—Señor Rosen, tengo la información que me pidió. Los últimos gastos hechos con la tarjeta son en un Banana Republic de Bellingham, Washington. También hay una compra de billetes del
ferry
de la Carretera Marítima del Estado de Alaska. Ambos gastos fueron realizados el domingo por la mañana y nos fueron enviados el lunes.
Sam anotó la información.
—Ajá. Aquí hay algo curioso —dijo la mujer.
—¿Qué?
—En lo de la Carretera Marítima del Estado de Alaska. Hay dos cargos por el mismo monto, hechos el mismo día. Cada uno de doscientos sesenta y cinco dólares y cincuenta y seis centavos.
—Mmm… sí que es raro.
—¿Son gastos que usted autorizó?
—Sí, mi esposa compró un billete a Alaska el domingo. Pero por cuanto sé, sólo uno. A no ser que…
—¿Quiere que impugnemos el segundo billete por facturación doble? Mientras investigamos, no se cargará la comisión por ese gasto.
—¿No será que…? —se interrumpió.
—Oh, estoy segura de que es una doble facturación, nada más, señor Rosen —se apresuró a decir la mujer, interpretando correctamente la sugerencia de Sam—. Ocurre con frecuencia. Yo no le daría importancia.
—Bueno, sí, si puede investigarlo, se lo agradeceré.
—Por supuesto, señor Rosen. ¿Puedo hacer algo más por usted?
Después de cortar la comunicación, Sam se quedó pensando durante un momento. Esos billetes son para el
ferry
que va a Alaska desde Bellingham. Coincide con el hallazgo del coche. Marcó un número.
Si la gente se diera cuenta de todo lo que se puede hacer por teléfono, él se quedaría sin trabajo. Conclusión: la gente no quiere hacer sola las cosas. La gente que contrata a Sam es gente que no quiere encargarse de su propio trabajo sucio. Consideran que contratar a un investigador privado es emocionante. Quieren llamadas telefónicas secretas y mensajes crípticos. Algo sensacional. Como cuando Jim Rockford deja inconsciente al malo de un puñetazo. O cuando Hunter desbarata una banda de traficantes de drogas. Mira esto, este Rosen le había suministrado una clave. Si Sam la invocaba al telefonearlo, Rosen interrumpiría cualquier reunión para atender su llamada.
Esta vez, la voz alegre de un hombre.
—Dígame una cosa —intentó Sam—. Si tengo unos doscientos cincuenta dólares y compro un billete en Bellinghaus, ¿hasta dónde puedo llegar?
—¿Cuándo comenzaría su viaje, señor?
—Ayer.
Una risa. Responde de una vez, idiota.
—Bueno, señor, un billete de ida de Bellingham a Skagway cuesta doscientos cuarenta y seis dólares, más impuestos. Claro que si es ida y vuelta el precio se duplica. Ahora, si usted quiere gastar sólo doscientos cincuenta dólares, sólo llegara a Príncipe Rupert, que es en Canadá.
—¿Cuánto se tarda hasta Skagway?
—Es un viaje de cinco días.
—¿Y si desembarco por el camino?
—Si desembarca antes de llegar a destino y después quiere proseguir con el viaje, se le cobrará un monto adicional igual al de la tarifa entre los dos puertos. Por ejemplo, si desembarca en Sitka, pero tiene billete a Skagway, le cobrarían…
—Sí, sí, entiendo. Gracias.
Sam cortó. Mierda, ella podía haber desembarcado en cualquier lugar. Tendré que esperar a que aparezca otro gasto con la tarjeta de crédito. A ella no parece preocuparle recurrir al plástico. No se pone en el caso de que alguien la esté siguiendo. Pero ¿por qué dos billetes? Es evidente que se fue a Alaska con su amante. Qué original. Qué romántico. Sam marcó el número de la oficina de Robert.
—Hola, llamo del restaurante Grotto Azura, quiero hablar con Robert Rosen.
Una joven nerviosa.
—¿Grotto Azura? Un momento, por favor.
¿Qué demonios es el restaurante Grotto Azura? ¿De dónde mierda saca la gente estas estupideces?
Robert estaba muy agitado.
—¿La encontró?
—Todavía no, pero tengo una pista. ¿Ella conoce a alguien en Alaska?
—¿Alaska? Sí, me llamó desde ahí esta mañana.
—¿Lo llamó? ¿Y por qué no me lo dijo?
—Estaba atareado.
—Bueno. Quizá pueda contarme qué le dijo ella.
—Me dijo que no hiciera preguntas y que no sabía cuándo regresaba y que no tenía un teléfono que darme. ¿Alaska? Su familia es de Alaska.
Sam bufó.
—Gracias por el dato.
—¿Cómo se enteró de lo de Alaska?
—Ella compró un billete de
ferry
para ir allí el domingo.
—Caray. Bueno, entonces supongo que está todo bien. Lo más probable es que haya ido a visitar a su prima o algo así.
—¿Ah, sí? —Sam hizo una pausa dramática antes de lanzar la bomba—. ¿Entonces por qué compró dos billetes?
Sam oyó cómo Robert sofocaba una exclamación. Era como si pudiera ver con sus ojos cómo palidecía su cliente.
—¿Dos?
—Sí, compró dos billetes.
—Ajá. —La voz de Robert sonaba mal, a hombre derrotado—. Dos billetes.
—Mire, señor Rosen; en toda investigación se alcanza un punto en el que el cliente debe preguntarse de cuánto está dispuesto a enterarse.
—Bueno, ella no tiene un amante. De ser así, yo lo sabría.
—¿De cuánto quiere enterarse, señor Rosen? Puedo estar en Bellingham de aquí a una hora, indagando quién vio qué. Si podemos rastrear su paradero a un lugar en particular de Alaska, puedo tener un hombre allí en cuestión de horas. Si hay suerte, tendremos un avistamiento para el día siguiente. Pero de lo que se trata es: ¿de cuánto quiere usted enterarse?
No hubo respuesta. Así suele ocurrir. Estos tíos se creen que lo tienen todo. De todos modos, por lo general ellos también son infieles y merecen lo que les ocurre. Tienen una secretaria que la mama bien y se dicen que no están engañando a sus mujeres porque no se la meten. Qué mentira. Hay que ocuparse del fuego del hogar si no quieres que se extinga. Así es. Estar atento a cómo se fríen tus patatas, si no quieres que se pongan negras, que se quemen y se vuelvan mierda.
—Mire, señor Rosen. Haré con mucho gusto lo que usted decida. ¿Quiere pensárselo? ¿Llamarme más tarde? Aquí estoy. Haremos lo que usted diga.
—Investigue.
Vaya, qué rápido.
—¿Investigo? ¿Está seguro?
—Ya me oyó. Ahora, vaya a Bellingham sin tardanza.
La línea quedó en silencio. Pequeño gilipollas. Mira que cortarme así. ¿Te crees que estás en una puta película de la tele? Muy bien, ¿con que quieres tu puto código Grotto Azura? Recibirás unas fotos de tu mujer que no podrás olvidar nunca.
Sam hizo una última llamada antes de abandonar su oficina. Le contestó una máquina. Dejó un mensaje.
—Despierta y haz tu equipaje, chico. Te vas a la naturaleza salvaje; si todo sale como debe, partes esta noche.
A
Jenna le sorprendió un poco estar despierta tan temprano. Sólo eran las seis y media, pero fuera había luz y desde la calle llegaba algo así como un griterío. Por la ventana vio a Earl, el dueño del hotel, junto a otro hombre, que vestía uniforme de alguacil, levantando unos cubos de basura que habían sido volcados. Hablaban mientras metían los desperdicios en bolsas de plástico. En un momento dado, Earl señaló la ventana de Jenna. Entonces, Jenna vio que su amigo el perro estaba atado al parachoques del coche del policía. El perro no se resistía; parecía un poco confundido y muy culpable.
Jenna se vistió a toda prisa y corrió escaleras abajo para ver qué ocurría. Cuando salió al porche, Earl y el alguacil se volvieron y la miraron con cierta repugnancia. Earl, incluso, meneó la cabeza antes de volver a centrar su atención en la basura.
—¿Qué pasó? —inquirió Jenna.
Earl y el alguacil intercambiaron una mirada.
—Ese condenado perro rompió todos mis cubos de basura —gruñó Earl. Enderezó uno de los cubos para mostrar los bordes, abollados a mordiscos—. Mira. Mira las marcas de dientes. ¿Qué clase de animal estropearía unos cubos de ese modo? Ese perro es peligroso. —Miró al alguacil.
Jenna se acercó al perro. El animal, contento de verla, meneó el rabo e inició una especie de danza con sus patas delanteras. Ella se inclinó a darle una palmada; él le lamió la cara.
—¿En qué te metiste? —le preguntó Jenna.
El alguacil intervino.
—¿Este perro es suyo?
Meneó la cabeza.
—No. Ayer me siguió desde el bosque. Eso es todo.
Earl gritó:
—Apuesto a que es cruce de perro y lobo. Alguna perra en celo se hizo querer por un lobo y dio a luz una carnada de asesinos. A ese perro hay que sacrificarlo.
—Por Dios, vamos —respondió Jenna—. Sólo volcó unos cubos de basura.
—¿Que sólo…? —estalló Earl. Se quedó mirando a Jenna con expresión de incredulidad antes de seguir recogiendo los desperdicios.
—Si el perro no tiene dueño y representa una amenaza, debe ser sacrificado. —El alguacil le dio unas palmaditas en la cabeza al animal—. Una pena. Es un bonito animal.
—Pero alguacil, ¿no hay una perrera o algo así? Quizá alguien lo reclame.
—Aquí no hay perrera, señora.
Jenna miró al perro a los ojos. Le resultó evidente que él no había tenido intención de estropear los cubos de basura. Era un perro tranquilo, y el día anterior le había salvado la vida al ayudarla a escapar del Hombre Elefante. A todo esto, Earl farfullaba:
—Liquiden al hijo de puta. Al hoyo. Ahora tengo que comprar cubos nuevos.
—Pero si yo lo adoptara —le dijo Jenna al alguacil—, no habría que matarlo, ¿verdad?
El alguacil asintió con la cabeza.
—Es verdad. Pero el propietario es quien se hace cargo de los daños que haga un perro. Y si usted es la propietaria, tendrá que pagar.
Bueno, a Jenna no le costó mucho tomar una decisión. Lo único que ese perro necesitaba era un buen baño y un poco de amor y afecto. Probablemente había andado vagando solo, comiendo cuando lograba atrapar algún conejo. Era indudable que se trataba de un auténtico solitario; abandonado por algún pescador que se había mudado, se vio obligado a apañárselas por su cuenta. Vio basura, olió comida, no pudo controlarse. Jenna lo reintegraría en la vida en sociedad, lo encaminaría; y cuando llegara la hora de marcharse, se lo regalaría a un algún buen niño que necesitase un amigo. Entretanto, salvaría a un animal inteligente de ser ejecutado.
—Pagaré.
Earl intervino, indignado.
—¿Cómo que pagará? ¿Se cree que con eso basta? ¡Tengo que comprar cubos nuevos! Ese animal es un peligro.
—Lo estoy adoptando. No es peligroso; se entusiasmó, eso es todo.
—¡Pero…! ¡Mira…! —Earl prorrumpió en exclamaciones.
El alguacil desató la soga de su parachoques y se la alcanzó a Jenna.
—Aquí tiene. Eso sí, debe mantenerlo atado. Venden correas en el almacén.
Jenna se dirigió a Earl.
—Mire, añada el precio de los cubos a mi cuenta, y agréguele la suma que le parezca adecuada para compensar las molestias sufridas.
Tomó la cuerda y caminó hacia el hotel, acompañada por el perro.
—¿Y adonde cree que va, señorita? —preguntó Earl con voz almibarada.
—A mi habitación.
—Oh, vaya; es que este hotel tiene una política muy estricta de no admisión de perros. En particular, no permitimos perros salvajes.
Jenna lo miró para ver si bromeaba, pero no era así. Apeló al alguacil, que se limitó a encogerse de hombros con aire de inocencia.
—Venga, Earl —comenzó a decir el alguacil—. No recuerdo que…
—Alguacil —dijo Earl con sequedad—. El mío es un negocio privado. El hotel tiene buena reputación y nuestros huéspedes dan por descontado que no serán incomodados por perros que corran por los pasillos y ladren toda la noche, como lo hizo esta bestia sarnosa.
Era evidente que Earl había decidido expulsar a Jenna simplemente por su decisión de adoptar al animal que le había arruinado la mañana. Y lo cierto era que Jenna no quería discutir con él.
—Si me permite atarlo al porche, iré a hacer mis maletas; arreglaremos cuentas y me buscaré otro lugar donde alojarme.
—No —dijo Earl con una sonrisa burlona.
—¿No? ¿Que no puedo cambiar de hotel? Me parece que no entiendo.
—No, no es que no pueda marcharse. Lo que no puede hacer es atar ese animal a mi propiedad.
El alguacil resopló.
—Joder, venga ya, Earl. Te pagará los cubos, la echaste a la calle, déjalo ya.
—No —se limitó a responder Earl, y volvió a la basura.
Jenna miró al alguacil, como suplicando un poco de cordura. El alguacil tomó la soga y metió al perro en su coche.
—Lo tendré en una celda de la cárcel. Venga a buscarlo cuando esté lista.
—Gracias, alguacil. Es que no puedo permitir que un perro muera innecesariamente.
El otro asintió con la cabeza antes de marcharse en su coche. Jenna entró al hotel a empacar sus cosas.
***
Después de pagarle a Earl el rescate por el perro, Jenna fue al almacén en busca de una traílla. También había que buscarle un nombre. Procuró recordar si el Abominable Hombre de las Nieves de
Rudolf, el reno de la nariz roja
tenía nombre. Pensó que el del Abominable Hombre de las Nieves sería adecuado, porque todos lo consideraban un verdadero canalla, hasta que el pequeño elfo le extrajo un diente que le hacía daño. Entonces, se dieron cuenta de que siempre había sido un buen tipo con dolor de muelas. Al fin, se decidió por
Óscar
, por el personaje que vive en un cubo de basura en
Barrio Sésamo
. Le pareció un nombre apropiado en razón del incidente de los cubos de basura.
Jenna escogió una linda traílla, una correa con collar para
Óscar
. Mientras pagaba, preguntó al chaval de los
piercings
y los ojos encapotados por un lugar donde alojarse en el que permitieran perros. Pensó un buen rato antes de responder:
—¿No te quieren en la Posada Stikine?
Jenna le contó que Earl la había expulsado.
—Bueno, el único otro lugar es el Motel Sunrise, sobre la carretera que va al aeropuerto.
Jenna le dio las gracias y, tomando el collar y la correa, se dispuso a marcharse. Una señora de cierta edad emergió de la habitación del fondo. Parecía tratarse de la madre del chaval perforado, pero, curiosamente, no tenía perforaciones visibles en su cuerpo. Ni siquiera aretes. El chaval perforado le preguntó a la señora por un lugar donde Jenna pudiera hospedarse con el perro. Ahora, le tocó a la señora reflexionar por un momento.