—¡Eh! ¡Cantinero!
El muchacho miró a Eddie con evidente irritación. Era muy apuesto. Tenía el rostro redondo y ancho que Jenna ya notara en otros indios de Alaska, pero con pómulos salientes que le daban un particular aire escultórico.
—El tío de enfrente dice que tienes habitaciones —prosiguió Eddie; su tono era de provocación.
—Ajá —respondió el muchacho, erizándose. Jenna percibió que entre ambos hombres había en juego una dinámica que no podía entender con claridad. Y que ciertamente no le agradaba.
—Bueno —dijo Eddie con impaciencia—. Quisiéramos un par, si no te es molestia.
—Claro —contestó el muchacho—. ¿Venís para el festival?
—¿El festival? —preguntó Eddie—. ¿Qué festival?
—Pensándolo bien… ninguno. Aquí no tenemos ningún festival —replicó el otro, inexpresivo.
Las mejillas de Eddie se sonrojaron y Jenna se dio cuenta de que se disponía a armar un escándalo, de modo que procuró intervenir. Vio que el libro que el muchacho leía era París era una fiesta, calculó que, por lo general, el único momento en la vida en que una persona lo lee es cuando se lo dan en la universidad.
—¿Hemingway? ¿Estudias?
Jenna tenía que admitir que el suyo era un intento más bien débil, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Como de costumbre, los varones se enseñaban los dientes. Y, para sorpresa de Jenna, su intervención le cayó bien al muchacho. Con gesto amable, se dirigió a ella. Quizá lo hiciera porque le parecía un modo de desairar a Eddie; pero también era posible que se tratase de un gesto sincero.
—Sí. En la Universidad de Alaska, en Anchorage. Regreso en otoño.
—¿Literatura?
Él asintió.
—Del siglo veinte.
—¿Leíste a Djuna Barnes? —preguntó ella. Jenna había estudiado literatura en la universidad, pero eso había sido hacía mucho tiempo. Recordaba más que nada un vago aluvión de páginas leídas tarde, por la noche, con ojos que el sueño volvía pesados. Pero recordaba muy bien un curso en particular. Trataba de los expatriados. Lo daba un profesor de lo más enrollado, Nick algo, que anunció el primer día que las escritoras no eran estudiadas lo suficiente. Y prometió que, por cada libro escrito por un hombre que se leyera en clase, también leerían uno escrito por una mujer. Era interesante. Maduro, comenzaba a perder el cabello, llevaba las gafas al cuello, con una de esas cadenitas que suelen ser exclusivas de las bibliotecarias ancianas. Había algo verdaderamente sexy en él. Después de clase, se reunía con los alumnos afuera, a fumar cigarrillos. Claro que los estudiantes que lo acompañaban en tales ocasiones eran todas mujeres. A todas las chicas les encantaba; parecía tan necesitado. El típico profesor distraído. Su esposa había muerto hacía unos años de algún tipo de cáncer. Una amiga de Jenna se había acostado con él. Fueron a su casa y se emborracharon en serio y después lo hicieron. Ella dijo que el comportamiento del tipo fue lamentable. No hacía más que dar órdenes. Haz esto, haz lo otro. Aburrido. Obtuvo un sobresaliente. Jenna, algo menos.
No venía al caso. Sí era importante que el chaval no supiera nada de Djuna Barnes. De modo que Jenna insistió.
—Hemingway la detestaba. Le puso a Jake Barnes el apellido de Djuna, porque Jake es un infeliz, y Hemingway quería que todos se enterasen de que él aborrecía a Djuna.
—¿Y por qué la odiaba?
—Quiso acostarse con ella, y ella lo rechazó. Era lesbiana.
El muchacho rio.
—¿Qué escribió ella?
—Sólo leí uno de sus libros. Creo que se llamaba Bosque salvaje. Bueno, quizá era otro título. No me acuerdo. Al final, la protagonista se convierte en perro.
—Qué gracioso. Lo buscaré. —Se levantó de su taburete y salió de detrás del mostrador—. ¿Djuna también necesita una habitación?
Jenna se inmovilizó en una pose cómica para darle a entender al chaval que no tenía ni idea de qué le estaba hablando. Él señaló a
Óscar
y Jenna rio. Nunca entendía las bromas. No era lo bastante rápida. Los varones hacen chistes, los varones los entienden. Jenna no los hacía ni los entendía.
—Es muy tranquilo —explicó Jenna, esperanzada.
—No hay problema, siempre que no ladre por la noche. Venid, subamos.
Se dirigió a unas escaleras; Jenna se volvió hacia Eddie, que la miraba con el ceño fruncido.
—¿Qué puedo decir? —dijo Jenna—. ¿Aquello de que hay que usar miel para coger abejas?
Subieron hasta el oscuro pasillo de la planta alta. El muchacho abrió cuatro puertas e hizo un desganado amago de enseñarles las habitaciones.
—Escoged la que más os guste. —Señalando una de las puertas, añadió—: A ésta la llamamos la suite de la luna de miel.
Todas las habitaciones eran exactamente iguales, dejando aparte el emplazamiento de puertas y ventanas. Todas tenían un espeso alfombrado rojo que daba la impresión de estar húmedo y que mostraba ocasionales manchones oscuros, dos estrechas camas con colchas marrones, y algún mobiliario adocenado. Eddie y Jenna echaron un vistazo a cada una. Las dos primeras parecían las más agradables, si es que podía decirse que alguna de ellas lo fuera: daban a la calle.
El chico se había acuclillado y acariciaba a
Óscar
.
—Puedo juntar las camas, si queréis —ofreció—. Le dije a papá que esas camas hacen que parezca el decorado de un episodio de
Amo a Lucy
, pero se niega a cambiarlas.
Jenna y Eddie cambiaron una mirada nerviosa. No habían hablado de la posibilidad de compartir habitación o cama. Lo cierto era que Jenna había albergado alguna esperanza de que fueran a parar a un lugar donde sólo quedara una habitación, y con cama doble. Harían algunos melindres, pero al fin acordarían dormir cada uno de un lado del lecho; y tal vez se produjera algún chispazo, y de ahí en adelante, ¿quién sabe? Pero eso no ocurriría.
—Me parece que usaremos cuartos separados —dijo Eddie.
—Como os parezca —respondió el joven, encogiéndose de hombros.
—¿No esperáis a más gente? Podríamos compartir… —comenzó a decir Jenna.
—Oh, sí, el gentío del verano. —El chico se incorporó con una risa sarcástica—. A veces, estamos a tope, y hay reservas con meses de anticipación. Pero como sois tan simpáticos, os dejo todo el piso. No permitimos la entrada de otros huéspedes. El lugar es todo vuestro.
Se dirigió a las escaleras.
—Os cuento las comodidades que ofrecemos. No hay servicio de habitaciones, ni máquina de hielo, ni expendedora de Coca-Cola, ni televisión, ni teléfono en las habitaciones, ni conserje, ni botones, ni piscina, ni sala de ejercicios. Básicamente, no tenemos nada de lo que podáis necesitar. Tenéis que pensar que es como una aldea india sin ningún tipo de comodidad. Eso sí, damos de comer en la planta baja. Mamá prepara la comida. Ella es
Motherfish
, la madre pez, ¿entendéis? No se come a la carta; ella cocina algo, eso es lo que hay. Pero hay un aspecto positivo. Sé que estáis esperando esto. ¡Redobles por favor! Mamá hace el mejor pastel de arándanos del mundo. Creedme. Cuando os pregunte si queréis postre, decid que sí. Será pastel de arándanos.
Sonrió y comenzó a bajar por las escaleras.
—¿Cuánto tenemos que pagar?
—¿Pagar? Cuando os marchéis. Veinte dólares por noche. No aceptamos tarjetas de crédito ni cheques.
Ya casi se perdía de vista; sólo se veía su cabeza.
—¿Hay algún cajero automático por aquí?
El muchacho se detuvo y se volvió. Miró a Jenna con seriedad y se puso una mano detrás de la oreja.
—Perdón, no entendí.
—Cajero automático.
—Mmm… No sé qué es. ¿Un…?
—Cajero automático. Metes tu tarjeta, te da dinero.
El chico se encogió de hombros y rio para sí, burlándose de Jenna.
—Dios, los blancos sois increíbles. Vaya, le pones tu tarjeta y te da dinero. ¡Hombre! Yo daría todas mis tierras tribales a cambio de una cosa así. ¡Una máquina de dinero! Te diré una cosa: le doy esta isla a tu gente si a cambio me dan un cajero de esos que dices. ¿Dices que le das la tarjeta y te da dinero? ¿Cómo es posible? Caray. Primero armas de fuego, después bebidas alcohólicas. ¿Y ahora esto? Va a hacer que las cosas cambien de verdad en estos andurriales.
Meneó la cabeza y se perdió escaleras abajo, farfullando «cajero automático» como para sí; ahora, Jenna lo detestaba tanto como Eddie.
Eddie miró su reloj.
—¿Damos un paseo por la playa?
Jenna asintió. Dejaron sus mochilas en las dos primeras habitaciones y se dispusieron a salir.
***
La playa era salvaje e indómita. Inmensas rocas puntiagudas emergían de la arena y de las olas. Sobre la playa se veían grandes trozos de madera traídos por las aguas y sucesivas líneas de algas dejadas por las mareas. En torno a las rocas había charcas hondas y transparentes que albergaban pececillos translúcidos y diminutas crías de cangrejo. La marea estaba baja y el olor del océano era casi perturbador de tan penetrante, como si algo hubiese sido dejado al sol y estuviese muriendo sin la protección del agua.
Jenna se quitó las botas, se arremangó los vaqueros y se acercó al punto donde las olas lamían la playa con suavidad. La arena fangosa hacía un ruido de succión a cada pisada. Miró playa arriba y vio que Eddie le había quitado la correa a
Óscar
y jugaba a tirarle un palo. Pero
Óscar
no terminaba de entender el juego. Sabía ir a buscar el palo, pero una vez que lo recogía, se quedaba ladrando junto a él hasta que Eddie se acercaba y volvía a arrojarlo. Jenna miró cómo jugaban en la arena y se entristeció. Una familia improvisada. El azar los había reunido, pero así y todo, combinaban por algún motivo. Era como si algo los uniera. Jenna hasta había tratado de abandonar a Eddie, pero no pudo hacerlo. Aún no era el momento de que estuviese sola. No sabía cuál podía ser, pero había un motivo para que él siguiese con ella.
A Jenna le llegaron las voces de unos niños que jugaban. A lo lejos, en una punta que se internaba en el mar, vio tres niños pequeños que jugaban en la arena.
Óscar
también los percibió. Dejó de custodiar el palo y se volvió hacia los niños; irguió a medias una oreja. Plegada al revés sobre su cabeza, parecía una boina. Al ver a los niños, su nariz se estremeció. Miró a Eddie, que se le acercaba. Al fin,
Óscar
no pudo contenerse más y se echó a andar por la playa en dirección a los niños. Ladró un par de veces para advertirlos de su llegada. Los niños miraron y cesaron sus juegos, a la espera de que el animal, que había emprendido un trote, se les acercara.
Eddie se puso junto a Jenna. Los hombros de ambos se rozaron.
—Supongo que los niñitos huelen mejor que los adultos —dijo.
Jenna le sonrió. Siguieron caminando hacia el lugar donde estaban los niños.
—Dime, ¿qué fue lo que ocurrió en el bar? —preguntó Jenna.
—¿Qué ocurrió con qué?
—Entre el chico y tú. Había cierta tensión.
—¿Ah, sí? —dijo Eddie con fingida sorpresa—. No lo noté.
—Vamos, amiguito —espetó Jenna, bromeando—. Desembucha.
—No sé, en realidad es una estupidez. Pero me cae mal. Que ese listillo vaya a la universidad. Apuesto a que no paga ni un centavo por sus estudios.
—¿Y qué?
—Bueno. No sé. Es que, hace mucho, los indios firmaron tratados. Y los tratados dicen que la mitad de la pesca de Alaska les pertenece. ¿Cuántos indios hay? Se llevan la mitad, y todos los demás tenemos que repartirnos la mitad que queda. Y entonces viene el gobierno y nos dice que ni siquiera tenemos derecho a nuestra mitad, porque si pescamos nuestra parte y los indios pescan la suya, no quedarían peces. De modo que sólo podemos pescar una pequeña parte de nuestra mitad, para que la pesca no se agote. Pero ellos pescan cuanto quieren.
—Y eso es injusto.
—Sí. Eso creo. ¿Tú no?
—Bueno, veamos. Digamos que hace mucho tiempo, antes de que tú nacieras, cuando tu padre vivía ahí, mi abuela se apoderó de tu casa.
—¿Y para qué querría mi casa?
—Tiene una familia grande. Necesita más lugar. Así que aparece con un bate de béisbol y se adueña de tu casa. Le dice a tu familia que puede quedarse, pero en el patio. Pero, para que las cosas sean justas, también les dice que tienen derecho a usar la mitad del suministro de agua de la casa.
—Me parece que esta conversación me dejó de interesar —dijo Eddie con una mueca.
—Transcurre un tiempo —prosiguió Jenna—, y ahora el interior de la casa me pertenece, porque lo heredé. Tú heredaste el patio. Invito a muchos de mis amigos a vivir conmigo; a todos nos encanta el lugar. Pero…
—Siempre hay un pero.
—Pero… no nos parece justo que la mitad del agua sea tuya. No la usas toda. Nosotros necesitamos más porque somos más. Así que te decimos que no puedes usar la mitad del agua. A partir de ese momento, sólo tendrás derecho a una décima parte del agua. ¿Cómo te sentirías?
—Maltratado.
—¿Jodido?
—Violado. Teníamos un trato.
—Muy bien. —Jenna sonrió—. Ahora, extrapola.
—Sí, claro. Lo que acabas de plantear es una situación completamente inverosímil e increíble, sin base real alguna. El hecho es que los tratados de pesca fueron firmados hace cien años y están superados. Las cosas cambian.
Jenna cabeceó, pensativa.
Óscar
había llegado donde los niños y los olfateaba a conciencia.
—Tienes razón —dijo.
—Gracias.
—Oh, por cierto —prosiguió Jenna—. ¿Cómo se llamaba esa otra cosa que firmaron? Una especie de tratado. Ya sabes… ¡la Constitución! Eso. La Constitución se firmó hace mucho. Diría que también está desfasada. También deberíamos deshacernos de ella. ¿No te parece?
Eddie la miró de soslayo con una sonrisa pícara.
—Muy astuta —dijo—. Creo que ya no me caes bien.
Jenna tendió la mano y enganchó el cinturón de Eddie con el pulgar por detrás de sus tejanos.
—Suelta —protestó Eddie.
—No. Te estoy pescando —dijo Jenna, dándole un juguetón tirón a los tejanos.
—Ah, ¿así que me estás pescando? Esta mañana te marchaste sin más, diciéndome que me llamarías en un par de semanas. Después, conseguiste que te llevara a donde querías ir. Ahora, me sermoneas sobre los tratados. ¿Después, qué?
Jenna se encogió de hombros y quitó la mano del cinturón.
—¿Después qué querrías que hiciera?
—Que me respetes como hombre —contestó él en tono de broma.