—No, se trata de algo importante.
Robert hizo girar su silla otra vez y miró de frente a Steve. Estaba muy serio. Era la expresión que adoptaba para negociar. Robert la había visto en incontables reuniones, cuando Steve discutía las minucias de algún contrato, machacando acerca de puntos que parecían los más importantes del mundo para él, aunque no lo fueran para los clientes.
—¿Qué ocurre?
—Robert, lo de Bahía Thunder va a cerrar.
Robert suspiró. Más valía así.
—El grupo japonés se retiró y lo único que se puede hacer es cancelar el proyecto. Quizá las cosas cambien dentro de unos años. —Hizo una pausa—. Pensé que querrías saberlo.
—¿Eso es todo?
—En realidad, no. Mira, mi grupo ha salido golpeado de esto. Tomamos muchos préstamos basándonos en el aporte que esperábamos de los japoneses. Ahora que se retiraron, tenemos que cubrir las pérdidas y todos lo estamos sufriendo.
—¿Y por qué me lo cuentas a mí?
—Porque los principales inversores, aunque fueron los más damnificados, quieren demostrarte cuánto sienten lo del fallecimiento de tu hijo. Quieren expresarte sus condolencias mediante una modesta compensación.
Robert no entendía. Era evidente que Steve estaba dando rodeos para llegar a algo, pero la mente de Robert estaba demasiado embotada como para discernir de qué podía tratarse.
—Tengo aquí, para ti y para Jenna, un cheque certificado por una cantidad de setenta y dos mil dólares. Todos sabemos que nada podrá compensar jamás el dolor que sientes. Pero al menos te puede dar un pequeño consuelo.
La expresión de Robert no cambió en absoluto. Aún no comprendía. Le ofrecían dinero. ¿Tenía que agradecerlo u ofenderse? ¿Se trataba de un insulto o de un gesto de bondad?
—No entiendo —dijo al fin.
—No hay nada que entender, Robert. La gente con la que trabajas siente una sincera aflicción ante tu desgracia; por eso quieren ofrecerte algo. Eso es todo.
Steve abrió su maletín. Los cierres chasquearon. Extrajo un sobre y lo deslizó sobre el escritorio. Robert lo tomó. Era de papelería cara, de lino, de textura lisa y sedosa, color crema claro con un monograma rojo en el ángulo superior izquierdo. El monograma decía: Grupo RGB, LR Robert miró en el interior del sobre y vio un cheque a su nombre, sellado y firmado, por un monto de setenta y dos mil dólares.
—Muy amable por tu parte, Steve. No sé qué decir.
—No tienes que decir nada, Robert, en serio.
Se quedaron así, sentados uno frente al otro sin hablar, cabeceando en un gesto de asentimiento. Robert se daba cuenta de que había algo más. De no ser así, ¿por qué Steve se quedaba allí, dando cabezadas? Si no tenía nada más que decirle, ¿por qué no se marchaba?
—Hay algo más —dijo Steve, alzando un dedo—. Sólo un pequeño asunto administrativo a resolver antes de que los abogados puedan ocuparse de dar por cerrado todo el tema de Bahía Thunder. —Steve extrajo otro sobre, del que sacó un documento de varias páginas. Se lo pasó a Robert.
—¿Qué es? —preguntó Robert.
—Es un documento de exención de responsabilidad. Ya sabes, se trata de poner a salvo a RGB de cualquier reclamación por lo ocurrido.
Robert se quedó mirando los papeles. Exención de responsabilidad. Le costaba concentrarse. El cuello le dolía mucho. ¿Qué significa eso? Las palabras se enlazaban en complicadas oraciones. Renuncia al derecho de reclamar por la vía legal.
—No puedo leer esto ahora. ¿Qué significa?
—Lo que dice es que lo que sucedió allí no fue culpa de nadie y que no consideras que RGB sea responsable. Eso es todo. Poca cosa. Firma y terminamos con todo.
—¿Qué es esto, una renuncia a mis derechos?
—Mira, Robert, lo único que dice es que no nos pondrás un pleito. Nada más. Ni más ni menos que eso. Digo, de todos modos no ibas a entablar juicio, ¿verdad?
—No, supongo que no.
Robert se reclinó y procuró concentrarse. Lo cierto es que no lo había pensado. Lo de entablar juicio. Era demasiado para ponerse a analizarlo en ese momento.
—¿Y bien?
—Me parece que mi abogado debería echarle un vistazo a esto.
Steve gimió y meneó la cabeza.
—Robert, lo que estamos intentando es prescindir de abogados. Mira, esto es personal. Mi grupo acaba de hacer un generoso donativo para ti y tu esposa, y lo que corresponde es que lo agradezcas estampando tu firma sobre la línea de puntos. Tu abogado te dirá que no lo hagas. Pero seré franco: si litigaras con RGB, perderías. Todo saldría a la luz. Que Jenna no sabe navegar en barca, que no hizo que el chico se pusiera el chaleco salvavidas. Ningún tribunal del mundo fallaría a tu favor. Entiéndelo, no es que le esté echando la culpa a nadie, pero ¿cuál es la responsabilidad de RGB en esto? Terminarías sepultado bajo las cuentas de tus abogados y sin haber obtenido nada. Y por si eso fuera poco, habrías sometido a Jenna a un trance muy doloroso.
Steve respiró hondo, a la espera de que Robert asimilase lo que acababa de decirle.
—Acabo de entregarte un cheque por setenta y dos mil dólares —prosiguió—. Una suma muy generosa. Mucho.
Firma el documento y eso será todo. Podemos dejar esto atrás y seguir adelante con nuestras vidas.
Robert hundió el rostro entre las manos. Steve tenía razón. No pleitearía. Y si lo hacía, perdería. Bobby no llevaba chaleco salvavidas. ¿Por qué iba a ser eso responsabilidad de los inversores? Fue un error estúpido, nada más, que tuvo un precio muy alto. Pero así y todo, no sabía cómo se lo tomaría Jenna. Sentía que lo estaban comprando.
—Steve, no sé qué dirá Jenna.
—Pues no se lo digas ahora.
Robert meneó la cabeza. Steve había pensado en el tema mucho más que él. Tenía respuesta para todo.
—Espera para decírselo. Está de luto, deja que llore. No es necesario que la molestes con nada de esto. Toma el dinero, abre una cuenta y, cuando sea el momento apropiado, dale una sorpresa. Así, será como una ganancia inesperada. No es algo malo. Robert, esto es bueno, te lo juro.
Robert sólo quería irse a casa a dormir una siesta. Estaba cansado, le dolía la cabeza, anhelaba terminar con todo. De modo que firmó los papeles. Se quedó con una copia del documento, Steve tomó la otra. Steve se levantó y se dispuso a marcharse. Miró a Robert.
—Es lo mejor que podías hacer, Robert. Ya está. Rápido e indoloro. Podemos pasar la página.
Steve se fue y Robert se quedó en su despacho, preguntándose si habría actuado bien o si había sido forzado a hacer algo que en realidad no quería; como fuere, no le importaba. Nada le importaba. Porque se sentía desinflado. Acababa de darse cuenta de ello. El zumbido en los oídos que no dejaba de oír desde la muerte de Bobby no era más que el aire que escapaba de su cuerpo. Ahora, parecía que no quedaba más aire. El zumbido había desaparecido. Era un globo desinflado sobre la superficie de la luna, donde los cheques no significan nada, menos aún los documentos legales. Nada sale de la nada, dijo el rey Lear. Y precisamente eso era lo que Robert tenía: un montón de nada.
L
as escobillas chillaban al desplazarse sobre el parabrisas en el sentido de las agujas del reloj. Pero cuando regresaban a su posición original, dejando a su paso dos cintas de lluvia sobre el cristal, lo hacían en silencio. Había llovido toda la noche y el camino era un cenagal. Jenna sentía como si llevase horas cruzando el bosque por ese sendero irregular y serpenteante, cuando lo cierto era que apenas había pasado algo más de media hora. Cada tanto miraba hacia atrás para ver cómo seguían Eddie y
Óscar
. En la caja de la camioneta, acurrucados bajo una lona verde que los protegía de la lluvia, no parecían muy felices.
Tom, el de la tienda, conducía en silencio. Sólo abría la boca para maldecir cuando su caja de cambios emitía un horroroso chirrido. Era un hombre robusto y al parecer singularmente desprovisto de humor. Su cara pétrea y su ceño permanentemente fruncido le hacían sentir a Jenna que lo había ofendido de algún modo. Quizá este viaje fuese una molestia excesiva. Ella había propuesto coger un coche de alquiler, pero Tom se había limitado a subir a su camioneta y poner el motor en marcha. A esas alturas, Jenna ya no lo soportaba. Sentía que se pondría a chillar si el hombre no decía algo, o al menos movía los labios. Rogó para que el viaje llegase a término pronto.
Tras sortear una curva, se encontraron con una cadena oxidada tendida sobre el camino, bloqueándolo. Tom se apeó y la desenganchó, y prosiguieron la marcha. A partir de ese punto, el camino se reducía, convirtiéndose en un par de profundas huellas separadas por una giba herbosa. La lluvia había amainado, o eso parecía. Era difícil saberlo desde el interior del bosque. Pero por encima de sus cabezas, más allá de las copas de los árboles, Jenna veía nubes blancas y redondeadas y algún que otro retazo de cielo azul.
—Parece que va a despejar —le dijo a su conductor.
Tom se limitó a menear la cabeza con lentitud.
La camioneta siguió avanzando por el serpentino sendero durante un par de kilómetros más. Entonces, ascendieron una empinada ladera hasta la cima de una colina. Desde allí, los árboles parecían precipitarse en un abismo. Se encontraron frente a una espectacular vista de una playa y una ensenada y otra isla a distancia. La camioneta se detuvo durante un momento ante el precipicio, lo suficiente como para que a Jenna se le cortase el aliento ante la belleza del paisaje, lo vivido de los colores, el verde casi fluorescente de los retoños de árboles y matas, la oscura intensidad de los pinos, el color rojizo de las cortezas y el barro, el negro centelleo del agua. Haces de luz solar perforaban las nubes y alumbraban la tierra, como si Dios hubiese ordenado que se abriesen paso entre la lluvia, pensó Jenna. Se dio cuenta de que era un presagio. Un buen augurio. Una señal de que todo saldría bien, de que el chamán lo arreglaría todo. Porque por debajo de ella, al pie de la colina, donde iban a dar los haces de luz enviados por Dios desde el cielo, había una casa. La casa de David Livingstone.
—Si bajamos con la camioneta, nos será imposible volver a subir —dijo Tom. Puso el freno de mano y se apeó.
Jenna se bajó desde su lado y esperó a que Eddie y
Óscar
se le reunieran. La ladera era aún más empinada de lo que había parecido desde la camioneta, el terreno más rojo. Tom sacó una soga de la caja y amarró un extremo al parachoques delantero. Echó el otro extremo colina abajo.
A continuación, se agarró de la cuerda e inició el descenso, como si fuese un alpinista. Jenna miró a Eddie, que se encogió de hombros.
—¿Por qué es tan roja la tierra? —quiso saber Jenna.
—Es arcilla —respondió Eddie, tomando la soga—. Hace que sea más divertido. Como intentar caminar sobre un cubo de hielo.
—¿Puedes, con el brazo así?
—Si no, me deslizaré sobre el culo.
Eddie siguió los pasos de Tom. Se había enroscado la cuerda en torno al brazo sano y procedía con lentitud.
Jenna miró colina abajo, después miró a
Óscar
. Desde luego, no era su idea de la diversión. Descender por una pendiente de arcilla para visitar a un chamán. ¿Por qué los chamanes no vivirán en chalés adosados o algo así? Con piscina climatizada.
—Ahora tú, chaval —le dijo a
Óscar
, mientras procuraba empujarlo colina abajo. Pero
Óscar
no tenía ni la menor intención de hacerlo. Se plantó, resistiendo. Se veía que compartía los sentimientos de Jenna. Al fin, Jenna se dio por vencida.
—Muy bien. Espera aquí, pues.
Comenzó a descender de espaldas, como lo hacían Tom y Eddie. La cuesta no era tan empinada como le había parecido. Es más, de no haber estado tan mojada, el descenso habría sido sencillo; pero la arcilla era muy resbaladiza.
Cuando ya llevaba recorrido un tercio del trayecto miró hacia arriba y llamó a
Óscar
, que la contemplaba desde lo alto. El perro no quería que lo dejaran atrás, de modo que, por fin, hizo un intento. Emprendió el descenso centímetro a centímetro, cargando el peso sobre las patas delanteras para no patinar. Pero sus gallardos esfuerzos fueron insuficientes. Pronto,
Óscar
pareció entregarse a la pendiente y se deslizó cuesta abajo a toda velocidad, apoyado sobre sus cuartos traseros y aullando. Pasó junto a Jenna, que tendió una mano para detenerlo. Pero le fue imposible.
Óscar
venía con demasiada inercia. La mujer sólo consiguió perder pie y, un instante más tarde, seguía los pasos de
Óscar
deslizándose de espaldas.
Se las compuso para poner los pies hacia delante, pero frenarse era imposible. Pasó como una exhalación ante Eddie, quien se desternillaba de risa. Lo cierto era que había algo placentero en la forma en que un torrente de fango le entraba bajo la camisa, empapándole la espalda. Finalmente, llegó al pie de la colina. Aterrizó a los pies de Tom, quien reía a carcajadas. Después de ver su expresión pétrea durante todo el camino, Jenna se sintió feliz de que exhibiera alguna reacción humana. Tom rio tanto que perdió el equilibrio y cayó de culo en el barro. Y cuando ello ocurrió, rio aún más. Jenna sonrió. Al parecer, el hombre llevaba diez años sin reír, pero ahora parecía a punto de orinarse a fuerza de carcajadas. Payasadas, se dijo. Nada más entretenido.
***
David abrió la puerta. Pareció un poco sorprendido al ver a sus invitados cubiertos de barro de pies a cabeza y riéndose como chiquillos.
—La colina se pone un poco resbaladiza —dijo, lo que produjo nuevas risitas, y también una gran carcajada de Tom—. Id por la puerta de la cocina, al otro lado. Trataré de encontrar alguna ropa seca.
Fueron hasta el otro lado de la casa y entraron a un vestíbulo, una habitación utilitaria que precedía a la cocina. Eddie, el menos embarrado de los tres, sólo se quitó las botas. Tom se quedó en calzoncillos, mientras que Jenna, algo incómoda, entró con sus prendas embarradas. El recinto tenía desnudas paredes blancas, suelo de frías baldosas pardas y un gran fregadero en un rincón. Era evidente que era una suerte de cámara de descompresión para personas embarradas.
—Qué habitación tan práctica.
—Especial para el barro —dijo Tom. Miraron a su alrededor. Procuraban no reír, pero se les escaparon un par de carcajadas.
David entró por la puerta que daba a la cocina. Traía un montón de camisetas de manga larga y pantalones. Tom se puso una muda y después los hombres salieron para que Jenna se cambiase. Una vez que estuvo lista, David lavó las ropas de todos con agua caliente y las puso a secar. Jenna le dijo que no se molestase, pero David le respondió que les sería imposible volver a ponerse la ropa si el barro se secaba en ella; además, no quería que pernoctaran allí.