—No quiero lastimarte más, viejo. Dime dónde están y me marcho.
Field se quitó la toalla de la cara. La sangre aún manaba a borbotones. Le sonrió a Joey.
—Chico, si no soy más listo que tú debo de ser muy estúpido —dijo, riendo.
—Debes de serlo, sí.
Joey le quitó la toalla y la puso sobre la mesa. Sacó un par de esposas del bolsillo trasero y las usó para asegurar las manos de Field a sus espaldas, detrás del respaldo de la silla. Se paró frente al viejo y apuntó su puño a las costillas.
—Quizá esto duela un poco.
—Nunca hablaré.
—Sí que hablarás.
El puñetazo fue corto pero potente. Se estrelló contra el costado izquierdo de Field en el punto adecuado y con el ángulo exacto. Se oyó un crujido. Field gimió y alzó los ojos en una mueca de dolor cuando el aire abandonó su cuerpo. La sangre que corría por su rostro le manchaba la camisa.
—Ay —se quejó Joey en tono de burla—. Me parece que te rompiste un par de costillas.
Field bregó por recuperar el aliento. Joey se apostó de su lado derecho.
—Muy bien, muy bien, hablaré.
—Buen chico —dijo Joey con una sonrisa—. ¿Dónde están?
Field rio. Dio un respingo al sentir un ramalazo de dolor en el flanco.
—En casa de Eddie, idiota. Los traje de regreso.
***
Resultó que el anciano no mentía. Ahí estaban, toda una jodida familia feliz, hombre, mujer y perro, a la vista de todos. Joey y Robert se quedaron mirándolos desde fuera durante unos minutos. Se los veía con claridad por la ventana iluminada. El galán andaba sin camisa. ¿Qué hacían? Jenna estaba sentada en el sofá, mirando hacia delante. Los mirones contemplaban esa escena muda, la dinámica entre hombre y mujer. Sólo se oía la voz del narrador, Joey. Encaramado a los hombros de Robert, describía un cuadro: qué había sucedido en la oscuridad, entre las sábanas de la cama donde la infiel y su cómplice habían consumado su pasión. Joey describió sus carnes desnudas entrelazadas, los secretos que se revelaban uno al otro, el lenguaje de suspiros y gemidos con que se comunicaban. Un idioma que sólo ellos entendían. Creó una vivida imagen en la mente de Robert, una imagen que la visión del otro hombre volvía real por primera vez. Ya no era un desconocido para Robert. Tenía nombre y cara, un nombre y una cara que quedarían grabados por siempre en la mente de Robert. Y cuando Joey hubo atizado las llamas de los celos en el corazón de Robert hasta transformarlas en un incendio devorador, lo soltó de su jaula. Le quitó la correa. Le dijo que se enfrentara a su esposa adúltera y a su detestable amante.
Robert se dirigió a la puerta con el corazón en la boca. Estaba empapado de sudor. Golpeó la puerta y vio por los paneles acristalados cómo los amantes alzaban la cabeza, sorprendidos. Se quedaron paralizados, mirando sin moverse, hasta que Robert sintió deseos de hundir la puerta e irrumpir, volando con las alas que le daba la rabia. Entonces, Eddie se acercó a la puerta y la abrió. Retrocedió enseguida hasta la mesa del comedor al ver el fuego que ardía en los ojos de Robert. No quería estar en su camino. Robert estaba ruborizado, temblaba. Sentía que no tenía control sobre sus movimientos. La sangre le latía en los oídos con tanta fuerza que le parecía que no oiría sus propias palabras si hablaba. Pero tenía que hablar. Habían estado aguardándolo, atentos a su llegada. Desde el comienzo, lo esperaban. El momento había llegado. Ésa era la hora. Ahora.
Sólo dijo:
—¿Por qué?
Jenna se quedó atónita ante el aspecto de Robert. Jadeaba y llevaba la camisa arrugada y el pelo sin peinar. No lo veía tal como lo recordaba. Lo vio gordo, con el pelo más claro, más viejo. O quizá se tratara de que nunca esperó verlo en casa de Eddie. Al lado de Eddie, delgado y de mejillas hundidas, de pie en la cocina, desnudo hasta la cintura. Así y todo, había algo en Robert que le recordó por qué lo había encontrado atractivo. Cierta inocencia bajo su pomposidad. ¿Por qué? Irrumpía dispuesto a matar, pero después sólo preguntaba: «¿Por qué?».
—Debiste decírmelo —le espetó Robert a Jenna—. ¿Por qué en secreto? ¿Por qué tuve que enterarme por otro?
Robert desplegó un papel de fax y lo dejó caer sobre la mesa. Oh, caramba. Con las manos en la masa. Cuando tomaron la foto, aún no había ocurrido nada entre ella y Eddie. Pero en el lapso transcurrido entre entonces y la llegada de Robert, sí. ¿Por qué? Jenna miró la foto sin recogerla. Los mostraba a ella y a Eddie juntos en la cama. No tenía palabras ni defensa alguna. Cuando comenzó su relación con Robert, ambos se comprometieron a mantenerse fieles. Y dijeron que si salía mal, afrontarían la situación con justicia y franqueza. Cuando salían, antes de casarse o de ni siquiera pensar en hacerlo, se decían que si alguna vez uno de los dos sentía que todo había terminado, que la pasión se había agotado, el otro sería el primero en saberlo. Ella no había cumplido con su parte. Sabía que Robert se enteraría, pero no se lo contó. Mea culpa. Sí, claro que era su culpa.
Miró a Eddie en busca de ayuda. Se había puesto la camisa y parecía un poco menos desnudo.
Robert siguió la mirada de Jenna. Él también miró a Eddie.
—¿Por qué? —le preguntó—. ¿No sabes lo que es el respeto? ¿No tienes honor?
Eddie se encogió de hombros.
—¿De qué estás hablando?
—¡Hablo de que te follaste a mi esposa! —bramó Robert.
Eddie lo miró con expresión de desconcierto.
—Nunca me follé a tu esposa.
Robert se quedó azorado. La confusión lo embargó. No esperaba una negación. Quería lágrimas, furia, una pelea, un escándalo. No estaba preparado para la negación. Tomó la foto de la mesa y se la puso bajo las narices a Eddie.
—Entonces, ¿qué demonios es esto?
Eddie miró la foto con atención y volvió a encogerse de hombros.
—¿Quién la tomó?
—¿Vas a negarlo? ¡Es la prueba de que compartisteis el lecho!
Eddie rio.
—Sí, así es. ¿Quieres saber lo que ocurrió? Hace unas noches, un niño se ahogó aquí fuera y se pasaron toda la noche dragando la bahía. Tu mujer se alteró tanto que encontró imposible dormir sola en una habitación. No sé si se distingue en esta pésima foto, pero ambos estamos completamente vestidos.
Robert le arrebató la foto y la estudió con cuidado.
—No te creo.
—Mira, compañero, ella me contó que estáis pasando por un trance difícil, y eso es algo que respeto. Yo alquilo una habitación, eso es todo. Ella buscaba un alojamiento donde aceptaran perros, y yo no tengo problema con eso. Necesito el dinero, ya ves cómo tengo el brazo. Pero si te crees que nos acostamos, que el asunto es ése, te equivocas. Ella no me interesa. No es mi tipo. A decir verdad, ella y tú me parecéis dos señoritos de ciudad con muchos problemas, nada más.
Las palabras de Eddie eran como lanzas de hielo que atravesaban el pecho de Jenna. ¿Qué decía? Sabía que mentía. La amaba. ¿Por qué le hacía esto?
Entonces, entendió por qué. Robert agachó la cabeza y estrujó la foto, convirtiéndola en una bola. Miraba al suelo, con la respiración agitada, inmóvil. Eddie lo miraba fijamente, mordiéndose el labio inferior. Le daba miedo mirar a Jenna. Sabía que si la miraba a los ojos, su impostura se derrumbaría.
Eddie sabía la verdad. Por eso había dicho esas cosas. Sabía que en realidad no se trataba de si Jenna y él se habían acostado o no. Los asuntos pendientes de resolver eran otros.
Eddie le dio una palmada en el hombro a Robert.
—Mira, amigo; me voy a dar un paseo para que vosotros podáis hablar. Pero te prometo que no tengo interés en tu esposa. Ningún interés.
Sin mirar a Jenna, se dirigió hacia la puerta.
—Vamos
Óscar
—llamó, y el perro acudió. Eddie lo ató y salieron, dejando a Robert y Jenna solos en la casa en penumbras.
Robert se volvió hacia Jenna y alzó las manos, con las palmas hacia arriba, en un gesto que pedía comprensión.
—No sé qué ocurrió —dijo en voz baja—. No sé cuándo comenzaron a salir mal las cosas.
Jenna no miró sus ojos sino sus manos. Y ese gesto le reveló el abismo que los separaba.
Ella sí sabía cuándo las cosas habían comenzado a ir mal. Sabía qué había ocurrido.
***
Fue un mal día del principio al fin. Cuando Jenna se levantó, Robert ya se había ido a trabajar y la casa parecía inmensa y vacía. Un camión había patinado en la calle helada, embistiendo contra un árbol que fue a caer sobre el cable de la televisión, así que Jenna no pudo ver los programas matutinos. Después, llamó la señora Osborne, del taller de teatro infantil. Quería saber si Bobby se apuntaría al programa de primavera, dado que había disfrutado tanto de la temporada anterior. Jenna le contestó que Bobby había muerto y que no tenía intención de resucitar, pero que si, por algún motivo, decidía hacerlo, la señora Osborne sería la primera en enterarse.
Jenna estaba demasiado deprimida para acudir a su cita con el psiquiatra, así que llamó a decir que estaba enferma. Tenía la nariz tapada y el dolor que le atenazaba la cabeza le imposibilitaba pensar de modo normal. Se quedó en pijama y para la primera hora de la tarde, se sentía sucia y fea. Finalmente, decidió que era posible que se sintiera mejor si se arreglaba. Cuando Robert regresara quizá hasta podrían salir a cenar.
Se dio un prolongado baño caliente. Ya en la bañera, se le ocurrió que podía permitirse una copita de vino, sólo lo suficiente como para despejar sus conductos nasales y relajarse un poco. Y quizá un Valium infantil, uno pequeño, nada más, porque estaba muy tensa y tal vez le sirviera para romper el hielo y salir de aquella nube negra.
Lo cierto es que el baño, el vino y el Valium funcionaron, y Jenna se sintió un mil por cien mejor. Eran casi las tres y se dijo que se haría las uñas, porque estaban horribles y arreglarlas quizá la hiciese sentir mejor. De modo que se sirvió un poco más de vino, un chorrito, nada más, porque no quería emborracharse ni nada, habría sido deprimente, y comenzó a pintarse las uñas de pies y manos, lo cual era toda una faena, y el servicio de cable regresó justo a tiempo para los programas vespertinos, que, aunque no eran tan buenos como los de la mañana, servían.
Cuando terminó, se sentía mejor en un dos mil por ciento y pensó que, ya que estaba, bien podía emperifollarse. Así, cuando Robert regresara a casa estaría contento. Tal vez le hiciera una mamada, porque no tenían relaciones sexuales desde quién sabe cuándo, y percibía que él se estaba poniendo un poco inquieto; le tocaba los pechos durante la noche y cosas por el estilo.
De modo que se puso ropa interior sexy: sostén negro que le levantaba los pechos, portaligas, medias. Y un breve y ceñido vestido negro con mucho escote y que revelaba mucho muslo. De pie frente al espejo, con el pelo recogido, lucía francamente bien. Aunque tal vez estaba un poco gorda. Lo cierto era que ya casi no hacía ningún tipo de ejercicio, fuera de bailar un poco, a veces, frente al televisor. Tenía que recuperar el hábito. Escogió un lápiz de labios rojo brillante que no usaba desde hacía años y vio con placer cómo sus labios pálidos adquirían color. Ahora, los zapatos. Quería encontrar sus zapatos negros de tacón, los buenos de verdad, incómodos para caminar, porque sabía que resaltaban sus piernas y que a Robert le encantaban. Además, no es que fuesen a caminar. No recordaba dónde estaban. Tal vez en el armario. Hacía tiempo que no se dedicaba a ordenar, y por eso había perdido el rastro a algunas cosas.
Sí, allí estaban, dentro de su caja, en el estante más alto. Tuvo que subirse a una silla para alcanzarlos. Detrás de la caja vio unos papeles que no recordaba haber puesto en ese lugar. No entendía cómo podían haber llegado allí. La última vez que recogió, no habían quedado papeles sueltos. Los bajó, con intención de buscar un lugar donde guardarlos. Se probó los zapatos. Le iban a la perfección.
Eran casi las seis, y estaba vestida de pies a cabeza, con el mejor de los aspectos. Ahora, su ánimo había mejorado en un seis mil por cien y se alegró de haberse tomado el trabajo de arreglarse. Iba siendo hora de desprenderse del manto negro que la arropaba desde hacía seis meses. ¿Seis meses? Agosto, septiembre, octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero. Eran siete. Siete meses de puro infierno, y ahora iba a salir de eso y volvería a ser quien era. Quizá un sorbito de vino le diese el toque final a la tarde. Antes de que Robert retornara. Se pondría como loco si descubría que ella había vuelto a beber durante el día. No dejaba de regañarla con lo de la bebida. Pero sólo era vino. No algo fuerte. Un suave, cálido líquido amarillo. De lo más inofensivo, a decir verdad.
Fue a la cocina con su copa y los sobres que encontrara. Podía ordenarlos y archivarlos ahora. Se sirvió una medida un poco más generosa de lo habitual, porque iba a guardar la botella, de modo que se merecía un pequeño extra. La propina. Sentada ante la mesa, quitó la banda elástica que rodeaba los papeles y los estudió. Casi todos eran de un banco y estaban dirigidos a Robert. First Interstate Bank. Curioso. No era su banco. El último sobre era más grande. Tenía un logo, nada más. RGB.
El primer resumen de cuenta estaba fechado en agosto y decía setenta y dos mil dólares. Cada mes, la suma crecía por los intereses. El último correspondía a enero y declaraba un monto de 73.512,55 dólares. ¿Por qué Robert tenía semejante suma inmovilizada en un banco?
En el sobre de RGB había un papel que lo explicaba todo. Un contrato. Por eso Robert tenía semejante suma.
Había llegado a un acuerdo con los del centro turístico y nunca se lo dijo a Jenna. El texto estaba lleno de frases legales referidas a indemnización y responsabilidades, además de un breve apartado que estipulaba la confidencialidad del acuerdo. ¿Firmado cuándo? El treinta de julio. Exactamente dos semanas después de que Bobby se ahogara. Apenas suficiente tiempo para que su cadáver se hubiese enfriado.
Bueno, esto merece otra copa de vino. Las reglas son reglas, pero a veces la realidad hace que las cosas no sean tan terminantes. Y, ¿qué era lo que estaba ocurriendo ese día en el que el patinazo de un camión liquidó la televisión matutina, y en el que la botella estaba más vacía que llena? Porque ya iba por debajo de la mitad, y para eso mejor terminarla y quitarse ese problema de encima. Pero ¿cuándo la descorché? ¿Hoy? No puede ser que me haya bebido una botella entera hoy, eso no está bien. Tiene que haber más, siempre hay más. No debajo del fregadero, porque Robert siempre mira ahí. Hay mejores lugares para esconder cosas que detrás de una caja de zapatos. Si vas a ocultar algo en este lugar, más vale que lo hagas bien. Debajo de fregaderos, detrás de cajas de zapatos; ésos son los primeros lugares donde cualquiera buscaría. Robert no conoce la puerta secreta. El compartimiento de las armas. Jenna ha oído decir que antiguamente la gente escondía armas en sus casas. Y en la de ellos hay una pared hueca en el armario del vestíbulo, a la que se accede por una puertita. Suficiente espacio como para esconder un par de armas, o unas cuantas botellas de vino. Una suerte de bodega en miniatura. ¿Por qué Robert no la conoce? Si la conociera, ¿no habría escondido los papeles allí, mucho mejor que detrás de la caja de zapatos? Quizá quería que Jenna los encontrara; así, se ahorraría el trabajo de contárselo. Sería algo que apareció solo, como por arte de magia. Probablemente, él calculó que transcurriría mucho tiempo antes de que yo me volviese a poner mis buenos zapatos, claro, como estoy tan deprimida y lo único que hacemos es encargar pollo al jengibre del restaurante chino, también unos buñuelos aguachirlados que saben a mierda envuelta en una fofa masa blanca. Si hubiese un arma en la caja de las armas, quizá alguien la usaría. Si en el primer acto se ve que hay un arma en ese lugar, en el quinto acto alguien la dispara. ¿O es en el cuarto acto? El tercero. No, el quinto. Siete, tres, cinco, uno, dos, cinco, cinco. Siéntate en el vestíbulo y descórchala, bébete una copa, dos tal vez. Lo mejor será terminarla antes de que llegue Robert con su traje gris y su corbata roja. Hoy es un día de esa clase. El día del traje gris.