Pero se equivocó. Saltó, pero sus piernas ya no tenían fuerza y una rama le enganchó el pie… Cayó de bruces con fuerza; esta vez no llegó a amortiguar la caída con las manos.
La cabeza debía de haber chocado con una roca, porque vio un vivido destello. Quizá hasta se había desvanecido, pero no estaba segura. Cuando por fin recuperó energías suficientes para incorporarse, sintió frío. Estaba bañada en sudor y un poco mareada. Se quedó sentada en el suelo, cubierta de sangre y de tierra. Se sentía completamente indefensa y a punto de echarse a llorar.
Oyó unos pasos. Lentos y medidos, como los de un ser humano que pasea, así que no tuvo miedo. Por el sendero, apareció un hombre. La saludó con la mano y dijo:
—¿Te encuentras bien?
Oh, por fin, la salvación. Alguien la había oído gritar y se acercaba a ver qué ocurría. La llevaría de regreso al hotel y la pesadilla habría terminado.
El hombre se acercó. Era alto, delgado y moreno. Sus rasgos faciales eran suaves y redondeados, y a Jenna le habría resultado imposible calcular su edad. Volvió a preguntar:
—¿Te encuentras bien?
—Me perseguía un animal —respondió Jenna.
—¿Un oso?
—No tan grande, pero muy veloz. ¿Los oseznos corren?
—Pueden ser muy rápidos —dijo él.
Pero Jenna sabía que no se trataba de un osezno, porque los oseznos no vuelan. El hombre la ayudó a ponerse de pie. Olía de un modo raro. Un aroma almizclado, como el de un perro mojado. Sus brazos eran delgados pero muy fuertes. Jenna se levantó. Mientras procuraba quitarse la tierra de la ropa, notó que los ojos del hombre eran negros. Como si no tuviese esclerótica. Tampoco iris. Sólo inmensas pupilas negras. «Qué bien —se dijo—, el tipo que me encontró está en pleno viaje de ácido. ¿Qué hacer ahora?».
—Ven, te indicaré cómo salir del bosque —sugirió él.
Cuando emprendían la marcha colina abajo, Jenna oyó el ladrido de un perro en la distancia. Un ladrido insistente, alarmante. Un ladrido que buscaba llamar la atención de alguien. Sonaba extraño en ese bosque en el que reinaba un silencio casi total hasta hacía apenas un instante.
Al salvador de Jenna también le llamó la atención. Se puso a la defensiva al oírlo. Se enderezó, tensó los músculos del cuello y se volvió en dirección al sonido. Se quedó inmóvil, casi como si olfateara el aire. Era extraño, desde luego.
—¿El perro es suyo? —preguntó Jenna. Pero el hombre no respondió. Se limitó a quedarse como estaba, en tensión, ignorándola—. ¿Pasa algo? —Jenna hizo un nuevo intento.
Él se volvió; sus ojos taladraron a Jenna. Tan negros, tan intensos. Sus delgados labios se plegaron en una sonrisa burlona que reveló dientes torcidos y marrones. Parecía muy grande, muy cercano. Jenna se estremeció. El hombre cabeceó con lentitud, y Jenna se dijo que estaba viendo cosas, porque su rostro pareció cambiar. Se tornó más chato y oscuro. Se dijo que era como cuando uno mira una imagen durante demasiado tiempo: parece transformarse. O cuando te invade el pánico y pierdes el control, y por más que sepas que no pasa nada malo, te asustas cada vez más. Procuró ocultar su conmoción porque sabía que lo que creía ver eran puras imaginaciones. Trató de no dar un paso atrás, pero le fue imposible. Intentó sofocar una exclamación, pero en vano. Respiró hondo. Se sentía mareada, con frío. No quería que el hombre viera su temor; pero él lo percibió. Lo olió. Jenna hedía a miedo. No quería morir.
—Ven conmigo —rogó él.
Su voz sonaba extrañamente familiar. Tendió su mano de dedos largos. Jenna la miró y creyó ver una garra. Su cerebro corría a un millón de kilómetros por hora. No le gustaba ese hombre. No quería que la ayudara. No le importaba si era hombre o monstruo. No le importaba si eran puros delirios de su mente desquiciada. Simplemente, no quería estar cerca de él. Quería irse a casa.
Pero estaba demasiado asustada para correr. Él dio un paso hacia ella; sus ojos diabólicos le taladraban el cerebro, pero Jenna no se movió. Procuró alejarse, pero algo la obligaba a quedarse donde estaba, la impedía moverse. El hombre le tocó el brazo; su contacto era malévolo, y Jenna cerró los ojos con fuerza y se echó a llorar, porque no podía evitar quedarse donde estaba y que él la tocara. Estaba paralizada; el olor del hombre lo embargaba todo.
Pero cuando ya se daba por muerta, él titubeó. Los ladridos habían vuelto a escucharse. Jenna abrió los ojos y vio que el hombre miraba en dirección al sonido. Husmeaba el aire. Sintió que podía escapar. Era la ocasión. Se volvió y echó a correr. Corría hacia el ladrido. El perro debía de estar cerca de una casa, supuso, y en una casa tenía que haber un fusil. Oyó los pasos del degenerado a sus espaldas y corrió más que nunca en su vida. No tenía ni la menor intención de permitir que un psicótico drogado la asesinase en un bosque. De ninguna manera. Zigzagueó, saltó sobre troncos, se agachó para eludir ramas. Braceaba al correr. Se imaginó en una pista, compitiendo por la medalla de oro. Y cuando sintió que iba a desmayarse de agotamiento, se empeñó en extraerse una gota más de adrenalina y corrió más que antes.
Vio que el bosque se abría. Un claro se distinguía entre los árboles. El perro aún ladraba con furia, instándola a ir a su encuentro. Superdegenerado le iba a la zaga, pero no la alcanzaba. Jenna mantenía el ritmo, y la luz entre los árboles estaba cada vez más cerca.
Atravesó la última barrera de sotobosque y salió al claro. Y ahí estaba el perro, ladrando con furia, frenético de excitación. Al verla, se precipitó a su encuentro como un viejo amigo. A Jenna le cedieron las piernas y se derrumbó sobre la alta hierba. El degenerado no la siguió hasta el claro. Estaba a salvo. La sangre le martilleaba las sienes, le comprimía el cerebro. Estaba empapada en sudor y no podía respirar. La garganta le ardía, el pecho se convulsionaba en busca de más aire, pero en vano. El mundo que la rodeaba parecía moverse. No sabía si miraba hacia arriba o hacia abajo. Algo giraba, algo tintineaba, Jenna no sabía qué, si ella misma o lo que tenía a su alrededor. Pero lo último que vio antes de sumirse en la oscuridad fue un perro, un hermoso perro, que le ladraba al bosque.
***
Una brisa fresca agitaba la alta hierba con un susurro tintineante que hizo que Jenna recuperase el sentido. Había perdido el conocimiento durante un instante. Su cuerpo, superado, había dejado de funcionar por un momento para recuperarse. Pero ahora se sentía mucho mejor. En realidad, y si se pasaba por alto el hecho de que tenía las piernas surcadas por arañazos sanguinolentos, un tremendo dolor de cabeza y tanta sed que no podía tragar, se sentía muy bien. Rodó para quedar boca arriba y se sobresaltó al ver el gran morro negro de un perro a un palmo por encima de su cara. Ahora recordaba. El perro.
Se sentó y miró alrededor. Había supuesto que iría a dar a un vecindario residencial o cosa parecida, pero no vio indicio alguno de civilización. Estaba en un campo en medio de la nada. Debía de haber salido de los bosques por la ladera opuesta a la que miraba al pueblo. No estaba muy segura de lo que había ocurrido en el bosque. Se había espantado por un tío y, dominada por el pánico, corrió. Ahora se arrepentía. ¿De qué se había asustado tanto? Probablemente se tratara de un pobre hombre que padecía deformidades y vivía solo en el bosque. Sólo procuraba ayudarla, y ella, como la estúpida insensible que era, huyó de él. Se juró que dejaría de ver películas de terror. Siempre le daban malas ideas.
Se puso de pie y se dirigió al bosque, seguida por el perro. Ahora que lo veía bien, se daba cuenta de que tenía un aspecto peculiar. Nada de hermoso, como le pareció antes; era un pastor despeinado y escuálido con una oreja desgarrada. No estaba bien cuidado. Su pelaje estaba sucio y apelmazado en los extremos. Debía de ser el perro vagabundo del pueblo o algo así. Pero era bastante amistoso. Caminaron juntos por la alta hierba hasta que un declive del terreno los condujo a un arroyo.
Jenna miró el agua transparente y fresca que corría y se puso a salivar. Vaya, caray. Un regalo de Dios. Se quitó las botas y los calcetines y se metió al agua fría. Era un arroyo poco profundo con lecho de lisos cantos rodados. Se arrodilló y se limpió las piernas. Se dio cuenta de que, además de todo lo otro, en algún momento debía de haber pasado por una mata de ortigas. Tenía las piernas cubiertas de ampollas blancas que escocían; le recordaron su infancia, cuando iba a la granja de su tío, cerca de Puyallup. Con las botas en la mano y seguida por el perro vadeó el arroyo, cruzando a otro campo.
Terminaron por toparse con una cerca de tablas como las que se ponen en los campos donde hay caballos. El perro pasó entre dos tablones, mientras que Jenna tuvo que trepar. Siguieron andando un poco hasta que, tras cruzar una hilera de árboles, Jenna se dio cuenta de dónde estaban. En un cementerio.
Jenna se quedó inmóvil durante un momento al ver la primera fila de tumbas. Siempre le había dado miedo pisar sepulturas. Había visto personas que andaban por los cementerios pisando sin la menor aprensión la tierra blanda que cubre los cuerpos; pero a Jenna, por algún motivo, hacerlo le causaba escalofríos.
También se había detenido porque se dio cuenta de que era el cementerio donde estaba enterrada su abuela. Jenna nunca había visto la tumba de su abuela. No fue a su funeral. Asistía a la escuela por entonces, y el viaje de Nueva York a Wrangell es largo. Además, lo cierto es que su madre no quería que fuera. Al menos, eso pensó Jenna. Su madre ya tenía bastantes preocupaciones.
Ahora, Jenna quería ver la lápida. El cementerio no era muy grande y sabía que la tumba de su abuela estaba junto a otra, en cuya lápida había un corderito. Su abuela tuvo once niños. Dos de ellos murieron cuando eran bebés. Estos niñitos estaban sepultados uno al lado del otro en una única tumba, entre la abuela y el abuelo de Jenna. Pero la abuelita nunca fue rica —vivía de la seguridad social, de una pensión que el gobierno del estado le pagaba como «pionera», y de otra, del gobierno federal, que así pretendía compensarla por el hecho de que el hombre blanco había matado y despojado de sus tierras a su pueblo—, de modo que nunca pudo permitirse poner una lápida sobre la tumba de sus hijos, por más que siempre había querido hacerlo. Cada cierto tiempo, hablaba de que le gustaría colocar una lápida con la figura de mi corderito, porque en el convento donde fuera criada en Canadá había visto que ésa era la costumbre de los ricos.
Cuando la abuelita murió, su hija, la madre de Jenna, encargó dos lápidas. Una para la abuela, otra para los dos bebés. Y la de los dos bebés representaba un corderito; para que velara por ellos. De modo que Jenna buscó el cordero, y lo encontró. No hay muchos corderos en el cementerio de Wrangell. Y se quedó allí parada, contemplando su pasado.
Es extraño estar parada sobre la propia historia. Mirar el lugar de donde provienes y ver que no es más que tierra, hierba y piedra. En cierto modo, pone en evidencia el hecho de que no existirías sin esas personas. Si alguien tropezara y se rompiera una pierna —o no se la rompiera— en un día en particular, el mundo sería otro. No diferente en el sentido de que una guerra habría comenzado, o no. Hay cierta inevitabilidad en los grandes movimientos de la historia. Pero al mismo tiempo, cada respiración de cada persona produce un cambio químico en el mundo, que siempre afecta a algo en algún lagar. Jenna, de pie ante la tumba de su abuela, procuró imaginar cómo habría sido su vida como india casada con un hombre blanco. Un hombre que le decía que se la llevaría de esa miserable aldea de pescadores, pero que nunca lo hizo. Y así fue como ella crió a sus hijos. A tantos hijos. Y los vio crecer y tener hijos a su vez, hasta que constituyeron una familia de inmensas proporciones. La fuerza que esa mujer debió tener para vivir en las fronteras de la civilización y criar a nueve niños era imposible de concebir para Jenna. Ella no había podido criar ni siquiera a uno.
Oyó un ladrido y vio que el perro, parado en el extremo de una hilera de sepulturas, la miraba. Supuso que a él tampoco le gustaría pisar tumbas. Al lado de él, pasaba el camino que llevaba al pueblo. Así que Jenna regresó al hotel con el perro a la zaga. No sabía qué haría con él. Era evidente que no podía conservarlo. Lo más probable era que tuviese dueño. Calculó que, una vez en el pueblo, alguien lo encontraría y se lo llevaría a casa. En esos momentos, lo que más la urgía era llegar a un lugar donde hubiese gente, para sentirse a salvo.
***
El mundo es mi ostra. A Sam le encantaba aplicarse esa frase mientras acariciaba la correa de la funda de su pistola calibre 38 Special modelo policial.
Mientras aguardaba a que un operador humano atendiese el teléfono, estudió el formulario que Robert Rosen le suministrara. Buena casa, buen coche, buen trabajo. En un par de días de trabajo podía ganar una buena suma. El mundo es mi ostra. Como de costumbre, Sam se asombró de la cantidad de información privada que las personas están dispuestas a dar. Con la información contenida en ese formulario, Sam podía averiguar todo lo referido a Rosen y a toda su parentela. Vaya, si hasta podía llevarlo a la bancarrota. Pero Sam jamás haría algo indecente. La investigación privada se basa en la confianza. Por suerte, la confianza cuesta dinero.
—¿Su número de cuenta? —preguntó la operadora.
Se lo leyó.
—Señor Rosen, ¿en qué podemos ayudarlo?
Sam sonrió, burlón, y adoptó un tono que le pareció propio del señor Rosen.
—Sí, es que desde hace un par de días mi mujer no encuentra su tarjeta de crédito. Quisiera confirmar cuáles son los últimos empleos que le dimos para cerciorarme de que nadie más la esté usando.
—Muy bien, señor. ¿Me da por favor su número de seguridad social?
Lo leyó.
—¿El apellido de soltera de su madre, por favor?
Sam respondió.
—Gracias; un momento, por favor.
Sam se arrellanó en el sillón y metió un meñique indagador en su fosa nasal derecha. Cien dólares la hora por hablar por teléfono. Vaya broma. Sam resolvía el noventa por ciento de sus «casos» desde su escritorio. Se distrajo; otra vez pensaba en Grecia. Se había pasado toda la mañana obsesionado con Grecia.
Acababa de mecanografiar un informe escrito por su hija para su clase de estudios sociales. Lo único que Sam sabía hacer, además de mentir, era mecanografiar. El informe era sobre un palacio en la isla de Creta; tenía tantas habitaciones que la gente decía que era un laberinto. El rey se llamaba Minos. Tenía unos pilares muy curiosos, más anchos por arriba que por abajo, pues habían descubierto que esa forma era la que mejor resistía los terremotos. Vaya locura, si te lo piensas. Sam encontraba que la idea de ir a Grecia, beber mucho ouzo y contemplar a las turistas suecas bailando en
topless
en la playa era atractiva. De lo más atractiva.