciones últimamente admitida en sociedad, era fácil trastornar la cabeza a una chica, sin que esta especie de delito inspirase el menor escrúpulo a un hombre de mundo. La semana anterior Kiti había referido a su madre una de sus conversaciones con Vronski durante el mazurca, y el diálogo pareció tranquilizador a la primera, aunque sin desvanecer todos sus temores. Vronski había dicho a Kiti que su hermano y él estaban tan acostumbrados a someterse en todo a su madre, que no hacían nunca nada importante sin consultar con ella. «En este momento —había añadido— espero la llegada de mi madre como una gran felicidad.»

Kiti repitió estas palabras sin darles importancia, pero la madre las tomó en un sentido conforme a sus deseos. Sabía que se esperaba a la anciana condesa, y que esta quedaría satisfecha de la elección de su hijo; pero entonces, ¿por qué el joven parecía temer ofenderla declarándose antes de su llegada? A pesar de estas contradicciones, la princesa interpretó favorablemente la actitud del pretendiente.

Por mucho que sintiese el infortunio de su hija mayor, Dolli, que pensaba en separarse de su esposo, la absorbían completamente sus preocupaciones respecto al porvenir de Kiti. La llegada de Lievin aumentó su inquietud, pues temió que su hija, por un exceso de delicadeza, rehusase la petición de Vronski en recuerdo del cariño que un momento profesó a Lievin. A su modo de ver, aquel regreso lo embrollaría todo, retardando un desenlace tan deseado.

—¿Ha llegado hace mucho tiempo? —preguntó a su hija al entrar.

—Hoy mismo, mamá.

—Solo quiero advertirte una cosa —comenzó a decir la princesa.

Por su expresión de gravedad, Kiti adivinó de qué se trataba.

—Mamá —interrumpió ruborizándose vivamente—, te ruego que no digas nada; ya sé lo que piensas.

Participaba de las ideas de su madre; pero los motivos que determinaban el deseo de esta la ofendían.

—Quiero decir solamente que habiendo dado esperanzas a uno…

—Querida mamá, por Dios, no me digas nada, porque temo hablar.

—No diré nada —contestó la madre, viendo lágrimas en los ojos de su hija—; pero solo una palabra: tú me has prometido no tener secretos para mí.

—Jamás —exclamó Kiti, mirando a su madre de frente y ruborizándose—; nada tengo que decir ahora ni podría aunque quisiera; yo no soy…

«No, con esos ojos no puede mentir», pensó la madre, sonriendo al observar la emoción de Kiti, y pensando cuán enorme e importante le tenía que parecer a la niña lo que pasaba en su corazón.

XIII

D
ESPUÉS
de comer, y a la entrada de la noche, Kiti experimentó una impresión análoga a la que debe de sentir un joven en la víspera de un primer lance de honor: su corazón latía con violencia y le era imposible coordinar sus ideas.

Aquella noche en que «ellos» se encontrarían por primera vez, decidiría su suerte; Kiti lo pensaba así, y en su imaginación creía verlo tan pronto a su lado como lejos. Al pensar en el tiempo pasado, se fijaba con placer, casi con ternura, en los recuerdos que se referían a Lievin, y todo le comunicaba un encanto poético: la amistad que le unía con su hermano, muerto ya, y sus relaciones de la infancia; le era grato pensar en él y decirse que lo amaba, pues Kiti no dudaba de su amor, y se enorgullecía de él. Hasta experimentaba cierto malestar cuando pensaba en Vronski, pareciéndole ver en sus relaciones algo falso, porque poseía en alto grado la calma y la sangre fría de un hombre de mundo, manteniéndose siempre igualmente amable y natural. Todo era claro y sencillo en sus relaciones con Lievin; pero mientras que Vronski le presentaba perspectivas deslumbradoras y un porvenir brillante, el que le ofrecía Lievin quedaba oscurecido entre la bruma. Después de comer, Kiti subió a su cuarto para vestirse. De pie ante su espejo, se convenció de que era una belleza, y, cosa importante aquella noche, que disponía de todas las fuerzas, porque estaba tranquila y en plena posesión de sí misma.

Cuando bajaba al salón, a eso de las siete y media, un criado anunció:

—Konstantín Dmítrich Lievin.

La princesa estaba todavía en su cuarto y el príncipe no había llegado aún. «Ya está aquí», pensó Kiti, y toda su sangre afluyó a su corazón. Al pasar por delante de un espejo, se asustó de su palidez.

Ya no podía dudar que Lievin había venido temprano para encontrarla a solas y declararse; y la situación se le apareció por primera vez bajo un nuevo aspecto; no se trataba de ella sola ni de saber con quién sería feliz y a quién debía dar la preferencia; comprendió que sería preciso zaherir el amor propio de un hombre a quien amaba y ofenderlo cruelmente. ¿Y por qué? Porque el pobre muchacho estaba enamorado de ella; pero Kiti no podía hacer nada.

«¡Dios mío!, ¿es posible que haya de hablarle yo misma —se preguntaba Kiti— y que deba decirle que no lo amo? Esto no es verdad; pero ¿le diré que amo a otro? Es imposible. Huiré, sí, huiré.»

Ya se acercaba a la puerta cuando oyó los pasos de Lievin: «No —se dijo—; no estaría bien que me fuera. ¿De qué he de tener miedo? Yo no he hecho daño a nadie; y suceda lo que quiera, diré la verdad. Con él no debo inquietarme… Ahí está» —añadió mentalmente al verlo aparecer, con sus robustas formas y sus ojos brillantes, pero siempre tímido.

Kiti lo miró fijamente, con una expresión que parecía implorar su auxilio, y le ofreció la mano.

—Me parece que he venido demasiado pronto —dijo Lievin, pasando su mirada por el salón vacío. Y comprendiendo que no se había defraudado su esperanza y que nada le impedía hablar, se oscureció su frente.

—¡Oh, no! —contestó Kiti, sentándose cerca de la mesa.

—Precisamente yo lo deseaba así, a fin de encontrar a usted sola —comenzó a decir Lievin, sin sentarse y sin mirar a la joven, a fin de no perder su ánimo.

—Pronto vendrá mamá —contestó Kiti—; ayer se cansó mucho, y…

La joven hablaba sin darse cuenta de lo que decía, y mirando siempre a su interlocutor con expresión suplicante y cariñosa.

Lievin se volvió hacia ella, y esto la hizo ruborizarse.

—Manifesté a usted ayer —dijo— que ignoraba si permanecería aquí largo tiempo, y que esto dependía de usted.

Kiti inclinó la cabeza cada vez más; no sabiendo qué contestar a lo que iba a decirle.

—Que esto dependía de usted… —repitió Lievin—. Quería decir…, decir…, para eso he venido…, que… ¿Consentiría usted en ser mi mujer? —murmuró sin saber lo que decía, aunque con la idea de haber dado el paso más difícil. Hecha esta pregunta, se detuvo y miró a la joven.

Kiti no levantó la cabeza; respiraba fatigosamente y su corazón rebosaba de contento; jamás había creído que aquella declaración amorosa pudiera causarle una impresión tan viva; pero fue instantánea. Kiti se acordó de Vronski, y fijando en Lievin su mirada sincera y limpia, le contestó con acento breve, a pesar de su expresión desesperada:

—No puede ser… Perdóneme.

¡Qué cerca de él estaba y qué necesaria era para su vida! ¡Cuánto se alejaba de improviso y hasta qué punto se convertía para él en una extraña, en un ser inalcanzable!

—No podía ser de otro modo —replicó sin mirarla. Y saludándola, quiso alejarse.

XIV

L
A
princesa entró en aquel preciso instante, y en sus facciones se pintó el terror al ver a los dos jóvenes solos, con la fisonomía alterada. Lievin se inclinó sin decir cosa alguna, y Kiti guardaba silencio sin levantar la vista. «A Dios gracias, habrá rehusado», pensó la madre. Y en sus labios apareció la sonrisa con que recibía a sus invitados los jueves.

Se sentó e interrogó a Lievin sobre su género de vida en el campo. Su interlocutor tomó asiento también, con la esperanza de esquivarse cuando llegaran los invitados.

Cinco minutos después anunciaron a una amiga de Kiti, casada desde el invierno anterior: era la condesa de Nordston, mujer seca, de cutis amarillento, nerviosa y enfermiza, y que se hacía notar por sus grandes ojos, negros y brillantes. Quería a Kiti, y su afecto, como el de toda mujer casada por una joven, no parecía tener otro objeto que el procurarle un casamiento según sus ideas de felicidad conyugal; su candidato era Vronski. Lievin, a quien encontraba con frecuencia en casa de los Scherbatski a principios del invierno, la desagradaba por sus maneras campesinas, y su mayor placer cuando la encontraba consistía en mortificarlo.

«Me agrada bastante que me mire desde su encumbrada posición y no me entretenga con sus conversaciones sabias, porque soy demasiado ignorante para que consienta en tratarse conmigo. Me alegro mucho de serle antipática», decía siempre al hablar de él.

Lievin, efectivamente, no podía sufrirla, despreciando en ella aquello de que más se jactaba la condesa: su nerviosismo, su refinado desdén para todo lo que juzgaba material y tosco.

Entre Lievin y la condesa Nordston se estableció, pues, ese género de relaciones que con frecuencia se encuentran en el mundo, y por las que dos personas, amigas al parecer, se desprecian en el fondo de tal manera que ya no se pueden ofender por lo que se digan mutuamente.

La condesa la emprendió al punto con Lievin

—¡Ah, Konstantín Dmítrich! —exclamó, ofreciendo su pequeña mano seca—. Ya está usted de vuelta en nuestra abominable Babilonia, como llamaba a Moscú el invierno pasado. ¿Es Babilonia la que se ha convertido o es usted quien se ha viciado? —preguntó, mirando de soslayo a Kiti con burlona sonrisa.

—Me lisonjea mucho, condesa, que recuerde usted con tanta exactitud mis palabras —contestó Lievin, que, habiendo tenido tiempo para recobrarse, tomó al pronto el tono agridulce propio de sus relaciones con aquella dama—; se conoce que la impresionaron a usted muchísimo.

—¡Ya lo creo! ¡Como que tomé nota de ellas! ¿Y qué tal, Kiti, has ido hoy también a patinar?

Y comenzó a conversar con su joven amiga.

Aunque no fuera conveniente retirarse en aquel momento, Lievin hubiera preferido cometer esta torpeza al suplicio de permanecer allí toda la noche, viendo a Kiti observarlo a hurtadillas y evitando su mirada. Cuando intentó levantarse, la princesa, que pareció adivinar su propósito, le dijo:

—¿Cuenta usted permanecer mucho tiempo en Moscú? ¿No es usted ya el miembro de
zemstvo
en su distrito?

—No, princesa, he renunciado a esas funciones, y estaré aquí solo pocos días.

«Alguna cosa ha pasado aquí —pensó la condesa, observando la fisonomía severa y grave de Lievin—; no quiere pronunciar alguno de sus discursos acostumbrados, pero yo le haré hablar; nada me divierte tanto como ponerlo en ridículo delante de Kiti.»

—Lievin —dijo—, usted que lo sabe todo, hágame el favor de explicarme cómo es que en nuestra tierra de Kaluga los campesinos y sus mujeres se han gastado todo lo que tenían en bebida y rehúsan pagar los arriendos. Usted, que siempre elogia a esas gentes, me podría decir qué significa esto.

Other books

Return (Lady of Toryn trilogy) by Charity Santiago
Heirs of the New Earth by David Lee Summers
The Troubled Air by Irwin Shaw
Die and Stay Dead by Nicholas Kaufmann
Unknown by BookDesignTemplates.com
The Snake Stone by Jason Goodwin