—¿Entiendes a qué me refiero? —preguntó él.
—Sí.
—¿Y qué me dices?
—Que tienes razón.
—¿Entonces te parece que no tengo que meterme en nada?
—¿Qué quieres que te diga, Eddie? ¿Qué me casaré contigo y viviremos felices en Wrangell por siempre jamás?
Eddie agachó la cabeza y emprendió la marcha hacia el pueblo. Jenna se maldijo. ¿Por qué había dicho eso? Maldita sea. ¿Cómo se las apañaba Eddie para complicar tanto las cosas? ¿Por qué no podían ser fáciles las cosas?
—Eddie, espera —rogó Jenna, siguiéndolo.
Óscar
la acompañaba—. Es que… no estoy…, no sé qué hago con nada de todo esto…, tampoco con lo que se refiere a nosotros.
—Bueno, con respecto a nosotros, te puedo decir que todavía falta una milla para que lleguemos al pueblo.
Bueno, pensó Jenna, eso sí que zanjaba la conversación. Hicieron el resto del trayecto en silencio. Jenna no sabía cómo habían pasado de un beso ardiente a un silencio glacial, pero era indudable que la transición se había producido. Jenna no podía recriminarle a Eddie su empeño por saber qué les depararía el futuro, pero ¿cómo saberlo? ¿Y si a fin de cuentas se cansaban uno del otro? Los romances no llevan necesariamente al matrimonio. A veces, los mejores romances son los que tienen una duración limitada. Son como una llama que arde y después se extingue. ¿Por qué esperaba Eddie algo más de ella? ¿Por qué ella debía comprometerse con él cuando ni siquiera se habían ido juntos a la cama?
Llegaron al bar y entraron. El local estaba lleno a medias de gentes que bebían y se divertían. Ahora, quien atendía la barra era un hombre mayor, probablemente el padre del chaval. Hizo una seña a Jenna con la mano. Eddie no se detuvo. Se limitó a dar las buenas noches por encima del hombro mientras subía a su dormitorio por las escaleras.
Jenna se acercó a la barra. El hombre habló.
—Tom, el de la tienda, dice que habló con Livingstone y que te llevará a él mañana por la mañana. Ve a la tienda, él te lleva.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—Bueno, gracias por el mensaje.
—De nada. Y no te preocupes por el ruido. En un rato echo a estos palurdos.
Jenna le dio las gracias y subió a su cuarto seguida por
Óscar
. Se sentó en la cama y se quitó las botas. Una súbita indignación por lo ocurrido con Eddie en el bosque la embargó. ¿Cómo se atrevía a endilgarle semejante rollo? Como si ella estuviese obligada a darle algún tipo de seguridad.
Sólo quería estar cerca de él. ¿Qué lo hacía pensar que ello llevaría a una soñada vida en común?
Se dio cuenta de que le sería imposible dormir con toda esa agitación en su mente, de modo que salió de la habitación y llamó a la puerta de Eddie.
—¿Qué pasa? —dijo él desde dentro.
—Necesito hablar un momento.
Jenna oyó pisadas; la puerta se abrió.
—¿Qué hay? —Reclinado contra el marco de la puerta, Eddie la miraba con expresión de aburrimiento.
—Mira —comenzó Jenna—, si crees que estoy jugando contigo, lo lamento, en serio, ¿de acuerdo? Pero tengo muchos problemas que trato de resolver y muchas cosas con las que procuro lidiar. No sé dónde estaré mañana, ni la semana que viene, ni el año próximo. No puedo garantizar nada, no puedo comprometerme, no puedo prometer. Pero quiero estar contigo ahora porque eso es lo que quiero. Si quieres estar conmigo, estupendo. Si no, porque te parece que tienes problemas conmigo o alguna otra cosa, bueno, tendré que aceptarlo.
La expresión de él no cambió ni un ápice, lo que enfureció a Jenna. Buscaba alguna reacción. Pero no se produjo.
—Muy bien —dijo Jenna—. Buenas noches.
Eddie cerró la puerta.
Ya en su habitación, Jenna se quedó tumbada en la cama escuchando el sonido de la gramola que llegaba desde la planta baja; transcurrieron unos buenos veinte minutos antes de que cayera en la cuenta de que Eddie no acudiría a ella. Jenna había supuesto que él habría terminado por entender, pero ahora se daba cuenta de que, a pesar del tono grandilocuente que adoptaba Eddie, lo único que le importaba era él mismo. Era incapaz de ver más allá de sus propias necesidades y de ofrecerse a ella. Era vengativo, como todos los hombres. Vengativo y amigo de propinar escarmientos. Cortadles las narices, así aprenderán. Y lo peor es que son todos tan estúpidos que ni siquiera saben que son así.
Se desvistió, dejándose sólo la camiseta, se cepilló los dientes y se metió en cama. La música había cesado, y del piso bajo sólo llegaban unas pocas voces y olor a cigarrillo. Apagó las luces, menos la del cuarto de baño, que dejó como guía y se tumbó de costado. Otra vez sola.
Despertó con la sensación de haber oído algo; miró su reloj. Era medianoche y la luz de la luna aún se filtraba por la ventana. Entonces, volvió a oírlo. Un leve golpeteo. Tap, tap, tap. Salió de la cama en silencio y se dirigió a la puerta. Tap, tap, tap. Abrió un poco la puerta y vio a Eddie de pie en el pasillo. Se miraron en silencio por la rendija y hubo un titubeo, una decisión que pendía de un hilo. Ambos podían retirarse si decidían hacerlo, pero si no lo hacían deprisa, la inercia desencadenada cuando él golpeó a la puerta llevaría la situación a una conclusión ineludible.
Sin decir palabra, Eddie apoyó la palma contra la puerta y la empujó hasta abrirla. Entró a la habitación oscura y cerró la puerta tras de sí. Jenna se quedó de pie ante él, casi infantil con sus pies descalzos y cabello revuelto, la camiseta que le llegaba por encima del ombligo, que quedaba inocentemente expuesto. Se quedó así, esperando, hasta que él le puso la mano en la cintura y la atrajo hacia sí. Olía a cigarrillos y tenía tacto de hombre, pesado, con ropas gruesas, casi húmedas, la capa protectora que usan los hombres para protegerse de los elementos. Con lentitud, le recorrió la espalda con la mano hasta dejarla bajo su cabello. Atrajo la cabeza de Jenna hacia la suya y se besaron. El aliento le olía a alcohol. Había estado en la planta baja. Fue con intención de beberse una copa, y terminó tomándose unas cuantas. Habló con los lugareños. El joven estaba ahí. El que se marchó de la merienda familiar cuando se pusieron a hablar de los kushtaka. Él y Eddie hablaron de Jenna, y ambos se quedaron con la sensación de que ahora la comprendían mejor.
Jenna se sentía muy pequeña y vulnerable. Quería sumirse en Eddie. Quería ser aún más pequeña, así que dio un paso atrás y se quitó la camiseta. Quedó desnuda. Los ojos de él la recorrieron, y Jenna esperó que ahora que la veía desprotegida la quisiera aún más. Él era muy alto y grande y llevaba toda esa ropa. Y ella era una cosa pequeña sin nada que la cubriera. Se besaron otra vez, y él deslizó su mano espalda abajo y la tomó de las nalgas. Ella le sacó los faldones de la camisa de los pantalones y lo estrechó por la cintura. Era muy tibio. Sintió el cabestrillo bajo la camisa y recordó que estaba herido, que sólo le funcionaba un brazo, y que por mucho que quisiera parecer un hombre con su robustez y su mucha ropa, no era más que un muchacho. Así que lo tomó de la mano y lo condujo hasta la cama. Lo hizo sentarse. Se arrodilló a sus pies, le desató los cordones, le quitó calcetines y botas. Le encantó ver sus pies, bellos pies con dedos de pie, no como esos que parecen dedos de mano injertados en un pie. Alzó la mano y le desabrochó el cinturón, le desabotonó los pantalones. Se los quitó, mientras él recargaba su peso sobre el brazo bueno; se deslizaron por sus piernas antes de quedar en el suelo. Después, le quitó los calzoncillos. Blancos con listas azules. Se puso de pie y le quitó primero la camisa de franela, la camiseta después. Ahora estaba casi tan desnudo como ella. Sólo le quedaba el cabestrillo, que Jenna desabrochó y le quitó.
Ahora, Eddie era tan vulnerable como Jenna, ya no tan grande ni tan remoto. Jenna se levantó y lo miró ahí sentado. Él se quedó esperando a que ella le dijera qué podía hacer. Jenna sabía que la deseaba, pero que ahora que ella lo había desvestido, no se atrevía a hacer nada sin su consentimiento. Tomó su cabeza entre las manos y la apoyó contra su pecho; él le chupó con suavidad un pezón mientras ella le acariciaba el cabello. Él tendió los brazos para abrazarla, pero retrocedió de pronto con un respingo. Su brazo. Lo había movido de un modo incorrecto, y un dolor quemante le subió hasta el cuello. Jenna hizo que se tumbara en la cama y miró la cicatriz, que la penumbra volvía borrosa. Acarició suavemente toda la extensión de la cicatriz con la yema de los dedos.
—¿Te hago daño?
Él negó con la cabeza. Ella se inclinó y besó la cicatriz. Estar tan cerca de lo que fuera una arteria abierta le produjo una sensación extraña. De ese lugar, su sangre había manado. Ese tejido cicatrizado unía los labios de una herida que estuvo a punto de matarlo. Recorrió la cicatriz con la lengua y él gimió.
—¿Te duele?
—No, es agradable —dijo él.
Ella subió hasta su boca, besándolo a fondo mientras apretaba su cuerpo contra el suyo. No era la primera vez que lo veía sin camisa, pero el contacto con su pecho lampiño la sorprendió. Se percibía fresco y suave y era placentero restregarse contra él.
—Tengo algo en la chaqueta —pidió él entre besos.
—¿Algo?
Jenna sonrió y bajó de la cama. Recogió la chaqueta del suelo; había un preservativo en un bolsillo.
—Así que lo tenías todo planeado —dijo, mientras abría el paquete.
—Sólo estaba esperanzado.
Le colocó el condón y se sentó a horcajadas sobre él. Disfrutó de la sensación de tenerlo dentro de ella. Hacía mucho que no la experimentaba. Hicieron el amor con suavidad, en silencio. La luz que se colaba desde el cuarto de baño hacía relumbrar los ojos de Eddie. La emoción colmó el pecho de Jenna. Había pensado en Eddie casi todo el tiempo desde la semana anterior. Deseando lo que ocurría ahora. Ese momento en que no había barreras, fingimientos, ninguna de las pequeñas bromas que la gente hace para ocultar sus emociones. Ahora, lo tenía. Estaban abiertos el uno al otro, desnudos en mente y cuerpo; no sólo era sexo, sino que se experimentaban el uno al otro. Y le gustaba. Quería más. En ese momento, en el instante mismo en que Eddie crispó los puños y echó atrás la cabeza, emitiendo un corto gruñido de satisfacción, Jenna se enamoró de él. Se dio cuenta de que se quedaría con él. Entendió que ambos se querían del mismo modo, despojados de todo. Ni pasado, ni futuro, sólo ese presente, segundo a segundo, los dos solos, aislados en la naturaleza, a salvo de todo peligro. No tuvo un orgasmo, pero ése no era su objetivo. Se había abierto para tenerlo a él dentro. Eso era todo lo que necesitaba. Es esto, pensó. No hay nada más. Es esto.
Se derrumbó sobre su cuerpo tibio y lo estrechó con fuerza; no quería soltarlo, no quería dejarlo ir, ni que saliera de dentro de ella, ni que viera sus lágrimas. Pero él lo notó. Sentía cómo ella se estremecía contra él. No tenía secretos para él.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
Ella asintió en silencio, la cara apretada contra su hombro.
Ahora, las lágrimas eran tantas que esconderlas se volvía imposible. No pudo contenerse y lloró. Él trató de apartarla para poder mirarla a la cara, pero ella no se lo permitió.
—¿Por qué lloras?
—No sé.
—¿Ocurre algo malo?
Ella meneó la cabeza, pero no aflojó la presa.
Él le acarició el cabello hasta que ella se relajó; tumbada junto a él, respiraba pesadamente, sin responder a sus movimientos. Después, creyendo que era el único que velaba en esa habitación en penumbras, le dijo a Jenna que la amaba. Jenna oyó, pero ya se sumía en un sueño en el que corría por un colorido campo de girasoles, gritándole a Eddie que también ella lo amaba, y que siempre lo amaría. Pero Eddie no podía oír el sueño de Jenna; así que no supo qué decía ella. Se limitó a quedarse mirando el techo, preguntándose cómo era posible ser tan afortunado y tener tan mala suerte al mismo tiempo.
R
obert pasó toda la mañana sentado tras su escritorio. Le era imposible moverse. Un doloroso nudo en el cuello hacía difícil pensar. El zumbido de sus oídos le impedía concentrarse. Se limitó a quedarse sentado en su silla; inexpresivo, miraba por la ventana los coches que pasaban por la autopista.
El funeral de Bobby había sido hacía dos semanas, y durante la mayor parte del tiempo, Robert lograba seguir adelante. El trabajo era el de siempre: aburrido, sin creatividad ni satisfacciones. En el frente doméstico, Jenna y él habían establecido un delicado equilibrio. Bailaban una danza muy cuidadosa y defensiva. Cada uno aguardaba hasta ver cómo actuaba el otro antes de hacer cualquier movimiento. A veces, Robert sentía que la casa era una pista de patinaje sobre hielo y que pasaba la mayor parte de su tiempo procurando no chocar con Jenna. Aunque ansiaba que las cosas volviesen pronto a la normalidad, temía que lo que sucedía ahora fuese la nueva norma. No existe el retorno a la normalidad. La normalidad es algo a lo que nos dirigimos; si no, no existe.
Alguien llamó a la puerta y Robert hizo girar su silla para mirar en esa dirección. Steve Miller estaba de pie en el vano.
—¿Tienes un momento? —preguntó Steve.
Robert asintió con la cabeza y procuró salir de su aturdimiento. Steve entró a la habitación y cerró la puerta tras de sí. Qué extraño. Steve jamás cerraba las puertas, a no ser que estuviera por despedir a alguien.
—¿Tus suegros ya se marcharon?
—Sí —respondió Robert—. La semana pasada.
—Debe de ser un alivio.
—Claro. Bueno, en realidad no sé. Mientras estaban, al menos teníamos un enemigo en común. Debíamos presentar un frente unido. Ahora, cada uno está en lo suyo.
Steve se sentó.
—Vine a hablar con Chuck Phillips de un negocio que estamos haciendo con First Bank. Pero quería pasar a ver cómo van las cosas.
—En fin, van sin más. El mundo no se detiene por una sola persona.
Robert volvió a mirar por la ventana. No le agradaba eso de que Steve Miller pasara a verle, como si estuviese en el hospital. Y el otro le hiciera una visita.
—Todos los del grupo de inversores quedaron muy afligidos con lo que ocurrió.
—¿Ah, sí?
—Pues sí, afligidos de verdad.
—Bueno, sí, gracias.
Robert deseó que Steve Miller se fuera de una vez, que diera el encuentro por terminado. Pero Steve no tenía intención de marcharse.
—Robert, ¿puedo hablarte de algo?
—¿No puede esperar? No tengo muchas ganas de hablar en este momento.